III

Todos los martes, Hélène recibía a cenar al señor Rambaud y al reverendo Jouve. Fueron ellos quienes, en los primeros tiempos de su viudez, habían forzado su puerta y puesto su cubierto en la mesa, con una franqueza amistosa, para sacarla, por lo menos una vez por semana, de la soledad en que vivía. Pronto estas cenas del martes, se habían convertido en una verdadera institución. Los invitados aparecían como quien cumple con un deber, a las siete en punto y con su habitual y tranquilo alborozo.

Aquel martes, Hélène, sentada junto a la ventana, trabajaba en una labor de costura aprovechando la última claridad del crepúsculo y esperando a sus invitados. Pasaba allí sus días en una plácida paz. A aquellas alturas no llegaban los ruidos. Le gustaba esta amplia habitación, tan tranquila, con su lujo burgués, su palisandro y su terciopelo azul. Cuando sus amigos la instalaron, sin que ella se ocupara de nada, sufrió un poco las primeras semanas por este gran lujo con que el señor Rambaud había logrado realizar su ideal de arte y comodidad, con gran admiración por parte del sacerdote, que se había negado a intervenir; pero acabó por sentirse muy satisfecha en aquel ambiente, que le parecía sólido y sencillo como su corazón. Los pesados cortinajes, los muebles sombríos y costosos, contribuían a su tranquilidad. La única diversión que se permitía durante sus largas horas de labor era la de echar una mirada al amplio horizonte del gran París, que extendía ante ella el mar agitado de sus tejados. El rincón de su soledad se abría sobre esta inmensidad.

—Ya no veo claro, mamá —dijo Jeanne, que estaba sentada junto a ella en una sillita baja.

Dejó caer su labor mirando aquel París que iba desapareciendo entre grandes sombras. Generalmente, era poco revoltosa. Su madre tenía que enfadarse para obligarla a salir; obedeciendo la severa orden del doctor Bodin, la llevaba dos horas al bosque de Boulogne todos los días. Éste era su único paseo; no habían descendido tres veces al centro de París, no más de tres veces en dieciocho meses. En ningún sitio parecía que la niña se encontrara más a gusto que en su gran habitación azul. Hélène había tenido que renunciar a que aprendiera música. Un organillo que sonara en el silencio del barrio la ponía temblorosa y con los ojos húmedos. Ayudaba a su madre a coser pañales para los pobres del reverendo Jouve.

Era ya de noche cuando Rosalía entró con una lámpara. Parecía muy sofocada; era su momento de intensa actividad en la cocina. La cena del martes era el único acontecimiento de la semana que revolvía la casa.

—¿Es que estos señores no van a venir esta noche, señora? —preguntó.

Hélène miró el reloj.

—Son las siete menos cuarto. Están por llegar.

Rosalía era un obsequio del reverendo Jouve. La había recogido en la estación de Orléans el día de su llegada, de manera que no conocía ni pizca de París. Se la había mandado un viejo condiscípulo del seminario, párroco de un pueblo de la Beauce. Era bajita y regordeta, con la cara redonda bajo su apretada cofia, con los cabellos ásperos y negros, la nariz aplastada y los labios rojos. Triunfaba con ciertos platos delicados, pues había crecido en la abadía, al lado de su madrina, el ama del señor cura.

—¡Ah!, he aquí al señor Rambaud —dijo mientras iba a abrir, antes de que él llamara.

El señor Rambaud, alto y corpulento, apareció mostrando su ancha cara de notario de provincia. A los cuarenta y cinco años, tenía ya el pelo completamente gris; pero sus grandes ojos azules conservaban la expresión sorprendida, ingenua y dulce de un niño.

—Y aquí está el señor cura. Ya estamos todos —dijo Rosalía, abriendo la puerta de nuevo.

Mientras el señor Rambaud, después de haber estrechado la mano de Hélène se sentaba sin decir nada, sonriendo como hombre que se siente en su propia casa, Jeanne se lanzó al cuello del sacerdote.

—¡Hola, amiguito! —dijo—. He estado muy malita.

—¿Muy malita, querida?

Los dos hombres se inquietaron, sobre todo el cura, un hombrecillo seco, con una cabeza muy gorda, sin gracia, vestido con abandono, cuyos ojos medio entornados se agrandaron y se llenaron de una hermosa y tierna claridad. Jeanne le abandonaba una de sus manos dando la otra al señor Rambaud. Ambos la sostenían y la cubrían con sus miradas ansiosas. Hélène tuvo que contar su crisis. El sacerdote estuvo a punto de enfadarse porque no le habían advertido. Y la agobiaron a preguntas: por lo menos, ¿la cosa había terminado?, ¿la niña no tenía ya nada? La madre sonreía.

—La quieren ustedes más que yo; acabarán por asustarme. No, la niña no ha vuelto a sentir nada; solamente algún dolor en los miembros y cierta pesadez de cabeza… Pero vamos a combatir todo esto enérgicamente.

—La cena está servida —vino a anunciar la criada.

Los muebles del comedor eran de caoba: una mesa, un aparador y ocho sillas. Rosalía corrió las cortinas de reps rojo. Colgada del techo una muy sencilla lámpara de porcelana blanca, con su cerco de cobre, iluminando los cubiertos, los platos simétricamente colocados y el humeante potaje. Cada martes, la cena daba lugar a las mismas conversaciones. Pero este día, naturalmente, se habló del doctor Deberle. El reverendo Jouve hizo de él un gran elogio, a pesar de que no era muy religioso. Le citó como hombre de carácter firme, de buen corazón, caritativo, muy buen padre y buen marido; y citó del mismo los mejores ejemplos. En cuanto a la señora Deberle, era excelente, pese a sus maneras un tanto vivarachas, debido a su singular educación parisiense. En una palabra: un matrimonio encantador. Hélène pareció alegrarse; había juzgado del mismo modo a la pareja, y lo que le decía el sacerdote la hacía continuar unas relaciones que, en principio, la asustaban un poco.

—Vive usted demasiado encerrada —dijo el reverendo Jouve.

—Sin duda —apoyó el señor Rambaud.

Hélène los miraba con su tranquila sonrisa, como para decirles que ellos le bastaban y que temía toda nueva amistad. Pero sonaron las diez y el sacerdote y su hermano cogieron los sombreros. Jeanne acababa de dormirse en una butaca de la habitación. Se inclinaron un instante bajando la cabeza con gesto satisfecho y contemplando la placidez de su sueño. Luego se fueron de puntillas y en la antecámara, bajando la voz, dijeron:

—Hasta el martes.

—Me olvidaba… —susurró el sacerdote, volviendo a subir unos peldaños—. La tía Fétu está enferma. Debería usted ir a verla.

—Mañana iré —respondió Hélène.

Al sacerdote le gustaba mandarla a visitar a sus pobres. Ambos sostenían en voz baja toda suerte de conversaciones sobre asuntos que consideraban comunes y respecto a los cuales se entendían con medias palabras, y jamás hablaban delante de la gente. Al día siguiente, Hélène salió sola. Evitaba llevar consigo a Jeanne desde que la niña había permanecido durante dos días temblorosa al regresar de una visita de caridad a casa de un anciano paralítico. Una vez en la calle siguió por la de Vineuse, tomó la calle Raynouard y se metió por el pasaje des Eaux, rara escalinata estrangulada entre los muros de los jardines vecinos, una callejuela escarpada que descendía hasta el muelle desde las alturas de Passy. Al final de esta pendiente, la tía Fétu habitaba una buhardilla en una casa destartalada que sólo iluminaba un ventanuco redondo y que llenaban un lecho miserable, una mesa coja y una silla de paja desportillada.

—¡Ah, mi buena señora, mi buena señora! —se puso a gemir en cuanto vio entrar a Hélène.

La tía Fétu estaba acostada. Rolliza pese a la miseria, como hinchada y de rostro abotargado, estiraba con las manos entumecidas el jirón de sábana que la cubría. Tenía unos ojos penetrantes, una voz llorosa, una humildad chillona que transformaba en un alud de palabras.

—¡Ay, mi buena señora! Se lo agradezco. ¡Hay que ver cómo sufro! Es como si unos perros me comiesen el costado… ¡Oh!, seguro que hay un animal en mis tripas. Vea, ahí está: usted puede verlo. A la piel no le ocurre nada, el mal está por dentro… ¡Oh! ¡Ay, ay! Hace dos días que no cesa. ¿Cómo será posible sufrir tanto, Dios mío?… ¡Ah, gracias, mi buena señora! Usted no olvida a la gente pobre. Esto le será tomado en cuenta; sí, le será tomado en cuenta…

Hélène se había sentado. Luego, viendo un puchero de tisana humeante sobre la mesa, llenó una taza que estaba al lado y lo acercó a la enferma. Cerca del puchero había un paquete de azúcar, dos naranjas y otras golosinas.

—¿Vinieron a verla? —preguntó.

—Sí, sí, una señorita. Pero ellas no lo entienden… No es nada de esto lo que me hace falta. ¡Ah!, si por lo menos tuviera un poquito de carne, la vecina me haría un caldo… ¡Ay!, ahora me muerde más fuerte. De verdad, se diría que es un perro… ¡Ah!, si tuviese un poco de caldo…

Pese a los sufrimientos que la retorcían, seguía con mirada atenta los movimientos de Hélène, que hurgaba en su bolsillo. En cuanto la vio poner encima de la mesa una moneda de diez francos, se lamentó más y mejor, haciendo esfuerzos para incorporarse, y, debatiéndose, alargó el brazo y la moneda desapareció mientras repetía:

—¡Dios mío! Es otro ataque. No, así no puedo durar… Dios se lo pagará, mi buena señora. Yo le diré que se lo pague… Vea, son como lanzadas que me atraviesan todo el cuerpo… El señor cura ya me dijo que usted vendría. No hay como usted para hacer el bien. Voy a comprar un poco de carne… Y ahora desciende hacia los muslos. Ayúdeme; no puedo más, no puedo más…

Intentaba volverse. Hélène se quitó los guantes, la cogió lo más suavemente posible y la volvió a acostar. Mientras estaba inclinada todavía, la puerta se abrió, y quedó tan sorprendida al ver entrar al doctor Deberle, que el rubor subió hasta sus mejillas. ¡También él hacía visitas de las que no hablaba!

—Es el señor médico —balbuceó la vieja—. Son ustedes todos muy buenos; que el cielo los bendiga a todos.

El doctor había saludado discretamente a Hélène. La tía Fétu, desde que había entrado el doctor, no gemía tan fuerte. Mantenía tan sólo un leve quejido silbante y continuo de chiquillo que sufre. Había adivinado que la buena señora y el doctor se conocían y no les perdía de vista, yendo de uno a otro con un callado esfuerzo que se reflejaba en las mil arrugas de su cara. El doctor le hizo algunas preguntas y le percutió el costado derecho. Luego, volviéndose hacia Hélène, que había vuelto a sentarse, murmuró:

—Son cólicos hepáticos. Estará levantada dentro de unos días.

Y, arrancando una hoja de su carnet, en la que había escrito algunas líneas, dijo a la tía Fétu:

—Tenga. Haga llevar esto a la farmacia de la calle Passy y tome usted cada dos horas una cucharada de la medicina que le darán.

Entonces, de nuevo, la vieja prorrumpió en bendiciones. Hélène permaneció sentada. El doctor pareció complacerse mirándola, hasta que sus ojos se encontraron. Luego la saludó y se retiró el primero, por discreción. No había bajado un piso aún cuando ya la tía Fétu volvió a sus gemidos.

—¡Ah, qué médico más estupendo!… Con tal de que su remedio me sirva de algo… Debí machacar cera con diente de león: esto quita el agua que hay en el cuerpo… ¡Ah, ya puede usted decir que conoce un médico bueno de verdad! ¿Hace ya mucho tiempo que le conoce?… Dios mío, tengo una sed… Tengo fuego en la sangre… Está casado, ¿verdad? Se merece una buena mujer y unos buenos hijos… En fin, me gusta que la gente buena se conozca.

Hélène se había levantado para darle de beber.

—Bueno, adiós, tía Fétu —dijo—. Hasta mañana.

—Eso es. ¡Qué buena es usted!… Si, por lo menos, tuviese un poco de ropa… Vea mi camisa: está partida por la mitad. Estoy acostada en un estercolero… Pero no importa: Dios se lo pagará todo.

Al día siguiente, cuando Hélène llegó, el doctor Deberle estaba también en casa de la tía Fétu. Sentado en la silla, redactando una receta mientras la anciana seguía hablando con su volubilidad lacrimosa.

—Ahora, señor, es como un plomo… Seguro que tengo plomo en este costado. Pesa cien libras y ya no puedo ni volverme.

Pero, en cuanto vio a Hélène, ya no paró.

—¡Ah!, es la buena señora… Ya se lo decía al querido señor: vendrá; aunque el cielo se cayese, ella vendría de todos modos… Una verdadera santa, un ángel del paraíso, guapa; tan guapa, que dan ganas de ponerse de rodillas en la calle para verla pasar… Mi buena señora, las cosas no van mejor. Ahora tengo un plomo ahí… Sí, le he contado todo lo que usted ha hecho por mí. El emperador no podría hacer más… ¡Ah!, habría que ser muy malo para no quererla, muy malo…

Mientras ella soltaba estas frases, agitando la cabeza sobre la almohada, con sus pequeños ojos medio cerrados, el doctor sonreía a Hélène, que se sentía muy turbada.

—Tía Fétu —dijo quedamente—, le he traído un poco de ropa…

—Gracias, muchas gracias; Dios se lo pagará… Es como este querido señor, que hace más bien a la gente pobre que todos los que debieran hacerlo por su profesión… Usted no sabe que me ha cuidado durante cuatro meses y me ha dado las medicinas, y caldo y vino… No se encuentran muchos ricos así, tan decentes con todo el mundo. Otro ángel de Dios… ¡Oh! ¡Ay, ay! Tengo toda una casa sobre el vientre…

Ahora era el médico quien se sentía turbado. Se levantó queriendo ceder la silla a Hélène; pero ésta, aun cuando había venido con la idea de pasar allí un cuarto de hora, rehusó diciendo:

—Gracias, señor; tengo mucha prisa.

Entre tanto, la tía Fétu, sin dejar de agitar la cabeza, había alargado el brazo, y el paquete de ropa desapareció en el fondo de la cama. Luego prosiguió:

—¡Oh!, ya puede decirse que hacen ustedes una buena pareja… Digo esto sin querer ofender, porque es verdad… Quien ha visto a uno, ha visto al otro. ¡La gente buena se comprende!… ¡Dios mío! Déme la mano para darme la vuelta… Sí, sí, se comprenden…

—Hasta la próxima, tía Fétu —dijo Hélène, que cedió el puesto al doctor—. No creo que venga mañana.

No obstante, volvió al día siguiente. La vieja estaba adormilada. En cuanto despertó y la reconoció, con su traje de luto y sentada en la silla, exclamó:

—Ha venido… De verdad, no sé lo que me hizo tomar, que estoy más tiesa que un bastón… ¡Ah!, hemos hablado de usted. Me ha preguntado un montón de cosas; que si estaba usted triste por lo general, que si pone usted siempre la misma cara… ¡Es tan buen hombre!

Hablaba más despacio; parecía esperar que en la cara de Hélène se reflejara el efecto de sus palabras, con ese aire angustiado y mimoso de los pobres que quieren complacer a todo el mundo. Sin duda creyó ver en la frente de la buena señora una arruga de desagrado, pues su gorda cara, abotargada, tensa y encendida, se apagó de súbito. Prosiguió, tartamudeando:

—Siempre estoy durmiendo. Puede que esté envenenada… Había una mujer, en la calle de l’Annonciation, a la que un farmacéutico mató dándole una droga por otra.

Aquel día, Hélène se entretuvo cerca de media hora en casa de la tía Fétu, escuchándole hablar de Normandía, donde había nacido y donde se bebía tan buena leche. Después de un silencio, preguntó con negligencia:

—¿Hace mucho tiempo que conoce usted al doctor?

La anciana, echada de espaldas, levantó a medias los párpados y los cerró de nuevo.

—¡Ah, sí, ya lo creo! —respondió a media voz—. Su padre me cuidó en el 48 y él le acompañaba.

—Me han dicho que su padre era un santo varón.

—Sí, sí… Un poco chalado… El hijo, ¿sabe usted?, es mejor todavía. Cuando te toca, parece que tenga las manos de terciopelo.

Hubo un nuevo silencio.

—Le aconsejo que haga cuanto le diga —siguió Hélène—. Es muy sabio. Fue él quien salvó a mi hija.

—Seguro —exclamó la tía Fétu animándose—. Se le puede tener confianza. Resucitó a un muchacho cuando ya se lo iban a llevar… ¡Oh!, no me impedirá usted que lo diga: no hay dos como él. Después de todo, tengo mucha suerte; siempre voy a caer entre lo mejor de la gente decente… Por esto doy gracias a Dios todas las noches. No los olvido a ninguno de los dos; ¡oh, sí!, siempre están ustedes unidos en mis oraciones… Que Dios los proteja y les conceda todo cuanto puedan desear. ¡Que les colme de sus dones! ¡Que les guarde un puesto en su paraíso!

Se había incorporado y, con las manos juntas, parecía implorar al cielo con un fervor extraordinario. Hélène la dejó seguir así largo rato, e incluso le sonreía. La charlatana humildad de la anciana acabó por mecerla y adormecerla de una manera muy dulce. Al marcharse le prometió una cofia y un vestido para el día en que se levantara.

Durante toda la semana, Hélène se dedicó a la tía Fétu. La visita que le hacía cada tarde se incorporó a sus costumbres. Sobre todo, había cogido cierta afición al pasaje des Eaux. Esta callejuela, escarpada, le gustaba por su frescor y su silencio, por su pavimento siempre limpio, que los días de lluvia lavaba un torrente que se despeñaba desde las alturas. Cuando llegaba a él, tenía desde lo alto una extraña sensación viendo cómo se hundía la pendiente abrupta del pasaje, por lo general desierto y apenas conocido de los habitantes de las calles vecinas. Luego se aventuraba, entraba por el arco que forma la casa que bordea la calle de Raynouard y descendía a pasitos cortos los siete tramos de amplios peldaños a lo largo de los cuales discurría un arroyo de guijarros que ocupaba la mitad del estrecho pasadizo. Las tapias de los jardines, a derecha e izquierda, se hinchaban comidos por una lepra gris; los árboles extendían sus ramas, llovía la hojarasca y la yedra extendía el ropaje de su tupido manto; y todo ese verde, que sólo dejaba ver retazos azules del cielo, producía una luz verdosa muy suave y discreta. A la mitad del descenso se detenía para respirar y se interesaba por el farol allí colgado, escuchando las risas en los jardines, tras las puertas que jamás había visto abiertas. A veces subía una anciana, ayudándose con la barandilla de hierro, negra y reluciente, sujeta a la muralla de la derecha; una señora se apoyaba en su sombrilla como si fuese un bastón; una panda de chiquillos bajaba a toda velocidad, pisando fuerte con los zapatos. Pero casi siempre estaba ella sola, y le resultaba encantadora esta escalera recoleta y umbrosa, semejante a un camino hundido en el bosque. Una vez abajo, levantaba los ojos. La vista de esta pendiente tan recia, por la que acababa de aventurarse, le infundía un poco de miedo.

Entraba en casa de la tía Fétu con el frescor y la paz del pasaje des Eaux en sus vestidos. Este agujero de miseria y dolor ya no la lastimaba. Se movía como en su casa, abriendo el redondo tragaluz para renovar el aire, cambiando la mesa de lugar cuando la molestaba. La desnudez de aquel desván, los muros encalados, los muebles lisiados, la devolvían a una existencia de simplicidad que a veces había soñado siendo muchacha. Pero lo que sobre todo la encantaba era la emoción enternecida en que allí vivía; su papel de enfermera, las continuas lamentaciones de la anciana; todo cuanto veía y sentía la hacía estremecerse con una inmensa compasión. Acabó esperando con verdadera impaciencia la visita del doctor Deberle. Le interrogaba sobre el estado de la tía Fétu; luego, por un momento, hablaban de otras cosas, de pie, uno junto al otro, mirándose a la cara. Cierta intimidad se establecía entre ellos. Se sorprendían descubriendo que tenían gustos iguales. A menudo se comprendían sin abrir los labios, con el corazón repleto de la misma caridad desbordante. Y nada era más dulce para Hélène que esta simpatía que se iba ligando fuera de las circunstancias ordinarias y a la que cedía sin resistencia, enternecida por la compasión. Primero el doctor le había dado miedo; en su salón hubiese mantenido la frialdad desconfiada propia de tu naturaleza; pero allí se encontraban lejos del mundo, compartiendo la única silla, casi felices por estas cosas feas y pobres que los acercaban enterneciéndoles. Al cabo de la semana se conocían como si hubiesen vivido años uno al lado del otro. El cuchitril de la tía Fétu se llenaba de luz en esta comunión de su bondad.

Entretanto la anciana se reponía muy lentamente. El médico la sorprendía y la acusaba de mimarse demasiado cuando le contaba que ahora tenía plomo en las piernas. Se quejaba constantemente, permanecía acostada de espaldas, agitando la cabeza, y cerraba los ojos como para dejarlos en libertad. Incluso un día pareció que se dormía; pero por debajo de los párpados, por un extremo de sus ojillos negros, los espiaba.

Al fin tuvo que levantarse. Al día siguiente, Hélène le trajo el vestido y la cofia que le había prometido. Cuando llegó el doctor, la vieja, de repente exclamó:

—¡Dios mío! ¡La vecina, que me encargó que cuidara de su cocido!

Salió y cerró la puerta tras ella dejándolos solos. Primero continuaron su conversación sin darse cuenta de que estaban encerrados. El doctor insistía para que Hélène bajara de vez en cuando a pasar la tarde en su jardín, en la calle Vineuse.

—Mi esposa —dijo— tiene que devolverle la visita y le repetirá mi invitación… Le sentaría muy bien a su hija.

—Si no es que me niegue, ni exijo que se me invite con grandes cumplidos —dijo ella riéndose—. Únicamente, me da miedo ser indiscreta… En fin, ya veremos.

Siguieron y, al fin, el doctor se sorprendió.

—¿Dónde demonios habrá ido? Hace un cuarto de hora que salió por el cocido.

Entonces Hélène vio que la puerta estaba cerrada. Esto no la hirió de momento. Estaba hablando de la señora Deberle, de la que hacía un gran elogio a su marido. Pero, como el doctor no dejaba de volver la cabeza hacia la puerta, acabó por sentirse turbada.

—Es muy raro que no vuelva —murmuró a su vez.

Su conversación decayó. Hélène, no sabiendo qué hacer, abrió el tragaluz, y cuando se volvió evitaron mirarse. Risas de niños entraron por el ventanuco que recortaba, muy alto, una luna azul en el cielo. Estaban completamente solos, libres de toda mirada, sin que pudieran ser vistos más que por aquel agujero redondo. Los niños callaron a lo lejos; un silencio estremecido reinó. A nadie se le ocurriría ir a buscarlos en aquel desván olvidado. Su confusión aumentaba. Entonces Hélène, descontenta de sí misma, miró fijamente al doctor.

—Estoy abrumado por las visitas —dijo éste de pronto—, y, puesto que no vuelve, me marcho.

Y se fue. Hélène se había sentado. La tía Fétu entró inmediatamente con un torrente de palabras.

—¡Ah!, no puedo ni arrastrarme; he tenido un desmayo… Entonces, ¿el buen señor se fue? Claro, aquí no hay comodidad alguna. Los dos son unos ángeles del cielo, perdiendo el tiempo con una desgraciada como yo. Pero Dios es bueno y se lo pagará… Hoy el plomo se me ha bajado a los pies. He tenido que sentarme en un peldaño… Y no me di cuenta de nada; como no hacían ustedes ningún ruido… En fin, me gustaría tener unas sillas. Si, por lo menos, tuviese una butaca… Mi colchón es muy malo. Cuando vienen ustedes, me da vergüenza… Toda la casa es de ustedes, y yo me echaría al fuego si fuese necesario. Bien lo sabe Dios, que muy a menudo se lo digo… ¡Oh, Dios mío! ¡Haced que el buen señor y la buena señora vean satisfechos todos sus deseos! En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.

Hélène, escuchándola, experimentaba una turbación singular. El rostro abotargado de la tía Fétu la inquietaba. Nunca había sentido semejante malestar en la estrecha pieza. Notaba su sórdida pobreza, sufría por la falta de aire, por toda la degradación allí encerrada. Se apresuró a alejarse, fastidiada por las bendiciones con que la tía Fétu la perseguía.

Otra tristeza la aguardaba en el pasaje des Eaux. En medio del pasaje, bajando a la derecha, se encuentra en la tapia una especie de excavación, algún pozo abandonado, cerrado con una reja. Desde hacía un par de días, al pasar, oía, viniendo del fondo de ese agujero, los maullidos de un gato. Cuando subía, los maullidos volvieron a empezar, pero tan lastimosos que hacían pensar que el gato estaba agonizando. Al pensar que el pobre animalito, tirado al viejo pozo, se estaba muriendo lentamente de hambre, se quebró de pronto el corazón de Hélène. Apretó el paso, pensando que durante largo tiempo no osaría arriesgarse a lo largo de la escalera, por miedo a oír esos maullidos de muerte.

Era precisamente martes. Por la noche, a las siete, cuando Hélène estaba terminando un pequeño justillo, sonaron los dos campanillazos habituales y Rosalía abrió la puerta diciendo:

—Hoy es el señor cura quien llega primero… ¡Ah!, aquí tenemos al señor Rambaud.

La cena fue muy alegre. Jeanne seguía mejor cada día y los dos hermanos, que la mimaban, lograron que comiese un poco de ensalada, que le gustaba mucho, pese a la prohibición formal del doctor Bodin. Luego, cuando pasaron a la habitación, la niña, atrevida, se colgó del cuello de su madre murmurando:

—Te lo ruego, madrecita: llévame mañana a casa de esa viejecita.

Pero el sacerdote y el señor Rambaud fueron los primeros en reprenderla. No se la podía llevar a casa de los pobres porque no sabía comportarse. La última vez había tenido dos desmayos, y durante tres días, incluso dormida, sus hinchados ojos lloriqueaban.

—No, no —insistía—. No lloraré: lo prometo.

Entonces, su madre la besó diciendo:

—Es inútil, querida; la viejecita ya está buena… No volveré a salir y me quedaré todo el día contigo.