3.
Mujeres por delante,
mazorcas por detrás
No puede comprenderse la figura de Juan Manuel de Rosas sin la de su mujer, Encarnación Ezcurra. Como si ambos hubieran sido partes constitutivas de una unidad, el Restaurador y su esposa se complementaban de tal forma que, desde la «invención» de su casamiento, pasando por la economía familiar, la administración de sus campos y hacienda hasta la acción política y militar, nada escapaba a la decisión directa del matrimonio. Una caracterización de Carlos Ibarguren los retrata con precisión:
Doña Encarnación era el otro yo de Juan Manuel, con quien no tenía, a pesar de su fervoroso compañerismo, esa intimidad ilimitada de las almas que se aman. Ella fue el cancerbero que vigila, lucha y se enfurece para arrancar y defender la presa necesaria a la acción de su marido. Tenía las cualidades que faltaban a su compañero: era ardorosa, entusiasta, franca, iba derecho al objetivo que perseguía, y sabía dar la cara en cualquier empresa que acometía, a diferencia de Rosas.
En efecto, Encarnación fue una suerte de alter ego de Juan Manuel hasta el punto de que resulta muy difícil distinguir quién era el corazón y quién el cerebro, quién la voluntad y quién la pasión, quién la ambición ilimitada y quién la mesura. Probablemente la división no era tan tajante como se piensa y ambos mantenían un equilibrio infundiéndose ánimos o llamándose a la calma, según aconsejaran las circunstancias en uno u otro momento.
Examinemos cómo funcionaba el más antiguo «matrimonio gobernante» de la Argentina a la luz de los acontecimientos políticos de su tiempo. Cuando Juan Manuel de Rosas partió hacia la campaña del desierto, dejó en Buenos Aires a Encarnación a cargo de todos sus asuntos; ella era sus oídos, sus ojos y su voz; permanecía al frente de todo cuanto había dejado su marido, participaba de las reuniones, planificaba las acciones con los ministros y secretarios y se ocupaba de hacer llegar toda la información hasta el campamento del Río Colorado, donde estaba Rosas. Así, mientras él estaba en el frente militar, su esposa permanecía en el frente político protegiendo las espaldas de su marido de los federales «cismáticos», quienes querían aprovechar la ausencia del caudillo para conspirar en su contra. Sin embargo, todos estos intentos chocaron una y otra vez contra las acciones de Encarnación Ezcurra.
El papel de la esposa del Restaurador en aquel momento fue, acaso, más decisivo que el de su otro gran aliado, Facundo Quiroga. En realidad, la estrategia de Rosas consistía en una suerte de operativo de «tenazas» en el cual ambos, su esposa y su aliado, tenían tareas bien específicas: Encarnación estaba a cargo del manejo de las alianzas políticas en la ciudad, mientras Facundo se ocupaba de establecer el tejido político en las provincias. Pero, por otra parte, la esposa del Restaurador debía atender una de las cuestiones más delicadas, tan susceptibles de llamar a la traición y a la discordia: el manejo y administración de los fondos. Nadie como ella cuidaba con tanto celo las cuentas públicas y privadas de su marido e, incluso, las de sus aliados.
Con frecuencia se ha dicho que Encarnación era la primera y más leal abanderada de la causa de Rosas. Sin embargo, considerando la situación desde el entorno familiar, es posible afirmar que, así como fue ella quien forzó las circunstancias para poder casarse con Juan Manuel, tal vez muchas de las principales proclamas federales hayan salido de su inspiración. Dueña de una locuacidad y una facilidad de palabra que envidiaba más de un hombre, sabía cómo arengar a sus acólitos y despertar el fervor militante. Por otra parte, solía dejarse llevar por el más elemental instinto y no tenía pruritos a la hora de mandar a callar a sus interlocutores si, acaso, se atrevían a expresar una opinión distinta de la suya. No por nada se ganó el mote de «La heroína de la Federación».
Pero Encarnación Ezcurra tenía un mérito aún mayor: así como sabía imponerse a los hombres «doctos», también sabía cómo ganarse las simpatías de los «paisanos de a pie», de los hombres y mujeres comunes, los «de abajo». Ella no ignoraba que el entramado de relaciones políticas con los hombres encumbrados no podía sostenerse sin una amplia base compuesta por soldados rasos, suboficiales y gente del pueblo. Sin dudas, la pareja Rosas-Ezcurra tenía una gran influencia dimanada desde ese carisma hecho de una fortísima carga «erótica» que supone un matrimonio poderoso. Si él, por su lado, solía arrancar suspiros a las muchachas con su estampa esbelta y ella, por su parte, podía despertar las más secretas fantasías entre la enorme cantidad de hombres que tenía bajo su cargo, el magnetismo de ambos juntos era arrasador. Y, sin dudas, supieron sacar provecho de esta imagen pública.
De hecho, puede afirmarse que la chispa que encendió la Revolución en octubre de 1833 surgió de la palabra encendida de Encarnación Ezcurra en las vísperas del juicio que habrían de iniciarle a su marido:
¡Esta pobre ciudad no es ya sino un laberinto, las reputaciones son el juguete de estos facinerosos, […] mas a mí nada me intimida, yo me sabré hacer superior a la perfidia de estos malvados, y ellos pagarán bien caros sus crímenes! Todo, todo se lo lleva el diablo, ya no hay paciencia para sufrir a estos malvados…
Tal vez esta carta haya sido el detonante del levantamiento contra el tribunal que iba a juzgar al director del pasquín El Restaurador de las Leyes, órgano de prensa de los «apostólicos». El movimiento iniciado con una campaña de afiches a favor de Rosas, concluyó con la toma del juzgado y fue dirigido personalmente por Encarnación.
Cuando finalmente se desató la lucha armada, la mujer de Rosas se convirtió en el factor de unidad entre actores tan diversos, cuyos intereses eran objetivamente encontrados: así, bajo su influencia populista, consiguió que se aliara la alta burguesía de Buenos Aires con los gauchos de las campañas y los terratenientes. Por paradójico que pudiera parecer, el defensor del orden y Restaurador de las Leyes se alzó contra el orden y la Ley y se puso al frente de la desobediencia.
Tal vez la organización más emblemática de la época de Rosas haya sido la Sociedad Popular Restauradora, tristemente célebre por su nombre más recordado: la Mazorca. Si, como dijimos antes, Rosas y Encarnación habrían de convertirse en un arquetipo matrimonial de gobierno, la Mazorca acaso haya sido el primer modelo de organización paraestatal formada con el propósito de poner en caja a los oponentes mediante el terror. Este brazo armado de la alianza política que impulsaba a Rosas fue creado en 1833 y su mentora fue, justamente, Encarnación Ezcurra. Ella dispuso que el jefe de la organización fuese Julián González Salomón y fue ella, también, el nexo con las familias que la propiciaban y financiaban: todos apellidos célebres que poco tenían que ver con los intereses de los «paisanos de a pie».
Allí estaba lo más granado de las «familias federales apostólicas»: los Anchorena, los Pinedo, los Terrero, los Arana, los Mansilla y los Rolón, entre tantos otros nombres del más rancio abolengo. Ésa era la cúspide de la Sociedad Popular Restauradora. La base, en cambio, la que conformaban los escuadrones armados, estaba compuesta por policías de bajo rango, exsuboficiales, serenos y, lisa y llanamente, delincuentes de diversa laya tales como ladrones, bandidos y cuchilleros.
Varias son las hipótesis acerca del origen del nombre de la organización, cuya mentora fuera Encarnación Ezcurra. Algunos afirman que se debe al hecho de que sus miembros estaban tan unidos como los granos de una mazorca; otros sostienen una versión menos poética, según la cual fue bautizada a raíz de una práctica horrorosa que los escuadrones federales llevaban a cabo contra los unitarios que caían en sus manos, consistente en introducir una mazorca por la parte de atrás de sus víctimas. Y una última explicación señala que el término provendría, sencillamente, de la invocación de las huestes federales exigiendo «más horca» para los unitarios y los «lomos negros». Y, ciertamente, uno de los métodos de asesinato más frecuentes de la Mazorca era el degüello. Con ese método fueron asesinados Francisco Lynch, José María de Riglos, Isidoro de Oliden, Carlos Masón, Manuel Vicente Maza y Juan José Viamonte, entre tantos otros.
Al término de la Batalla de Caseros, con la caída del régimen, la Sociedad Popular Restauradora, la terrorífica organización que sobrevivió incluso a su creadora, Encarnación Ezcurra, fue disuelta y muchos de sus integrantes terminaron sometidos a juicio y algunos de ellos fueron ejecutados en 1853.