3
AL DÍA siguiente, al terminar la escuela, Tom se dirigió hacia el río con su compañero de clase, Dietmar Oban. Resguardados tras un bote de remos volcado, observaron una fila de barcazas, transformadas en viviendas, que se extendían a lo largo de la orilla.
—¡Agáchate! —murmuró Tom—. Si nos ven, los terroristas nos abatirán con sus metralletas.
Dietmar se rio entre dientes.
—Tú y tus absurdas teorías, Austen. Has leído demasiadas novelas policíacas.
En la furgoneta, los secuestradores dijeron que se encontrarían con su jefe «en el refugio del río».
—¿Y qué? Eso puede estar en cualquier parte.
Tom movió la cabeza.
—Esas barcazas constituyen un escondrijo perfecto y DEMON podría fácilmente tener prisionera a Dianne en una de ellas.
—¿Cómo sabes que es DEMON el que ha secuestrado a Dianne? Puede haber sido cualquier otro.
—Sí, pero DEMON había mandado una carta al señor Dorchester, amenazándole con raptar a Dianne. Estoy seguro de que han sido ellos. Me apuesto lo que sea.
Dietmar se rio.
—¿Les has explicado a los policías tu brillante teoría?
—Intenté exponerles mis ideas, pero ni siquiera me escucharon. Estaban furiosos conmigo por haber hecho sonar la alarma, porque creen que la confusión facilitó el trabajo a los secuestradores.
—Apuesto a que tu padre estará enfadadísimo. ¡Imagínate! ¡Ocupar un cargo importante en la policía y tener un hijo como tú!
Sin querer manifestar lo culpable que se sentía, Tom miró con desprecio a Dietmar.
—¡Cuidado con lo que dices! De todas formas, mi padre está fuera, dando un curso en una academia de policías, en el Este. Esperemos que Dianne esté a salvo antes de que vuelva, porque, si no, me arrancará el cuero cabelludo.
—No creo que la policía tarde mucho en encontrarla. Oí en la radio que habían descubierto huellas digitales muy claras en la furgoneta de los secuestradores.
—¡Eh! —dijo Tom—. ¿Ves aquello?
—¿Qué?
—Mira la ventana de aquella barcaza. Hay un póster que dice: Muera Dorchester.
—¿Y qué?
—Pues que el padre de Dianne es el dueño de las Industrias Dorchester. Es la persona a la que han amenazado los terroristas de DEMON, así que aquella barcaza podría ser su escondrijo.
—Tu cerebro no funciona, Austen.
—Tengo un plan.
—¿Qué se le ha ocurrido ahora al inteligente muchacho?
—¿Ves ese cubo de basura en la puerta trasera de la barcaza? Leí en un manual de policía que se pueden encontrar pistas valiosas rebuscando en la basura.
Dietmar se echó a reír.
—¿Quieres basura? Pues empieza con tus teorías.
—¡Manos a la obra!
Tom observó detenidamente la barcaza y luego se encaminó hacia ella. Cogió el cubo de la basura y vertió su contenido en el suelo.
—Qué mezcla más variada —dijo, examinando latas vacías de garbanzos, sémola, higos secos—. Sólo hay alimentos extraños, excepto este tubo de tinte rojo para el pelo. Aquí hay algo raro, ¿no te parece?
Dietmar no contestó.
—Estoy seguro de que esto tiene algo que ver con DEMON —dijo Tom, mientras esparcía las latas por el suelo—. ¿Tú qué crees?
Tom se volvió enfadado al no obtener de nuevo ninguna respuesta. Dietmar miraba a un hombre que estaba de pie en el porche de la barcaza, con las manos en la cadera.
—¿Qué estás haciendo, jovencito?
—¡Ah! —dijo Tom, enrojeciendo—. Yo… bueno…
—Recoge eso.
—Sí, señor —Tom cogió algunas de las latas y miró a Dietmar—. Vamos, échame una mano.
Dietmar movió la cabeza.
—Tú eres el gran detective. Tú has sacado todo eso, así que recógelo tú.
El hombre del porche miró sorprendido.
—¿Un detective?
Dietmar asintió.
—Cree que esta barcaza es un…
—¡Cierra el pico, Dietmar!
—¿Un qué? —preguntó el hombre.
Dietmar iba a responder, pero se quedó callado ante el gesto amenazador de Tom. El hombre observó sus rostros, pero no dijo nada hasta que Tom terminó de recoger la basura.
—Me llamo Kaufman. Entrad.
Tom se limpió cuidadosamente sus dedos pringosos en los vaqueros, mientras miraba al señor Kaufman. Su pelo grisáceo resultaba demasiado largo para su edad; unas llamativas gafas no conseguían que pareciera más joven, y su camisa sólo podía llevarla un muchacho. Era evidente que tenía algo sospechoso, y Tom decidió seguir indagando.
—De acuerdo —dijo Tom, asintiendo secamente—. Entraremos, pero sólo un minuto.
—Bien, bien.
Resultaba evidente que a Dietmar no le gustaba la idea, y casi se cayó al tropezar con un escalón; Tom lo sujetó fuertemente por el brazo mientras subían la escalerilla de acceso al porche.
En la puerta llegó hasta ellos un olor fuerte, que hizo toser a Tom.
—¿Qué es eso?
—Estoy preparando sopa de flor de vainilla para cenar. ¿Queréis acompañarme?
Tom movió la cabeza, extrañado del lugar donde estaban. Por todas partes había plantas, cuyos zarcillos trepaban por las paredes y bordeaban un ventanal que daba al río. Había algunos letreros como: No fumar o Me gustan las ballenas, y una estantería repleta de guías de todo el mundo y de libros de cocina sobre alimentos naturales.
No se veía el póster que decía: Muera Dorchester, pero quizá se ocultaba detrás de una puerta cerrada que había en la pared opuesta a ellos. Decidido a averiguar lo que se escondía tras la puerta, Tom se dirigió hacia ella con aire inocente.
—¿Tenéis hambre, chicos? —preguntó el señor Kaufman.
Tom asintió, tratando de ganar tiempo para llegar hasta la puerta.
—Sí, claro. Tomaremos algo.
—¿Qué os parece un bollo de germen de trigo?
Nunca habían oído semejante nombre de comida, pero Tom no quería levantar sospechas.
—¡Estupendo!
—Yo no —dijo Dietmar—. Prefiero un trozo de tarta o un poco de chocolate.
—No tengo —el señor Kaufman se dirigió a la cocina—. Prueba un poco de requesón de soja.
Dietmar pareció ponerse enfermo. Se volvió a Tom y murmuró un desesperado «vámonos», pero no obtuvo respuesta: Tom estaba demasiado ocupado con el pomo de la puerta.
Estaba cerrada con llave.
Giró el pomo y se volvió con cara inocente en el momento en que el señor Kaufman regresaba con una bandeja de comida.
—He encontrado un poco de pastel de zanahorias. Os gustará.
Puso la bandeja en el suelo y se sentó a continuación en un cojín grande, cruzando las piernas. No había ninguna silla en la habitación, así que Tom y Dietmar no tuvieron más remedio que sentarse en otros cojines.
—Aquí tienes tu bollo de germen de trigo.
Con gran sorpresa, Tom lo encontró sabroso.
—No está mal para ser de gérmenes.
El señor Kaufman sonrió.
—El germen del trigo es la parte nutritiva del grano.
Tom quiso probar el pastel de zanahorias, pero ya había desaparecido por la garganta de Dietmar. La comida era sorprendentemente buena.
Cogió otro bollo y miró directamente al señor Kaufman.
—¿Qué piensa usted de las Industrias Dorchester?
Después de un breve silencio, aquel hombre se encogió de hombros.
—No tengo ninguna opinión respecto a ellas.
—¿No está usted en contra de las Industrias Dorchester?
—No estoy a favor ni en contra. Me gustaría que sus fábricas no contaminaran el medio ambiente, pero ¿qué puedo hacer yo?
—Podría unirse a DEMON.
Una sonrisa.
—¡Ya veo! Sospechas que yo tengo algo que ver con esos terroristas. ¿Por qué?
Después de un molesto silencio, habló Tom.
—He visto su póster sobre las Industrias Dorchester.
—Ese póster pertenece a mi huésped, Red Smith. Vive en esa habitación cuya puerta está cerrada —el señor Kaufman sonrió—. Ya sabes, la puerta que intentabas abrir.
El sonrojo de Tom aumentó.
—Lo siento.
—No te preocupes por ello —dijo el señor Kaufman riéndose.
Tom cogió un poco de requesón de soja para ocultar su apuro y digerir aquella última información. ¿Quién sería aquel Red Smith? Su nombre sonaba falso, pero podía ser una pista valiosa.
—¿Qué hace Red Smith?
—Ha empezado a trabajar en el zoológico, como cuidador de tigres.
A pesar de sus sospechas, Tom se sintió impresionado.
—¡Me encantaría conocer a un cuidador de tigres! ¿Cuándo vuelve a casa?
—Hace aproximadamente treinta segundos que regresó.
Tom frunció las cejas.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que Red Smith está justamente detrás de ti.
Desconcertado, Tom se dio la vuelta; detrás de él estaba un hombre joven de ojos brillantes, espeso bigote rojo y pelo llameante.
—¿Quiénes son estos chicos? —preguntó.
—Son amigos míos. ¿Quieres tomar algo con nosotros?
Después de dudar un momento, dijo:
—De acuerdo.
Red Smith se dejó caer en un cojín y cogió un bollo. Se lo comió rápidamente, ignorando a Tom y Dietmar, y luego sacó un periódico enrollado, del bolsillo lateral de su vaquero.
—DEMON ha reivindicado el secuestro de Dianne Dorchester.
—Todo el mundo lo suponía —dijo el señor Kaufman.
—Claro, pero el caso es que Dorchester ha ofrecido un rescate fabuloso y DEMON lo ha despreciado. Se niegan a ponerla en libertad.
—¿Por qué?
—Quizá porque Dorchester trataría de engañarlos. Probablemente intentaría pagar el rescate con dinero del Monopoly.
Tom se movió inquieto en su cojín. Quería salir en defensa del señor Dorchester, pero se sentía atemorizado por aquel tipo.
—No sé —dijo finalmente.
Red Smith dirigió su mirada a Tom.
—¿No sabes qué?
—Que el señor Dorchester intentara engañar a DEMON. Yo creo que lo que quiere es recuperar a Dianne.
Red Smith dio un bufido.
—Ya engañó a la gente de White River.
—¿Cómo?
—Cuando estableció allí las Industrias Dorchester, dijo a la gente que les daría trabajo. Se lo dio a algunos, pero la mayoría de ellos enfermaron con el mal de Minamata.
—¿Qué enfermedad es esa?
—Es demasiado desagradable para hablar de ella.
—¿Y por eso puso DEMON una bomba en la fábrica?
Pero Red parecía no querer añadir nada más y de nuevo dirigió su atención al periódico. La habitación permaneció en silencio mientras leía. Un momento después levantó la vista.
—Aquí dice que DEMON intenta doblegar a Dorchester. Apuesto a que no lo conseguirá antes del sábado.
Tom quiso hacerle una nueva pregunta, pero no se atrevió, a causa del comportamiento poco amistoso de Red. Afortunadamente habló el señor Kaufman.
—¿Por qué el sábado?
—La inauguración oficial de la nueva fábrica de agua pesada está prevista para ese día. Muchos están en contra, por lo que, si DEMON impide su inauguración, puede conseguir un gran apoyo popular.
Red observó una gran foto de Dianne en la primera página del periódico.
—Verdaderamente no hay derecho a que secuestren a una joven. Creo, sin embargo, que Dianne lo soportará bien. Es una chica fuerte.
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Tom.
Esos ojos azules de Red se clavaron en Tom.
—Haces muchas preguntas, muchacho.
Tom se encogió de hombros, fingiendo indiferencia.
—Soy curioso por naturaleza.
—Pero la curiosidad puede ser peligrosa. Así que ten cuidado.
Tom tembló. Miró a Dietmar, esperando ver una sonrisa, pero también su rostro traslucía temor. Las cosas se iban complicando y quizá sería oportuno que se marcharan antes de que sucediera algo grave.
—Gracias por la comida —dijo Tom levantándose.
Dietmar se puso en pie de un brinco.
—Sí, gracias.
Los dos se dirigieron apresuradamente hacia la puerta y luego bajaron los escalones del porche. Tom respiró profundamente y sacó su cuaderno de notas.
—¡Tengo a mi «hombre», Oban!
Dietmar miró inquieto hacia la barcaza.
—Te pueden oír —dijo en voz baja—. Vámonos de aquí.
Tom asintió. Tomó unas notas sobre la aversión que Red Smith sentía hacia el señor Dorchester y su aparente conocimiento de las actividades de DEMON. Satisfecho, dio un golpe al cuaderno antes de guardárselo.
—Mañana voy a seguir a Red Smith. Conseguiré que diga la verdad o no me llamo Tom Austen.
—¿Estás loco? Mantente alejado de ese tipo.
Tom dio una patada a una piedra y la siguió con la vista hasta que se hundió en el río.
—Tengo un plan perfecto. ¿Recuerdas que Kaufman dijo que Red trabajaba en el zoológico?
—Claro. Es el cuidador de los tigres.
—Bien. Hoy hablé con el señor Stones en clase y prometió ayudarme en un trabajo que tengo que hacer sobre los reptiles. Hemos quedado en visitar alguna vez el jardín tropical del zoológico, así que le propondré que vayamos mañana después de clase.
¿Y allí aprovecharás para acercarte a la jaula de los tigres?
Lo has adivinado. Le haré algunas preguntas intencionadas hasta que cometa cualquier error que nos dé alguna pista sobre Dianne. Después la policía descubrirá al resto de los terroristas de DEMON.
Dietmar movió la cabeza.
—Te estás metiendo en un buen lío, Austen. Red Smith es un hombre peligroso.
—Bastante peligroso —dijo Tom, aparentando valor—. Mañana, a estas horas, habré conseguido lo que quiero.
—No lo niego —dijo Dietmar—, pero también es posible que mañana, a estas horas, estés sirviendo de alimento a los tigres.