4.
Tango y prostitución
Para estimar en su verdadera dimensión el fenómeno de la inmigración, basta señalar el hecho de que, en la, Buenos Aires de fines del siglo diecinueve, siete de cada diez habitantes eran extranjeros. La ciudad cobró una nueva vida con sus calles transitadas por hombres y mujeres que traían en sus ojos el azul del Mediterráneo, las lenguas y dialectos de cada península, la cultura de siglos en cuya memoria ancestral se mezclaban el orgullo de un pasado imperial, un presente de hambre y un futuro que vislumbraban promisorio. Fue este magma el que produjo el estallido cultural que habría de sepultar para siempre la aldea criolla. Sin embargo, la aristocracia asistía con espanto y preocupación a ese aluvión que venía a romper la previsible, monótona y controlada aldea porteña. Si hasta entonces el apotegma de «civilización o barbarie» aludía a la antinomia de la ciudad ilustrada contra el campo brutal del gaucho y el indio, de pronto los términos se invirtieron: ahora la ciudad había sido tomada por hordas de extranjeros zaparrastrosos, hambrientos y, por si fuese poco, con ideas socialistas, cuando no anarquistas. Eran, sin dudas, más temibles que los malones y los gauchos «vagos y mal entretenidos» que tanto abominaba Sarmiento. Entonces la oligarquía se refugió en sus estancias, fundó su propia literatura, una épica que reivindicaba al campo, otrora denostado como tierra de bárbaros. Hasta los antiguos unitarios empezaban a reconciliarse con la rural figura de Rosas. Ahora no sólo había que aniquilar al indio, sino mantener a raya al «gringo» que venía a quedarse con la nación. Ése era el ideario que impulsaba a Mitre y Ramos Mejía; en ese contexto, Roca era la espada y Eugenio Cambaceres, la pluma.
La generación que propició la inmigración imaginó un europeo ideal: franceses que habrían de traer el último grito de la moda parisina, italianos con su equipaje colmado de partituras operísticas y flemáticos ingleses como los que habían llegado a Estados Unidos. Nada más lejano: estos inmigrantes, a los ojos decepcionados de la aristocracia, eran la lacra iletrada vomitada desde las entrañas profundas de su propia cultura. Genoveses analfabetos, prostitutas raquíticas, gallegos hambrientos, rusos socialistas y polacos perseguidos convivían en el conventillo. Todos se reunían en el patio, a la sombra de la parra, para cambiar experiencias; cada uno añoraba su terruño y así, hablando en un castellano hecho de retazos de otros idiomas y dialectos, reinventaron una pequeña Europa en suelo criollo. Ese patio común fue la cuna del tango. El cuarto del conventillo donde habitaba cada familia se convirtió en la aldea, el patio se transformó en continente y la ciudad, en el universo. El tango, en su origen, fue universal en la medida en que supo pintar esa aldea hecha de nostalgia. Como toda gran poética clásica, el tango hablaba del destierro y el exilio. Igual que en la poesía griega, el desterrado se preguntaba por su condición, por su origen y su destino. Hornero Manzi era, en principio, Hornero: la épica del extranjero que navegaba a tierras desconocidas era la misma de la Ilíada y la Odisea. Pero además de Hornero era Manzione, un niño que se crió en Pompeya, a orillas del Riachuelo. El tango fue la síntesis de la tradición poética universal amasada con el fango de los arrabales y el de los prostíbulos cercanos al puerto. Nada más lejano al naturalismo que Cambaceres tuvo que importar de París, ya que en los barcos no venía, precisamente, el espíritu de Émile Zola.
Pero antes que la poesía fue la música: el bandoneón, alemán, llegó luego de las flautas primitivas que le daban al género en ciernes una cadencia habanera; el ritmo africano aletargado, las armonías tomadas de la canzoneta napolitana, las melodías genovesas y vascas se mezclaban para que los cuerpos se fundieran en una danza hecha de glamour francés y sensualidad negra. Fue ese baile escandaloso el que confinó al tango, en sus orígenes, al ocultamiento y lo llevó a los salones más o menos clandestinos de los burdeles. Así, el tango y la sexualidad quedaron hermanados en aquellos tugurios marginales que constituían la cuna recóndita de una nueva cultura. El tango era cosa de hombres; hasta tal punto esto era así, que los primeros pasos de esta danza inédita fueron inventados por parejas masculinas que esperaban su turno para pasar con las mujeres. Algunas letras de la época reflejan de manera burlona este juego cercano a la homosexualidad:
Qué dicha tan singular
y qué emoción
se siente bailando un tango,
cuando el que baila es un pierna
y con calor
se balancea al compás.
Se siente por todo el cuerpo,
sin cesar
un voluptuoso mareo;
con el balanceo
me da un cosquilleo
que no es posible explicar.
A nadie podía escapar que este procaz baile entre hombres tenía un decidido componente homosexual; la única forma de dejar en claro que esto no era más que un juego, era admitiendo, mediante el humor, que el tango se bailaba entre hombres:
Es el tango para bailar
una danza muy singular
que el alma nos enajena
y de emociones nos llena.
Es el tango mi gran pasión
y palpita mi corazón
cuando bailo con un criollo
buen pierna y se hamaca mi corazón.
Fue justamente este carácter fuertemente ligado al sexo lo que despertó la aversión de los sectores más acomodados, siempre tan proclives a escandalizarse y rasgarse las vestiduras en público. El tango se convirtió en la síntesis de todo aquello que espantaba a la aristocracia; en esta repulsión se mezclaban expresiones xenófobas, temores de clase y el más profundo desprecio por la cultura popular, todo bajo el disfraz de la defensa de los valores morales, cuyos pilares, según clamaban, temblaban ante el taconeo orgulloso de los botines embarrados.
La generación del 80 escribirá novelas, leyes, disposiciones, edictos, reglamentos, vinculará al inmigrante con la peste y el tango recibirá los mismos adjetivos despectivos que el extranjero. Su música es la expresión de una moral repugnante que da cuenta de la repugnancia que producen los inmigrantes en las élites. El extranjero, como el tango, es la amenaza de una infección que es necesario extirpar. Y para ello serán necesarios los médicos, diestros en el manejo del bisturí.
Esta descripción de Gustavo Várela ilustra la brecha entre aquello que imaginó la generación del 80 y la forma en que luego combatió su propia política de inmigración. Como hemos visto, primero llegó la música, luego la danza y bastante más tarde llegaría la poesía. Antes de que el tango alumbrara poetas como Celedonio Flores, Hornero Manzi, Cadícamo o Discépolo, antes de que surgieran letras como la de Cambalache, Naranjo en flor o Tinta roja, el tango primitivo estaba muy lejos aún de fundar una poética como la que hubiese esperado la aristocracia. Hagamos un repase de los títulos de los primeros tangos que se cantaron: Empuja que se va a abrir, Échale aceite a la manija, Se te paró el motor, Va Celina en punta, Afeítate el siete que el ocho es fiesta, Tócamelo que me gusta, Viejo encendé el calentador, Métele fierro hasta el fondo, Déjalo morir adentro, El movimiento continuo, Date vuelta, Pan dulce, Tómame el pulso, ¡Al palo!, Mordeme la oreja izquierda, Aura que ronca la vieja, El fierrazo, Tócalo más fuerte, Qué polvo con tanto viento, Hacele el rulo a la vieja, Sacudime la persiana, Dos sin sacar. Estas primeras letras muestran claramente el estrechísimo vínculo entre el nacimiento del tango y la sexualidad. Pese al vuelo poético que alcanzó el tango hacia la década del 30, nunca perdió estas arcaicas formas arrabaleras que incluían pinceladas de humor ácido, un lenguaje orillero que abrevó en las cárceles y aquel léxico propio del burdel.
Sarmiento, principal impulsor de la inmigración, había imaginado un país libre de «barbarie», con ciudadanos ilustrados, gauchos redimidos por la lectura del Contrato Social, indios educados por maestras francesas y estadounidenses y ciudades repletas de escuelas. Sin embargo, la herencia que dejó Domingo Faustino Sarmiento a su muerte en 1888 fue de 240 escuelas contra… 6000 mil prostíbulos; es decir, en Buenos Aires había 25 burdeles por cada parvulario. Un número nada despreciable para aquel que, en sus gastos de viajes por Europa, liquidaba puntualmente sus gastos en orgías. Tal vez el viejo maestro jamás hubiese valorado el maravilloso fruto de la semilla que, contra su voluntad, había sembrado: la simiente del tango surgido de aquellos prostíbulos.
Muchos hubieran querido arrogarse la paternidad del tango; suponiendo que esa tarea fuese posible, varios señalarían a Ángel Villoldo como el padre del tango. Compositor, músico, apologista del libertinaje, albañil de oficio, Villoldo fue autor de El choclo, el tango más emblemático junto con La cumparsita. Hasta tal punto que, durante la Primera Guerra Mundial, en ocasión del agasajo a un dignatario argentino en Alemania, el pianista, con toda ceremonia, ejecutó el Himno Nacional Argentino; el agasajado, incómodo, agradeció gentilmente; nunca se atrevió a revelar a los anfitriones que lo que acababa de tocar el pianista era el himno, sí, pero el himno de los bajos fondos: había ejecutado, con toda la pompa, El choclo, título que, se sospecha, aludía al miembro viril.
El autor de nuestro «Himno», firmaba sus canciones menos académicas con un seudónimo elocuente: Lope de la Verga. Este mote herético a oídos de la aristocracia, revela, sin embargo, cómo el tango supo mezclar, desde sus comienzos, lo culto con lo profano. Bajo este apodo firmó versos tales como La reja:
Algunos despreocupados,
que son de los asquerosos,
después de cojer gustosos,
dejan los forros colgados.
O las rimas de A mi amor herido, que, ciertamente, guardaban poca relación con las de Bécquer:
Me enardece de tu látex la tersura,
Me subyuga de tu cutis el rubor,
Y en las horas placenteras del amor
Me fascina acariciarte la costura.
Y la mira de tus ojos, cual linterna,
y el cristal de tus pupilas, color cielo,
y ese polipropileno de tu pelo
que en cien rizos se repite en la entrepierna…
Oh mi amor, liviano amor, ¡etéreo amor!
el silencio es el más grande de tus dones
y en el orbe no hallaría bien mayor…
No te quejes pero siento tu dolor
y prometo no morder más tus pezones
hasta tanto no me compre un inflador.
Vale la pena detenerse en el vínculo que se estableció entre el tango y la prostitución. Como hemos dicho, el nuevo fenómeno cultural nació y se desarrolló en los burdeles. Pero resulta revelador examinar estos espacios y observar de qué manera se fueron modificando a medida que el tango se iba expandiendo. Según hemos podido establecer en el primer volumen de este trabajo, Pecar como Dios manda, el ejercicio de la prostitución se dio inicialmente en las pulperías. Resulta notable cómo siempre el prostíbulo necesitó enmascararse bajo los ropajes de los locales preexistentes y fue nombrado con distintos eufemismos a lo largo de la historia. Así como durante la época de la colonia el lupanar se disfrazó de pulpería, en la época de la confederación los prostíbulos pasaron a la ciudad bajo el nombre de «casas de baile». A causa de este carácter mimético, resulta muy difícil establecer el número de casas de citas en tiempos del rosismo. Si bien en aquellos antiguos prostíbulos también se bailaba, la actividad principal era el comercio sexual. Sin embargo, el hecho de que en las salas de espera hubiese un piano o un organillo aunque más no fuera para justificar el nombre, facilitó el desarrollo de la nueva música y el baile. Las letras, de carácter socarrón y pornográfico, tomaban el lenguaje propio de la actividad prostibularia: mina, madama, fiólo, cafiolo, fiolar, cafishio, por ejemplo, eran términos propios del burdel que luego, gracias al tango, se hicieron extensivos a la vida cotidiana, atravesando las clases sociales y sobreviviendo en el tiempo.
A medida que el nuevo lenguaje salía a la luz, también el ejercicio de la prostitución se hacía más visible: de la pulpería se pasó a la casa de baile y de la casa de baile al cabaret. Algunos prostíbulos del bajo porteño, particularmente en Barracas y La Boca, se disfrazaron de «bares». En lugar de mozos atendían «camareras», mezcla de bailarinas y «coperas», también ofrecían sus servicios a los clientes en «reservados» contiguos al local. La prostitución fue alternativamente prohibida y promovida desde el poder, siempre manteniéndose en un cuidado equilibrio entre las formas morales y las necesidades sociales. Así, los burdeles y las mujeres que trabajaban en ellos, a lo largo de la historia fueron mutando de forma, de nombre y de razón social; por ejemplo, cuando el carácter prostibulario se hacía inocultable, volvían a disfrazarse de otra cosa. Surgieron así las Orquestas de Señoritas, cuyas integrantes ejecutaban instrumentos que no sabían tocar y hacían una suerte de parodia teatral de una orquesta de tango; luego del número «musical», bajaban del escenario y arreglaban con los clientes, disfrazados también ellos de «público», el cuánto y el cómo.
Pero si en sus orígenes el tango celebraba la sexualidad y exaltaba la vida «ligera» de las prostitutas, con el paso de los años la mirada sobre las milongueras tomará un tono sombrío. Tal vez, la visión de aquellas mujeres, otrora jovencitas despreocupadas, más tarde convertidas en mujeres entradas en años, en la mayoría de los casos dueñas de vidas desperdiciadas, habrá de notarse en las letras posteriores, tal como testimonia Pascual Contursi en Desdichas:
Y si ves alguna noche entre risa y carcajada,
una triste milonguera de un lujoso cabaret;
acordate que esa pobre tiene el alma destrozada,
que no baila de alegría y se ríe sin querer.
Nobleza de arrabal, de Juan Andrés Caruso, muestra esta misma desesperanza:
Perdieron todo el encanto tus alegres carcajadas,
tus cortes y tus quebradas ya no son del arrabal.
Y aunque vivas entre el lujo tu vida triste se esfuma
Como la débil espuma de tu copa de champán.
Raúl González Tuñón deja su testimonio de hastío y decepción:
Pobre ramera jubilada,
carne de chisme; a la larga
has vuelto a la cocina olvidada,
a la vida sombría y amarga.
Quiero cantarte, máquina arrumbada
en el montón de la carne vieja.
Estás insensibilizada. Mejor así, hermana, ni una queja.
La máscara arrugada,
tu cara de clownesa inservible,
me hace una mueca risible,
pero apagada.
Este carácter, mezcla de decepción, despecho y cierto resentimiento, marcará en adelante la poesía de Celedonio Flores y alcanzará su máxima expresión en Enrique Santos Discépolo. El tango había dejado de ser joven, risueño y burlón y entraba en la edad madura lleno de melancolía, desengaño y escepticismo. Vale la pena comparar un viejo tango de Villoldo, Bazar de la mezcolanza, con el célebre Cambalache de Discépolo, para notar cómo, a partir de una misma imagen, la de la tienda de pulgas, se abren dos cosmovisiones diferentes:
Transitaba la otra noche
por una calle central
de esta hermosa Capital,
cuando llamó mi atención
un grotesco cartelón
que colgado de una lanza,
un muñeco con gran panza,
muy orondo, sostenía,
y en letras gordas decía:
«Bazar de la mescolanza».
Pecando yo de curioso
frente al bazar me piré,
y un buen rato me quedé
observando lo que había.
La gente entraba y salía
en colosal entrevero,
ni «don Juan, el del aujero»
le podría competir;
era aquello, sin mentir;
inagotable hormiguero.
Allí se hallaban mezlados
con la copetuda dama
la nodriza, la mucama
y el compadre callejero;
señoritas de sombrero
junto al mozo de cordel,
hasta el gallego Samuel,
el tipo cambalachero,
se hallaba en el entrevero;
en fin: era una Babel.
Había preciosas telas
de gró, de seda y fular;
tijeras para esquilar,
lámparas calentadores,
cintas de todos colores,
alpargatas uruguayas,
queso gruyere, pantallas,
calzoncillos, bicicletas,
carbón de coco, galletas,
papas, relojes y mallas.
De música y cirugía
infinidad de instrumentos:
parches porosos, ungüentos
y otras muchas medicinas;
orejones y sardinas,
betún, pimientos morrones,
brillantes y camarones,
patas de chancho, zapallos,
pomada para los callos,
pamelas y levitones.
La gente daba mil vueltas
estorbándose el camino,
y en revuelto torbellino
el negocio se encontraba.
El público respiraba
una atmósfera cargante;
yo permanecí un instante
tan sólo por curiosear,
pero tuve que escapar
«como rata por tirante».
A esta letra zumbona, que refleja la mirada de un testigo despreocupado que prefiere escapar de aquel caos para seguir disfrutando de su vida alegre, se contrapone la poesía madura, sufriente y descreída del Cambalache discepoleano, canción tan conocida que no es necesario transcribir aquí.