12.
Sáenz Peña,
Incesto y destino

Igual que en las tragedias griegas, el destino de Roque Sáenz Peña estuvo determinado por un hecho horroroso que habría de torcer el curso de su vida de manera dramática. Tal vez este caso ejemplifique como pocos de qué modo y hasta qué punto los avatares sexuales en la existencia de una persona pueden influir en la historia de un país. En efecto, así como los héroes mitológicos que eran condenados al destierro por los dioses, iban escribiendo la Historia en su derrotero a partir de su propia tragedia, Roque Sáenz Peña partió a buscar la muerte al descubrir que había violado la más horrible de todas las prohibiciones.

La historia se inició durante las postrimerías de la década de 1870. Pese a que no existen documentos que den testimonio de manera directa y completa, sí encontramos cartas del propio Sáenz Peña y de algunos de sus amigos mencionando el episodio, que puede reconstruirse a partir de distintos fragmentos. De regreso de la guerra del Paraguay, Roque Sáenz Peña se reencontró con una amiga de la infancia. De acuerdo con algunos relatos orales que llegaron hasta nuestros días, la muchacha se habría llamado María, aunque bien podría ser éste un nombre figurado para preservar la verdadera identidad de la protagonista de este escabroso relato. María era la hija de una viuda allegada a la familia Sáenz Peña, acaso una empleada. Hacía mucho tiempo que Roque no veía a su amiga; de hecho, apenas si pudo reconocer en aquella mujer alta y bien formada los rasgos infantiles de otrora, aunque quedó deslumbrado por su sensual belleza. Iniciaron un romance furtivo y apasionado. Sin que existieran razones, prefirieron mantener la relación en secreto. Un día, el padre de Roque, Luis Sáenz Peña, enterado del reencuentro de su hijo con María, como al pasar, le preguntó si había algo entre ellos.

—No —mintió escuetamente Roque.

—Mejor así —dijo el padre, alegando cuestiones de clase, dando a entender que María no pertenecía a las familias «bien», que no era partido para él y que, en fin, ni se le cruzara por la cabeza tener «algo» con ella.

Roque le devolvió un mutismo cargado de hostilidad. Estaba enamorado de María y las palabras de su padre fueron verdaderamente ofensivas. Sin embargo, creyó prudente guardar silencio. Ella, por su parte, consciente de la diferencia social que la separaba del hombre que amaba, le hizo ver a Roque que la relación estaba destinada al fracaso. Pero no iba a convencerlo tan fácilmente; él no ignoraba que no habría de ser aquél un escollo fácil de superar, pero estaba dispuesto a afrontar las circunstancias: no iba a esconderla de la mirada pública por los estúpidos prejuicios de clase. Roque Sáenz Peña, sin embargo, era un hombre con ambiciones políticas: opositor a Bartolomé Mitre, se había encolumnado en las filas del Partido Autonomista liderado por Adolfo Alsina, alcanzando una banca como diputado y, a pesar de su juventud, llegó a desempeñarse como presidente del cuerpo. María y Roque sabían que, de hacerse pública la relación, sus adversarios no tardarían en usar la información en su contra. Pero ni siquiera esa posibilidad iba a ser un obstáculo para Roque Sáenz Peña; de hecho, le dijo a María que, si era necesario, estaba dispuesto a renunciar a la política por ella.

Así, animado por esas convicciones largamente meditadas, algunos días después retomó la conversación con su padre y, resuelto y desafiante, le hizo saber que estaba enamorado de María y que poco le importaba lo que él opinara. Iba a continuar hablando, cuando notó que su padre palidecía y, con voz temblorosa, le dijo:

—María es hija mía.

Roque oyó las palabras de su padre, pero tardó en comprender el sentido de aquella sencilla frase. Cuando por fin pudo recomponer el curso del pensamiento, se puso de pie y tuvo que sostenerse en el brazo de la silla para no caer. María era su medio hermana. De pronto todo cobró sentido: ¿cómo no se había dado cuenta antes? Existían numerosos indicios: la relación incierta y nunca aclarada que había entre su padre y la madre de María, el empeño de Luis Sáenz Peña por mantener a su hijo lejos de la muchacha, los juegos infantiles, en fin, una suma de recuerdos terminó de armar el fatídico cuadro incestuoso. El horror se apoderó de Roque y, como aquellos héroes mitológicos, se impuso el destierro. Así, renunció a su cargo y decidió partir a buscar la muerte como soldado en una causa, a decir de muchos, ajena: la guerra del Pacífico.

Sin embargo, para los espíritus justos no existen causas ajenas; recordemos, sólo por caso, que Lord Byron había entregado la vida por la causa griega. Pero no hacía falta ir tan lejos: inspirados en la gesta de San Martín y Bolívar, para muchos la historia de América Latina no conocía fronteras sino, al contrario, sostenían que sus pueblos estaban unidos por un origen y un destino en común. Así, cuando Chile avanzó sobre el sur de Bolivia quedándose con Antofagasta y cerrándole el acceso al mar, la Argentina, junto con el Perú, defendió la posición boliviana. Sin embargo, la mayor parte del arco político argentino se oponía a una intervención armada en el conflicto. Alejado de los gestos declamatorios tan propios de los políticos, Roque Sáenz Peña partió silenciosamente hacia Lima durante los últimos días de junio de 1879. En su solicitud de incorporación al ejército, Sáenz Peña alegó:

La causa del Perú es la causa de la Argentina […]. He dejado mi patria cediendo a convicciones profundas, no a imposiciones inmediatas de los deberes patrios sino a inspiraciones espontáneas del sentimiento americano.

Resulta notable este caso para ver cómo confluyen en una decisión crucial razones de orden político y otras, la mayor de las veces ocultas, de carácter profundamente personal. En efecto, la causa subyacente a los motivos alegados públicamente era aquella tragedia insoportable que llevaba a Sáenz Peña a buscar una muerte digna. Su amigo Paul Groussac, uno de los pocos que conocían el drama, además de su familia, escribió:

Una crisis de su alma apasionada lo arrojó al Pacífico como remedio heroico a su amargura.

Ambas clases de motivaciones, las políticas y las íntimas, no resultan excluyentes ni unas son más verdaderas que las otras; al contrario, por lo general, un héroe se construye con la materia de las convicciones más elevadas y se impulsa con la fuerza que lo lleva a huir de la tragedia personal.

Al mismo tiempo que Roque Sáenz Peña atravesaba su peor momento, su mejor amigo, Miguel Cañé, acababa de perder a su esposa. Ambos estaban anímicamente destruidos, a punto tal que el común amigo de ambos, Carlos Pellegrini, apuntó:

Este Roque y este Miguel son capaces de hacer lo que vulgarmente se llama una barbaridad; los dos han cambiado hasta de carácter.

Y tenía razón: a poco de partir Sáenz Peña a Lima, Miguel Cané, ganado por el temor de que su amigo resultara muerto en la guerra, fue tras sus pasos poniendo en riesgo si propia vida.

No tengo alma para esas aventuras, con el corazón enterrado en otros cariños y la perspectiva de Roque muerto o herido, solo en el desierto.

Estas palabras que escribió Miguel Cañé varado en Chile muestran la generosidad y el desinterés de su espíritu, más preocupado por su amigo que por su propia suerte. Cuando por fin consiguió llegar a Perú, al no tener noticias de Roque que, anotó con desesperación:

¿Dónde está Roque? No lo sé, pero ¡Lo veré!… Aún no sé una palabra sobre él […] Apenas quedo solo me parece ver a Roque muerto y me dan ganas también de morir. […] Quiero con toda mi alma a ese hombre que cumple su destino en silencio, sin quejas…

En el drama de Sáenz Peña están presentes todos los elementos de la tragedia clásica: la sucesión de acontecimientos encadenados, el destino de los personajes ligado a la suerte de los demás, el amor, la amistad, el incesto, etc. Sin embargo, en determinado momento el relato empieza a vislumbrar un final feliz:

Mis queridos muchachos: al fin estoy en Arica, tendido en una cama junto a Roque, a quien he encontrado gordo, sano y habiéndose batido como un león en Tarapacá.

Los amigos, luego de atravesar cada cual su propio calvario, se reencontraron y en aquella comunión en el sufrimiento y en la experiencia épica, alcanzaron la katharsis propia de la tragedia griega, siendo uno el espectador del drama del otro. Cañé y Sáenz Peña volverán a verse seis meses después en Buenos Aires: Roque, luego de una participación heroica en la guerra, fue recibido en la Argentina con todos los honores. Y acaso haya sido esta página memorable la que le allanara el camino a la presidencia de la República. Lo que muy pocos saben es que aquel destino de gloria se empezó a escribir con una palabra cuya sola enunciación resulta intolerable: incesto.