IV
Malignon, arrellanado en su sillón, con las piernas extendidas ante el gran fuego que llameaba en la chimenea, esperaba tranquilo. Había tenido el refinamiento de cerrar las cortinas de las ventanas y encender las bujías. La primera habitación, en la que se encontraba, estaba vivamente iluminada por una pequeña araña y dos candelabros. En la alcoba, por el contrario, reinaba la oscuridad; únicamente la lamparilla de cristal derramaba una débil luz crepuscular. Malignon sacó el reloj.
—¡Diantre! —murmuró—; a ver si hoy también me va a dejar plantado.
No pudo disimular un ligero bostezo. Hacía una hora que esperaba y no le resultaba muy divertido. De todos modos, se levantó y echó un vistazo a los preparativos. La disposición de las butacas no le agradó y arrastró un confidente ante la chimenea. Las bujías ardían con su reflejo rosa sobre el tapizado de cretona; silenciosamente, la habitación iba caldeándose confortablemente mientras afuera soplaban bruscas ráfagas. Luego examinó por última vez la alcoba y su vanidad se sintió satisfecha: le pareció perfecta, de verdadera elegancia, convenientemente acolchada y con la cama perdida en una sombra voluptuosa. En el momento en que disponía adecuadamente los encajes de las almohadas, llamaron con tres golpes rápidos. Era la señal.
—¡Por fin! —se dijo en voz baja, con aire triunfal.
Corrió a abrir. Julieta entró, con el velo de su sombrero tapándole el rostro, envuelta en un abrigo de pieles. Mientras Malignon cerraba suavemente la puerta, ella permaneció un momento inmóvil, sin que se notara la emoción que le cortaba la palabra. Pero, antes de que el joven tuviera tiempo de cogerle la mano, levantó su velo y mostró su rostro sonriente, un poco pálido, pero perfectamente tranquilo.
—¡Vaya! Ha encendido usted las luces —exclamó—. Tenía entendido que detestaba usted eso de encender las luces en pleno día.
Malignon, que se disponía a estrecharla entre sus brazos con un ademán estudiado que había preparado, quedó desconcertado y explicó que el día estaba demasiado feo y que las ventanas daban sobre un descampado. Por otra parte, adoraba la noche.
—Con usted nunca se sabe —repuso ella burlándose—. La pasada primavera, cuando mi baile infantil, me hizo usted todo un drama: que aquello parecía un panteón y que se diría que se entraba en la casa de un difunto… Bueno, digamos que cambió usted de gusto.
Parecía que estuviese de visita, fingiendo una seguridad que le hacía ahuecar un tanto la voz. Era el único indicio de su turbación. De vez en cuando se le contraía un poco la barbilla como si sintiera alguna molestia en la garganta. Pero sus ojos brillaban y saboreaba el vivo placer de su imprudencia. Luego, en una transición, pensó en la señora Chermette, que tenía un amante. ¡Dios mío! De todos modos, resultaba divertido.
—Vamos a ver cómo se ha instalado usted —añadió. Dio una vuelta por la estancia. Él la seguía reflexionando que debió besarla ante todo; ahora ya no era posible, y había que esperar. Entre tanto ella examinaba los muebles, miraba las paredes, levantaba la cabeza y retrocedía sin dejar de hablar.
—Su cretona no me gusta mucho. ¡Es tan vulgar! ¿De dónde se ha sacado usted este rosa abominable?… Vaya, esta silla sería bonita si no hubiesen dorado tanto la madera… Y ni un cuadro, ni una figura; sólo esta araña y estos candelabros sin ningún estilo… ¡Ay, amigo mío, puede usted seguir burlándose de mi pabellón japonés!…
Se reía y se vengaba de sus viejas diatribas, por las que le guardaba verdadero rencor.
—¡Ahora podemos hablar de su buen gusto!… ¿Sabe usted que mi ídolo cuesta más que todo su mobiliario?… Ni un hortera habría aceptado ese rosa… ¿Es que se ha propuesto usted seducir a la lavandera?
Malignon, muy ofendido, no contestaba nada; intentaba conducirla hacia la alcoba. Ella se quedó en el umbral diciendo que jamás entraba en lugares oscuros. Por otra parte, veía lo suficiente para darse cuenta de que la alcoba valía lo que el salón. Todo aquello procedía del arrabal Saint-Antoine[31]. Pero fue la lámpara lo que más la divirtió. Estuvo implacable, sin parar de comentar aquella lámpara de pacotilla que era el sueño de todas las modistillas que esperan que les pongan piso. Se podían encontrar en cualquier bazar al precio de siete francos cincuenta.
—¡Me costó noventa! —acabó por chillar Malignon, perdida toda paciencia.
Parecía encantada haciéndole rabiar. Él se quedó luego más tranquilo y preguntó con malicia:
—¿No se quita usted el abrigo?
—Sí —contestó ella—. ¡Qué calor hace en su casa!
Se quitó incluso el sombrero, que él dejó, como el abrigo, sobre la cama. Cuando volvió, la encontró sentada junto al fuego y mirando todavía a su alrededor. Se había puesto más formal y consintió en mostrarse más conciliadora.
—Es todo muy feo, pero no está usted mal instalado. A las dos piezas se les pudo sacar mejor partido.
—¡Oh!, para lo que han de servir… —dijo él con un ademán de indiferencia.
Lamentó en seguida estas estúpidas palabras. No se podía ser más grosero ni más torpe. Ella había inclinado la cabeza sintiendo una molestia en la garganta, que le dolía. Durante un momento había olvidado por qué estaba allí. Él quiso aprovecharse de la turbación que había provocado.
—Julieta… —murmuró inclinándose hacia ella.
Con un gesto le obligó a que se sentara. Había sido en los baños de mar, en Trouville, donde a Malignon, aburrido de la vista del océano, se le ocurrió la idea de enamorarse. Hacía tres años que vivían en un ambiente de familiaridad pendenciera. Una tarde él le cogió la mano. Ella no se enfadó y lo tomó a broma. Después, con la cabeza vacía y el corazón libre, imaginó que le quería. Hasta entonces había hecho siempre lo que veía hacer a las amigas que la rodeaban; a falta de una pasión, fue la curiosidad y la necesidad de ser como las demás los sentimientos que la impulsaron. Al principio, si el joven se hubiese mostrado brutal, seguro que hubiese sucumbido. Pero tuvo la fatuidad de querer triunfar por el ingenio y permitió que se habituara al juego de coquetería que estaba representando. Luego, cuando su primera audacia, una noche que estaban mirando al mar como los amantes de las óperas cómicas, le había rechazado, enojada de que echara a perder aquello que la divertía. En París, Malignon, se había jurado ser más hábil. Acababa de recobrarla en una temporada de aburrimiento, al final de un invierno fatigoso, cuando las diversiones corrientes, las comidas, los bailes, los estrenos, empezaban a fatigarla por su monotonía. La idea de un departamento amueblado expresamente, en un barrio perdido, el misterio de una cita, el acicate de algo sospechoso que olfateaba, la habían seducido. Le parecía algo original que era necesario conocer. En el fondo de sí misma, había una serenidad tal, que no se sentía mucho más turbada en casa de Malignon que en los talleres de los pintores a los que subía a la búsqueda de cuadros para sus obras de beneficencia.
—Julieta, Julieta —repetía el joven buscando inflexiones de voz acariciadoras.
—Vamos, sea usted razonable —se limitó a decir ella.
Y, cogiendo un abanico chino que había encima de la chimenea, se sintió tan tranquila como si estuviera en su propio salón.
—Ya sabe usted que hemos ensayado esta mañana… Me temo que no estuve muy acertada eligiendo a la señora Berthier. Hace una «Matilde» llorona, insoportable… Ese monólogo tan bonito, cuando se dirige a su bolsa: «Pobre pequeña; te besaba hace un momento…». Pues lo declama como una colegiala que prepara un cumplido… Estoy muy preocupada.
—¿Y la señora de Guiraud? —preguntó él acercando su silla y cogiéndole la mano.
—¡Oh!, lo hace muy bien… He descubierto en ella una magnífica «señora de Léry» que tiene garra, y gracia…
Le abandonaba su mano, que él besaba entre dos frases, sin que pareciera que ella se diese cuenta.
—Pero lo peor es que no esté usted. En primer lugar, usted haría observaciones a la señora de Berthier; además, es imposible que alcancemos un buen conjunto si usted no viene nunca.
Había logrado pasarle un brazo por el talle.
—Puesto que yo ya sé mi papel… —murmuró.
—Sí, está bien; pero queda sin resolver el juego escénico… Es usted muy poco amable no dedicándonos tres o cuatro mañanas.
No pudo seguir; él estaba depositando una lluvia de besos en su cuello. Entonces ella tuvo que darse cuenta de que la tenía entre sus brazos y le rechazó, abofeteándole ligeramente con el abanico chino, que había conservado. No cabe duda de que se había jurado no permitirle llegar más lejos. Su blanca cara enrojecía con los reflejos del fuego, sus labios se afinaban con la mueca de una mujer curiosa a la que sorprenden sus propias sensaciones. Verdaderamente, ¿sólo se trataba de esto? Habría que ir hasta el final, pero el miedo no se lo permitía.
—Déjeme —balbuceó sonriendo con un gesto serio—; o voy a enfadarme de nuevo.
Pero él creyó que la había impresionado. Pensaba fríamente: «Si la dejo salir de aquí como ha entrado, es asunto perdido». Las palabras de nada servían. Le cogió las manos y quiso llegar hasta los hombros. Por un momento pareció que ella se abandonara. Sólo tenía que cerrar los ojos, y sabría hacerlo. Sentía este deseo y lo discutía en el fondo de sí misma con una gran lucidez. No obstante, le pareció que alguien gritaba «no». Era ella misma la que había gritado, antes de responderse.
—No, no —repetía—. Déjeme, me hace usted daño… No quiero, no quiero.
Como él no dijera nada y siguiera empujándola hacia la alcoba, se desprendió violentamente. Obedecía a un singular impulso, ajena a sus deseos, enojada contra sí misma y contra él. En su turbación, se le escaparon palabras entrecortadas. Realmente, él correspondía muy mal a su confianza. ¿Qué esperaba, haciendo gala de esta brutalidad? Llegó incluso a tacharle de cobarde. Jamás en la vida volvería a verle. Pero él la dejaba hablar para que se aturdiera y la perseguía con una risa mala y necia. Acabó balbuceando, refugiada tras una butaca, vencida de pronto, comprendiendo que ya le pertenecía antes de que él tendiera las manos para cogerla. Fue uno de los minutos más desagradables de su existencia.
Allí estaban, cara a cara, con los semblantes demudados, avergonzados y violentos, cuando un ruido surgió. De momento no comprendieron. Habían abierto la puerta y unos pasos cruzaron la habitación mientras una voz les gritaba:
—¡Váyanse! ¡Váyanse!… Van a sorprenderlos.
Era Hélène. Ambos, estupefactos, la miraron. Su sorpresa era tan grande, que olvidaron lo embarazoso de la situación. Julieta no tuvo ni un gesto de agobio.
—¡Váyase usted! —repitió Hélène—. Su marido estará aquí dentro de dos minutos.
—¿Mi marido? —tartamudeó la joven—. Mi marido… ¿Por qué? ¿Con qué objeto?
Estaba atontada. Todo se barajaba en su cabeza. Le parecía prodigioso que Hélène estuviera allí y que le hablase de su marido. Pero Hélène tuvo un gesto de cólera.
—¡Ah!, si se figuran que tengo tiempo para explicarme… Ya está usted advertida. Váyase, de prisa; váyanse los dos.
Entonces Julieta fue presa de una agitación extraordinaria. Corría por las habitaciones, trastornada, pronunciando palabras sin ilación.
—¡Oh Dios mío, Dios mío!… Muchas gracias… ¿Dónde está mi abrigo? ¡Qué tontería, esta habitación tan oscura!… ¡Denme mi abrigo, traigan una bujía para que pueda encontrar mi abrigo!… Querida, no se enfade si no le doy las gracias… ¿Dónde están las mangas? No las encuentro, no puedo más…
El miedo la paralizaba; fue necesario que Hélène la ayudara a ponerse el abrigo. Se puso el sombrero de través sin anudar las cintas. Lo peor fue que perdieron un minuto largo buscando el velo, que había caído debajo de la cama… Tartamudeaba y con manos torpes y temblorosas se palpaba para ver si olvidaba algo comprometedor.
—¡Qué lección, qué lección!… Esto se acabó. ¡Ya lo creo!
Malignon, muy pálido tenía un aire imbécil. Pateaba, sintiéndose detestado y ridículo. La única reflexión que era capaz de hacerse era que, en efecto, no era hombre de suerte. No se le ocurrió otra cosa que hacer esta pregunta:
—Entonces, ¿creen ustedes que yo también debo marcharme?
Y, como nadie le contestara, cogió su bastón y siguió hablando para demostrar su sangre fría. Había tiempo de sobra. Precisamente existía otra escalera, una estrecha escalera de servicio abandonada, pero que podía utilizarse todavía. El coche de punto de la señora Deberle había quedado ante la puerta: podía llevar a los dos hacia los muelles. Y repetía:
—Cálmense ya. Esto tiene fácil arreglo… Vengan, es por aquí.
Había abierto una puerta y se veía la fila de las tres habitacioncitas, negras y destartaladas, abandonadas con toda su suciedad. Un soplo de aire húmedo entró. Julieta, antes de adentrarse en aquella miseria, sintió que se indignaba de nuevo y se preguntó en voz alta:
—¿Cómo pude venir a semejante sitio? ¡Es abominable! No me lo perdonaré jamás.
—Dése prisa —dijo Hélène, con igual ansiedad que ella.
La empujó. Entonces la joven se lanzó a su cuello llorando. Era una reacción nerviosa. La acometía la vergüenza: hubiera querido defenderse, explicar por qué la habían encontrado en casa de ese hombre. Después, con un movimiento instintivo, recogió sus faldas como si fuera a cruzar un arroyo. Malignon, que había pasado el primero, limpiaba con la punta de su zapato los trozos de yeso que llenaban la escalera de servicio. Las puertas se cerraron de nuevo.
Entre tanto, Hélène se había quedado de pie en medio del saloncito. Escuchaba. A su alrededor se había hecho un silencio, un gran silencio cálido y encerrado, turbado tan sólo por el chisporroteo de los leños convertidos en brasa. Sus oídos zumbaban y no oía nada. Pero, al cabo de un rato que le pareció interminable, percibió el súbito rodar de un coche. Era el de Julieta, que partía. Entonces suspiró e hizo para sí misma un mudo ademán de agradecimiento. La idea de que ya no sentiría el eterno remordimiento de haber procedido con tanta bajeza la llenaba de una sensación dulce de inconcreta gratitud. Sentíase aliviada, muy enternecida, pero tan débil después de la terrible crisis por la que acababa de pasar, que no se sentía con fuerzas para alejarse a su vez. En el fondo, imaginaba que Enrique iba a venir y que tenía que encontrar a alguien. Llamaron y abrió en el acto.
De momento, fue como una sorpresa. Enrique entró, preocupado por la carta sin firmar que había recibido, con el rostro pálido por la inquietud. Pero, en cuanto la vio, dejó escapar una exclamación.
—¡Usted!… Pero, Dios mío, ¿era usted?
Había, en esta exclamación, más estupor que alegría. Nunca esperaba una cita dada con osadía tal. Pronto, todos sus deseos de hombre despertaron ante un ofrecimiento tan imprevisto, en el voluptuoso misterio de aquel escondite.
—Usted me quiere, me quiere —balbuceaba—. En fin: usted está aquí y yo no había comprendido…
Abrió los brazos y quiso alcanzarla. Al entrar, Hélène le había sonreído; pero ahora retrocedía, palideciendo. No cabía duda de que le estaba esperando; pero había imaginado que hablarían sólo un instante y luego inventaría cualquier historia. Bruscamente, comprendió la situación: Enrique imaginaba una cita; pero ella jamás había querido esto y se rebelaba.
—Se lo ruego, Enrique; déjeme…
Él le había cogido las muñecas y la atraía lentamente, como esperando vencerla con un beso. El amor, que había ido en aumento en él durante meses, se había adormecido después a causa de la falta de intimidad, pero estallaba ahora con mayor violencia cuanto que él empezaba ya a olvidar a Hélène. Toda la sangre de su corazón subió a sus mejillas y ella se debatía a la vista de ese rostro ardoroso que reconocía y la asustaba. Otras dos veces le había visto con esos ojos de loco.
—Déjeme, me da usted miedo… Le juro que se equivoca.
Entonces Enrique pareció sorprendido de nuevo.
—Pero ¿no es usted quien me ha escrito? —preguntó.
Ella dudó por un segundo. ¿Qué podía decir? ¿Qué podía responder?
—Sí —murmuró al fin.
No podía entregar a Julieta cuando acababa de salvarla. Se trataba de un abismo en el que se sentía hundirse. Enrique, ahora, iba examinando las dos habitaciones, sorprendiéndose de la iluminación y el decorado. Se atrevió a preguntar:
—¿Está usted en su casa? —Y, como se callara—: Su carta me ha atormentado mucho… Hélène, usted me oculta algo. Por favor, tranquilíceme usted.
Ella no escuchaba; pensaba que él estaba en lo cierto al pensar en una cita. Si no era así, ¿qué hacía ella allí?, ¿por qué le había aguardado? No se le ocurría ninguna historia; ni siquiera estaba segura de no haberle dado aquella cita. La envolvía un abrazo en el que iba desapareciendo lentamente.
Él la acuciaba cada vez más, interrogándola con los labios sobre sus labios, para arrancarle la verdad.
—¿Me esperaba usted, me esperaba?
Entonces, abandonándose sin fuerzas, acometida por aquella lasitud y aquella dulzura que la tronchaban, consintió en decir lo que él decía, en querer lo que él quisiera.
—Le esperaba, Enrique…
Sus bocas se acercaron más todavía.
—Pero ¿a qué viene la carta?… Y yo la encuentro aquí… ¿Dónde estamos?
—No me pregunte, no quiera usted saber… Tiene usted que jurármelo… Soy yo, y estoy junto a usted; lo está usted viendo. ¿Qué más quiere?
—¿Me ama usted?
—Sí, le amo.
—¿Y eres mía, Hélène, completamente mía?
—Sí, por entero.
Los labios junto a los labios, se habían besado. Ella lo había olvidado todo, cediendo a una fuerza superior. Esto le parecía ahora natural y necesario. Se había producido en ella una sensación de paz y sólo experimentaba sentimientos y recuerdos de su juventud. Un día parecido de invierno, cuando era jovencita, en la calle des Petites-Maries, había estado a punto de morir en una habitación sin aire, ante un gran fuego de carbón encendido para la plancha. Otro día, en verano, estaban abiertas las ventanas y un pinzón, extraviado en la calle oscura, había aleteado recorriendo su habitación. ¿Por qué pensaba entonces en la muerte, por qué veía como ese pájaro huía volando? Se sentía llena de melancolía y de inocencia, en el delicioso anonadamiento de todo su ser.
—Estás empapada —murmuró Enrique—. ¿Acaso viniste a pie?
Bajaba la voz para tutearla, le hablaba al oído como si hubiesen podido oírle. Ahora que ella se entregaba, sus deseos temblaban al verla, y la envolvía en una caricia ardiente y tímida, sin atreverse ya, retrasando el momento. Le acometía una preocupación fraternal por su salud, necesitaba ocuparse de ella en algo íntimo y minúsculo.
—Tienes los pies mojados; vas a ponerte enferma —repetía—. ¡Dios mío, es insensato andar por las calles con semejantes zapatitos!
La había hecho sentar ante el fuego. Hélène sonreía sin defenderse, abandonándole sus pies para que los descalzara. Sus zapatillas, agujereadas en los charcos del pasaje des Eaux, estaban pesadas como esponjas. Él se las quitó y las puso a ambos lados de la chimenea. Las medias también estaban húmedas, marcadas por una mancha de barro hasta los tobillos. Entonces sin que ella pensara en ruborizarse, él, con un gesto de enfado lleno de ternura en su brusquedad, se las quitó diciendo:
—Así se cogen los resfriados. Caliéntate.
Había empujado un taburete. Los dos pies, blancos como la nieve, ante la llama, se iluminaron con un reflejo rosado. La atmósfera se hacía sofocante. Al fondo, la habitación, con su gran lecho, parecía adormecida; la lamparilla se había ahogado y una de las cortinas, desprendida de su abrazadera, disimulaba a medias la entrada. En el pequeño salón, las bujías, que ardían muy altas, habían desprendido un olor cálido de fin de velada. De vez en cuando se oía en el exterior el chorrear de un aguacero, como un sordo rumor en medio del gran silencio.
—Es verdad, sí, tengo frío —murmuró con un estremecimiento, pese al calor que hacía.
Sus pies de nieve estaban helados. Entonces él se empeñó en cogerlos con las manos. Sus manos ardían y los calentaron en seguida.
—¿Los sientes? —preguntó—. Tus pies son tan pequeños, que puedo envolverlos del todo.
Los estrechaba con dedos febriles. Únicamente los rosados extremos aparecían. Ella levantó los talones y se oyó el ligero roce de los tobillos. El abrió las manos y los miró durante unos segundos, tan finos, tan delicados, con su pulgar un poco separado. La tentación fue demasiado fuerte y los besó. Luego, como ella se estremeciera, dijo:
—No, no, caliéntate… Cuando entres en calor.
Los dos habían perdido conciencia del tiempo y del lugar. Sentían la vaga impresión de encontrarse en una muy avanzada noche de invierno. Aquellas bujías, que se consumían en la tibieza soñolienta de la habitación, les hacían creer que habían velado durante horas. Pero no sabían dónde. A su alrededor se extendía un desierto: ni un ruido ni una voz humana, como un mar negro en el que rugía la tempestad. Se sentían fuera de este mundo, a mil leguas de la tierra. Y este olvido del lugar que los ataba a los seres y a las cosas era tan absoluto, que les parecía como si estuvieran naciendo allí, en aquel preciso momento, y que tenían que morir allí, dentro de un instante, en cuanto uno se lanzara a los brazos del otro.
Ni siquiera encontraban las palabras. Las palabras no expresaban sus sentimientos. Tal vez se habían conocido fuera de allí, pero ese viejo encuentro no importaba. Únicamente el minuto presente importaba, y lo vivían lentamente, sin hablar de su amor, habituados uno al otro como después de diez años de matrimonio.
—¿Sientes calor?
—¡Oh sí! Muchas gracias.
Una inquietud la obligó a inclinarse. Murmuró:
—Mis zapatos no van a secarse nunca.
Él la tranquilizó; cogió las pequeñas zapatillas y las apoyó en los morillos diciendo en voz baja:
—Así es seguro que se secarán.
Él se volvió, besó sus pies una vez más y ascendió hasta la cintura. Las brasas que llenaban la chimenea los estaban quemando. Ella no hizo la menor protesta ante aquellas manos titubeantes que el deseo extraviaba de nuevo. En el desvanecimiento de todo cuanto la rodeaba, de lo que era ella misma, únicamente persistía el recuerdo de su juventud: una habitación en la que hacía un calor igualmente fuerte, un gran hornillo con las planchas puestas sobre el que se inclinaba; y recordaba que entonces había sentido un aniquilamiento igual, que esto no era más dulce, que los besos con que Enrique la cubría no le procuraban una muerte lenta más voluptuosa. Cuando, de pronto, él la cogió entre sus brazos para llevarla a la alcoba, sintió, no obstante, una última angustia. Le parecía que alguien había gritado, creía que había olvidado a alguien que estaba sollozando en la sombra. Pero esto fue sólo un estremecimiento; miró alrededor de la habitación y no vio a nadie. Esta habitación le era desconocida, ningún objeto le habló. Un chaparrón más intenso caía con un clamor prolongado. Entonces como acometida por una necesidad de dormir, se abatió sobre el hombro de Enrique y se dejó llevar. Tras ellos, la otra cortina se desprendió de su abrazadera.
Cuando Hélène volvió, con los pies desnudos, a buscar sus zapatillas ante el fuego que se apagaba, pensó que nunca se habían amado menos que aquel día.