7
AUNQUE Tom avisó inmediatamente a la policía, Harlan consiguió escapar.
Sin embargo, no se preocupó de llevarse a Annie «Cielo que habla» y esta fue arrestada. La joven no opuso resistencia al interrogatorio de la policía y admitió enseguida su relación con DEMON. Confesó que colaboró con los terroristas para poner la bomba en la fábrica de White River, pero juró que no sabía nada acerca del secuestro de Dianne.
La policía estaba haciendo todo lo posible por encontrar a Dianne, y también Tom investigaba por su parte. Como al día siguiente era sábado, inició temprano sus pesquisas. Después de un largo recorrido en un autobús urbano llegó al campo y se dirigió andando por un camino vecinal hasta las inmediaciones de Monarch, donde empezó sus investigaciones. Ahora se encontraba entre unos altos arbustos y el suelo temblaba bajo sus pies.
Cerca de allí un semáforo obligó a detenerse a un solitario automóvil. El temblor creció más y más y se mezcló con el rugido amenazador de un larguísimo tren de mercancías que procedía del oeste; las tres máquinas que lo arrastraban despedían espesas nubes de humo negro y el tren pasó velozmente cerca de él.
Tom se quedó mirándolo hasta que sólo fue un pequeño punto en el horizonte. Dándose cuenta de que el tiempo pasaba, sacó su cuaderno de notas para repasar la descripción de las casas que había encontrado cerca del río.
Había estado investigando sin éxito en aquellas casas, buscando algún rastro de Harlan. Recordó lo que le había dicho Annie, que se albergaba a veces en una granja junto al río, en Monarch, y lo que los secuestradores habían comentado en la furgoneta, acerca de reunirse con su jefe en un lugar junto al río. Ahora se dirigía hacia la ciudad, para ver si le encontraba allí.
El cielo estaba cubierto de negros nubarrones. De cuando en cuando se oía un trueno y brillaba algún relámpago aislado. Un fuerte viento se desató mientras Tom caminaba por el sucio camino; a ambos lados se extendían, por la pradera, inmensos sembrados de color pardo; frente a él se alzaba el esbelto campanario de una iglesia, que sobresalía por encima de las casas de Monarch.
Se veía un coche destartalado junto a una casa que, evidentemente, necesitaba ser pintada. La siguiente casa junto a la que pasó Tom era del mismo estilo que la primera, al igual que la tercera. Se adivinaba así por qué creía el señor Dorchester que su fábrica de agua pesada beneficiaría la economía del pueblo. Quizá le sorprendiera comprobar que a los vecinos les interesaba más su seguridad que el trabajo.
Una fila de pequeñas tiendas de madera se alineaba a lo largo de la calle principal. La más cercana exhibía una bandera descolorida, desgarrada por el viento, en la que se leía: Tienda de Comestibles. Tom abrió la puerta y entró en ella.
—¿Quiere algo?
Una chica estaba sentada detrás del mostrador, leyendo una novela. Tom cruzó el suelo crujiente y se apoyó displicente en el mostrador.
—¿Tiene chicle?
—Cójalo usted mismo —la chica señaló hacia un gran tarro de cristal—. ¿Alguna cosa más?
—Sí, sólo una información —Tom pagó el chicle—. Estoy buscando a un hombre de pelo castaño con un mechón blanco. ¿Lo ha visto usted por el pueblo?
—No.
Tom bajó la voz.
—Puede ser importante.
—¡Y a mí qué me importa!
La chica se puso de nuevo a leer. Desconcertado por su rudeza, Tom salió dando un suave portazo y continuó su camino.
Un hombre vestido de vaquero estaba sentado en una silla junto a una tienda de ropa para hombre; la silla estaba apoyada contra la pared y el hombre parecía dormir bajo su sombrero marrón de alas anchas. Aunque su boca y su cara no se parecían a las de Harlan, Tom observó atentamente su rostro antes de continuar su camino.
El cielo retumbó y una gruesa gota de agua cayó en el polvo de la calle. Al caer otra sobre la camisa de Tom, dejando una marca, apresuró el paso hacia un edificio que tenía un letrero en el que se leía: Salón de Juegos de Bob, y entró.
Tom permaneció un instante en la puerta viendo cómo caía el agua de las nubes negras y luego se volvió y observó el interior del salón. Unas cuantas personas estaban sentadas junto al mostrador, bebiendo café y charlando con una camarera; en el otro extremo del salón había unas máquinas electrónicas, mientras que el resto, en penumbra, estaba lleno de mesas de juego.
—¿Quieres algo, chico?
Tom sonrió a la camarera y negó con la cabeza. Cruzó un tramo del salón y se acercó para observar a un chico pecoso que trataba de conseguir una partida gratis en una máquina Grand-Prix. Una bola de acero inoxidable rebotaba alocadamente contra unos obstáculos de goma y el chico sonreía con satisfacción, mientras un fuerte bong, bong, bong y resplandecientes luces de colores indicaban su puntuación; sólo alcanzó 46.000 puntos.
—¡Mala suerte! —dijo Tom, mientras el chico daba una patada a la máquina—. ¿Quieres un chicle?
—Sí, claro.
Esperó a que hiciera estallar un par de globos y luego le preguntó sobre Harlan. El chico se quedó pensativo cuando escuchó la descripción del hombre y Tom pensó que podría sacarle algo.
—¿Quieres que te invite a una partida?
—Claro.
La máquina se tragó la moneda de Tom y el chico volvió a jugar. Hubo un inesperado crujido al chocar la bola contra el cristal, pero el chico no parecía contento y se enfadó cuando perdió de vista la última bola.
—¡Me voy de aquí! —dijo.
—Espera un momento. Tienes que ayudarme. El tipo al que busco puede estar planeando hacer estallar hoy una bomba en la fábrica de agua pesada.
—Estás bromeando —el chico se quedó mirando a Tom con los ojos muy abiertos—. ¿Se lo has dicho a la policía?
—Claro que sí, pero ese tipo ha desaparecido. ¿Estás seguro de no haberle visto?
El chico frunció la frente mientras pensaba, pero acabó negando con la cabeza.
—No puedo recordarlo. Dime, ¿qué pasará con el primer ministro Jaskiw y su mujer? ¿Saltarán por los aires?
—No creo. He oído en la radio que vendrán desde Winnipeg en un helicóptero que tomará tierra dentro del recinto de la planta. Nadie podrá evitar el sistema de seguridad e introducir una bomba dentro de la fábrica, pero Harlan habrá pensado colocarla por allí cerca.
—Me voy. A lo mejor puedo ver algo.
El chico se marchó del salón de juegos. Lamentando haber desperdiciado su dinero, Tom dirigió su mirada a la gente que estaba en el mostrador, dudando a quién interrogar acerca de Harlan. En ese momento entró en el salón una racha de viento, al abrir la puerta un hombre alto.
Tom dio un brinco al reconocer al señor Stones.
El profesor se quedó junto a la puerta, parpadeando para adaptar la vista a la oscuridad interior, y luego se acercó al mostrador y se sentó. Con el corazón latiéndole con fuerza, Tom buscó un sitio por donde escapar, pero la única salida era la puerta.
Procurando no ser visto, se dirigió hacia ella con cuidado. Casi estaba a salvo, cuando la camarera se dirigió a él.
—¡Eh, chico! ¡Que te olvidas tu bolsa!
Tom vio una bolsa de papel sobre una de las máquinas y negó con la cabeza.
—No es mía —dijo.
El señor Stones se volvió en su taburete.
—¡Tom Austen! Ya me parecía que era tu voz.
Tom procuró sonreír, lamentando no haber podido escapar. Ahora le regañaría por haberse marchado de la Cámara Legislativa.
—Parece usted un detective, señor.
—Ven aquí —dijo, haciendo una señal con la mano.
Lentamente y con cara de circunstancias, Tom se acercó al mostrador y elevó la vista hasta los oscuros rasgos del rostro del profesor.
—Mire, señor. Créame que ayer quise volver para reunirme con el grupo. Pero estuve siguiendo a un tipo hasta uno de los escondites de DEMON. Luego, me persiguió por el bosque, me disparó y tuve que tirarme al río para salvarme.
El señor Stones movió la cabeza.
—¿Esperas que me crea esa historia?
—Es verdad, señor Stones. Pregúnteselo a la policía.
El profesor observó la cara de Tom y señaló hacia un taburete.
—Siéntate y te invitaré a un batido. Si tu historia es cierta, no pasará nada; pero si es falsa, te vas a tener que quedar durante mucho tiempo en la escuela, después de las clases.
Sintiéndose mejor, Tom se sentó frente al mostrador y examinó una colección de antiguas botellas de gaseosa, mientras el señor Stones encargaba los batidos. A continuación, el profesor se volvió a Tom y le miró fijamente a la cara.
—Dime la verdad. Tom. ¿Es cierto que descubriste un local de DEMON?
Tom asintió.
—Lo llevaba una mujer llamada Annie «Cielo que habla», y se utilizaba como lugar de reunión de los dos jefes de DEMON, Lee y Harlan.
El señor Stones le miró sorprendido.
—¿Has dicho Lee?
—Sí, señor. ¿Le dice algo?
El señor Stones tragó saliva varias veces. Comenzó a hablar, se detuvo y dio las gracias a la camarera que se acercaba con los batidos.
—Gracias, señorita. Tienen un aspecto tentador.
Ansioso por seguir preguntándole, Tom aguardó impacientemente a que el señor Stones sacara el dinero de su bolsillo. Por primera vez se fijó en que el señor Stones llevaba botas de cuero, vaqueros y una camisa de cuadros; a excepción de la insignia con la frase Bombas de neutrones, no, que llevaba siempre, su vestimenta era siempre flamante, por lo que la de hoy resultaba chocante. Sintiéndose un poco avergonzado por su profesor, Tom se volvió para mirar una antigua botella, de grueso vidrio de color marrón.
Después de pagar a la camarera, el señor Stones siguió preguntando.
—Me resulta difícil creer tu historia, Tom. ¿Por qué no ha salido en los periódicos?
—La policía prefiere guardar silencio. Esperan atrapar hoy a Lee y a Harlan.
Los ojos del señor Stones se abrieron.
—¿De verdad? ¿Qué planes tienen?
—No lo sé, señor. Tienen la descripción que yo les di de Harlan, así que probablemente lo estarán buscando a la entrada de la fábrica.
—¿Qué sabe la policía de Lee?
—Nada en absoluto.
—¿Estás seguro?
—Sí, señor.
Evidentemente, al profesor le preocupaba algo. Se pasó una mano por su fino cabello castaño y a continuación hizo chasquear sus nudillos, uno a uno, mientras miraba por la ventana con expresión preocupada.
Tom empezó a sospechar que estuviera relacionado de alguna forma con Lee.
—¿Sabe usted algo de Lee, señor?
El señor Stones no parecía escuchar. Miró a Tom sin verle, cogió su batido y lo bebió de un trago. Después de secarse la boca, se bajó del taburete y se dirigió hacia la puerta.
—¡Eh, señor Stones! ¡Espéreme!
Tom cogió su batido e intentó bebérselo, pero el profesor estaba ya fuera y se le veía cruzar apresuradamente la calle. Tom salió corriendo y sintió en su cara las últimas gotas de la tormenta que se alejaba.
El señor Stones estaba poniendo en marcha su coche, y al ver que Tom corría por la calle haciéndole señas, bajó la ventanilla.
—¿Qué pasa, Tom?
—¿Dónde va usted?
—De vuelta a Winnipeg.
—¿Por qué?
El profesor se rio forzadamente.
—No paras de hacer preguntas, Tom, pero no dispongo de tiempo para contestarte. Tengo algo más importante que hacer.
Convencido de que el señor Stones tenía algo que ver con Lee, y seguro de que era una pista mejor que andar por ahí en busca de Harlan, Tom se dirigió a la puerta e hizo señas al señor Stones para que le abriera.
—Gracias —dijo subiéndose—. Me viene muy bien que me lleve de regreso a Winnipeg.
El profesor metió una marcha y comprobó con cuidado el tráfico antes de arrancar. Sus manos se aferraban al volante con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos. Tom se preguntó por qué estaría tan tenso.
—¿Le pone nervioso conducir, señor?
El profesor asintió y pisó el freno al tiempo que un caballo salía galopando de una calle lateral; la chica que lo montaba hizo un gesto de agradecimiento al señor Stones y desapareció.
—¿Has visto? —exclamó, temblándole las manos—. En Winnipeg la gente no monta a caballo por la calle principal. En esta ciudad están locos.
Tom sonrió.
—Por cierto, señor, ¿cómo es que está usted hoy en Monarch?
El profesor miró a Tom y luego volvió a mirar la calle.
—Preguntas demasiadas cosas, Tom.
—Lo siento —dijo Tom, ruborizado.
Poco después salieron de Monarch y sólo divisaban extensos campos y el cielo. Un pájaro blanco se elevó en el aire, giró hacia un lado y regresó planeando con las alas extendidas; no había ningún otro signo de vida.
El señor Stones aclaró la garganta.
—Por cierto, Tom, ¿qué estabas haciendo tú en Monarch?
Tom permaneció en silencio un momento. Miró las paredes de un viejo cobertizo ennegrecidas por el tiempo, dudando lo que debería contestar al señor Stones. Al fin decidió facilitarle alguna información y observar su reacción.
—Estaba merodeando por el pueblo porque Annie me dijo que quizá encontrara a Harlan en Monarch. Esta mañana pregunté en varias granjas cercanas al río.
—¿Conseguiste enterarte de algo?
—No —dijo Tom—, pero me pasó una cosa rara. Me pareció ver a la señorita Ashmeade.
El señor Stones frunció el ceño.
—¿Qué?
—Yo subía por el sendero de una casa y estoy seguro de haber visto a la señorita Ashmeade en una ventana del piso superior. Luego, desapareció, y aunque llamé a la puerta no contestó nadie.
—¿Qué pasó entonces?
—Pues nada, que me marché. Probablemente se trataba de otra mujer, y no querría que la molestaran; pero se parecía a la señorita Ashmeade.
El señor Stones pareció aferrarse con más fuerza al volante. Estuvo callado durante unos minutos y luego aproximó el coche a un lado y se detuvo.
—¿Dónde está esa casa? —preguntó con una voz que era casi un susurro.
—Junto al río —contestó Tom, asustado del súbito cambio que se había operado en su profesor—. ¿Por qué? ¿Pasa algo malo?
—Tom, deja de hacer preguntas y llévame a esa casa.
Tom dudó un instante si estaría seguro junto al señor Stones. Se había apoderado del profesor una emoción intensa, que hacía que se notaran aún más las arrugas que tenía alrededor de los ojos, lo que le daba un aspecto alarmante, pero Tom pensó que aquello significaba que estaba a punto de descubrir algo importante.
—Siga aquel camino —dijo señalándoselo—. Cuando lleguemos al río, tuerza a la derecha.
El profesor condujo en silencio, concentrándose en permanecer en el centro de aquel estrecho y enfangado camino, mientras sus labios se movían en silencio. Tom deseaba saber por qué había ido a Monarch y qué era lo que le había disgustado tanto; pero, por ahora, el coche precisaba toda la atención del señor Stones.
Ante ellos surgió la silueta de la fábrica de agua pesada. Gotas de sudor aparecieron en la frente del señor Stones cuando vio que el camino estaba atestado por los que habían estacionado sus coches y se dirigían hacia la fábrica con pancartas y distintivos. Tom echó una rápida mirada a los manifestantes y a los guardias de seguridad que había fuera de la fábrica, y luego volvió a mirar a la carretera.
El señor Stones consiguió pasar entre la gente, y un minuto después Tom indicó un camino lateral.
—Gire ahí, señor. Es aquella casa que hay en dirección al río.
El coche giró, y empezó a saltar arriba y abajo al entrar en un camino lleno de baches que conducía hasta la casa. Llegaron a un lugar tranquilo donde nada se movía excepto la hierba muy crecida, que se agitaba con el viento. Una contraventana golpeaba contra el muro de la casa y, a lo lejos, se oyó el silbido de un tren.
Tom sintió un escalofrío al ver a su alrededor aquellos campos vacíos.
—¡Qué solitario está esto, señor Stones!
El señor Stones no contestó. Observó las ventanas negruzcas y las paredes de madera de la casa, y a continuación subió los escalones que llevaban al porche. Trató de mirar dentro de la casa y luego llamó a la puerta.
—Eso hice yo —dijo Tom—. Ya verá cómo no contestan.
El señor Stones no hizo caso a Tom y llamó de nuevo. El viento azotó con furia la casa, obligando a encorvarse al profesor y golpeando las contraventanas contra la pared. Cuando pasó la racha de viento, el señor Stones cerró un puño y aporreó la puerta.
—¡Sé que la señorita Ashmeade está ahí dentro! —gritó—. ¡Abran la puerta o llamaré a la policía!
Silencio. Tom temblaba. ¿Qué sucedería?
El señor Stones golpeó de nuevo la puerta y luego intentó accionar el pomo. Moviendo la cabeza, bajó los escalones para reunirse con Tom. Estaba a punto de decir algo, cuando se abrió la puerta y apareció la señorita Ashmeade en el porche.
—¡Hola, John!
El señor Stones se volvió sorprendido y contento. Enseguida frunció el ceño y dio unos pasos hacia la señorita Ashmeade.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Lo siento. Perdóneme.
Aunque la señorita Ashmeade sonreía, sus facciones estaban crispadas. Tom intentó ver algo en la penumbra que había más allá de la puerta, pero no distinguió nada. Sintió escalofríos, dándose cuenta de que algo grave sucedía.
—Tengo que hablar con usted —dijo el señor Stones.
—No puedo ahora, John. Lo veré el lunes en la escuela.
—Ya será tarde.
El señor Stones subió los escalones y el tamaño de su cuerpo impidió a Tom ver a la señorita Ashmeade. Tras una breve charla entraron en la casa.
Tom los siguió rápidamente. Atravesaron el vestíbulo y pasaron a una habitación en la que había unos sillones y un sofá. Una ventana daba al porche; por otra se veía el campo y, a lo lejos, la fábrica de agua pesada.
Mientras la señorita Ashmeade cerraba la puerta, Tom notó una especie de zumbido procedente del techo. Alzó la vista y vio una tira de papel marrón desenrollada en forma de espiral, en la que unas moscas luchaban desesperadamente por escapar de su pegajosa prisión.
—¿Aquí pasa usted los fines de semana, señorita Ashmeade?
En lugar de contestar, miró al señor Stones con ojos preocupados. Tom cogió una novela de una mesa y vio el marcador del libro con las iniciales L. A.; luego la dejó de nuevo sobre la mesa.
El señor Stones se aclaró la garganta y se pasó una mano por el pelo.
—Tengo que aclarar unas cuantas cosas —dijo a la señorita Ashmeade—. La primera de todas, por qué me dio un plantón esta mañana.
—Lo siento. No pude evitarlo.
—Pero lo habíamos planeado con todo detalle. Por lo menos, debería haberme avisado.
La señorita Ashmeade se dirigió a la ventana y se quedó mirando fuera.
—Quiero que se marchen los dos ahora mismo. Cojan el coche y váyanse.
—Pero…
—¡Haga lo que le digo, John!
—¡No, no lo haré! —el señor Stones se dirigió al sofá y se sentó—. No me marcharé de esta casa hasta que me explique todo. ¿Está claro, señorita Ashmeade?
A pesar de la tensión, Tom sonrió ante la forma en que su profesor se dirigía a la señorita Ashmeade, llamándola por su apellido. Se preguntaba la razón de ello, porque lo lógico era que, en privado, la llamara por su nombre de pila. Las iniciales L. A. en el marcador del libro eran una pista, y Tom se quedó mirando abstraído la alfombra, mientras pensaba en ello.
¿Luisa? ¿Lucy? ¿Laura…? ¿Lee? Un escalofrío le recorrió el cuerpo, y durante un momento no pudo apartar los ojos de la alfombra. Luego, la señorita Ashmeade se dio la vuelta y la belleza de su rostro disipó sus sospechas. No era posible que una joven tan atractiva pudiera estar relacionada con DEMON.
—De acuerdo, John —dijo—. Voy a explicarle por qué no acudí a la cita esta mañana. En el último momento recibí un aviso de que mi madre estaba muy enferma y tuve que salir deprisa para reunirme con ella.
—¿Está su madre en esta casa?
—Sí, está arriba. Por cierto, Tom, esta mañana no contesté cuando llamaste porque no podía separarme de su lado.
Tom asintió, aunque le había vuelto a invadir un frío helado. Recordó que, justamente el día anterior, la señorita Ashmeade había dicho que sus padres estaban en California.
—Bien —dijo el señor Stones—. Eso explica la causa de no acudir a la cita. Pero tengo que hablar de otro tema mucho más serio.
¿Pertenecería el señor Stones a DEMON? Tratando de recuperar la calma, Tom miró hacia la distante fábrica de agua pesada; si pudiera llegar hasta allí, los guardias de seguridad le protegerían.
—Perdone, señor Stones —dijo—. No me encuentro bien. ¿Le importa que me siente en su coche?
El profesor frunció el ceño.
—Tienes muy mal aspecto. ¿Qué te pasa?
—Nada —las manos de Tom comenzaron a temblar—. Sólo quiero salir de aquí.
La señorita Ashmeade miró atentamente a Tom y se acercó.
—Es mejor que permanezcas aquí.
—¡No! ¡No me toque!
Tom salió corriendo desesperadamente hacia la puerta. La señorita Ashmeade gritó y salió tras él; Tom abrió la puerta y abandonó la habitación. En el vestíbulo estaba Harlan con una pistola en la mano.
—¿Vas a algún sitio, chico? —preguntó sonriendo.