2.
La encarnación del
sexo y el poder

Tal vez el matrimonio de Encarnación Ezcurra y Juan Manuel de Rosas sea el primer caso en la historia argentina en el que el poder es compartido por ambos cónyuges como si se tratara de una pareja imperial. Todas las decisiones de gobierno, desde las más simples hasta las que provocaron las convulsiones más violentas, se gestaron dentro del ámbito del matrimonio y eran motivo de largas conversaciones nocturnas al calor del plácido lecho marital. Sin dudas, el matrimonio Rosas-Ezcurra se convirtió en un arquetipo que, con diferencias y semejanzas, habría de repetirse a lo largo de la Historia de nuestro país: el modelo del «matrimonio gobernante». Se trataba, ciertamente, de un matrimonio muy particular que, desde su misma constitución, estuvo signado por la simulación y la manipulación destinadas a conseguir voluntades y consenso.

La relación entre ambos se remonta al año 1813; él tenía diecinueve años y ella diecisiete. En una decisión absolutamente infrecuente para la época, Juan Manuel y Encarnación resolvieron casarse. No era corriente que un hombre se casara tan joven; si revisamos la edad en que los varones contraían matrimonio, veremos que, al menos en aquella franja social, el promedio era de unos treinta años. A tal punto resultaba no sólo extraño, sino poco deseable que los hijos ingresaran en el matrimonio a esa edad, que la madre de Rosas, no bien se enteró de semejante decisión, puso el grito en el cielo. Por otra parte, Agustina López Osornio, madre de quien habría de convertirse en el Restaurador, había notado la forma en que la muchacha influía sobre su hijo y, ciertamente, no le gustaba su carácter fuerte y decidido. De manera que, haciendo valer su potestad, los padres de Juan Manuel clausuraron toda conversación al respecto y, lisa y llanamente, le prohibieron que se casara.

Pero Encarnación no estaba dispuesta a renunciar a su propósito; mostrando ya una astuta precocidad para la política, decidió trazar un plan que parecía salido de la pluma de Maquiavelo. El primer paso consistía en convencer de la estratagema a su propio novio. En un principio, al escuchar el plan de labios de Encarnación, Rosas le hizo saber su más rotunda negativa: era demasiado audaz. Pero ella, dueña de un poder de convicción envidiable, le mostró que no quedaba otra alternativa. Finalmente, el novio bajó la cabeza y, en señal de resignación, dio su vacilante aprobación.

Habían pasado algunos días desde la discusión que Agustina López había mantenido con su hijo; todavía reinaba un ambiente denso y hostil en la casa, cuando la madre de Juan Manuel descubrió que desde la persiana del secretaire de su hijo asomaba el extremo de un papel de carta que había sido escondido de apuro. La mujer no pudo sustraerse a la tentación y, asegurándose de que nadie la viera, deslizó el papel, lo desplegó y, cuando leyó la carta, apenas si pudo mantenerse en pie. Tal como sospechaba, aquella muchacha, la novia de su hijo, era una arpía que estaba dispuesta a todo con tal de casarse: estaba embarazada. Su hijo había caído en la trampa que le tendiera Encarnación y, sin medir consecuencias, había accedido a la tentación con la misma ingenuidad de Adán ante la malicia de Eva. Pero la carta iba aún más allá: no sólo le informaba al joven Rosas de su embarazo, sino que amenazaba con armar un escándalo público si se atrevía a abandonarla en ese estado. Acorralados entre la pared de la deshonra y la espada del oprobio público, los padres de Juan Manuel, después de darle vueltas y más vueltas al asunto, decidieron reunirse con los padres de la muchacha. De ese encuentro, hostil al principio, luego sensato y finalmente amigable, surgió la fumata blanca: lo mejor, según ambas familias, era que los chicos se casaran cuanto antes y el embarazo quedara oculto por los preparativos de los festejos.

Y así fue. El 16 de marzo de 1813, Juan Manuel de Rosas y Encarnación Ezcurra por fin se casaron. Sin embargo, cuando ya los padres de los flamantes esposos se habían entusiasmado con la idea del nieto, la pareja anunció que ella había perdido el embarazo. Mucho tiempo habría de pasar hasta que doña Agustina descubriera que ella y no su hijo había sido la víctima de las astucias de Encarnación, ya que jamás había estado embarazada y esa carta, puesta deliberadamente frente a sus ojos, la había escrito en complicidad con Juan Manuel, con el único propósito de inventar un motivo para obtener su bendición y así poder casarse. El plan había funcionado a la perfección.

Esa misma astucia para afrontar los asuntos domésticos habría de hacerse extensiva a la forma de hacer política de la pareja y abrirse paso hasta convertirlos, ya en la cumbre del poder, en el Restaurador de la Leyes y la Heroína de la Santa Federación.