1.
La cautiva de Rosas
Tal vez el caso de Juan Manuel de Rosas ilustre con claridad meridiana una de las hipótesis que guían este libro; acaso ningún otro hombre de la Historia argentina demuestre como él de qué manera el modo de ejercer el poder por parte de algunos gobernantes sólo se explica a partir de la forma en que ejercieron el sexo, y viceversa. Hasta tal punto resulta cierta esta afirmación aplicada a Rosas que ambas categorías —sexo y poder— se enlazan en su figura de tal manera que los límites entre uno y otro parecen difuminarse, retroalimentarse y cerrarse en un círculo en el que resulta difícil establecer cuál es el principio y cuál el fin. Ya condenatorios, ya elogiosos, todos los adjetivos que le fueron endilgados a Rosas para describir su forma de practicar el poder podrían aplicarse, también, para graficar la manera de desempeñarse en el sexo. Déspota, tirano, autócrata, injusto, poderoso, paternalista, protector, son sólo algunos de los epítetos que le fueron dados a Rosas y, ciertamente, ejemplifican ambas esferas de su vida, la íntima y la pública.
Tomemos, por ejemplo, la relación que mantuvo con María Eugenia Castro. Fue ésta una historia casi incestuosa, rayana en el horror, signada por la clandestinidad, el ocultamiento, la humillación y la crueldad. Ella era hija de un militar viudo, Juan Gregorio Castro, hombre de confianza de Rosas quien, antes de morir, encomendó a su amigo y superior que tomara a su hija bajo su tutela. Cuando la niña quedó huérfana, Rosas, fiel a su promesa, se hizo cargo de ella en calidad de albacea. Por entonces María Eugenia tenía catorce años. No hace falta aclarar que desde el punto de vista legal y moral, la función de un tutor es la de criar, educar, alimentar y dar protección a los huérfanos, es decir, asumir las funciones que, hasta entonces, cumplían los padres.
La protegida del caudillo era una niña verdaderamente hermosa: alta, de pelo renegrido, tez morena y mirada sensual; un retrato oral de su época la pinta como una «odalisca criolla». Sin embargo, esa exuberancia física contrastaba con su apocamiento espiritual: golpeada por la muerte de su madre primero, educada con la rústica mano dura de su padre militar, viviendo en la soledad que le imponían las largas ausencias de su padre en campaña, sufriendo luego la muerte de éste también, María Eugenia era una chica tímida, introvertida, asustadiza y obediente hasta la humillación. Rosas, en cambio, era por entonces el hombre más poderoso del país: gobernador de la Provincia de Buenos Aires, acaudalado estanciero y terrateniente, ejercía el poder con mano firme y era, en los hechos, el señor de la Confederación. Su estampa, por otra parte, era subyugante: los ojos azules, el pelo revuelto y rubio, el uniforme, magnánimo, le conferían un aspecto de emperador en campaña. A sus cuarenta y cinco años y en lo más alto de su carrera, se hubiera dicho que ni siquiera debía haber notado la llegada de la nueva habitante en su casa palaciega. Sin embargo, el poderoso Juan Manuel de Rosas no pudo sustraerse a la tímida belleza de su entenada quien, cada vez que lo veía pasar, huía como un cervatillo a esconderse detrás de las columnas de la recova que circundaba el enorme patio central. Con la paciente destreza del buen cazador que era, Rosas iba sigiloso tras los pasos de la niña y, de a poco, la llevaba, sin que ella lo percibiera, hasta algún sitio en el que no tuviera escapatoria. Acorralada, ella lo miraba con aterrada fascinación y, sin articular palabra, agachaba la cabeza. Sólo entonces, él la dejaba ir. Fue en el curso de esas «cacerías» cuando, un día, arrinconada como estaba, en el momento en que se disponía a abandonar la sala, Rosas cerró la puerta tras de sí y la tomó entre sus brazos.
A partir de entonces se inició una relación difícil de calificar, signada por su carácter furtivo, silencioso y, sobre todo, desigual. Rosas, el hombre con poder ilimitado, obligaba a su protegida huérfana, casi analfabeta, a que se entregara sin que ella estuviese en condiciones, subjetivas ni objetivas, de negarse a tal cosa. Algo se ha escrito sobre este sórdido «romance»; de acuerdo con algunos relatos, la niña había quedado deslumbrada con Rosas, otros han llegado a decir que estaba enamorada. Más allá de analizar qué grado de libertad tenía María Eugenia en una situación tan asimétrica desde todo punto de vista, nadie ha señalado el hecho de que Juan Manuel de Rosas, además de todo lo enumerado, era, en los papeles, el padre de María Eugenia de Castro. Hasta tal punto esto era así, que la niña se refería al caudillo como «mi padre», según atestiguan varias cartas.
Tan clandestina era esta relación que, tal la usanza de la época, la niña fue puesta bajo el cuidado del servicio doméstico, no sin malos tratos de por medio, y obligada a desempeñar tareas propias de una sirvienta. Sin embargo, cuando Rosas se enteró de la nueva situación de su protegida y «amante», decidió liberarla de tales asuntos y asignarle una tarea aún más humillante que, sin embargo, le permitiría tenerla cerca otra vez: determinó que cuidara de su moribunda esposa, Encarnación Ezcurra.
La mujer de Rosas, ignorante por completo de la relación de María Eugenia con su marido, se encariñó profundamente con aquella niña que con tanto afecto, empeño y desinterés la atendía en su lecho de enferma. De hecho, cuando la muchacha quedó sorpresivamente embarazada, ante la indignación de muchos, Encarnación fue la primera en defenderla e infundirle ánimos para que afrontara el trance con alegría, en la certeza de que el responsable era un sobrino suyo. Lo que jamás llegó a saber Encarnación era que el padre de la niña, bautizada Mercedes, era hija de Juan Manuel de Rosas.
Aún después de la muerte de Encarnación Ezcurra en 1838, la relación de Rosas con María Eugenia continuaría en el más absoluto anonimato. Tan clandestina, innombrable y difícil de definir era esta relación que el Restaurador mantenía a la muchacha oculta en la casa. De hecho, él mismo la llamaba «la Cautiva». Encerrada entre los muros del caserón y a merced de los arbitrios de su tutor, entre 1840 y 1852 María Eugenia tuvo cinco hijos de Rosas: Ángela, Ermilio, Nicanora, Joaquín y Justina. Los habitantes de la célebre quinta de Palermo fueron cómplices con su aterrado silencio: nadie jamás se atrevió a mencionar, ni siquiera entre ellos, esta relación incalificable. Y cada vez que María Eugenia volvía a quedar embarazada, nadie ignoraba quién era el responsable.
No podría afirmarse, de ningún modo, que Rosas y María Eugenia hubieran sido amantes. Como hemos dicho, se trataba de un vínculo completamente desigual en el que el caudillo hacía uso, por no decir abuso, de aquella muchacha que estaba completamente al margen de la vida pública de su «protector». Hubiera sido incapaz de mantener una conversación sobre cualquier aspecto de la realidad nacional, la agenda política o los quehaceres cotidianos de aquel hombre que tenía en sus manos la suma del poder. Ella no tenía idea de nada. El contraste con Encarnación era brutal: la difunta mujer de Rosas había tenido una participación en la política tan influyente que el poder del matrimonio era comparable al de una pareja real.
María Eugenia Castro era, en cambio, una suerte de Cenicienta pero sin encantamiento alguno, condenada para siempre al encierro y la clandestinidad. Humillada hasta un extremo inimaginable, no gozó siquiera de algo de la enorme fortuna y el poder ilimitado que había alcanzado el Gobernador; al contrario, estaba confinada a las tareas domésticas, a la maternidad y a complacer sexualmente al Restaurador. Él, por su parte, se comportaba con ella como un amo que le concedía la gracia de su magnífica presencia, unos pocos pesos, casa y comida para su sustento y el de sus hijos. Se ha dicho que María Eugenia idolatraba a Juan Manuel de Rosas, que estaba perdidamente enamorada; esto nunca lo sabremos, ni siquiera tiene demasiada importancia a la luz de los hechos, ya que ni siquiera la complacencia de la muchacha constituiría un atenuante en tan oscura relación.
Lo cierto es que Rosas jamás reconoció a estos hijos naturales, dado que habría significado admitir el extraño vínculo que lo unía con su «protegida» y que se extendió desde el año 1838 a 1852. Examinemos cómo era la vida cotidiana de esta extrañísima pareja: mientras Rosas ejercía la suma del poder público, María Eugenia, en privado, ejercía la suma de todas las actividades que podía desempeñar una mujer: se ocupaba de los quehaceres domésticos de una sirvienta, las obligaciones de una madre, los cuidados de una esposa, las habilidades de una amante y la sumisión de una esclava. Servía la comida, lidiaba con los chicos, cebaba el mate y hasta probaba la comida que iba a comer el Restaurador para asegurarse de que no estuviese envenenada. De la misma forma, era quien se encargaba de afeitarlo para evitar que algún sirviente infiel pudiera degollar a Rosas. Así de amorosa era la relación que los unía.
Pero ¿cómo era la vida de los hijos (o acaso habría que decir nietos) de Rosas nacidos de esta relación inaudita? Igual que María Eugenia, los niños permanecían ocultos de la mirada pública, recluidos dentro de los muros de la quinta de Palermo. Allí recibían una modesta educación y la mayor parte del tiempo la pasaban mezclados con los hijos de la servidumbre, corriendo en las amplias extensiones de la finca. El trato que les daba Rosas era el de una indiferencia matizada con alguna crueldad. Él mismo se había ocupado de ponerle a cada uno un apodo; así como a María Eugenia le decía la Cautiva, a Mercedes la llamaba Manduca a causa de su gordura y su compulsión por la comida; Ángela tenía el motejo de Soldadito por su carácter dócil y callado como el de su madre; Ermilio era el Capitán, ya que se destacaba por su espíritu de liderazgo; a Nicanora le decía la Gallega por su aspecto cejijunto y su obcecación. Era frecuente que, cuando alguno de ellos vociferaba más de lo tolerable para Rosas o rompía alguna cosa de la casa, mandara a que lo azotaran; desde luego, éstos eran sólo simulacros que, sin embargo, provocaban un pánico atroz y un sufrimiento, si no en el cuerpo, en el ánimo ya de por sí atemorizado de los chicos.
Son varios los testimonios que han quedado pese al empeño puesto por el Restaurador para que jamás se supiera nada de su relación con María Eugenia. Uno de nuestros más célebres escritores, José Mármol, autor, entre otras obras, de Amalia, ha dejado su propia impresión: «Él, Rosas, hace de su barragana la primera amiga y compañera de su hija; él la hace testigo de sus orgías escandalosas…». Por otra parte, no menos escandaloso era el vínculo que unía a la hija legítima de Rosas con estos hijos nunca reconocidos por el caudillo. De acuerdo con varios relatos, cada vez que nacía un «palermito» (tal como les decían a los hijos de María Eugenia), Rosas «obsequiaba» el nuevo bebé a Manuela, como si se tratara de un muñeco con el que podía jugar a sus anchas.
La ruptura de la relación entre Juan Manuel de Rosas y María Eugenia Castro coincidió con la abrupta caída del Restaurador de las Leyes, luego de la Batalla de Caseros y su posterior exilio. El fin de este vínculo acaso sea mucho más ilustrativo que los años de forzada convivencia, ya que nos permite ver con claridad en qué residía la esencia de esta relación. Como ya hemos señalado, casi todas las crónicas hablan del amor incondicional que la muchacha prodigaba a su virtual padre, captor y amante. Sin embargo, cuando Rosas parte a su exilio en Inglaterra, poco antes de embarcarse le suplica a María Eugenia que lo acompañe. Pero ella se niega terminantemente, aun cuando él le ofrece llevar a los hijos con ellos. Difícilmente la mujer habría podido dejarlo partir solo al exilio si ella hubiese estado realmente enamorada. A tal punto llegaba su negativa, que María Eugenia ocultó a Rosas el hecho de que estaba nuevamente embarazada, para evitar que la acusara de querer quedarse con lo que, supuestamente, también le pertenecía.
Si bien la derrota de Rosas significó la liberación de María Eugenia Castro, allí no iban a finalizar sus padecimientos. Sumida en la más extrema pobreza, jamás recibió ninguna ayuda del padre de sus hijos, pese a las innumerables cartas que le hiciera llegar pidiéndole auxilio. La única respuesta era el más cerrado de los silencios, cuando no una esquela plagada de insultos y reproches por no haberlo acompañado en el exilio, como si él hubiese sido la víctima. Abandonada y otra vez en un virtual estado de orfandad junto a sus hijos, era igualmente rechazada por los antiguos amigos de Rosas, quienes la trataban como a una sirvienta despechada, como también por sus enemigos, quienes veían en ella una cómplice del tirano derrocado. Como si todo esto fuera poco suplicio, la única propiedad que había heredado, una pequeña casa y un par de terrenos en Concepción, entró en un complicado juicio sucesorio. Existe una carta que constituye un crudo testimonio, no sólo de la dramática situación de María Eugenia, sino del perverso carácter de la relación, fruto de la cual nacieron siete hijos. Desde el mismo encabezamiento, la carta resulta estremecedora al ver la forma en que ella se refiere al padre de sus hijos:
Mi querido Padre y Señor. (Con) cuánto gusto tomo la pluma para saludarlo y saber de su importante salud y al mismo tiempo contestar su carta fecha 5 de junio de 1855, que no ha sido por falta de voluntad sino que (he) estado no sé si media falta con el pleito que todavía estoy pleiteando y sin poderse acabar. Señor, verme que me echaban de la casa y que tendría que salir a rodar con mis hijos y yo le confieso la verdad que no acostumbrada a lidiar con esta gente de cabildo que es la gente más ladrona y más picara que hay debajo de las estrellas […] es el motivo de haberme olvidado de usted. Aunque yo jamás me (he) olvidado ni me olvidaré de usted.
Todos los meses le estaba por escribir. Cuando me acordaba ya se había ido el paquete y lo dejaba para el otro y así se ha ido pasando de día en día que me ha dicho la señora doña Ignacia que estaba bastante quejoso conmigo. No tiene motivos pues usted no sabe las circunstancias ni los motivos ni cómo lo ha pasado uno después de su ausencia; es verdad que como yo no iba a casa de nadie, ni he incomodado a nadie, yo me he desenvuelto como he podido sin que digan nadie de las familias de usted que los (he) incomodado en nada, porque cuando he ido a casa de alguno de ellos, no por pedirles sino por saber de usted y tener el gusto de saber por qué no le había escrito, me mostraban mal modo; hasta ahora no he vuelto a casa de ninguno, excepto la casa de la señora de Ezcurra, que a ésa he incomodado y siempre soy bien recibida que ella puede informarle de mi conducta, si me había olvidado de usted, pues prueba tiene que en todas las cartas le he mandado decir que mande buscar, si no lo quisiera no lo hubiera hecho, verá si en algo he faltado le suplico encarecidamente por la señora doña Encarnación […] De doña Juanita Sosa no sé nada de ella, pues ella jamás me ha visto. […]
Reciba mil recuerdos de las muchachas que no se olvide de ellas y de mi parte le deseo mil felicidades y que no se olvide de esta pobre desgraciada […]. Sin más molestia soy de usted como siempre su humilde criada.
Eugenia Castro.
Resulta patético y triste comprobar, no solamente el estado de abandono, pobreza y desesperación, sino el modo sumiso propio de quien siempre se ha sentido una hija reducida a servidumbre. El tono humillado y la prosa elemental de quien apenas sabe expresarse, la ortografía y la gramática revelan que, en efecto, María Eugenia no había recibido educación. La niña sufrida, la muchacha condenada al encierro y los ultrajes, se había convertido en una mujer libre pero jamás se repuso de tantos golpes que la vida le deparó. Sus últimos años los pasó en compañía de otro hombre tan pobre como ella pero que, al menos, la respetaba como a una esposa. De este matrimonio María Eugenia tuvo otros dos hijos.
Los chicos, por su parte, tuvieron vidas sumamente difíciles, cuando no trágicas: Ermilio murió combatiendo en la guerra del Paraguay, María Eugenia se dedicó a cuidar enfermos, Ángela y Nicanora, sumidas en la miseria, llevaban una vida de indigencia. El resto de las muchachas eran lavanderas y los varones, peones rurales en los buenos tiempos; en los malos, se ganaban la vida como podían. Rosas, por su parte, jamás admitió haber tenido más hijos que los legítimos, negando de esta manera todo derecho a la herencia a los niños que mantuvo ocultos en su propia casa de Palermo. En 1866, los hermanos nacidos en la clandestinidad iniciaron una causa en los Tribunales para que les fuesen reconocidos sus derechos, pero no obtuvieron resultado alguno.
Así, después de una vida de humillaciones junto a quien fuera el hombre más rico y poderoso del país, María Eugenia Castro murió en la más extrema pobreza en el año 1876.