IV

Cuando la señora Deberle supo la muerte de Jeanne, lloró y sufrió uno de esos arrebatos apasionados que la mantenían en vilo durante cuarenta y ocho horas. Era una desesperación ruidosa, sin ninguna ponderación. Fue a la casa y se lanzó a los brazos de Hélène. Luego, habiendo oído algo de una conversación, le vino la idea de hacer a la pequeña muerta unos funerales conmovedores, y ya no pudo pensar en otra cosa. Se ofreció y se encargó de los menores detalles. La madre, agotada por las lágrimas, permanecía anonadada en una silla. El señor Rambaud, que actuaba en su nombre, perdió la cabeza. Asentía a todo con grandes muestras de reconocimiento. Hélène, recobrándose un instante, dijo tan sólo que quería flores, muchas flores.

Entonces, sin perder un instante, la señora Deberle puso manos a la obra con indecible impulso. Dedicó el día siguiente a visitar a todas las señoras para darles la espantosa noticia. Su sueño consistía en organizar un desfile de niñas vestidas de blanco. Necesitaba por lo menos treinta, y no paró hasta que le salió la cuenta. Había ido ella misma a la administración de pompas fúnebres, para discutir la clase y elegir las colgaduras. Se empavesarían las rejas del jardín y se expondría el cuerpo en el centro de las lilas, que ya estaban llenas de brotes verdes. Estaría precioso.

—¡Dios mío! ¡Ojalá mañana haga buen tiempo! —dejó escapar por la noche, una vez terminadas ya todas las gestiones.

La mañana fue radiante: un cielo azul, un sol de oro, con todo el impulso puro y vivaz de la primavera. El entierro tendría lugar a las diez, pero ya a las nueve quedó listo el empavesado. Julieta vino a dar unos consejos a los obreros. Quería que los árboles no quedasen totalmente cubiertos. Las colgaduras blancas, con franjas de plata, abrirían un pórtico entre los dos batientes de la reja que conducía hasta las lilas. Pero volvió pronto al salón, donde tenía que recibir a las señoras. Se reunirían en su casa para no entorpecer las dos habitaciones de la señora Grandjean. Únicamente una cosa la molestaba: su marido había tenido que salir aquella mañana para Versalles, para una consulta que no podía aplazarse, según dijo. Estaba sola, pero sabría salirse de todo.

La señora Berthier fue la primera en llegar, con sus dos hijas.

—¿Querrá usted creerlo? —exclamó la señora Deberle—. Enrique me ha dejado sola… Vamos a ver, Luciano, ¿no sabes decir «buenos días»?

Luciano estaba allí, dispuesto para el entierro, con sus guantes negros. Pareció sorprendido al ver a Sofía y a Blanca, vestidas como si fuesen a ir a una procesión. Una cinta de seda ceñía sus trajes de muselina, y su velo, que caía hasta el suelo, ocultaba su pequeña cofia de tul ilusión. Mientras las dos madres charlaban, los tres niños se miraban, un tanto cohibidos por sus trajes. Luego dijo Luciano:

—Jeanne ha muerto.

Sentía el corazón oprimido, pero seguía sonriendo, con una sonrisa sorprendida. Desde la víspera, la idea de que Jeanne había muerto le hacía ser juicioso. Puesto que su madre, demasiado ocupada, no le respondía, preguntó a los sirvientes. ¿Así que uno no se movía cuando estaba muerto?

—Está muerta, está muerta —repitieron las dos hermanas muy sonrosadas bajo sus velos blancos—. ¿Podremos verla?

El niño reflexionó un momento y, con la mirada perdida y la boca abierta, como queriendo adivinar lo que había más allá de lo que él podía comprender, dijo en voz baja:

—Ya no la veremos más.

Mientras, llegaron otras niñas y Luciano, a una indicación de su madre, fue a recibirlas. Margarita Tissot, en su nube de muselina, con sus grandes ojos, parecía una virgen niña; sus rubios cabellos se escapaban de su cofia como si fuera una esclavina de oro puesta debajo de la blancura del velo. Una sonrisa discreta acogió la llegada de las cinco hermanas Levasseur: iban las cinco iguales, parecían un pensionado, la mayor delante y la más pequeña a la cola; sus falditas, ahuecadas, ocupaban todo un ángulo de la estancia. Pero cuando apareció la pequeña Guiraud se acentuó el cuchicheo de los comentarios; la gente se reía y se la pasaba de uno a otro para verla y besarla. Parecía una tórtola blanca con el plumaje revuelto, y no era mucho mayor que un pájaro, en medio del susurro de gasas que la hacían parecer enorme y redonda como una bola. Ni su misma madre daba con sus manos. Poco a poco el salón iba llenándose con su blancura de nieve. Algunos niños, de levita, manchaban de negro tanta pureza. Luciano, puesto que su pequeña compañera había muerto, estaba escogiendo otra. Permanecía indeciso, pues hubiese preferido una muchacha mayor que él, como era Jeanne. No obstante, pareció decidirse por Margarita, cuyos cabellos le asombraban. Ya no se separó de ella.

Paulina vino a decir a Julieta:

—Todavía no han bajado el cadáver.

Se movía como si se tratara de los preparativos de un baile. A su hermana le había costado mucho lograr que no viniera también de blanco.

—¿Cómo? —exclamó Julieta—. ¿En qué están pensando?… Voy a subir. Quédate con estas señoras.

Salió rápidamente del salón, en el que las madres, de traje oscuro, hablaban a media voz, mientras los niños no se atrevían a moverse por miedo a arrugarse la ropa. Arriba, en cuanto entró en la cámara mortuoria, sintió un gran frío. Jeanne estaba todavía en su lecho, con las manos juntas; y, al igual que Margarita y las señoritas Levasseur, le habían puesto un traje blanco, una cofia blanca y unos zapatitos blancos. Una corona de rosas blancas coronaba su cofia y la convertía en reina de sus amiguitas, festejada por toda la gente que la esperaba abajo. Ante la ventana, el féretro de roble, forrado de satén, colocado sobre dos sillas, se abría como el estuche para una joya. Habían retirado los muebles y ardía un cirio; la habitación, cerrada, oscurecida, desprendía el olor y la paz húmedos de una sepultura tapiada desde largo tiempo. Julieta, que venía del sol y de la vida sonriente del exterior, se quedó muda, suspensa de pronto, sin atreverse ya a decir que se dieran prisa.

—Ya ha llegado mucha gente —acabó por musitar. Y, viendo que no recibía respuesta, añadió, para decir algo—: Enrique ha tenido que ir a Versalles para una consulta. Le ruego que le disculpe.

Hélène, sentada junto al lecho, levantó hacia ella sus ojos vacíos. No había manera de arrancarla de esta habitación. Desde hacía treinta y seis horas, estaba allí, pese a las súplicas del señor Rambaud y del reverendo Jouve, que velaban junto a ella. Las dos noches, sobre todo, la habían tronchado en una agonía sin fin. Luego siguió la pena espantosa del último tocado, los zapatitos de seda blanca con que se había empeñado en calzar ella misma los pies del pequeño cadáver. No se movía agotadas sus fuerzas, como adormecida por el exceso de dolor.

—¿Tiene usted las flores? —murmuró con esfuerzo, con los ojos siempre fijos en la señora Deberle.

—Sí, sí, querida —respondió ésta—. No se preocupe.

Desde que su hija había rendido el último suspiro, no tenía más que esta preocupación: flores, montañas de flores. A cada persona que llegaba, se impacientaba; parecía temer que no se encontraran flores bastantes.

—¿Tiene rosas? —preguntó después de un silencio.

—Sí. Le aseguro que quedará usted satisfecha.

Inclinó la cabeza y volvió a su inmovilidad. Entre tanto, los empleados de las pompas fúnebres esperaban en el descansillo de la escalera. Había que terminar. El señor Rambaud, que también se tambaleaba como un hombre ebrio, hizo una señal a Julieta para que la ayudase a llevarse a la pobre mujer. Los dos la cogieron suavemente por debajo del brazo, la levantaron y la condujeron al comedor. Pero, cuando ella se dio cuenta, los rechazó en una suprema crisis de desesperación. Fue una escena desgarradora. Se puso de rodillas ante el lecho, aferrándose a las sábanas, llenando la habitación con el tumulto de su rebeldía; mientras, Jeanne, tendida en el eterno silencio, rígida y completamente fría, mostraba su rostro de piedra. La cara se había oscurecido un poco, la boca adquiría una mueca de chiquilla vengativa; y era esa máscara sombría y sin perdón, de niña celosa, lo que enloquecía a Hélène. Había visto bien, desde hacía treinta y seis horas, cómo se helaba su rencor, cómo se hacía más hosco a medida que se acercaba a la tierra. ¡Qué alivio si Jeanne, por última vez, hubiese podido sonreírle!

—¡No!, ¡no! —gritó—. Se lo ruego, déjenla un momento… No pueden quitármela. Quiero besarla… ¡Oh!, un momento, sólo un momento…

Con brazos temblorosos la cogía, la disputaba a esos hombres que se escondían en el recibidor, vueltos de espaldas, con un ademán de fastidio. Pero sus labios no caldearon la frialdad de aquel rostro; sintió que Jeanne se obstinaba y la rechazaba. Entonces se abandonó en manos de los que se la llevaban y cayó sobre una silla del comedor con esta súplica sorda, repetida mil veces:

—¡Dios mío! ¡Dios mío!…

La emoción había agotado al señor Rambaud y a la señora Deberle. Después de un corto silencio, cuando ésta entreabrió la puerta, todo había terminado. No se hizo ningún ruido, apenas un roce ligero. Los tornillos, previamente engrasados, cerraron para siempre la tapa. La habitación estaba vacía; una tela blanca ocultaba el ataúd.

Entonces la puerta quedó abierta y dejaron libre a Hélène. Cuando entró, su mirada perdióse entre los muebles y alrededor de las paredes. Acababan de llevarse el cuerpo. Rosalía había estirado la cobertura para hacer desaparecer hasta la huella del liviano peso de la que se había ido. Abriendo los brazos, en un gesto de locura, con las manos extendidas, Hélène se precipitó hacia la escalera. Quería bajar. El señor Rambaud la retenía mientras la señora Deberle le decía que aquello no debía hacerse. Pero ella juraba que sería razonable, que no seguiría el entierro. Bien podían permitirle que lo viera; se estaría quieta, en el pabellón. Los otros dos lloraban escuchándola. Hubo que vestirla. Julieta ocultó bajo un chal negro su bata de andar por casa. Lo único que no encontraba era el sombrero, pero por fin descubrió uno, del que arrancó un ramillete de verbenas rojas. El señor Rambaud, que debía presidir el duelo, cogió a Hélène por el brazo. Cuando estuvieron en el jardín, la señora Deberle murmuró:

—No la deje usted. Yo he de hacer un montón de cosas. Y se fue rápidamente. Hélène caminaba penosamente, buscando con la mirada ante sí. Al penetrar en el hermoso día, lanzó un suspiro. ¡Dios mío! ¡Qué mañana más hermosa! Pero sus ojos habían ido directamente hacia la verja y acababa de ver el pequeño ataúd, bajo las colgaduras blancas. El señor Rambaud no le permitió que se acercara más que dos o tres pasos.

—Vamos, sea usted valiente —le dijo en tanto que él mismo temblaba.

Miraron el estrecho féretro bañado por un rayo de sol. Sobre un almohadón de encaje, a sus pies, estaba puesto un crucifijo de plata. A la izquierda había un hisopo sumergido en un acetre, para las aspersiones.

Los altos cirios ardían sin que se viera la llama, manchando únicamente el sol las pequeñas pavesas danzantes que revoloteaban. Bajo las colgaduras, las ramas de los árboles hacían como una cuna con sus brotes violáceos. Era un rincón de primavera en que penetraba, por una separación de los cortinajes, el polvo de oro de un ancho rayo de sol bajo el cual se abrían las flores recién cortadas que cubrían el féretro. Era un alud de flores, gran cantidad de ramos de rosas blancas, de camelias blancas, de lilas blancas, de claveles blancos, como una gran nevisca amasada con pétalos blancos. El cuerpo desaparecía entre los blancos racimos, que se deslizaban por los paños; y por el suelo se deshojaban las vincapervincas blancas y los blancos jacintos. Los raros transeúntes de la calle de Vineuse se detenían, con una sonrisa emocionada, ante este jardín soleado donde dormía, entre flores, una pequeña muerta. Toda aquella blancura cantaba, una resplandeciente pureza ardía en la luz, y el sol calentaba los paramentos, los ramos y las coronas con un estremecimiento de vida. Por encima de las rosas, zumbaba una abeja.

—Las flores… las flores… —murmuró Hélène, que no sabía decir otras palabras.

Apretaba el pañuelo sobre los labios y los ojos se le llenaban de lágrimas. Le pareció que Jeanne debía sentir calor, y esta idea la atormentaba más todavía, con una ternura en que había agradecimiento para todos aquellos que acababan de cubrir a su niña con aquellas flores. Quiso adelantarse y el señor Rambaud ya no hizo nada para retenerla. ¡Qué bien se estaba bajo las colgaduras! Se expandía el perfume, y en el aire, tibio, no había el menor soplo. Entonces ella se agachó y escogió sólo una rosa. Era una rosa lo que había venido a buscar, para guardarla en su seno. Pero un temblor la acometió, y el señor Rambaud tuvo miedo.

—No se quede aquí —dijo llevándosela—. Me prometió usted no ponerse enferma.

Quería conducirla hacia el pabellón, cuando la puerta del salón se abrió de par en par. Paulina fue la primera en aparecer. Se había encargado de organizar el cortejo. Una a una, las niñas fueron descendiendo. Parecía la eclosión prematura de los majuelos, milagrosamente floridos. Los blancos vestiditos se ahuecaban al sol y se irisaban de transparencias en que todos los matices del blanco pasaban como sobre las alas de un cisne. Un manzano dejaba caer sus pétalos, los acianos flotaban y los vestidos eran como el mismo candor de la primavera. No paraban de descender; ya rodeaban todo el césped y seguían descendiendo por las escalinatas, ligeras, revoloteando como la pelusilla, abriéndose de pronto al aire libre.

Entonces, cuando el jardín estuvo completamente blanco, ante aquella suelta bandada de chiquillas, Hélène tuvo un recuerdo. Se acordó del baile de la pasada temporada y del júbilo danzarín de los piececitos. Veía de nuevo a Margarita de Lechera, con su jarrita colgada de la cintura; Sofía, de Criadita, dando vueltas del brazo de su hermana Blanca, cuyo disfraz de Locura hacía sonar un cascabel. Luego seguían las cinco hermanas Levasseur, de Caperucitas Rojas, que multiplicaban sus gorros de raso amapola con franjas de terciopelo negro, en tanto que la pequeña Guiraud, con su mariposa de Alsaciana en los cabellos, saltaba como loca ante un Arlequín dos veces mayor que ella. Hoy iban todas de blanco. Jeanne también iba de blanco sobre el almohadón de satén blanco, entre las flores. La fina Japonesa, con el moño traspasado por largos alfileres y su túnica púrpura bordada de pájaros, se iba ahora vestida también de blanco.

—¡Cómo han crecido! —murmuró Hélène, rompiendo a llorar.

Todas estaban allí, únicamente su hija faltaba. El señor Rambaud la hizo entrar en el pabellón; pero ella se quedó en la puerta: quería ver cómo el cortejo se ponía en marcha. Unas señoras vinieron a saludarla discretamente, y los niños la miraban con sus claros ojos asombrados. Entre tanto, Paulina circulaba dando órdenes. Bajaba la voz en atención a las circunstancias, pero había momentos en que se le olvidaba hacerlo.

—Vamos, sed juiciosas… Mira, tonta, ya te has manchado… Ya vendré a buscaros; no os mováis.

El coche fúnebre había llegado y podían partir. La señora Deberle apareció chillando:

—Se olvidaron de los ramilletes… Paulina, de prisa, trae los ramilletes.

Se produjo entonces cierta confusión. Se había preparado un ramillete de rosas blancas para cada niña. Hubo que repartir las rosas; las chiquillas, encantadas, llevaban los gruesos ramos, delante de ellas, como si fuesen cirios. Luciano, que no se había separado de Margarita, respiraba con delicia cuando ella le rozaba la cara con las flores. Todas estas muchachitas, con sus manos floridas, reían al sol; pero de pronto se ponían muy serias y seguían con la mirada al féretro, que unos hombres cargaban en el coche fúnebre.

—¿Está ahí metida? —preguntó Sofía en voz muy baja.

Hablaba del féretro y alargaba los brazos tanto como le era posible. Pero la pequeña Margarita se echó a reír con la nariz metida entre las rosas, diciendo que éstas le hacían cosquillas. Entonces las otras hundieron también la nariz para ver qué ocurría. Les llamaron la atención y volvieron a ser juiciosas.

Fuera, desfiló el cortejo. En la esquina de la calle de Vineuse, una mujer, con la cabeza descubierta y los pies calzados con chanclas, lloraba y se secaba las mejillas con una punta de su delantal. Algunas personas se habían asomado a las ventanas, y exclamaciones compasivas rompieron el silencio de la calle. El coche fúnebre avanzaba sin hacer ruido, empavesado de damasco blanco con franjas de plata; se oían sólo los pasos cadenciosos de los dos caballos blancos, amortiguados por el piso de tierra de la calzada. Era como si ese carro llevase una cosecha de flores, de ramos y coronas; el féretro no se veía, y las ligeras sacudidas movían los haces amontonados, con lo que el carro iba sembrando detrás de sí las ramas de las lilas. De las cuatro esquinas colgaban anchas cintas de muaré blanco que sostenían cuatro niñas: Sofía y Margarita, una señorita Levasseur y la diminuta Guiraud, tan pequeñaja, tan tambaleante, que su madre tenía que acompañarla. Las otras, en un grupo apretado, rodeaban el coche con sus ramos de rosas en la mano. Caminaban lentamente y las ruedas giraban, en medio de aquella muselina, como llevadas sobre una nube en que sonreían las delicadas cabezas de los querubines. Luego, detrás del señor Rambaud, con la cara pálida y agachada, seguían las señoras, algunos muchachos, Rosalía y Ceferino y los criados de los Deberle. Seguían cinco coches de luto vacíos. En la calle, llena de sol, unas palomas blancas emprendieron el vuelo al paso de este carro de primavera.

—¡Qué fastidio, Dios mío!… —repetía la señora Deberle, viendo partir el cortejo—. Enrique debió aplazar esa consulta. Bien se lo dije.

No sabía qué hacer con Hélène, desplomada en una butaca del pabellón. Enrique se hubiese quedado con ella. La hubiese consolado un poco. Era muy desagradable que no estuviese allí. Afortunadamente, la señorita Aurelia se ofreció para ello; no le agradaban las cosas tristes, y, al mismo tiempo, se ocuparía de la merienda de los chiquillos, que debían encontrar a su regreso. La señora Deberle se apresuró a alcanzar el cortejo, que se dirigía hacia la iglesia por la calle de Passy.

Ahora el jardín estaba vacío, y unos obreros recogían las colgaduras. Únicamente quedaban, sobre la arena, en el lugar por donde Jeanne había pasado, los pétalos de una camelia deshojada. Hélène, inmersa de pronto en esta soledad y este gran silencio, sentía de nuevo la angustia y el desgarramiento de la eterna separación. ¡Sólo una vez! ¡Estar junto a ella una sola vez! La idea fija de que Jeanne se iba enfadada, con su rostro mudo y negro de rencor, la atravesaba con la quemadura de un hierro al rojo vivo. Entonces, dándose cuenta de que la señorita Aurelia la vigilaba, tuvo la astucia suficiente para eludirla y correr al cementerio.

—Sí, es una gran pérdida —repetía la solterona, instalada cómodamente en una butaca—. Yo hubiese adorado a los niños, sobre todo a las niñas. Pues bien, cuando lo pienso, estoy contenta de no haberme casado. Esto evita muchas penas.

Creía que la distraía. Le habló de una de sus amigas que había tenido seis hijos y todos habían muerto. Otra señora vivía sola con su hijo mayor que le pegaba; éste es el que tenía que haber muerto: su madre se hubiese consolado sin mucha pena. Hélène parecía escucharla. Permanecía quieta, agitada sólo por cierto temblor de impaciencia.

—Ya está usted más tranquila —dijo al fin la señorita Aurelia—. ¡Dios mío!, siempre hay que acabar haciéndose cargo.

La puerta del comedor comunicaba con el pabellón japonés. Se había levantado, empujó la puerta y estiró el cuello. Bandejas de pasteles llenaban la mesa. Hélène, apresuradamente, huyó por el jardín. La reja estaba abierta, y los obreros de las pompas fúnebres se llevaban la escalera.

A la izquierda, la calle de Vineuse da a la calle des Réservoirs. Allí se encuentra el cementerio de Passy. Un muro de contención colosal se eleva desde el bulevar de la Muette, de manera que el cementerio es como una terraza inmensa que domina la altura del Trocadero, las avenidas, todo París. En veinte pasos, Hélène se encontró ante la puerta abierta y la extensión desierta de tumbas blancas y cruces negras. Entró. Dos grandes lilas empezaban a echar brotes en los ángulos de la primera avenida. Rara vez había allí enterramientos; crecían malas hierbas y algunos cipreses cortaban el verdor con sus trazos sombríos. Hélène avanzó en línea recta; una bandada de gorriones se asustó y un sepulturero levantó la cabeza después de haber lanzado al vuelo una paletada de tierra. Sin duda el cortejo no había llegado todavía, pues el cementerio parecía vacío. Cortó hacia la derecha y siguió hasta el parapeto de la terraza; cuando estaba dando la vuelta, percibió, detrás de un bosquecillo de acacias, a las niñas de blanco, arrodilladas ante la sepultura provisional a la que acababan de bajar el cuerpo de Jeanne. El reverendo Jouve, con la mano extendida, acababa de dar la última bendición. Oyó únicamente el ruido sordo de la losa del sepulcro, que caía de nuevo. Era el final.

En aquel momento la vio Paulina y la mostró a la señora Deberle. Ésta, casi se enfadó, murmurando:

—¡Cómo! ¡Acabó viniendo! Esto no se hace; es de muy mal gusto.

Se acercó y con un gesto le dio a entender su desaprobación. Otras señoras se acercaron a su vez, curioseando. El señor Rambaud se había reunido con ella y estaba a su lado, silencioso. Ella se había apoyado en una de las acacias sintiéndose desfallecer, cansada de tanta gente. Mientras contestaba con inclinaciones de cabeza a las palabras de pésame, un solo pensamiento la ahogaba: había llegado demasiado tarde, había oído únicamente el ruido de la losa al caer. Y sus miradas volvían siempre a la sepultura, de la que un guardián del cementerio barría la grada.

—Paulina, vigila a los niños —dijo la señora Deberle.

Las chiquillas, arrodilladas, se levantaron como un vuelo de pájaros blancos. Algunas, demasiado pequeñas, con las rodillas perdidas entre tanta falda, se habían sentado en el suelo y hubo que recogerlas. Mientras bajaban a Jeanne, las mayores adelantaron la cabeza para ver el fondo del agujero. Era muy negro, y un estremecimiento las hizo palidecer. Sofía aseguraba que allí abajo se pasaban años y años. ¿De noche también?, preguntaba una de las señoritas Levasseur. Seguro, también por la noche, siempre. ¡Oh!, por la noche, Blanca se moriría. Todas se miraron con los ojos muy abiertos, como si acabasen de oír contar una historia de ladrones. Pero, cuando estuvieron de pie, sueltas alrededor de la tumba, volvieron a ser de color de rosa; todo aquello no podía ser verdad: eran historias de mentirijillas. Hacía demasiado buen tiempo y este jardín estaba precioso con sus altas hierbas. ¡Qué bien se podría jugar al escondite, ocultándose detrás de tantas piedras! Sólo con pensarlo, los piececitos parecían volar y los blancos trajes batían como si fuesen alas. En el silencio de las tumbas, la caricia lenta y tibia del sol daba mayor vida a tanta chiquillería. Luciano había acabado por meter la mano por debajo del velo de Margarita; le tocaba los cabellos y quería saber si no se ponía nada para que apareciesen tan amarillos. La pequeña se ufanaba. Entonces él le dijo que se casarían juntos. Margarita ya quería, pero temía que fuese a tirarle de los pelos. Él seguía tocándolos y le parecían tan suaves como el papel de escribir cartas.

—No os vayáis tan lejos —gritó Paulina.

—Bueno, volvamos ya —dijo la señora Deberle—. Aquí ya no hacemos nada, y los niños deben de tener hambre…

Hubo que reunir a las niñas, que se habían desperdigado como las de un pensionado durante el recreo. Las encontraron, pero faltaba la pequeña Guiraud; por fin dieron con ella muy lejos, en una avenida, paseándose muy formalita con la sombrilla de su madre. Entonces las señoras se dirigieron hacia la puerta, empujando ante ellas la oleada de trajes blancos. La señora Berthier felicitó a Paulina por su matrimonio, que tendría lugar el mes próximo. La señora Deberle explicaba que se iría a Nápoles, dentro de tres días, con su marido y Luciano. Todo el mundo iba marchándose. Ceferino y Rosalía se quedaron los últimos.

Se alejaron a su vez, cogiéndose del brazo y encantados con este paseo, pese a la mucha pena que sentían; demoraban el paso y sus espaldas de enamorados, por un momento, se recortaron a contraluz al final de la avenida.

—Venga usted —murmuró el señor Rambaud.

Pero Hélène, con un gesto, le rogó que esperara. Se quedaba sola; parecíale que había sido arrancada una página de su vida. Cuando vio desaparecer las últimas personas, se arrodilló penosamente ante la tumba. El reverendo Jouve, en sobrepelliz, no se había levantado todavía. Los dos rogaron largo rato. Después, sin hablar, con una hermosa mirada de caridad y perdón, el sacerdote le ayudó a ponerse de pie.

—Dale el brazo —dijo sencillamente al señor Rambaud.

En el horizonte, París se doraba bajo la ardiente mañana de primavera. En el cementerio cantaba un pinzón.