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La cautiva de Roca
Julio Argentino Roca llegó al mundo a pesar de que todo parecía conspirar contra su nacimiento. De hecho, su padre, José Segundo Roca, estuvo a punto de ser fusilado sin dejar descendencia. Fue salvado del paredón por una mujer, Agustina Paz, quien, momentos antes de que se constituyera el pelotón de fusilamiento, se ofreció para casarse con el reo. Estos pedidos de clemencia no estaban contemplados en ninguna normativa; sin embargo, era una suerte de ley tácita otorgar el perdón del condenado si era requerido para el casamiento. Se deduce de esta curiosa costumbre que el matrimonio, a la sazón, no era tenido en muy alta estima: estaba un peldaño por debajo de la muerte y, según dicen, no faltó algún reo que, habiendo sido requerido para casarse en el último momento, después de considerarlo unos segundos, optó por la pena capital. No fue éste el caso de José Segundo Roca, quien no sólo aceptó la petición, sino que le dio a su salvadora ocho saludables retoños, a uno de los cuales llamó Julio Argentino.
A la muerte de Agustina Paz, los hijos, nacidos todos en Tucumán, fueron repartidos: los más chicos entre distintas mujeres de la familia y los mayores en colegios pupilos. Era aquélla una usanza propia de la época, ya que los hombres, sobre todo aquellos consagrados a la guerra, no se dedicaban a criar hijos. Julio Argentino Roca tenía quince años cuando lo enviaron al colegio Nacional de Concepción del Uruguay. Regresó a Tucumán diez años más tarde convertido en un soldado barbado, cuyo bautismo de fuego tuvo lugar en la batalla de Cepeda. En la de Pavón se curtió como artillero y se consagró en la guerra del Paraguay. A los veintiséis años Roca fue reconocido por el propio Presidente Domingo Faustino Sarmiento al nombrarlo Comandante del Sexto Regimiento de Tucumán. En esta época se produjo un acontecimiento tan peculiar como poco comentado por los biógrafos del general. Uno de los argumentos más invocados para llevar a cabo la masacre que significó la Campaña del Desierto, era el declarado propósito de salvar a las mujeres que habían sido tomadas cautivas por los indios. Pero, en realidad, con el pretexto de ir a rescatar mujeres, volvían con las cabezas de los jefes tribales y repartían las tierras apropiadas entre sus amigos. Es decir, iban a buscar cautivas y regresaban con hectáreas de campos fértiles. Esto es historia conocida. Lo que muy pocos saben es que el mismísimo Julio Argentino Roca, el héroe de las mujeres secuestradas, tuvo su propia cautiva. Resulta interesante recordar este pasaje tan poco mencionado que protagonizara Roca mucho antes de alcanzar la presidencia de la Nación.
En 1869 Julio Argentino Roca conoció a Ignacia Robles, una jovencita de quince años cuya belleza encendía las pasiones menos confesables del futuro presidente. Varias veces se habían cruzado en las más distinguidas tertulias de Tucumán. Cada vez que Roca la veía aparecer en los salones, sus ojos se extraviaban en la abundancia de su escote y en las voluptuosas curvas acentuadas por un ajustado corsé. Al principio, el militar, intentando guardar las formas, galantemente inventaba alguna excusa para abandonar el grupo de interlocutores circunstanciales y entablar un diálogo con la joven Ignacia. En el momento en que la charla trascendía las fronteras de la formalidad y se dirigía a los asuntos más íntimos, en el instante preciso en que el tono de sus voces se hacía más bajo y sus rostros se acercaban, en ese exacto momento, la madre de la muchacha tomaba a su hija de un brazo y daba por finalizada la conversación, dejando a Roca con el santo en la boca y los ánimos encendidos.
Pese a que el teniente coronel parecía el candidato ideal, la madre de Ignacia se oponía terminantemente a los galanteos que le dedicaba a su hija. Era un hecho conocido que Roca mantenía romances simultáneos con varias tucumanas, algunas casaderas, otras viudas e incluso alguna mujer casada. En su paso por Buenos Aires, Mendoza, San Juan, La Rioja y Salta había dejado, también, unas cuantas promesas eternamente postergadas. La madre de Ignacia Robles, más interesada en la felicidad de su hija que en los títulos del teniente coronel, se mostraba intransigente ante cada avance del militar. Sin embargo, habiendo salido victorioso en tantas batallas, Roca no iba a rendirse sin luchar; de manera que inició una paciente estrategia consistente en seducir, primero, a la madre. A pesar de la manifiesta antipatía de los Robles, Julio Argentino Roca se tomó la tarea sistemática de llegarse todas las tardes a la casa de su pretendida con dos enormes ramos de flores, uno para Ignacia, otro para su madre y una botella de vino o un cigarro para el padre. Y todas las tardes, invariablemente, Roca podía ver entre el resquicio de la puerta, que jamás le era abierta, cómo los esmerados obsequios, con envoltorio y todo, terminaban en la basura. Hasta que un día, ante los ojos azorados de todos los concurrentes a una de las tertulias, el coronel Roca, al ver entrar a su pretendida junto con sus padres, literalmente arrebató a la muchacha del brazo de la madre y, entre amenazas a quienes intentaron interceder, la secuestró. Sus padres, desesperados, corrieron hasta la calle y pudieron ver cómo Roca, a todo galope, se perdía con su cautiva en la oscuridad de la noche.
Roca, uno de los hombres más poderosos de Tucumán, gozaba de la mayor impunidad y, pese a la gravedad del caso y a la cantidad de testigos que presenciaron el hecho, nadie hizo absolutamente nada. Cuando los padres de Ignacia fueron al cuartel, todos los militares se encogieron de hombros ante las súplicas del matrimonio: nadie sabía nada, nadie escuchó nada, nadie vio nada. Al cabo de una semana, que para los familiares de la víctima fue un siglo, Ignacia apareció, pálida y ausente, en la puerta de su casa. Luego supieron que Roca la había tenido en una casa que había alquilado con el único propósito de servirse de ella. Los padres de Ignacia hicieron revisar a la chica por un médico: no mostraba ninguna herida, ni señal de maltrato; sólo que, al tiempo, su vientre comenzó a hincharse. Poco antes de que naciera Carmen, tal el nombre que Ignacia eligió para el fruto de aquella salvaje y breve convivencia obligada, Roca partió a Entre Ríos.
Lo más paradójico, injusto y perverso de esta historia fue que, a pesar de que todo el mundo conocía este hecho, quien tuvo que cargar con la cruz del desprecio no fue el culpable, sino la víctima. Roca seguía siendo un héroe, mientras Ignacia era señalada con el índice acusatorio por el deshonor que significaba ser una madre soltera. Un primo materno de Julio Argentino Roca, Bibiano Paz, uno de los pocos que se mostraron compadecidos por la muchacha, avergonzado por la actitud de su célebre pariente, se acercó a Ignacia para tenderle una mano. Resultan curiosos los giros y las vueltas de la vida: al padre de Roca le había salvado la vida Agustina Paz y muchos años después, el hijo no reconocido de Roca era protegido por un descendiente directo de Agustina. Y tanto fue el afecto que le prodigó, que Bibiano Paz e Ignacia Robles terminaron casados, dándole a esta historia sórdida y cruel un final, si no feliz, al menos no tan aciago como el horror que padeció la cautiva de Roca.