II
Al día siguiente, Hélène pensó que sería correcto dar las gracias al doctor Deberle. La forma violenta con que le había obligado a seguirla, la noche entera que él había pasado al lado de Jeanne, la intranquilizaban, pensando que se trataba de una atención que excedía de la ordinaria visita de un médico. No obstante, dudó un par de días, pues era una gestión que la molestaba por motivos que no podía explicar. Estas vacilaciones la obligaron a pensar en el doctor; y una mañana le encontró y se escondió de él como una chiquilla. En seguida se arrepintió de este gesto de timidez. Su carácter, tranquilo y recto, protestaba contra este desasosiego que penetraba en su vida, por lo que decidió que aquel mismo día iría a dar las gracias al doctor.
La crisis de la pequeña había tenido lugar por la noche del martes al miércoles y ya estaban en sábado. Jeanne se encontraba completamente repuesta. El doctor Bodin, que había acudido muy inquieto, habló del doctor Deberle con el respeto de un pobre y viejo médico de barrio por un joven colega rico y ya famoso. Contó, no obstante, sonriendo con cierta malicia, que la fortuna procedía de papá Deberle, hombre a quien todo Passy veneraba. El hijo no había tenido más trabajo que el de heredar un millón y medio y una clientela magnífica. Un muchacho muy competente, por cierto, se apresuró a añadir el doctor Bodin, con el que se sentiría muy honrado de celebrar consulta a propósito de la preciosa salud de su amiguita Jeanne.
Hacia las tres, Hélène y su hija bajaron y sólo tuvieron que dar unos cuantos pasos por la calle Vineuse para llamar a la puerta del hotel vecino. Las dos iban todavía de riguroso luto. Fue un ayuda de cámara, de frac y corbata blanca, quien les abrió. Hélène reconoció el amplio vestíbulo adornado con tapices de Oriente. No había más que unas jardineras, llenas con profusión de flores, a derecha e izquierda. El criado les había hecho entrar en un pequeño salón cuyo tapizado y cuyos muebles eran de color gualda. Seguía de pie, aguardando. Entonces Hélène le dijo su nombre:
—Señora Grandjean.
El criado abrió la puerta de un salón amarillo y negro y, cediéndoles el paso, repitió:
—Señora Grandjean.
Hélène, ya en el umbral, tuvo un gesto de retroceso. Acababa de percibir al otro extremo, en el ángulo de la chimenea, una joven dama sentada en un estrecho canapé que la amplitud de sus faldas ocupaba enteramente. Frente a ella, una persona de edad, que no se había quitado el sombrero ni el chal, estaba de visita.
—Perdón —murmuró Hélène—. Yo deseaba ver al doctor Deberle.
Y cogió de nuevo la mano de Jeanne, a la que había hecho pasar delante de ella. La sorprendía y cohibía aparecer así ante esta joven señora. ¿Por qué no había preguntado por el doctor? No obstante, bien sabía que estaba casado.
Precisamente la señora Deberle acababa de explicar algo, con voz apresurada y un tanto chillona:
—¡Oh! ¡Es maravilloso, maravilloso!… ¡Se muere con un realismo!… Mire: se coge el corpiño de ese modo, echa hacia atrás la cabeza y se queda completamente verde… Le juro que tiene usted que verla, señorita Aurelia…
Luego se levantó y, acompañada por el suave crujir de sus vestidos, se acercó a la puerta y dijo con una gracia encantadora:
—Le ruego que pase, señora… Mi marido no está aquí… Pero le aseguro que es para mí un placer, un verdadero placer… Ésta debe de ser la linda señorita que se puso tan enferma la otra noche… Se lo ruego, siéntese un momento…
Hélène hubo de aceptar una butaca en tanto que Jeanne se sentaba tímidamente en el borde de una silla. La señora Deberle se había hundido de nuevo en su pequeño canapé, añadiendo con una graciosa sonrisa:
—Es mi día… Sí, recibo los sábados… Y por eso Pedro hace pasar aquí a todo el mundo. La semana pasada me trajo a un coronel aquejado por la gota.
—¡Qué loca eres, Julieta! —murmuró la señorita Aurelia, una señorita de edad, vieja amiga sin recursos que la había visto nacer.
Hubo un breve silencio. Hélène echó una mirada al lujo del salón, a las cortinas y a los asientos, negro y oro, que despedían un fulgor de astro. Múltiples flores se abrían encima de la chimenea, encima del piano, sobre los veladores; por los cristales de las ventanas penetraba la luz clara del jardín, del que se distinguían los árboles sin hojas y la tierra desnuda. Hacía mucho calor, un calor uniforme de calorífero; en la chimenea, un leño solitario se convertía en brasas. Luego, con otra mirada, Hélène comprendió que el resplandor llameante del salón constituía un marco cuidadosamente estudiado. La señora Deberle tenía los cabellos de un negro de tinta y un cutis de una blancura de leche. Era menuda, regordeta, pausada y graciosa. Entre todo aquel oro, bajo el tupido peinado que llevaba, su pálida tez se doraba con un reflejo bermejo. Hélène la encontró verdaderamente adorable.
—Las convulsiones son algo terrible —prosiguió la señora Deberle—. Mi pequeño Luciano las tuvo durante sus primeros años… ¡Cómo debió usted de asustarse, señora! En fin, afortunadamente, esta querida niña parece completamente restablecida.
Y, arrastrando las frases, contemplaba a su vez a Hélène, sorprendida y encantada por su gran belleza. Jamás había visto ninguna mujer de tan majestuoso porte, con aquellos negros ropajes que envolvían la alta y severa silueta de la viuda. Su admiración se traducía en una sonrisa involuntaria, mientras cambiaba una mirada con la señorita Aurelia. Ambas la examinaban de manera tan ingenuamente encantada, que Hélène tuvo que corresponderles con una ligera sonrisa.
La señora Deberle se reclinó suavemente en su canapé y, cogiendo el abanico que colgaba de su cintura, preguntó:
—¿No estuvo usted ayer en el estreno del «Vaudeville»[2], señora?
—No voy nunca al teatro… —contestó Hélène.
—¡Oh! La pequeña Noemí estuvo maravillosa… Muere con un realismo… Se coge así el corpiño, echa la cabeza hacia atrás y se pone completamente verde… ¡Es de un efecto prodigioso![3]
Durante unos momentos discutió el juego escénico de la actriz, que por cierto alababa. Luego pasó a los demás éxitos de París: una exposición de cuadros en la que había visto telas inusitadas; una novela estúpida de la que se hacía mucha propaganda; una osada aventura de la que habló con la señorita Aurelia con disimuladas palabras. Pasaba así de uno a otro tema sin parar, con rapidez, viviéndolos todos, sintiéndose en su propio ambiente. Hélène, ajena a este mundo, se limitaba a escuchar, colocando de vez en cuando una palabra, un breve comentario.
Se abrió la puerta y anunció el criado:
—La señora de Chermette… La señora Tissot…
Entraron dos señoras vestidas con gran lujo. La señora Deberle avanzó rápidamente a su encuentro, y la cola de su vestido de seda negra, cargada de adornos, era tan larga que, cada vez que giraba sobre sí misma, tenía que apartarla con un golpe de tacón. Durante un momento hubo un rápido rumor de voces aflautadas.
—Qué amables son ustedes… No se las ve nunca…
—Venimos por lo de la lotería… Usted ya sabe…
—Claro, claro…
—¡Oh!, no podemos ni sentarnos… Nos quedan todavía veinte visitas por hacer…
—¡Vamos! No van ustedes a salir huyendo…
Las dos damas acabaron por sentarse al borde de un diván. Entonces las voces aflautadas se elevaron con mayor agudeza.
—¿Eh? ¿Ayer en el «Vaudeville»?
—¡Oh! ¡Soberbio!
—¿Vieron ustedes cómo se desabrocha y cómo sacude sus cabellos? Todo el efecto está en esto.
—Dicen que toma algo para ponerse verde.
—No, no; los gestos están muy estudiados… Pero hacía falta dar con ellos.
—Es prodigioso.
Las dos señoras se habían levantado y desaparecieron. El salón recobró su cálida calma. Sobre la chimenea, los jacintos exhalaban su penetrante perfume. Por un instante se oyó llegar del jardín la violenta querella de una bandada de gorriones que se abatían sobre el césped. La señora Deberle, antes de sentarse de nuevo, fue a levantar el transparente de tul bordado de una ventana que estaba frente a ella y ocupó de nuevo su puesto nimbada por el oro más pálido del salón.
—Le ruego que me perdone —dijo—. Está una literalmente invadida…
Y, muy afectuosa, habló pausadamente con Hélène. Se diría que conocía en parte su historia, informada sin duda por los comadreos de la casa que le pertenecía. Con un atrevimiento lleno de tacto, que parecía en gran parte debido a la amistad, le habló de su marido, de su espantosa muerte en un hotel, el Hôtel du Var, de la calle Richelieu.
—Y acababan ustedes de desembarcar, ¿no es eso? Nunca había estado usted en París… Debió de ser horrible; un luto entre desconocidos, al día siguiente de un largo viaje, cuando no se sabe siquiera dónde establecerse…
Hélène, lentamente, inclinaba la cabeza. Sí, había pasado horas verdaderamente terribles. La enfermedad que debía arrebatarle a su marido se había declarado súbitamente, al día siguiente de su llegada, en el momento en que iban a salir juntos. No conocía ni una calle; ignoraba incluso el nombre del barrio en que se encontraba; y durante ocho días permaneció encerrada con aquel moribundo, escuchando debajo de su ventana los rumores de todo París, sintiéndose sola, abandonada, perdida en lo más profundo de su soledad. Cuando, por primera vez, volvió a poner los pies en la calle, ya era viuda. El recuerdo de aquella gran habitación desnuda, llena de frascos de medicina, en la que ni siquiera las maletas habían sido abiertas, la hacía estremecer todavía[4].
—Me han dicho que su marido casi le doblaba a usted la edad… —preguntó la señora Deberle con gesto del mayor interés, mientras que la señorita Aurelia aguzaba el oído con el fin de no perderse ningún detalle.
—¡Oh no! —respondió Hélène—. Apenas contaba seis años más que yo.
Y se dejó llevar a narrar la historia de su matrimonio en pocas palabras: el gran amor que su marido había sentido por ella, cuando vivía con su padre, el sombrerero Mouret, en la calle des Petites-Maries de Marsella; la testaruda oposición de los Grandjean, una familia de ricos refinadores a la que exasperaba la pobreza de la muchacha; una boda triste y furtiva, después de los requerimientos legales, y su precaria vida, hasta el día en que falleció un tío que les había legado alrededor de diez mil francos de renta. Fue entonces cuando Grandjean, que sentía una gran antipatía por Marsella, decidió que vendrían a instalarse en París.
—Entonces, ¿a qué edad se casó usted? —preguntó todavía la señora Deberle.
—A los diecisiete años.
—Debía de estar usted muy bonita.
La conversación decayó. Hélène hizo como si no comprendiera.
—La señora Manguelin —anunció el criado.
Apareció una mujer joven, discreta, cohibida. La señora Deberle apenas se levantó. Se trataba de una de sus protegidas, que venía a darle las gracias por un favor. No se quedó más que algunos minutos y se retiró haciendo una reverencia.
Entonces la señora Deberle reanudó la conversación hablando del reverendo Jouve, que ambas conocían. Se trataba de un humilde ecónomo de Notre-Dame-de-Grâce, la parroquia de Passy; pero por su caridad era el sacerdote más querido y respetado del barrio.
—¡Oh! ¡De verdadera unción! —murmuró con un gesto devoto.
—Ha sido muy bueno para con nosotras —dijo Hélène—. Mi marido le había conocido en otros tiempos en Marsella… En cuanto se enteró de mi desgracia, quiso encargarse de todo. Fue él quien nos instaló en Passy.
—¿No tiene un hermano? —preguntó Julieta.
—Sí, su madre se volvió a casar… El señor Rambaud también conocía a mi marido… Ha instalado un gran almacén de aceites y productos del Midi en la calle Rambuteau; creo que gana mucho dinero.
Luego añadió jovialmente:
—Ese sacerdote y su hermano constituyen toda mi corte.
Jeanne, que se aburría sentada en el borde de su silla, miró a su madre con un gesto de impaciencia. Su fino rostro de cabritilla sufría, como si lamentara cuanto se estaba diciendo. Había momentos en que parecía olfatear los perfumes pesados y violentos del salón, lanzando oblicuas miradas a los muebles, desconfiada, advertida de vagos peligros por su exquisita sensibilidad. Luego volvía las miradas hacia su madre con una adoración tiránica.
La señora Deberle se dio cuenta de la inquietud de la niña.
—He aquí —dijo— una pequeña señorita que se aburre y está cansada de comportarse razonablemente como una persona mayor… Mira, sobre este velador hay libros ilustrados.
Jeanne fue a coger un álbum, pero por encima del libro se escapaban sus miradas hacia su madre con expresión suplicante. Hélène, conquistada por el ambiente amable en que se encontraba, no se movía; era de temperamento tranquilo y le agradaba quedarse sentada durante horas. No obstante, cuando el criado anunciaba una tras otra a tres damas: la señora Berthier, la señora Guiraud y la señora Levasseur, estimó que debía levantarse. Pero la señora Deberle exclamó:
—Quédese, por favor; quiero presentarle a mi hijo.
El círculo se ensanchaba delante de la chimenea. Todas aquellas señoras hablaban a un tiempo. Había una que decía estar rendida y contaba que, desde hacía cinco días, no se acostaba antes de las cuatro de la mañana. Otra se lamentaba amargamente de las nodrizas: no había manera de encontrar una que fuese honrada. Luego la conversación recayó sobre las modistas. La señora Deberle sostenía que una mujer no podía vestir bien a las demás: era necesario que fuese un hombre. Entonces dos de las damas cuchichearon a media voz y, al producirse un silencio, se oyeron tres o cuatro palabras; todas se echaron a reír, abanicándose con lánguida mano.
—El señor Malignon —anunció el criado.
Entró un joven alto, vestido muy correctamente, que fue saludado con ligeras exclamaciones. La señora Deberle, sin levantarse, le tendió la mano diciendo:
—¿Qué me dice de ayer en el «Vaudeville»?
—¡Infecto! —contestó.
—¿Cómo infecto?… Ella estuvo maravillosa; cuando se coge el corpiño, echa la cabeza hacia atrás…
—¡Quite usted!… Es de un repugnante realismo.
Entonces se entabló la discusión. Eso de «realismo» se dice pronto; pero el joven no lo aceptaba en ninguna de sus formas.
—¡Nada! —decía, levantando la voz—. ¿Comprenden ustedes? ¡Nada! Esto degrada el arte.
Por este camino, ¡se acabaría viendo cada cosa en los escenarios! ¿Por qué Noemí no llevaba las consecuencias hasta el final? Y esbozó un gesto que escandalizó a todas las señoras. ¡Uf! ¡Qué horror! De todos modos, como la señora Deberle logró colocar su frase sobre el prodigioso efecto que conseguía la actriz y la señora Levasseur contó que una espectadora se había desmayado en la galería, se convino que había sido un gran éxito. Esta palabra cerró del todo la discusión.
Sentado en su butaca, el joven alargaba sus piernas entre las faldas que le rodeaban. Parecía ser amigo íntimo de casa del doctor. Maquinalmente había cogido una flor de una jardinera y la estaba mordisqueando.
La señora Deberle le preguntó:
—¿Ha leído usted la novela…?
No la dejó que terminara y contestó, con aires de superioridad:
—Sólo leo un par de novelas al año.
En cuanto a la exposición del Círculo de Bellas Artes, verdaderamente no valía la pena molestarse. Luego, cuando todos los temas de conversación del día estuvieron agotados, fue a apoyarse en el respaldo del canapé de Julieta, con la que cambió algunas palabras en voz baja, mientras las demás señoras conversaban animadamente entre ellas.
—¡Vaya!, ya se ha marchado —exclamó la señora Berthier volviéndose—. Hace cosa de una hora le encontré en casa de la señora Robinot.
—Sí, y se va a casa de la señora Lecomte —dijo la señora Deberle—. ¡Oh!, es el hombre más ocupado de París.
Y, dirigiéndose a Hélène, que había seguido la escena, continuó:
—Un muchacho muy distinguido al que queremos mucho… Tiene intereses con un agente de cambio. Además, es muy rico, y siempre está al corriente de todo.
Las señoras se iban.
—Adiós, querida; ya sabe: el miércoles cuento con usted.
—Sí, eso es; el miércoles.
—Dígame: ¿irá usted a esta fiesta? Una nunca sabe con quién va a encontrarse. Yo iré si va usted.
—¡Bueno!, iré; se lo prometo. Muchos saludos al señor de Guiraud.
Cuando la señora Deberle volvió, encontró a Hélène de pie en medio del salón. Jeanne se apretaba contra su madre, a la que había cogido una mano, y con dedos trémulos y acariciadores la atraía con pequeños tirones hacia la puerta.
—¡Ah!, es verdad —murmuró la dueña de la casa.
Llamó al criado.
—Pedro, diga a la señorita Smithson que traiga a Luciano.
Durante la espera, la puerta se abrió de nuevo, familiarmente, sin que anunciara a nadie. Una bonita muchacha de dieciséis años entró seguida de un viejecito de cara mofletuda y sonrosada.
—Buenos días, hermana —dijo la joven besando a la señora Deberle.
—Buenos días, Paulina… Buenos días, papá —contestó ésta.
La señorita Aurelia, que no se había movido del lado de la chimenea, se levantó para saludar al señor Letellier. Tenía un gran almacén de sedas en el bulevar des Capucines. Desde la muerte de su esposa, paseaba a su segunda hija por todas partes, en busca de un buen partido.
—¿Fuiste ayer al «Vaudeville»? —preguntó Paulina.
—¡Oh, maravilloso! —repitió Julieta maquinalmente, de pie ante un espejo, mientras se arreglaba un rizo rebelde.
Paulina hizo un mohín de niña mimada:
—Es desesperante eso de ser soltera. ¡No puede una ver nada!… Fui con papá hasta la puerta, a medianoche, para enterarme de cómo habían ido las cosas.
—Sí —dijo el padre—. Nos encontramos con Malignon. Dijo que estaba muy bien.
—¡Vaya! —exclamó Julieta—. Estaba aquí ahora mismo y dijo que le parecía infecto. Con él, nunca se sabe…
—¿Has tenido muchas visitas? —preguntó Paulina pasando bruscamente a otro tema.
—¡Oh, de locura! Todas esas señoras… No estuvimos de vacío ni un momento… Estoy muerta…
Luego, recordando que olvidaba hacer una presentación formal, se interrumpió:
—Mi padre y mi hermana… La señora Grandjean…
Y, al iniciarse una conversación sobre los niños y las enfermedades que tanto inquietaban a las madres, se presentó la señorita Smithson, una aya inglesa, que traía a un muchacho de la mano. La señora Deberle le dirigió rápidamente unas palabras en inglés para reñirla por haberse hecho esperar.
—¡Ah, he aquí a mi pequeño Luciano! —exclamó Paulina, que se puso de rodillas ante el niño con gran frufrú de faldas.
—Suelta, suelta —dijo Julieta—. Acércate, Luciano; ven a decir buenos días a esta señorita.
El chiquillo avanzó cohibido. No tendría más de siete años; era bajito y gordo e iba vestido con coquetería de muñeca. Cuando vio que todo el mundo le miraba sonriendo, se detuvo y, con expresión de sorpresa en sus ojos azules, examinó a Jeanne.
—Vamos… —murmuró la madre.
Él la consultó con una mirada y dio otro paso. Mostraba esa patosidad de los muchachos, el cuello metido en los hombros, los labios gruesos y mohínos y un aire de disimulo en las cejas, ligeramente fruncidas. Seguro que Jeanne, con su traje de luto, seria y pálida, le intimidaba.
—Hija mía, tú también debes ser amable —dijo Hélène al notar la actitud estirada de su hija.
La pequeña no había soltado la mano de su madre y pasaba los dedos por su piel entre la manga y el guante. Con la cabeza gacha esperaba a Luciano con el gesto inquieto de una chiquilla arisca y nerviosa, dispuesta a escapar ante una caricia…
No obstante, cuando su madre la empujó suavemente, acabó por dar un paso a su vez.
—Señorita, tendrá usted que besarle —dijo riendo la señora Deberle—. Con él, siempre son las señoras las que tienen que comenzar… ¡Oh, es tan bobalicón…!
—Bésale, Jeanne —dijo Hélène.
La niña levantó los ojos hacia su madre y luego, como vencida por el aire atontado del pequeño muchacho, sintiendo una súbita ternura ante su carita azorada, su rostro se iluminó como al impulso de una gran pasión interior.
—De buena gana, mamá.
Y, cogiendo a Luciano por los hombros, levantándole casi, le besó fuertemente en ambas mejillas. Entonces él también quiso besarla.
—¡Estupendo! —exclamaron todos los asistentes.
Hélène saludó y se encaminó hacia la puerta acompañada por la señora Deberle.
—Espero, señora —dijo—, que querrá usted expresar toda mi gratitud al señor doctor… La otra noche me sacó de una mortal inquietud.
—¿No está por ahí Enrique? —interrogó el señor Letellier.
—No; volverá tarde —respondió Julieta.
Y, viendo que la señorita Aurelia se levantaba para salir con la señora Grandjean, añadió:
—Pero usted se queda a cenar con nosotros; es cosa convenida.
La solterona, que esperaba esta invitación todos los sábados, se decidió a quitarse el chal y el sombrero. Se ahogaba uno en el salón y el señor Letellier, que había abierto una ventana, se quedó plantado ante ella interesado por una lila en que iban apareciendo ya unos capullos. Paulina jugaba al corro con Luciano, entre las sillas y las butacas que las visitas habían dejado en desorden.
Ya en el umbral, la señora Deberle tendió la mano a Hélène y, con un gesto lleno de amistosa confianza, le dijo:
—Permítame. Mi marido me había hablado de usted y ya me era usted simpática. Su desgracia, su abandono… En fin, me alegra mucho haberla conocido y cuento con que seguiremos tratándonos.
—Se lo prometo y le doy las gracias —dijo Hélène, muy conmovida por este impulso afectuoso en una señora que le había parecido tener un poco la cabeza a pájaros.
Con las manos cogidas todavía, se miraron de frente sonriéndose. Julieta, con un ademán mimoso, confesó la razón de su súbita amistad:
—Es usted tan bonita, que hay que quererla a la fuerza.
Hélène se echó a reír divertida, pues su belleza la tenía sin cuidado. Llamó a Jeanne, que seguía con la mirada absorta en los juegos de Luciano y Paulina. Pero la señora Deberle retuvo todavía a la chiquilla y prosiguió:
—Desde ahora, ya sois amiguitos. Decíos «Hasta pronto».
Y los dos pequeños se mandaron cada uno un beso con la punta de los dedos.