II

Por la noche, Jeanne estaba mejor. Pudo levantarse y, para tranquilizar a su madre, se empeñó en ir hasta el comedor, donde se sentó frente a su plato vacío.

—No será nada —dijo tratando de sonreír—. Ya sabes que estoy hecha un cacharro… Tú, come; quiero que comas.

Y ella misma, viendo que su madre miraba cómo palidecía y temblaba sin poder tragar un bocado, acabó simulando un poco de apetito.

Le prometía que iba a tomar un poco de mermelada. Entonces Hélène se dio prisa, mientras que la niña, siempre sonriente, con un pequeño temblor nervioso de la cabeza, la contemplaba en actitud de adoración.

Luego, a los postres, quiso mantener su promesa; pero las lágrimas aparecieron al borde de sus párpados.

—Esto no pasa, ¿sabes? —murmuró—; no debes reñirme.

Sentía una terrible fatiga que la aniquilaba. Le parecía que sus piernas estaban muertas y una mano de hierro le oprimía los hombros. Pero se hacía la valiente y se aguantaba los ligeros gritos que le arrancaban unos dolores lancinantes en el cuello. Por un momento se abandonó, con la cabeza demasiado pesada, encogiéndose bajo el dolor. Y su madre, viéndola tan delgada, tan débil y tan adorable, no pudo terminar la pera que se esforzaba en comer. Los sollozos la ahogaban; dejó caer su servilleta y vino a coger a Jeanne entre sus brazos.

—Hija mía, hija mía… —balbuceaba con el corazón destrozado, viendo este comedor donde la pequeña tan a menudo la había divertido con su glotonería, cuando se encontraba bien.

Jeanne se irguió, tratando de recobrar su sonrisa.

—No te atormentes; de verdad que esto no será nada. Ahora que ya terminaste, vas a meterme de nuevo en la cama… Quería verte sentada a la mesa porque, si no, ya te conozco, no hubieses tomado ni así de pan.

Hélène se la llevó. Acercó su camita junto a la suya en la misma habitación. Cuando Jeanne estuvo echada, arropada hasta la barbilla, se encontró mucho mejor. Sólo se quejaba de unos dolores sordos detrás de la cabeza. Luego se enterneció; su apasionado afecto parecía aumentar cuando se sentía enferma. Hélène tuvo que besarla jurándole que la querría mucho y prometiéndole que volvería a besarla cuando se acostara.

—No importa si duermo —repetía Jeanne—. Yo te oigo de todos modos.

Cerró los ojos y se durmió. Hélène quedó junto a ella, contemplando su sueño. Cuando Rosalía vino de puntillas a preguntarle si podía retirarse, le contestó afirmativamente con un gesto de cabeza. Dieron las once y Hélène seguía allí cuando creyó que llamaban ligeramente a la puerta de entrada. Tomó la lámpara y, con gran sorpresa, fue a abrir.

—¿Quién es?

—Soy yo, abra —contestó una voz ahogada.

Era la voz de Enrique. Abrió apresuradamente, pareciéndole natural esta visita. Sin duda el doctor acababa de enterarse de la crisis de Jeanne y acudía aun cuando ella no le hubiese hecho llamar, presa de cierto pudor de hacerle compartir sus preocupaciones por la salud de su hija. Pero Enrique no le dio tiempo de hablar; la siguió hasta el comedor temblando y con el rostro encendido.

—Se lo ruego, perdóneme —balbuceó cogiéndole la mano—. Hace tres días que no la veo y no he podido resistir la necesidad de verla.

Hélène retiró la mano. Él retrocedió con los ojos fijos en ella, prosiguiendo:

—No tema usted nada: la quiero… Me hubiese quedado en la puerta si no me hubiese abierto. ¡Oh!, ya sé que es una locura, pero la amo, la amo…

Ella le escuchaba muy grave, con una muda severidad que le torturaba. Ante esta acogida, se dejó llevar por el impulso de su pasión:

—¡Ah! ¿Por qué seguimos representando esta atroz comedia?… Yo no puedo más, mi corazón estallaría; haría una locura peor que la de esta noche; la cogería delante de todos y me la llevaría,…

Un deseo desenfrenado le hacía tender los brazos. Se había acercado y besaba sus vestidos; y sus febriles manos se extraviaban. Ella, completamente rígida, permanecía helada.

—Entonces, ¿no sabe usted nada? —preguntó.

Y como él había cogido su muñeca desnuda bajo la manga abierta del peinador y la cubría de ávidos besos, hizo al fin un gesto de impaciencia.

—¡Deje esto! ¿No se da usted cuenta de que ni siquiera le escucho? ¡Acaso pienso en estas cosas! —Se calmó y preguntó de nuevo—: Entonces, ¿no sabe usted nada?… Pues bien: mi hija está enferma. Estoy contenta de verle; va usted a tranquilizarme.

Cogiendo la lámpara, pasó la primera; pero bajo el dintel se volvió para decirle duramente, con su clara mirada:

—Le prohíbo que vuelva usted a empezar aquí… ¡Nunca jamás!

Entró tras ella, tembloroso todavía, sin acabar de comprender lo que le estaba diciendo. En la habitación, a estas horas de la noche, entre la ropa interior y los vestidos esparcidos, respiró de nuevo este olor a verbena que tanto le había turbado la primera noche en la que había visto a Hélène despeinada y con el chal resbalándole por los hombros. ¡Encontrarse allí de nuevo, arrodillarse, sorber todo aquel perfume de amor que flotaba y esperar así el día en adoración, abandonándose a la posesión de su sueño! Sus sienes estallaban y se apoyó en la camita de hierro de la niña.

—Se ha dormido —dijo Hélène en voz baja—. Mírela.

Él no comprendía nada; su pasión no quería enmudecer. Ella se había inclinado delante de él, con lo cual adivinaba su nuca dorada, bajo sus finos cabellos rizados. Cerró los ojos para resistir el deseo de besarla en aquel sitio.

—Doctor, véala, está ardiendo… Diga: ¿es algo grave?

Entonces, pese al deseo loco que golpeaba su cráneo, cediendo a la costumbre profesional, tomó maquinalmente el pulso de Jeanne… Pero la lucha era demasiado fuerte y permaneció un momento inmóvil, sin que pareciera darse cuenta de que tenía aquella pobre manecita en la suya.

—Dígame: ¿tiene mucha fiebre?

—Mucha fiebre, ¿le parece? —repitió él.

La manecita calentaba la suya. Hubo un nuevo silencio. En él estaba despertando el médico. Contó las pulsaciones. Una llama se apagó en sus ojos. Poco a poco su rostro palideció; se inclinó inquieto mirando a Jeanne atentamente. Murmuro:

—El acceso es muy violento, tiene usted razón… ¡Dios mío!, pobre criatura…

Su deseo había muerto; no tenía ya más que la pasión de servirla. Recobró toda su sangre fría. Se había sentado e interrogaba a la madre sobre los hechos que habían precedido a la crisis, cuando la pequeña se despertó gimiendo. Se quejaba de un dolor de cabeza espantoso. Los dolores en el cuello y en los hombros se habían hecho tan vivos, que no podía hacer un movimiento sin prorrumpir en un sollozo. Hélène arrodillada al otro lado de la cama, la animaba y sonreía con el corazón destrozado al verla sufrir así.

—¿Es que ha venido alguien, mamá? —dijo volviéndose y dándose cuenta de la presencia del doctor.

—Es un amigo que tú conoces.

La niña le examinó un momento, pensativa y como dudosa. Luego una expresión cariñosa iluminó su cara.

—Sí, sí, le conozco. Y le quiero mucho. —Y con su mimosa sonrisa añadió—: Tiene usted que curarme, señor, ¿verdad? Para que mamá se ponga contenta… Tomaré todo lo que usted me diga, lo prometo.

El doctor le había tomado el pulso de nuevo. Hélène le había tomado la otra mano; y, entre los dos, ella los miraba uno tras otro con un ligero estremecimiento de la cabeza, con un gesto de atención, como si jamás les hubiese visto tan bien. Le acometió un malestar: sus manitas se crispaban reteniéndoles.

—No se vayan; tengo miedo… Defiéndanme, no dejen que toda esta gente se acerque… No quiero más que a ustedes, a ustedes dos, muy cerca. ¡Oh!, muy cerca, junto a mí, juntos…

Los atraía hacia sí, los acercaba de una manera convulsa, repitiendo:

—Juntos, juntos…

El delirio reapareció así varias veces. En los momentos de calma, Jeanne cedía a una somnolencia que la dejaba sin aliento, como muerta. Cuando volvía, sobresaltada, de estos breves sueños, no oía ni veía nada, y tenía los ojos como velados por unas nubecitas blancas. El doctor veló parte de la noche, que fue muy mala. Descendió sólo un momento para ir él mismo a buscar un medicamento. Cuando se fue, hacia la mañana, Hélène le acompañó angustiada hasta el recibidor.

—¿Cómo está? —preguntó.

—Su estado es muy grave —respondió él—, pero no desconfíe, se lo ruego; cuente conmigo… Volveré esta mañana, hacia las diez.

Al entrar en el dormitorio, Hélène encontró a su hija sentada, buscando a su alrededor, como asustada.

—¡Me habéis dejado, me habéis dejado! —gritó—. ¡Oh!, tengo miedo, no quiero estar sola…

Su madre la besó para consolarla; pero ella seguía buscando.

—¿Dónde está él? ¡Oh, dile que no se vaya!… Quiero que esté ahí, quiero,…

—Va a volver, ángel mío —repetía Hélène, que mezclaba sus lágrimas con las de ella—. No nos dejará, te lo juro. Nos quiere demasiado… Vamos, sé razonable, acuéstate; yo me quedo hasta que él vuelva.

—¿De verdad, de verdad? —murmuró la niña, que poco a poco cayó en una profunda somnolencia.

Entonces comenzaron unos días espantosos, tres semanas de tremenda angustia. La fiebre no cesó ni una hora. Jeanne sólo encontraba un poco de sosiego cuando el doctor estaba allí y ella le daba una de sus manitas, en tanto que su madre le cogía la otra. Se refugiaba en ellos, compartía entre los dos su adoración tiránica, como si comprendiera bajo qué protección de ardiente ternura se refugiaba. Su exquisita sensibilidad nerviosa, aguzada por la enfermedad, le hacía comprender sin duda que sólo el milagro de su amor podía salvarla. Durante horas los miraba a ambos lados de su cama con ojos graves y profundos. Toda la pasión humana, entrevista y adivinada, gravitaba en esta mirada de chiquilla moribunda. No decía nada, pero lo expresaba todo con una cálida presión, rogándoles que no se alejaran, dándoles a entender cuánto descanso sentía viéndolos así. Cuando, después de una ausencia, el médico reaparecía, era para ella como si volviera a la vida; sus ojos, que no habían cesado de mirar hacia la puerta, se llenaban de luz; luego, tranquila, se dormía oyéndoles, a él y a su madre, que se movían a su alrededor hablando en voz queda.

Al día siguiente de la crisis, el doctor Bodin se presentó. Pero Jeanne le puso mala cara, volviendo la cabeza y no permitiendo que la examinara.

—Él no, mamá —murmuraba—, él no; te lo ruego.

Como volviera al día siguiente, Hélène tuvo que hablarle de la animosidad de la niña, de modo que el viejo médico dejó de entrar en el dormitorio. Cada dos días subía para preguntar cómo seguía, y hablaba a veces con su colega, el doctor Deberle, quien se mostraba deferente tomando en cuenta su mucha edad.

Por otra parte, era inútil que intentaran engañar a Jeanne. Sus sentidos eran de una extrema sensibilidad. El abate y el señor Rambaud venían cada tarde, se sentaban y pasaban una hora en un silencio desconsolado. Una tarde, cuando el doctor se iba, Hélène indicó al señor Rambaud que ocupara su puesto y cogiera la mano de la pequeña. Pero al cabo de dos o tres minutos Jeanne, medio dormida, abrió los ojos y retiró bruscamente la mano. Lloró y dijo que eran malos con ella.

—Entonces, ¿ya no me quieres?, ¿no quieres saber nada conmigo? —repetía el señor Rambaud con lágrimas en los ojos.

Ella le miraba sin contestar, parecía ni siquiera reconocerle. El pobre hombre se volvía a su rincón con el corazón encogido. Había terminado por entrar sin hacer ruido, deslizándose hasta el quicio de una ventana, y allí, medio escondido por una cortina, se pasaba la tarde, embrutecido por la pena, con la mirada fija en la enferma. El sacerdote estaba también allí, con su enorme cabeza pálida sobre sus débiles hombros. Se sonaba ruidosamente para ocultar sus lágrimas. El peligro que corría su pequeña amiga le trastornaba hasta tal punto, que llegaba a olvidar a sus pobres.

Pero era inútil que los dos hermanos se ocultaran al fondo de la habitación: Jeanne sentía que estaban allí; la molestaban, se revolvía con un gesto de malestar incluso cuando estaba amodorrada por la fiebre. Entonces su madre se agachaba para comprender las palabras que balbuceaba.

—¡Oh mamá!, me duele… Todo esto me ahoga… Haz que la gente se vaya en seguida, en seguida…

Hélène, lo más suavemente posible, explicaba a los dos hermanos que la pequeña quería dormir. Ellos comprendían y se iban con la cabeza gacha. En cuanto estaban fuera, Jeanne respiraba hondo, echaba una mirada alrededor de la habitación y luego fijaba con una ternura infinita sus miradas en su madre y en el doctor.

—Buenas noches —murmuraba—. Estoy bien ahí; quédense…

Durante tres semanas, los retuvo así. Enrique, primero, venía dos veces al día; luego se pasó allí todas las tardes y dedicaba a la niña todas las horas de que podía disponer. Al principio había tenido una fiebre tifoidea; pero se presentaron síntomas tan contradictorios, que se sentía perplejo. Sin duda se enfrentaba con una de estas afecciones cloroanémicas tan incomprensibles y cuyas complicaciones son terribles a la edad en que la niña se transforma en mujer. Sucesivamente temió una lesión de corazón y un principio de tisis. Lo que le inquietaba era la exaltación nerviosa de Jeanne, que no sabía cómo calmar; era, sobre todo, esta fiebre intensa, persistente, que no quería ceder ni con la medicación más enérgica. Dedicaba a esta curación toda su energía y toda su ciencia, con el único pensamiento de que estaba cuidando su felicidad, su misma vida. Un gran silencio, lleno de una solemne espera, le dominaba; ni una sola vez, durante estas tres semanas de ansiedad, despertó su pasión. Ya no se estremecía con el aliento de Hélène, y cuando sus miradas se encontraban sólo había en ellas la tristeza amistosa de dos seres amenazados por una común desgracia.

No obstante, minuto a minuto, sus corazones se fundían más y más el uno en el otro. Ambos vivían con el mismo pensamiento. Nada más llegar, él se enteraba al mirarlas de cómo Jeanne había pasado la noche, y no tenía necesidad de hablar para que ella supiera cómo encontraba a la enferma. Por otra parte, con su valor de madre, le había hecho jurar que no la engañaría y le diría todos sus temores. Siempre de pie, no habiendo dormido tres horas seguidas en veinte noches, demostraba una fuerza y una entereza sobrehumanas, sin una lágrima, dominando su desesperación para conservar la cabeza en esta lucha contra la enfermedad de su hija. Se había producido un inmenso vacío en ella y a su alrededor, del que había desaparecido el mundo que la rodeaba, sus sentimientos de cada momento, la conciencia misma de su existencia. Nada existía ya. No deseaba la vida más que por esta criatura agonizante y por este hombre que le prometía el milagro. Era a él sólo a él, a quien ella veía y oía, y cuyas más leves palabras tomaban una suprema importancia, y al que ella se abandonaba sin reservas con la ilusión de estar con él para infundirle su fuerza. Sordamente, inevitablemente, esta posesión se realizaba. Cuando Jeanne pasaba una hora de peligro, casi cada tarde, en este momento en que la fiebre duplicaba su intensidad, ellos estaban allí, silenciosos y solos, en el dormitorio sudoroso: y, pese a ellos, como si quisieran sentirse dos contra la muerte sus manos se encontraban al borde de la cama, un largo apretón los acercaba, temblorosos de inquietud y compasión, hasta que un débil suspiro de la niña, una respiración tranquila y regular, les advertía que había terminado la crisis. Entonces, con una inclinación de cabeza, se tranquilizaban. Otra vez, su amor había vencido. Y cada vez se apretaban la mano con más fuerza, se unían más estrechamente.

Una noche, Hélène adivinó que Enrique le ocultaba algo. Desde hacía diez minutos examinaba a Jeanne sin decir palabra. La pequeña se quejaba de una sed intolerable; se ahogaba, su seca garganta dejaba oír un silbido constante. Luego le había invadido una somnolencia, con el rostro muy colorado, tan pesado que ni siquiera podía abrir los párpados. Permanecía inerte; se habría dicho que estaba muerta sin el silbido de la garganta.

—La encuentra usted muy mal, ¿verdad? —preguntó Hélène lacónicamente.

Contestó que no, que no había ningún cambio. Pero estaba muy pálido y permanecía sentado como aplastado por su impotencia. Entonces, pese a la tensión de todo su ser, ella se desplomó sobre una silla al otro lado del lecho.

—Dígamelo todo. Usted juró que me lo diría todo… ¿Está perdida? —Y como él callara, repitió con violencia—: Ya ve que soy fuerte… ¿Lloro acaso? ¿Acaso me desespero?… Hable, quiero saber la verdad.

Enrique la miró fijamente y habló con lentitud.

—Pues bien, si dentro de una hora no ha salido de esta somnolencia, será el final.

Hélène no lanzó ni un sollozo. Estaba completamente fría, con un horror que erizaba sus cabellos. Sus ojos se inclinaron hacia Jeanne, cayó de rodillas y cogió a su niña entre sus brazos con un ademán soberbio de posesión, como para retenerla contra su hombro. Durante un largo minuto inclinó su rostro contra el suyo, sorbiéndola con la mirada, queriendo darle su aliento, su propia vida. La jadeante respiración de la enfermita se hacía más breve.

—Entonces, ¿no hay nada que hacer?… —repuso levantando la cabeza—. ¿Por qué se queda usted parado? Haga algo… —Él tuvo un gesto de desaliento—. Haga algo… ¿Qué sé yo? No importa qué. Algo debe de poder hacerse. No va usted a dejarla morir… ¡Esto es imposible!

—Lo haré todo —dijo simplemente el doctor.

Se levantó. Y comenzó una lucha suprema. Volvió a recobrar toda su sangre fría y toda su decisión de médico experimentado. Hasta entonces no se había atrevido a emplear medios violentos, temiendo debilitar este pequeño cuerpo, ya de tan escasa vida. Pero ya no dudó más; mandó a Rosalía a buscar doce sanguijuelas. No ocultó a la madre que se trataba de un intento desesperado que podía salvar o matar a su hija. Cuando las sanguijuelas estuvieron allí, notó en ella un momento de desfallecimiento.

—¡Oh Dios mío, Dios mío! —murmuró—, si la mata usted…

Tuvo que arrancarle su consentimiento.

—Bueno, póngaselas, pero ¡que el cielo le inspire!

No había soltado a Jeanne y se negó a levantarse, pues quería conservar su cabeza sobre su hombro. Él, frío el semblante, no dijo nada, absorto en el esfuerzo que intentaba. Primero las sanguijuelas no prendieron. Pasaban los minutos y sólo el balanceo del péndulo en la gran habitación llena de sombras ponía su latido implacable y obstinado. Cada segundo se llevaba una esperanza. Bajo el círculo de claridad amarilla que caía de la lámpara, la desnudez adorable y doliente de Jeanne, en medio de las sábanas recogidas, tenía una palidez de cera. Hélène, con los ojos secos, ahogándose, miraba sus pequeños miembros ya muertos; y por ver una gota de sangre de su hija hubiese dado muy a gusto toda la suya. Por fin, apareció una gota roja: las sanguijuelas prendían. Una a una se fueron fijando. La existencia de la niña se decidía. Fueron minutos terribles, de una emoción intensísima. ¿Era su último suspiro, este aliento que exhalaba Jeanne?, ¿era la vuelta a la vida? Durante un momento, Hélène la sintió rígida, creyó que se moría y tuvo el furioso deseo de arrancar aquellas bestezuelas que bebían tan golosamente; pero una fuerza superior la retuvo, permaneciendo boquiabierta y helada. El péndulo seguía latiendo y todo el dormitorio parecía esperar anhelante.

La niña se agitó. Sus párpados se levantaron lentamente; luego los cerró como sorprendida y cansada. Una ligera vibración pasó por su rostro, como si respirase. Movió los labios. Hélène, ávida, tensa, se inclinaba con una atención arisca.

—Mamá, mamá —murmuró Jeanne.

Entonces Enrique se acercó a la cabecera de la cama, junto a la joven, diciendo:

—Está salvada.

—Está salvada… Está salvada… —repetía Hélène, balbuceando, inundada de una alegría tal que resbaló hasta el suelo, junto a la cama, mirando a su hija, mirando al doctor, como loca.

Y, haciendo un gesto violento, se levantó y se lanzó al cuello de Enrique.

—¡Ah, te quiero! —exclamó.

Le besaba, le abrazaba. Era su confesión, esta confesión largo tiempo retenida, que se escapaba al fin en esta crisis de su corazón. La madre y la amante se confundían en este momento delicioso: ofrecía su amor ardiente de agradecimiento.

—Lloro, lo ves, puedo llorar —balbuceó—. ¡Dios mío! ¡Cómo te quiero, y cuán felices vamos a ser!

Le tuteaba entre sollozos. La fuente de sus lágrimas, seca desde hacía tres semanas, resbalaba sobre sus mejillas. Se había quedado entre sus brazos, acariciadora y familiar, como un niño, arrastrada por la expansión de toda su ternura. Luego, volvió a caer de rodillas, cogió de nuevo a Jeanne para adormecerla contra su pecho: y de cuando en cuando, mientras su hija descansaba, levantaba hacia Enrique sus ojos húmedos de pasión.

Fue una noche de felicidad. El doctor se quedó hasta muy tarde. Tendida en su lecho, tapada hasta la barbilla, su fina cabeza morena encima de la almohada, Jeanne cerraba los ojos sin dormir, tranquilizada y exhausta. La lámpara, puesta sobre el velador que habían arrastrado junto a la chimenea, iluminaba nada más que un extremo del dormitorio, dejando en una sombra vaga a Hélène y Enrique, sentados en sus puestos habituales, a ambos lados de la estrecha cama. Pero la niña no los separaba; por el contrario, los acercaba y añadía su inocencia a su primera velada de amor. Los dos disfrutaban de la calma, después de los largos días de angustia que acababan de pasar. Por fin se encontraban de nuevo uno al lado del otro, con sus corazones más ampliamente abiertos; comprendían perfectamente que se querían más, con estos terrores y estas alegrías comunes, de los que salían temblorosos. La habitación se hacía cómplice, tan tibia, tan discreta, llena de este culto que pone un silencio emocionado alrededor del lecho de un enfermo. Hélène se levantaba a cada momento y, de puntillas, iba a buscar una medicina, a reanimar la luz de la lámpara, a dar una orden a Rosalía; mientras, el doctor, que la seguía con los ojos, le hacía señas para que caminase sin hacer ruido. Después, cuando se sentaba de nuevo, cambiaban una sonrisa. No se decían ni una palabra; únicamente se interesaban por Jeanne, que era como su mismo amor. Pero a veces, ocupándose de ella, cuando le subían el embozo o le levantaban la cabeza, sus manos se encontraban, se olvidaban, juntas, un instante. Era la única caricia, involuntaria y furtiva, que se permitían.

—No estoy dormida —murmuraba Jeanne—; sé muy bien que estáis aquí.

Entonces se alegraban de oírla hablar. Sus manos se separaban y no sentían otros deseos. La niña los satisfacía y los calmaba.

—¿Te sientes bien, querida? —preguntaba Hélène cuando la sentía moverse.

Jeanne no contestaba en seguida. Hablaba como en sueños.

—¡Oh sí! No me siento a mí misma…, pero os oigo, y esto me agrada.

Luego, al cabo de un instante, hacía un esfuerzo, levantaba los párpados y los miraba. Y sonreía deliciosamente al cerrar los ojos.

Al día siguiente, cuando el sacerdote y el señor Rambaud se presentaron, Hélène dejó escapar un gesto de impaciencia. Le estorbaban en su rincón de felicidad. Y, como le preguntaban temblando ante el temor de oír malas noticias, Hélène tuvo la crueldad de decirles que Jeanne no estaba mejor. Contestó esto sin pensarlo, impulsada por el egoísta deseo de guardar para sí y para Enrique el placer de haberla salvado y de ser los únicos en saberlo. ¿Por qué querían compartir su felicidad? Les pertenecía y le parecía que disminuiría si otros se enteraban. Le habría parecido como si un extraño penetrase en su amor.

El sacerdote se acercó al lecho.

—Jeanne, somos nosotros, tus buenos amigos… ¿No nos conoces?

Con gravedad hizo un gesto con la cabeza. Los reconocía, pero no quería hablar, pensativa, lanzando miradas de inteligencia hacia su madre. Y los pobres hombres se fueron más desconsolados que otras noches.

Tres días después, Enrique permitió a la enferma su primer huevo pasado por agua. Fue todo un acontecimiento. Jeanne quiso, en absoluto, comérselo sola, con su madre y el doctor, y con la puerta cerrada. Como el señor Rambaud se encontraba allí precisamente, murmuró al oído de su madre, que ya extendía una servilleta sobre la cama, a manera de mantel:

—Espera; cuando él se haya ido. —Luego, en cuanto se hubo alejado, añadió—: En seguida, en seguida… Es más divertido cuando no hay nadie.

Hélène la había sentado, mientras Enrique ponía dos almohadas tras ella para sostenerla. Y, con la servilleta en su puesto y un plato encima de las rodillas, Jeanne esperaba con una sonrisa.

—Voy a cascártelo, ¿quieres? —preguntó su madre.

—Sí, eso es, mamá.

—Y yo voy a cortarte tres pedacitos de pan —dijo el doctor.

—¡Oh, cuatro! Seguro que comeré cuatro; ya verás.

Ella tuteaba al doctor ahora. Cuando él le dio el primer trozo, ella cogió su mano y, como había guardado la de su madre, besó las dos, yendo de una a otra con el mismo afecto apasionado.

—Vamos, sé razonable —dijo Hélène, que la veía a punto de estallar en sollozos—: cómete bien tu huevo para darnos gusto.

Entonces Jeanne empezó; pero estaba tan débil, que después del segundo trocito de pan se sintió muy cansada. Sonreía a cada bocado, diciendo que tenía los dientes blandos. Enrique la animaba. Hélène tenía las lágrimas al borde de los ojos. ¡Dios mío! ¡Estaba viendo comer a su hija! Seguía el pan; este primer huevo la enternecía hasta las entrañas. El brusco pensamiento de Jeanne muerta, rígida bajo una sábana, le heló la sangre. Pero la niña comía, comía, tan gentil, con sus gestos pausados y sus vacilaciones de convaleciente.

—No te vas a enfadar, mamá… Hago lo que puedo; ya estoy comiendo el tercer pedazo… ¿Estás contenta?

—Muy contenta, querida mía… No sabes la alegría que me estás dando.

En el desbordamiento de felicidad que la ahogaba, no se dio cuenta y apoyóse en el hombro de Enrique. Los dos sonreían a la niña. Pero ésta, lentamente, pareció acometida por un malestar; les dirigió unas miradas furtivas y luego bajó la cabeza; no quiso comer más y una sombra de desconfianza y cólera hizo palidecer su rostro. Hubo que acostarla de nuevo.