III
Al día siguiente, Rosalía no pudo servir el café con leche hasta las nueve. Hélène se había levantado tarde, derrengada y pálida por la pesadilla de la noche. Buscó en la faltriquera de su traje, notó la carta, la hundió más y vino a sentarse ante el velador sin hablar. Jeanne también sentía su cabeza pesada, tenía un gesto triste e inquieto. Dejó la camita a disgusto y aquella mañana no le apeteció el juego. El cielo era color de hollín y una luz pesada entristecía la habitación, en tanto que unos bruscos chaparrones, de vez en cuando, azotaban los cristales.
—Hoy la señorita está de malas —decía Rosalía, que hablaba sola—. No puede estar alegre dos días seguidos… ¡Ésas tenemos por haber saltado tanto ayer!
—¿Te sientes enferma, Jeanne? —preguntó Hélène.
—No, mamá —respondió la pequeña—. Tiene la culpa este cielo tan feo.
Hélène volvió a su silencio. Terminó su café y se quedó absorta, con los ojos fijos en la llama. Al levantarse, se dijo que su deber le ordenaba que hablase con Julieta, que la hiciera renunciar a aquella cita de la tarde. ¿Cómo?, lo ignoraba; pero la necesidad de esta gestión le había asaltado de pronto, y en su cabeza no cabía más pensamiento que este intento que se imponía y la obsesionaba. Sonaron las diez y se vistió. Jeanne la miraba. En cuanto la vio coger el sombrero, apretó las manos como si tuviera frío, mientras la sombra de un pesar descendía sobre su cara.
De ordinario se mostraba muy celosa de las salidas de su madre, sin querer dejarla, y exigiendo que la llevase a todas partes con ella.
—Rosalía —dijo Hélène—, dése usted prisa en arreglar la habitación… No salga usted. Vuelvo en seguida.
Se agachó y besó rápidamente a su hija sin notar su pena. En cuanto se hubo marchado, la niña que había cifrado su orgullo en no dolerse, soltó un sollozo.
—¡Esto sí que está feo, señorita! —le dijo la criada por todo consuelo—. No tema, que no van a robar a su mamá. Hay que dejarla que se ocupe de sus asuntos… No va usted a estar siempre colgada de sus faldas.
Mientras, Hélène había dado la vuelta a la esquina de la calle de Vineuse, deslizándose a lo largo de las paredes para protegerse del chubasco. Fue Pedro quien le abrió, y pareció un tanto confuso.
—¿Está en casa la señora Deberle?
—Sí, señora; sólo que no sé…
Y, como Hélène, en su calidad de persona de confianza se dirigiera hacia el salón, se permitió detenerla.
—Un momento, señora; voy a ver.
Se deslizó a la habitación, abriendo la puerta lo menos posible, y se oyó en seguida la voz enojada de Julieta.
—¿Cómo dejó usted que pasara? Le había prohibido formalmente… Es increíble; no se puede estar tranquila ni un minuto.
Hélène empujó la puerta dispuesta a llevar a término lo que creía su deber.
—¡Pero si es usted! —dijo al verla Julieta—. Había entendido mal…
Pero conservaba su gesto contrariado. Evidentemente, la visita resultaba inoportuna.
—¿Acaso la molesto? —preguntó Hélène.
—No, no… Lo comprenderá usted en seguida. Se trata de una sorpresa que nos reservábamos. Estamos ensayando Un caprice[30] para representarlo uno de mis miércoles. Habíamos elegido la mañana precisamente para que nadie se enterara… ¡Oh!, quédese ya. Con tal de que sea usted discreta…
Y, dando una palmada, se dirigió a la señora Berthier, que estaba de pie en medio del salón, y prosiguió sin ocuparse más de Hélène:
—Está bien; sigamos trabajando… No pone usted bastante malicia en esta frase: «Hacer una bolsa a escondidas del marido, a los ojos de mucha gente, pasaría como algo más que romántico…». Repítalo de nuevo.
Hélène, muy sorprendida de la tarea en la que la veía ocupada, se quedó sentada muy atrás. Habían corrido hacia la pared las mesas y las sillas, y la alfombra quedaba libre. La señora Berthier, una rubia muy fina, soltaba su monólogo, levantando los ojos al techo en busca de las palabras; en tanto que la señora Guiraud, una hermosa morena que se había encargado del papel de la «señora de Léry», esperaba, sentada en un sillón, el momento de hacer su entrada. Dichas señoras, con sus sencillos trajes de mañana, no se habían quitado ni guantes ni sombrero. Frente a ellas, teniendo en la mano el volumen de Musset, Julieta, con el pelo alborotado, envuelta en un gran peinador de cachemira blanco, se daba todos los aires de un director que indica a los artistas las inflexiones de voz y los juegos escénicos. Como el día era bastante nublado, las pequeñas cortinillas de tul bordado habían sido corridas y cruzadas en las fallebas, dejando a la vista el jardín que se perdía en su húmeda oscuridad.
—No se la nota a usted bastante emocionada —declaró Julieta—. Ponga más intención; cada palabra debe causar efecto: «Vamos a hacer, mi querida bolsita, vuestro último tocado…». Empiece de nuevo.
—Soy muy mala —dijo lánguidamente la señora Berthier—. ¿Por qué no representa usted mi papel? Haría usted una «Matilde» deliciosa…
—¡Oh, yo no…! En primer lugar, tiene que ser una rubia. Y, además, yo soy muy buena profesora, pero no actúo jamás… Trabajemos, trabajemos.
Hélène permanecía en su rincón. La señora Berthier, entregada por completo a su papel, ni se había vuelto. La señora Guiraud le había dirigido un leve movimiento de cabeza. Comprendía que estaba de más y que no debía haberse sentado. Lo que la retenía ya no era la idea del cumplimiento de un deber, sino una sensación singular, profunda y confusa, que ya otras veces había sentido allí. Sufría por la forma indiferente como la recibía la señora Deberle. Era muy caprichosa en sus amistades; adoraba a las personas durante tres meses, se lanzaba a su cuello y parecía no poder vivir sin ellas; luego, una mañana, sin saber por qué, parecía que apenas las conociera. Sin duda, en esto como en todas las cosas, obedecía a una moda, a la necesidad de querer a las personas que eran queridas a su alrededor. Estos súbitos cambios de ternura herían mucho a Hélène, cuyo espíritu amplio y tranquilo soñaba siempre en lo eterno. Muchas veces había salido de casa de los Deberle muy triste y verdaderamente desesperada al considerar la poca confianza que se podía tener en los sentimientos humanos. Pero esta mañana, con la crisis que estaba pasando, le producía un dolor mucho más vivo.
—Saltemos la escena de «Chavigny» —dijo Julieta—. No va a venir esta mañana… Pasemos a la salida a escena de la «señora de Léry». Usted, señora Guiraud: dele la réplica.
Y leyó:
—«Imagine que le enseño esta bolsa…».
La señora Guiraud se había levantado. Hablaba en voz de falsete y aparentaba un aire alocado; comenzó:
—«Me parece muy bonita; déjeme ver…».
Cuando el criado le abrió la puerta, Hélène imaginaba una escena completamente distinta. Esperaba encontrar a Julieta, nerviosa, muy pálida, temblando al pensar en la cita, vacilante y atraída; se veía a sí misma instándola a que reflexionara, hasta que la joven, ahogada por el llanto, se refugiaba en sus brazos. Entonces hubiesen llorado juntas; Hélène se habría retirado con la idea de que Enrique estaba para siempre perdido para ella, pero que de este modo había asegurado su felicidad. Por el contrario, se encontraba con ese ensayo del que no comprendía ni una palabra; encontraba a Julieta con la cara tranquila, habiendo dormido bien sin duda y lo bastante serena para discutir los gestos de la señora Berthier, sin preocuparse en absoluto de lo que pudiera hacer o no hacer por la tarde. Esta indiferencia, esta ligereza, helaron a Hélène, que había llegado ardiendo de pasión.
Quiso hablar. Preguntó porque sí:
—¿Quién hace de «Chavigny»?
—Malignon —dijo Julieta volviéndose sorprendida—. Ha representado «Chavigny» durante todo el invierno… Lo fastidioso es que no hay manera de que asista a los ensayos… Óiganme, señoras: voy a leer el papel de «Chavigny». Si no, no terminaremos nunca.
Desde entonces, ella representó también, haciendo de hombre, ahuecando involuntariamente la voz y adoptando ademanes desenvueltos, arrastrada por la situación. La señora Berthier arrullaba, la gorda señora de Guiraud hacía un esfuerzo infinito para parecer vivaracha e ingeniosa. Pedro entró para echar leña al fuego y, con una mirada por encima del hombro, contempló a aquellas señoras, que le parecían ridículas.
No obstante, Hélène seguía decidida y, pese a la opresión que sentía en su corazón, intentó llevar aparte a Julieta.
—Sólo un minuto. Tengo que decirle algo.
—¡Oh!, imposible querida… Ya ve usted cómo estoy de ocupada… Mañana, si le va a usted bien…
Hélène se calló. El tono despreocupado de la joven la irritaba. Sentía cólera al verla tan tranquila, mientras ella, desde la víspera, soportaba tan dolorosa angustia. Por un momento pensó en marcharse y dejar que las cosas siguieran su curso. Era tonta al querer salvar a esa mujer; la pesadilla de la noche comenzaba de nuevo; su mano, que acababa de buscar la carta en la faltriquera, la oprimía ardiendo de fiebre. ¿Por qué tenía que querer a los demás, si los demás no la querían y no sufrían como ella?
—¡Oh, muy bien! —gritó de pronto Julieta.
La señora Berthier, apoyando la cabeza en el hombro de la señora de Guiraud, repetía entre sollozos:
—«Estoy segura de que él la quiere, estoy segura».
—Tendrá usted un éxito loco —dijo Julieta—. Haga una pausa, ¿comprende?… «Estoy segura de que él la quiere, estoy segura…» E incline la cabeza. Es adorable. Ahora usted, señora de Guiraud.
—«No, hija mía, esto no es posible; se trata de un capricho, de una fantasía…» —declamó la gorda señora.
—Perfecto. La escena es larga. Si les parece, descansemos un instante… Debemos poner a punto el juego escénico.
Entonces, entre las tres, discutieron la disposición del salón. La puerta del comedor, a la izquierda, serviría para las entradas y salidas; colocarían una butaca a la derecha, un canapé al fondo y se arrinconaría la mesa junto a la chimenea. Hélène, que se había levantado, las seguía como si se interesara por la disposición de la escena. Había renunciado al proyecto de provocar una explicación y quería sencillamente intentar de nuevo impedir que Julieta fuese a la cita.
—Vine —le dijo— únicamente para preguntarle si es hoy cuando va usted a visitar a la señora de Charmette.
—Sí, esta tarde.
—Entonces, si me lo permite, vendré a buscarla, pues hace mucho tiempo que tengo prometida una visita a esta señora.
Julieta se turbó un momento, pero se tranquilizó de inmediato.
—Seguro, me encantaría… Pero he de hacer una multitud de gestiones: primero he de ir de tiendas; de modo que, verdaderamente, no sé a qué hora llegaré a casa de la señora de Charmette.
—No importa —repuso Hélène—; así doy un paseo.
—Óigame, le voy a hablar francamente… Bueno… no insista; hoy no me es posible… Dejémoslo para el próximo lunes.
Esto fue dicho sin ninguna emoción, tan limpiamente, con una sonrisa tal, que Hélène, confusa, no supo qué contestar. Tuvo que ayudar a Julieta, que quería llevar en seguida la mesita junto a la chimenea. Después se retiró, en tanto que la representación continuaba. Luego, al final de la escena, la señora de Guiraud, en su monólogo, lanzó con gran impulso estas dos frases:
—«¡Pero qué abismo es el corazón del hombre! ¡A fe mía que valemos más que ellos!».
¿Qué debía hacer ahora? En el tumulto que esta pregunta levantaba en ella, sólo había ideas confusas de violencia. Sentía la irresistible necesidad de vengarse de la calma de Julieta como si esta serenidad fuese una injuria para la fiebre que la agitaba. Deseaba su perdición, para ver si seguiría también con la sangre fría de su indiferencia. Además, se despreciaba a sí misma por las delicadezas y escrúpulos que había sentido. Veinte veces debió decir a Enrique: «Te quiero, tómame y vayámonos», sin temblar, y mostrarle el rostro ingenuo y tranquilo de esta mujer que, tres horas antes de su primera cita, representaba comedias en su casa. Incluso en este instante temblaba más que ella; era esto lo que la enloquecía, la conciencia de su arrebato en medio de la paz sonriente de este salón, el miedo a estallar de pronto con palabras apasionadas. ¿Tan cobarde era?
Una puerta se había abierto, y oyó de pronto la voz de Enrique que decía:
—No se molesten… No hago más que cruzar.
El ensayo estaba terminando. Julieta, que seguía leyendo el papel de «Chavigny», había cogido la mano de la señora Guiraud.
—«¡La adoro, Ernestina!» —gritó en un impulso lleno de convicción.
—«¿Ya no amáis a la señora de Blainville?» —recitó la señora de Guiraud.
Pero Julieta se negó a continuar en tanto su marido estuviese allí. Los hombres no tenían por qué enterarse. Entonces el doctor se mostró muy amable con las señoras, las cumplimentó y les aseguró un gran éxito. Con guantes negros, bien afeitado y muy correcto, regresaba de sus visitas. Al llegar había saludado sencillamente a Hélène con un ligero movimiento de cabeza. Había visto, en la «Comédie Française», a una gran actriz en el papel de la «señora de Léry», e indicaba a la señora de Guiraud el movimiento escénico.
—En el momento en que «Chavigny» va a caer a sus pies, usted se acerca a la chimenea y echa la bolsa al fuego. Con frialdad, ¿comprende? Sin cólera, como mujer que finge el amor…
—Bueno, bueno; déjanos —repetía Julieta—. Ya sabemos todo esto.
Y, cuando él empujó la puerta de su gabinete, ella repitió el gesto:
—«¡La adoro, Ernestina!».
Enrique, antes de marcharse, había saludado de nuevo a Hélène con el mismo gesto. Ella se había quedado muda, en espera de una catástrofe. Ese brusco cruzar del marido le parecía lleno de amenazas. Pero en cuanto no estuvo allí, le pareció ridículo con su cortesía y su ceguera. ¡También él se preocupaba por esa comedia imbécil! ¡Y no había habido una llamarada en sus ojos al verla allí! Entonces, toda la casa le pareció hostil y glacial. Era un derrumbamiento, ya nada la retenía pues detestaba a Enrique tanto como a Julieta. En el fondo de su faltriquera había cogido de nuevo la carta con los dedos crispados. Balbuceó un «hasta luego» y se marchó como en un vértigo que hacía girar los muebles a su alrededor, mientras que estas palabras, pronunciadas por la señora Guiraud, retumbaban en sus oídos:
—«¡Adiós! Puede que hoy me guarde usted rencor, pero mañana sentirá por mí cierta amistad; y, créame, esto vale más que un capricho».
En la acera, cuando Hélène hubo cerrado la puerta, sacó la carta con un gesto violento y de manera mecánica la echó en el buzón. Luego se detuvo unos segundos mirando estúpidamente la cartela de cobre, que había caído de nuevo.
—Ya está hecho —dijo a media voz.
Veía otra vez las dos habitaciones tapizadas de cretona color de rosa, las butacas, el enorme lecho. Allí estaban Malignon y Julieta; de pronto se desgajaba el muro y aparecía el marido. No sabía nada más, se sentía tranquila. Con una mirada instintiva observó si alguien le podía haber visto echando la carta. La calle estaba vacía; dobló la esquina y subió a su casa.
—¿Has sido buena, querida? —dijo besando a Jeanne.
La chiquilla, sentada en la misma butaca, levantó su cara enfurruñada. Sin contestar, echó sus dos bracitos al cuello de la madre y la besó exhalando un gran suspiro. Tenía mucha pena.
A la hora del almuerzo, Rosalía parecía asombrada.
—La señora debe de haber hecho una gran caminata.
—¿Por qué? —preguntó Hélène.
—Pues hay que ver con qué apetito come la señora… Hacía tiempo que la señora no comía tan a gusto…
Era verdad. Sentía mucha hambre: un inesperado alivio parecía darle apetito. Se sentía saturada de una paz y un bienestar indecibles. Después de los trastornos de los dos últimos días, se había hecho un silencio en ella, sus miembros parecían más descansados y ligeros, como al salir del baño. Sólo experimentaba ya una sensación de pesadez, una vaga opresión.
Cuando entró en la habitación, sus miradas se dirigieron directamente al reloj, cuyas agujas marcaban las doce y veinticinco minutos. La cita de Julieta era para las tres. Faltaban todavía dos horas y media. Maquinalmente hizo este cálculo. Por otra parte, no sentía ninguna prisa. Las agujas caminaban, y ahora nadie en el mundo tenía poder bastante para detenerlas: dejaba que los hechos se consumaran. Desde hacía largo tiempo, una gorrita de niño empezada estaba sobre el velador. La cogió y se puso a coser delante de la ventana. Un gran silencio adormecía la habitación. Jeanne se había sentado en su sitio de costumbre, pero permanecía con las manos ociosas, inertes.
—Mamá —dijo—, no puedo trabajar; no me entretiene.
—Pues bien, querida; no hagas nada. Mira, vas a enhebrarme las agujas.
Entonces la niña se puso a hacerlo silenciosamente y con gestos pausados. Cortaba cuidadosamente las hebras iguales y perdía infinidad de tiempo en encontrar el ojo de la aguja, de modo que llegaba justo a tiempo cuando su madre necesitaba una de ellas.
—¿Ves? —murmuró la madre—, así vamos más de prisa… Esta noche, los seis gorritos quedarán terminados.
Y se volvió para mirar el reloj. La una y diez minutos. Faltaban todavía cerca de dos horas. Enrique ya había recibido la carta. ¡Oh!, seguro que iría. Las señas eran precisas, lo encontraría en seguida. Pero todas estas cosas le parecían todavía muy lejanas y la dejaban fría. Cosía a puntadas regulares, con el esmero de una costurera. Transcurrían, uno a uno, los minutos. Sonaron las dos.
La sorprendió una llamada a la puerta.
—¿Quién puede ser, madrecita? —preguntó Jeanne, que se había estremecido en su silla.
Y, como viera entrar al señor Rambaud, le dijo:
—¿Eres tú?… ¿Por qué llamas tan fuerte? Me has dado miedo.
El buen hombre pareció consternado. En efecto, había tirado muy fuerte del cordón.
—Hoy no quiero ser cariñosa —prosiguió la chiquilla—; estoy malita y no hay que asustarme.
El señor Rambaud se preocupó. ¿Qué le ocurría a la pequeña querida? Y no se sentó, tranquilizado, hasta que se dio cuenta de que Hélène le dirigía un ligero gesto para advertirle de que Jeanne tenía la negra, como decía Rosalía. Ordinariamente pocas veces venía durante el día, de modo que quiso explicar en seguida el motivo de su visita. Se trataba de un paisano suyo, un viejo obrero que no podía encontrar trabajo por culpa de su mucha edad y que tenía a su mujer paralítica en un cuartucho más pequeño que la palma de la mano. Era inimaginable tanta miseria. Aquella misma mañana había subido a verle para darse cuenta. Un agujero bajo el tejado, con una lumbrera por toda ventana, cuyos vidrios rotos dejaban entrar la lluvia; y allí dentro, sobre un jergón, una mujer envuelta en una vieja cortina, y el hombre, como atontado, sentado en el suelo, sin ánimos siquiera para barrer un poco.
—¡Pobres desgraciados! ¡Pobres desgraciados! —repetía Hélène emocionada y con lágrimas en los ojos.
No era el viejo obrero lo que preocupaba al señor Rambaud. Se lo llevaría a su casa y ya vería la manera de ocuparle. Pero la mujer, esa paralítica que su marido no se atrevía a dejar sola un momento y a la que había que hacer rodar como un fardo, ¿dónde meterla? ¿Qué se podía hacer con ella?
—He pensado que usted —prosiguió— encontraría la manera de hacerla ingresar en un hospicio… Hubiese ido directamente a casa del señor Deberle, pero he pensado que usted le conoce más, que usted tendría más influencia… Si él quiere ocuparse, el asunto puede estar resuelto mañana.
Jeanne había escuchado y estaba muy pálida, temblando con un estremecimiento de lástima.
Juntó sus manos y murmuró:
—¡Oh mamá!, sé buena: haz que admitan a esa pobre mujer…
—¡Claro, claro! —dijo Hélène, cuya emoción aumentaba—. En cuanto pueda, hablaré con el doctor y él mismo se ocupará de los trámites. Déme usted los nombres y la dirección, señor Rambaud.
Éste estaba escribiendo una nota sobre el velador; luego, incorporándose:
—Son las dos y treinta y cinco minutos —dijo—. Puede que todavía encuentre usted el doctor en su casa.
Ella también se había levantado y miró el reloj con un gran sobresalto. Eran, en efecto, las dos y treinta y cinco minutos y las minuteras seguían avanzando. En un balbuceo dijo que seguramente el doctor ya habría salido para hacer sus visitas. Sus ojos no abandonaban el reloj. No obstante, el señor Rambaud, con el sombrero en la mano, se mantenía de pie, repitiendo su historia. Esta pobre gente había vendido todo, incluso la estufa; desde principios de invierno, pasaban los días y las noches sin lumbre. A últimos de diciembre habían pasado cuatro días sin comer. Hélène prorrumpió en una exclamación dolorosa. Las minuteras marcaban las tres menos veinte. El señor Rambaud tardó todavía dos minutos en marcharse.
—Bueno, cuento con usted —dijo; e, inclinándose para besar a Jeanne, añadió—: Hasta pronto, querida.
—Hasta pronto… Vaya tranquilo: mamá no se olvidará y yo haré que lo recuerde.
Cuando Hélène volvió del recibidor, adonde había acompañado al señor Rambaud, la aguja marcaba las tres menos cuarto. Dentro de un cuarto de hora, todo habría terminado. De pie, ante la chimenea, tuvo una rápida visión de lo que iba a ocurrir: Julieta ya estaba allí y Enrique entraba y la sorprendía. Ella conocía la habitación, percibía los menores detalles con una claridad tremenda. Sobrecogida todavía por la lamentable historia del señor Rambaud, sintió un gran escalofrío que le subía de los miembros al rostro. Un grito interior estallaba en ella. Lo que había hecho era una infamia; la carta que había escrito, una cobarde denuncia. De pronto lo comprendía así con una claridad cegadora. ¡Cómo había podido cometer semejante infamia! Se acordaba del gesto que había hecho al echar la carta en el buzón, con el estupor con que una persona miraría a otra cometer una mala acción, sin que se le ocurriera la idea de intervenir. Era como si despertara de un sueño. ¿Qué habría ocurrido? ¿Por qué seguía allí sin dejar de mirar las agujas de aquel reloj? Habían pasado dos nuevos minutos.
—Mamá —dijo Jeanne—, si quieres, esta tarde iremos las dos juntas a ver al doctor… Esto me servirá de paseo. Hoy siento que me ahogo.
Hélène ya no oía. Todavía trece minutos. No podía permitir que semejante abominación se realizara. En este despertar tumultuoso, sólo había en ella una firme voluntad de impedirlo. Era necesario: no podía vivir; y, como loca, corrió hacia su habitación.
—¡Ah, me llevas contigo! —gritó alegremente Jeanne—. Vamos a ver al doctor en seguida, ¿verdad madrecita?
—No, no —respondió buscando sus zapatos y mirando debajo de la cama.
No los encontraba: hizo un ademán de suprema indiferencia, pensando que también podía salir con sus zapatillas de andar por casa que llevaba puestas. Entretanto, estaba revolviendo el armario-espejo buscando su chal. Jeanne se había acercado muy mimosa.
—Entonces, no vas a casa del doctor, madrecita…
—No.
—Oye: llévame de todos modos… ¡Oh, llévame! ¡Me gustaría tanto!
Pero al fin había encontrado el chal y se lo echó a los hombros. ¡Dios mío! Nada más que doce minutos: el tiempo justo de correr… Iría allí, haría algo, cualquier cosa. Lo pensaría por el camino.
—Madrecita, ¡llévame! —repetía Jeanne con una voz cada vez más baja y conmovedora.
—No puedo llevarte —dijo Hélène—. Voy a un sitio donde no deben ir las niñas… Dame mi sombrero.
La cara de Jeanne había palidecido. Sus ojos se hicieron más negros y, con voz cortante, preguntó:
—¿Adónde vas?
La madre no contestó, ocupada en anudar las cintas de su sombrero. La niña prosiguió:
—Ahora siempre sales sin mí… Ayer saliste, hoy también has salido, y ahora todavía vuelves a marcharte. Yo sufro mucho; aquí, sola, tengo mucho miedo… ¡Oh!, si me dejas, voy a morirme. ¿Lo oyes?, voy a morirme si me dejas.
Luego, sollozando, en una crisis de dolor y de rabia, se agarro a las faldas de su madre.
—Vamos, suéltame, sé juiciosa; voy a volver en seguida —contestó ésta.
—No, no quiero…, no quiero… —balbuceaba la niña—. ¡Oh! ya no me quieres; si me quisieras, me llevarías… ¡Oh!, no te figures que no veo que quieres más a los otros que a mí… Llévame, llévame, o me voy a echar en el suelo; y cuando vuelvas me encontraras así tirada…
Anudaba sus bracitos alrededor de las piernas de su madre, lloraba en los pliegues de su traje, se agarraba a ella, se hacía pesada para no dejarla avanzar. Las agujas caminaban: eran las tres menos diez. Entonces Hélène pensó que jamás llegaría a tiempo y, perdiendo la cabeza, rechazó violentamente a Jeanne gritando:
—¡Qué chiquilla más insoportable!… ¡Es una verdadera tiranía!… ¡Si lloras, te acordarás de mí!
Salió, cerrando la puerta con un golpe. Jeanne se había echado hacia atrás, tambaleándose hasta la ventana, cortado el llanto ante esta brutalidad, pálida y crispada. Tendió los brazos por dos veces hacia la puerta, gritando:
—¡Mamá! ¡Mamá!
Y allí se quedó, de nuevo en su silla, con los ojos muy abiertos, el rostro convulso por el pensamiento celoso de que su madre la engañaba.
En la calle, Hélène, apresuró el paso. Había cesado la lluvia; únicamente grandes gotas se desprendían de los canalones y le mojaban pesadamente los hombros. Se había prometido reflexionar en cuanto saliera, disponer un plan. Pero sólo sentía la necesidad de llegar. Al meterse por el callejón des Eaux, dudó un momento. La escalera se había convertido en un torrente, los arroyos de la calle de Raynouard desbordaban y se arremolinaban. A lo ancho de los peldaños, entre los apretados muros, el agua burbujeaba formando espuma, mientras algunas extremidades del pavimento espejeaban, lavados por el chaparrón. Un rayo de luz pálida caía del cielo gris, blanqueando el pasaje entre las ramas negras de los árboles. Hélène iba descendiendo y apenas si recogió su falda. El agua subía hasta la altura de sus tobillos y sus pequeños zapatos estuvieron a punto de perderse en los charcos. A su alrededor, a lo largo de su descenso, oía un bisbiseo claro, parecido al murmullo de los pequeños arroyos que se escurren bajo la hierba en el fondo de los bosques.
De pronto se encontró ante la escalera, ante la puerta. Permaneció allí, jadeante, atormentada. Después se acordó y prefirió llamar a la cocina.
—¡Cómo! ¡Es usted! —dijo la tía Fétu.
No hablaba con su voz lacrimosa. Sus pequeños ojos brillaban, mientras una sonrisa de vieja complaciente temblaba en las mil arrugas de su cara. Ya no se cohibía y, mientras escuchaba las palabras entrecortadas de Hélène, le golpeaba suavemente las manos. Hélène le dio veinte francos.
—Dios se lo pague —balbuceó la tía Fétu por costumbre—. Todo lo que usted quiera, mi pequeña.