III
La convalecencia duró meses. En agosto, Jeanne estaba todavía en la cama. Se levantaba una hora o dos por la tarde, y para ella representaba una enorme fatiga ir hasta la ventana donde permanecía tendida en una butaca frente a un París incendiado por la puesta del sol. Sus pobres piernas se negaban a llevarla; como decía ella con una pálida sonrisa, no tenía suficiente sangre ni para un pajarito; había que esperar a que comiera muchas sopas. Le ponían pequeños pedazos de carne cruda en el caldo. Acabó por gustarle, porque lo que ella deseaba era poder bajar pronto a jugar al jardín.
Estas semanas, estos meses, pasaron monótonos y deliciosos, sin que Hélène contase los días. No salía nunca, olvidaba al mundo entero al lado de Jeanne. Ninguna noticia exterior llegaba hasta ella. Era, delante de París que llenaba el horizonte con su humo y su ruido, un retiro más apartado y más cerrado que las santas ermitas perdidas entre las rocas. Su niña estaba salvada, esta certeza le bastaba, pasaba los días espiando el retorno de la salud, feliz ante cualquier detalle, ante una mirada brillante, ante un gesto alegre. A cada hora iba recobrando más y más a su hija, con sus hermosos ojos y sus cabellos que, de nuevo, se hacían suaves. Le parecía que ella le estaba dando la vida por segunda vez.
Cuanto más lenta era la resurrección tanto más gustaba de sus delicias, y se acordaba de los días lejanos en que la amamantaba, experimentando, al verla recuperar sus fuerzas, una emoción más fuerte todavía que antaño, cuando medía sus piececitos sobre sus manos juntas para saber si andaría pronto.
No obstante, persistía cierta inquietud; varias veces había notado aquella sombra que, de pronto, hacía palidecer el rostro de Jeanne, volviéndola desconfiada y hosca. ¿Por qué, en medio de una alegría, cambiaba tan bruscamente? ¿Es que sufría? ¿Es que le ocultaba algún despertar del dolor?
—Dime, querida: ¿qué te pasa?… Ahora mismo te reías y pareces enfadada. Respóndeme: ¿sientes dolor en algún sitio?
Pero Jeanne volvía la cabeza violentamente y hundía su cara en la almohada.
—No me pasa nada —decía con vez seca—. Déjame, por favor.
Guardaba su rencor toda una tarde, mirando fijamente la pared, testaruda, abandonándose a una gran tristeza que su madre, desesperada, no podía comprender. El doctor no sabía qué decir; estos accesos se producían siempre cuando él estaba allí, y los atribuía al estado nervioso de la enferma. Sobre todo, recomendaba que evitasen contrariarla.
Una tarde, estando Jeanne dormida, Enrique, que la había encontrado muy bien, se entretuvo en la habitación hablando con Hélène, ocupada de nuevo en sus eternos trabajos de costura ante la ventana. Desde la terrible noche en que, con un grito apasionado, ella le había confesado su amor, los dos vivían sin sobresalto, abandonándose a la delicia de saber que se amaban, sin pensar en el mañana, olvidados del mundo. Junto al lecho de Jeanne, en aquella habitación conmovida todavía por la agonía de la niña, la castidad los protegía contra toda sorpresa de los sentidos. Su inocente aliento los calmaba. No obstante, a medida que la enferma se mostraba más fuerte, su amor también recobraba fuerzas, les regaba la sangre; permanecían uno al lado del otro, estremecidos, gozando de la hora presente, sin querer pensar en lo que harían cuando Jeanne ya se levantara y su pasión estallase libre y saludable.
Durante horas enteras se arrullaban con algunas palabras pronunciadas de tarde en tarde, en voz baja, para no despertar a la pequeña. No importaba que las palabras fuesen banales, los emocionaban profundamente. Aquel día sentían una gran ternura uno por otro.
—Le aseguro que está mucho mejor —dijo el doctor—. Antes de quince días podrá bajar al jardín.
Hélène clavó con fuerza la aguja y murmuró:
—Todavía ayer estaba muy triste… Pero esta mañana se rió y me prometió ser juiciosa.
Hubo un largo silencio. La niña seguía descansando, con un sueño que envolvía a los dos en una gran paz. Cuando descansaba así se sentían aliviados y se pertenecían más el uno al otro.
—¿No ha vuelto usted a ver el jardín? —siguió Enrique—. Ahora está lleno de flores.
—Las margaritas habrán crecido, ¿verdad? —preguntó ella.
—Sí, el macizo está soberbio… Las clemátides han trepado por los olmos. Se diría un nido de hojas.
Volvió el silencio. Hélène dejaba de coser, le miraba sonriendo y su común imaginación les hacía ver paseándose por avenidas profundas, avenidas ideales, negras de sombra, en las que caía una lluvia de rosas. Él, inclinado sobre ella, sorbía el ligero perfume de verbena que subía de su peinador. Pero un ligero roce de ropas vino a turbarlos.
—Se está despertando —dijo Hélène, que levantó la cabeza.
Enrique se había separado. Lanzó igualmente una mirada hacia el lecho. Jeanne acababa de coger su almohada entre sus bracitos y, con la barbilla hundida en las plumas, tenía ahora el rostro completamente vuelto hacia ellos. Pero sus párpados seguían cerrados; parecía que iba a dormirse de nuevo con una respiración lenta y regular.
—¿Está usted siempre cosiendo? —preguntó él acercándose.
—No puedo estar sin hacer algo con las manos —respondió ella—. Es algo maquinal que regula mis pensamientos… Durante horas, sigo pensando lo mismo, sin cansarme.
Él no dijo nada más; seguía su aguja, que pespunteaba el calicó con un leve ruido cadencioso. Le parecía que este hilo arrastraba y anudaba sus dos existencias. Ella había podido seguir cosiendo durante horas y él hubiese permanecido escuchando el lenguaje de la aguja, un arrullo que repetía en su interior la misma palabra sin cansarlos jamás. Es lo que querían: pasar así los días, en este rincón de paz, el uno junto al otro, mientras la niña dormía y evitando moverse a fin de no turbar su sueño. ¡Una inmovilidad deliciosa, un silencio en el que oían sus corazones, una dulzura infinita que los enajenaba con una sensación única de amor y de eternidad!
—Es usted buena, es usted buena —murmuró repetidas veces, no encontrando otras palabras para expresar la felicidad que le debía.
Hélène había levantado de nuevo la cabeza, sin sentir la menor molestia al sentirse tan ardientemente amada. El rostro de Enrique estaba junto al suyo. Por un momento se contemplaron.
—Déjeme usted trabajar —dijo ella en voz baja—. No voy a terminar nunca.
Pero en este momento una inquietud instintiva la hizo volverse. Vio a Jeanne, que los estaba mirando, con su cara pálida y sus ojos, abiertos, de un negro intenso. La niña no se había movido, con la barbilla entre las plumas y apretando la almohada entre sus bracitos. Acababa de abrir los ojos y los estaba mirando.
—Jeanne, ¿qué tienes? —preguntó Hélène—. ¿Te sientes mal? ¿Quieres algo?
No respondió, no se movió, ni siquiera bajó los párpados, y en sus grandes ojos fijos centelleaba una llama. La sombra hosca cubría su frente, sus mejillas palidecían y se hundían. Ya se retorcía las muñecas, como cuando iba a acometerle una crisis de convulsiones. Hélène se levantó corriendo, rogándola que hablase; pero ella conservaba su testaruda rigidez y fijaba en su madre una mirada tan negra, que ésta acabó por enrojecer y balbucear:
—Doctor, véala usted: ¿qué le ocurre?
Enrique había separado su silla de la silla de Hélène; se acercó al lecho y quiso coger una de sus manitas, que estrechaban con tanta fuerza la almohada. Entonces, a su contacto, Jeanne pareció recibir una sacudida. De un salto, se volvió hacia la pared, gritando:
—¡Déjeme usted!… ¡Me hace usted daño!
Se había escondido bajo el cobertor. En vano, durante un cuarto de hora, ambos intentaron calmarla con cariñosas palabras. Luego, ante su insistencia, se incorporó y, juntando las manos, suplicó:
—Déjenme, por favor… Me hacen ustedes daño. Déjenme.
Hélène, trastornada, fue a sentarse delante de la ventana. Pero Enrique no ocupó su puesto junto a ella. Al fin acababan de comprender. Jeanne estaba celosa. No se les ocurrió ninguna palabra. El doctor caminó un minuto en silencio; luego se retiró viendo las ansiosas miradas que la madre lanzaba al lecho. En cuanto él se hubo alejado, volvió hacia su hija, la cogió por la fuerza entre sus brazos y le habló largamente.
—Escucha, pitusa, estoy sola… Mírame y contéstame… ¿No te duele nada? Entonces, ¿es que te hice enfadar? Tienes que decírmelo todo… ¿Es conmigo que estás enfadada? ¿Qué es lo que te entristece?
Pero fue inútil que la interrogara, que diese a sus preguntas diferentes formas. Jeanne no dejaba de jurar que no tenía nada. Luego, de pronto, gritó y repitió:
—Tú ya no me quieres… No me quieres…
Y estalló en grandes sollozos, rodeando con sus brazos convulsos el cuello de su madre, cubriéndole la cara de ávidos besos. Hélène, con el corazón destrozado, ahogándose en una tristeza indecible, la mantuvo largo rato contra su pecho, mezclando sus lágrimas a las suyas y jurándole que nunca jamás amaría a nadie tanto como a ella.
A partir de este día, los celos de Jeanne despertaban por una palabra, por una mirada. Mientras ella se había sentido en peligro, un instinto le había hecho aceptar este amor que sentía tan tierno a su alrededor y que la salvaba. Pero ahora volvía a ser fuerte y no quería seguir compartiendo a su madre. Se apoderó de ella un rencor hacia el doctor, un rencor que aumentaba sordamente y se convertía en odio a medida que se encontraba mejor. Esto iba incubándose en su obstinada cabeza y en todo su ser silencioso y suspicaz. Nunca quiso explicarse con claridad: ella misma lo ignoraba. Le dolía aquí cuando el doctor se acercaba demasiado a su madre; y ponía sus dos manos sobre el pecho. Esto era todo; algo la quemaba, y una rabia furiosa la ahogaba y la hacía palidecer. No podía evitarlo: encontraba que la gente era injusta y se obstinaba más, sin contestar, cuando la reñían por ser tan mala. Hélène, temblorosa, no atreviéndose a impulsarla a que se diese cuenta de su malestar, apartaba los ojos ante esta mirada de una niña de doce años en que brillaba demasiado pronto toda la apasionada vida de una mujer.
—Jeanne, me entristeces mucho —le decía con lágrimas en los ojos, cuando la veía en un acceso de loco arrebato, que reprimía y la ahogaba.
Pero esta frase, omnipotente otras veces, que le hacía correr llorando a los brazos de Hélène, ya no la conmovía. Su carácter cambiaba. Diez veces al día cambiaba de humor. Generalmente tenía una voz breve e imperativa, hablando con su madre como hubiese hablado a Rosalía, molestándola por los más pequeños servicios, imponiéndose y quejándose siempre.
—Dame una taza de tisana… ¡Qué lenta eres! Me dejáis que me muera de sed.
Después, cuando Hélène le daba la taza, decía:
—No está azucarada… No la quiero.
Volvía a acostarse violentamente y, cuando por segunda vez le daban la tisana, la rechazaba porque tenía demasiado azúcar. No querían cuidarla; lo hacían a propósito. Hélène, que temía ponerla todavía más nerviosa, no contestaba y la miraba con lágrimas en las mejillas.
Jeanne, sobre todo, guardaba sus cóleras para las horas en que iba el médico. En cuanto entraba, se hundía en el lecho y bajaba solapadamente la cabeza como esos animales salvajes que no toleran que se les acerque un extraño. Ciertos días se negaba a hablar, le abandonaba el pulso, se dejaba examinar, inerte, con los ojos fijos en el techo. Otros días no quería ni verle y se tapaba los ojos con sus dos manos tan rabiosamente, que habría sido necesario torcerle los brazos para separárselas Una noche, cuando su madre le presentaba la cucharada de medicina, soltó esta cruel frase:
—No; esto me envenena.
Hélène quedó impresionada, con el corazón atravesado por un dolor agudo, temiendo ir hasta el fondo de aquella expresión.
—¿Qué estás diciendo, querida? —preguntó—. ¿Sabes lo que estás diciendo?… Los remedios nunca son buenos. Éste tienes que tomarlo.
Pero Jeanne mantuvo su testarudo silencio, volviendo la cabeza para no tomar la medicina. A partir de este día fue caprichosa, tomando o no las medicinas según el humor del momento. Olfateaba las botellas, las examinaba desconfiada encima de su mesita de noche. Cuando había rechazado una la reconocía siempre, y antes se hubiera dejado morir que tomar una sola gota de ella. Sólo a veces el bueno del señor Rambaud lograba decidirla. Le abrumaba ahora con una ternura exagerada, sobre todo cuando el doctor estaba allí y dirigía hacia su madre brillantes miradas para ver si ella sufría de este afecto que testimoniaba a otro.
—¿Ah, eres tú, mi buen amigo? —exclamaba en cuanto le veía aparecer—. Ven a sentarte cerquita de mí… ¿Traes naranjas?
Se incorporaba escudriñando entre risas sus bolsillos, donde siempre había alguna golosina. Después le besaba, representaba toda una comedia apasionada, satisfecha y vengada con el tormento que creía adivinar en la pálida cara de su madre. El señor Rambaud estaba muy orondo de haber hecho así las paces con su querida pequeña. Pero en el recibidor, Hélène había ido a su encuentro, advirtiéndole con una rápida frase. Entonces, como de pronto, aparentaba darse cuenta de la porción que había encima de la mesa.
—¡Diantre! ¿Estás tomando jarabe?
La cara de Jeanne se oscurecía, y decía a media voz:
—No, no, es malo; huele que apesta. ¡Yo no bebo esto!
—¡Cómo! ¡Tú no bebes esto! —replicaba el señor Rambaud con gesto alegre—. Te apuesto a que está muy bueno… ¿Me permites que tome un poco?
Sin esperar el permiso, se echaba una generosa cucharada y la tragaba sin una mueca, simulando una satisfacción golosa.
—¡Oh, exquisito! —murmuraba—. Estás en un error… Espera, sólo un poquito.
Jeanne, divertida, dejaba de defenderse. Quería de todo lo que el señor Rambaud hubiese probado, seguía con atención sus movimientos, parecía estudiar en su rostro el efecto de la droga. Y el pobre hombre, durante un mes, se harto de productos farmacéuticos. Cuando Hélène le daba las gracias, él levantaba los hombros.
—¡Déjelo! ¡Si está bueno! —acababa por decir, convencido, satisfecho de compartir por gusto los medicamentos de la pequeña.
Pasaba las tardes junto a ella. El abate, por su parte, venía cada dos días. Ella los retenía todo el tiempo posible y se enfadaba cuando los veía coger sus sombreros. Ahora temía encontrarse a solas con su madre y el doctor; hubiese querido que siempre hubiese gente allí para separarlos. A menudo llamaba a Rosalía sin motivo. Cuando se quedaban solos sus miradas no los dejaban, los perseguían por todos los rincones del dormitorio. Palidecía en cuanto se tocaban la mano. Si cruzaban una palabra en voz baja, se incorporaba enfadada, queriendo saber. No toleraba siquiera que el traje de su madre, sobre la alfombra, rozara el pie del doctor. No podían acercarse, mirarse, sin que a ella, le acometiera inmediatamente un temblor. Su carne dolorida, su pobre pequeño ser inocente y enfermo, tenía una susceptibilidad extremada que le hacía volverse bruscamente cuando adivinaba que tras ella se habían sonreído. Los días en que más se querían los acertaba ella en el aire que le daban, y estos días estaba más triste, sufría como sufren las mujeres nerviosas cuando se acerca una violenta tempestad.
En torno a Hélène, todo el mundo consideraba a Jeanne como fuera de peligro. Ella misma, poco a poco, había ido compartiendo esta certeza. Por esto acabó por tratar las crisis como antojos de niña mimada, sin importancia. Después de las seis semanas de angustia que acababa de pasar, sentía cierta necesidad de vivir. Su hija, ahora, podía prescindir de sus servicios durante horas y constituía un alivio delicioso, un descanso y una voluptuosidad vivir estas horas para ella, que desde hacía tanto tiempo no sabía siquiera si existía. Hurgaba en sus cajones y encontraba con alegría objetos olvidados, se ocupaba en toda clase de pequeños menesteres para recobrar la marcha feliz de su vida diaria. En esta renovación, aumentaba su amor. Enrique era como la recompensa que se concedía por haber sufrido tanto. En el fondo de esta habitación, se sentían fuera del mundo, perdiendo el recuerdo de todo obstáculo. Nada los separaba, excepto esta niña, sobresaltada por su pasión.
Entonces fue justamente Jeanne quien acució sus deseos. Siempre entre ellos, con su mirada espiándolos, les obligaba a un recato constante, a una comedia de indiferencia de la que salían más ansiosos. Durante días no podían cruzar una palabra, dándose cuenta de que ella los escuchaba, incluso cuando parecía adormecida. Una noche en que Hélène había acompañado a Enrique, en el recibidor, muda, vencida, iba a caer en sus brazos, cuando Jeanne, tras la puerta cerrada, se puso a gritar: «¡Mamá!, ¡mamá!», con una voz furiosa como si el beso ardiente con que el médico rozó los cabellos de su madre hubiese repercutido en ella. Hélène tuvo que entrar rápidamente en la habitación, pues acababa de oír que la niña saltaba de la cama. La encontró temblando, desesperada, corriendo en camisa. Jeanne no quería que la dejasen. A partir de este día, sólo les quedó un apretón de manos a la llegada y a la partida. La señora Deberle, desde hacía un mes, se había ido a los baños de mar con su pequeño Luciano; el doctor, que disponía de todas las horas no podía pasar junto a Hélène más allá de diez minutos. Habían terminado sus largas conversaciones, tan dulces, delante de la ventana. Cuando se miraban, una llama cada vez más grande se encendía en sus ojos.
Lo que sobre todo acabó de torturarlos fueron los cambios de humor de Jeanne. Una mañana se deshizo en llanto cuando el doctor se inclinó sobre ella. Durante todo el día su odio se transformó en ternura febril; quiso que se quedase junto a su cama, llamó a su madre veinte veces como si quisiera verlos uno junto a otro, emocionados y sonrientes. Hélène, muy feliz, soñaba ya en una larga serie de días parecidos. Pero al día siguiente, cuando Enrique llegó, la niña le recibió tan duramente, que la madre, con una mirada, le suplicó que se retirara; toda la noche Jeanne se había agitado con el arrepentimiento indignado de haber sido buena. A cada instante se reproducían escenas parecidas. Después de las horas exquisitas que les concedía la niña en sus momentos de cariños apasionados, llegaban las horas malas como un latigazo que acrecentaba en ellos la necesidad de ser el uno del otro.
Entonces, un sentimiento de rebeldía fue creciendo poco a poco en Hélène. Es verdad que hubiera dado la vida por su hija. Pero ¿por qué esta niña mala la torturaba hasta tal punto, ahora que estaba fuera de peligro? Cuando ella se abandonaba dejándose llevar por cualquier sueño vago en el que se veía pasear con Enrique, en un país desconocido y encantador, de pronto, la imagen rígida de Jeanne surgía, provocando el desgarro de sus entrañas y su corazón. Sufría demasiado en esta lucha entre su maternidad y su amor.
Una noche, pese a la prohibición expresa de Hélène, vino el doctor. Desde hacía ocho días no habían podido cruzar una palabra. Ella no quería recibirle; pero él, suavemente, la empujó hacia la habitación, como para tranquilizarla. Allí los dos se creían seguros de sí mismos. Jeanne dormía profundamente. Se sentaron en sus puestos habituales, junto a la ventana, lejos de la lámpara, y una sombra tranquila los envolvió. Durante dos horas estuvieron hablando, acercando sus caras para hablar más bajo, tan bajo, que apenas su aliento alteraba el silencio de la gran habitación aletargada. De vez en cuando volvían la cabeza, echando una mirada sobre el fino perfil de Jeanne, cuyas manitas, juntas, descansaban sobre la sábana. Pero acabaron por olvidarla. Su balbuceo crecía. Hélène, de pronto separó sus manos, que ardían bajo los besos de Enrique, y sintió el frío horror de la abominación que habían estado a punto de cometer.
—¡Mamá! ¡Mamá! —balbuceó Jeanne, bruscamente agitada, como atormentada por alguna pesadilla.
Se debatía en su lecho, con los ojos pesados de sueño, intentando sentarse en la cama.
—Escóndete, por favor, escóndete —repetía Hélène, apurada—; si te quedas ahí, la matas.
Enrique desapareció rápidamente en el hueco de la ventana, tras una de las cortinas de terciopelo azul. Pero la niña seguía doliéndose.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Oh, cómo sufro!…
—Estoy aquí, junto a ti, querida… ¿Dónde te duele?
—No lo sé… Es por ahí, ¿ves? Es como si me quemara.
Había abierto los ojos y, con la cara contraída, apoyaba sus manitas en el pecho.
—Me ha dado de golpe… Estaba durmiendo y sentí como un gran fuego.
—Pero ya pasó. ¿Ya no sientes nada?
—Sí, sí, igual.
Y con una mirada inquieta recorrió toda la habitación. Ahora estaba completamente despierta; la sombra hosca descendía y hacía palidecer sus mejillas.
—¿Estás sola, mamá?
—¡Claro, querida!
Sacudió la cabeza mirando, oliendo el aire con creciente agitación.
—No, no, estoy segura… Hay alguien… Tengo miedo, mamá, tengo miedo. ¡Oh! Tú me engañas, no estás sola…
Una crisis nerviosa la acometió, se echó en la cama sollozando y escondiéndose debajo del cobertor como para escapar de algún peligro. Hélène, trastornada, hizo salir inmediatamente a Enrique. Él quería quedarse para cuidar de la niña, pero ella le empujó hacia fuera. Volvió y cogió a Jeanne entre sus brazos mientras ésta repetía la queja que resumía siempre sus grandes dolores:
—Tú ya no me quieres… Ya no me quieres…
—Cállate, ángel mío, no digas esto —gritó la madre—. Te quiero más que a nadie en el mundo… ¡Vas a ver cómo te quiero!
La cuidó hasta la mañana, resuelta a darle su corazón, asustada de ver que su amor repercutía tan dolorosamente en esta querida criatura. Su hija vivía su amor. Al día siguiente, exigió una consulta. El doctor Bodin vino como por casualidad y examinó a la enferma, a la que auscultó bromeando. Luego tuvo una larga conversación con el doctor Deberle, que se había quedado en la habitación vecina. Ambos estuvieron de acuerdo en que, por el momento, no se observaba ninguna gravedad; pero, temiendo complicaciones, interrogaron largamente a Hélène, sintiéndose ante una de estas neurosis que tienen una historia en la familia y que desconciertan a la ciencia. Entonces ella les dijo lo que, en parte, ya sabían: su abuela encerrada en un manicomio de Tulettes, a algunos kilómetros de Plassans, su madre muerta repentinamente de una tisis galopante, después de una vida de trastornos y crisis nerviosas. Ella era como su padre, al qué se parecía en los rasgos de la cara y del que conservaba el carácter equilibrado[17]. Jeanne, por el contrario, era el vivo retrato de su abuela, pero mucho más delicada; nunca alcanzaría su alta talla ni su fuerte armazón ósea. Los dos médicos repitieron una vez más que necesitaba grandes cuidados. Nunca se tomarían demasiadas precauciones con estas afecciones cloroanémicas, que favorecen el desarrollo de tantas enfermedades crueles.
Enrique había escuchado al viejo doctor Bodin con una deferencia que jamás había tenido por ningún colega. Le consultaba sobre Jeanne con los aires de un alumno que duda de sí mismo. La verdad es que acababa por temblar ante esta niña; escapaba a su ciencia y temía matarla y perder a la madre. Transcurrió una semana. Hélène dejó de recibirle en la habitación de la enferma. Entonces, por propio impulso, herido en el corazón, enfermo, cesó en sus visitas.
Hacia finales de agosto, Jeanne pudo por fin levantarse y andar por la casa. Se reía, aliviada; en quince días no había tenido ninguna crisis. Su madre, toda para ella, siempre junto a ella, había bastado para curarla. Durante los primeros días, la niña seguía desconfiada, probaba sus besos, se inquietaba de sus movimientos, exigía que le diese la mano para dormirse y quería conservarla durante el sueño. Luego, viendo que ya no subía nadie, que ya no tenía que compartirla con nadie, había recobrado la confianza, feliz de comenzar de nuevo su buena vida de antes, ambas solas, trabajando delante de la ventana. Cada día se ponía más de color de rosa. Rosalía decía que estaba floreciendo a ojos vista.
Ciertas tardes, no obstante, al caer la noche, Hélène se abandonaba. Desde la enfermedad de su hija, se había vuelto seria, un poco pálida, con una arruga en la frente que antes no tenía. Y cuando Jeanne se daba cuenta de uno de estos movimientos de cansancio, en una de estas horas desesperadas y vacías, ella misma se sentía muy desgraciada y le pesaba en el corazón un vago remordimiento. Dulcemente, sin hablar, se colgaba de su cuello. Luego, en voz baja, decía:
—¿Eres feliz, madrecita?
Hélène sentía un estremecimiento y se apresuraba a responder:
—¡Claro que sí, querida!
La niña insistía:
—Eres feliz, feliz… ¿Seguro?
—Muy seguro… ¿Cómo quieres que no sea feliz?
Entonces Jeanne la apretaba estrechamente en sus bracitos como para recompensarla. La quería amar tan fuerte, decía, tan fuerte, que no se pudiese encontrar una madre tan feliz en todo París.