4

DOS SERPIENTES pitón dormitaban en las ramas de un árbol seco.

Tom miraba fascinado los anillos y pliegues de sus largos cuerpos. Cuando una de ellas bostezó, abriendo increíblemente sus mandíbulas y mostrando el interior rosado, dio un paso atrás, asustado.

—No me gustaría encontrarme ese bicho en una calle oscura.

El señor Stones sonrió.

—Sería un buen refuerzo para el equipo de lucha del colegio.

Tom levantó la vista para mirar a aquel hombre alto y delgado.

—Creo que ya tengo material suficiente para mi trabajo. Gracias por traerme al zoo, señor.

—Está bien, Tom. Y procura no preocuparte más por el secuestro de Dianne —el señor Stones miró en dirección a una mujer joven que observaba otra jaula—. He disfrutado enormemente esta tarde.

Tom trató de ocultar una sonrisa. No era ningún secreto la inclinación que sentía el señor Stones por su colega, la señorita Ashmeade, a la que no había dudado en invitar a la excursión al Parque Assiniboine.

Estando su profesor tan distraído, Tom esperaba no tener problemas para acercarse hasta la jaula de los tigres y ver a Red Smith.

—¿No va a tomar un café con la señorita Ashmeade, señor?

—Buena idea, Tom.

El señor Stones tragó saliva con dificultad y rebuscó unas monedas en el bolsillo mientras miraba a la señorita Ashmeade. Por fin, después de frotar cuidadosamente la insignia que siempre llevaba, con la frase: Bombas de neutrones, no, se enderezó y se dirigió hacia la señorita Ashmeade. Hablaron tranquilamente durante un rato largo y, luego, ella sonrió y tomó la mano del señor Stones.

Tom enarcó las cejas. Aquello era una novedad que tenía que comunicar inmediatamente a sus compañeros de clase: muchos de ellos estaban convencidos de que el señor Stones no tendría éxito con la señorita Ashmeade; sin embargo, había que reconocer que estaba progresando.

—Ven, Tom —le llamó el señor Stones con una amplia sonrisa—. Te invito a un batido.

Esperando una ocasión para escabullirse, Tom siguió a sus profesores a través de los jardines tropicales. A ambos lados del camino crecía un espeso follaje; pequeños y tranquilos estanques reflejaban los variados colores de las plantas, mientras los pájaros revoloteaban por encima de sus cabezas para posarse en las ramas de árboles exóticos; era un bello espectáculo, pero la mente de Tom estaba demasiado ocupada con el secuestro de Dianne para apreciarlo.

Mientras salían del recinto, el señor Stones miró hacia el cielo gris.

—Sigo diciendo que va a llover.

La señorita Ashmeade se echó a reír.

—Y yo insisto en que no necesita el paraguas. Arriésguese algo más, señor Stones.

—Llámeme John, por favor.

—De acuerdo.

Ella le cogió del brazo, un dato más para la información que estaba recogiendo Tom. Se acordó de Red Smith y sacó un chicle para calmar sus nervios. Al comenzar a masticar le miró el señor Stones.

—Escupe eso.

—¿Por qué?

—Escúpelo, Tom. Estamos realizando una actividad escolar, así que no hay chicle.

Rezongando por lo bajo, Tom tiró el chicle en un cubo de basura. Le reconfortó una sonrisa radiante que le dirigió la señorita Ashmeade.

Tom trataba de recordar algún chiste, pero notó un tirón en el estómago al leer un letrero que decía: Tigres.

—Vamos a ver los perros de la pradera —propuso para ganar tiempo.

—¿No pueden esperar? —el señor Stones miraba ansiosamente hacia la cafetería.

La señorita Ashmeade se echó a reír.

—Vamos, John, no sea aguafiestas. Vamos a verlos.

Ella indicó el camino hacia el cercado. Unos estaban excavando madrigueras, otros jugando en el lodo, y los más hambrientos, sentados sobre sus patas traseras, pedían de comer. Tom intentó distraerse, pero no podía dejar de pensar en Red Smith.

—Dígame, señor Stones, ¿qué es el mal de Minamata?

El profesor le miró sorprendido.

—¿Por qué lo preguntas, Tom?

—Ayer conocí a un tipo que lo mencionó.

—Bien. Cuando el mercurio se va acumulando en el organismo humano, el cerebro comienza a contraerse lentamente. Eso origina complicaciones muy serias, como dificultades para andar y para hablar.

—Pero ¿cómo se puede ingerir mercurio?

—Sucede accidentalmente. El mercurio llega a las aguas de los ríos procedente de las plantas industriales y se concentra en los peces. Luego, las personas comen pescado, sin saber que contiene mercurio.

La señorita Ashmeade dejó de mirar hacia los perros de la pradera; sus ojos denotaban una profunda emoción.

—La planta de White River, del señor Dorchester, deja escapar mercurio. Cuando estuve allí, encontré gente con el mal de Minamata y aquello me impresionó enormemente.

—Es muy triste —dijo el señor Stones—. Sobre todo porque la planta del señor Dorchester podría trabajar sin mercurio. Hoy existen métodos que no emplean mercurio, pero son más costosos.

La señorita Ashmeade movió la cabeza.

—El Gobierno podría obligar a que modificaran la fábrica, pero el primer ministro, Jaskiw, teme al señor Dorchester. ¡En qué mundo vivimos!

Tom se sintió molesto y se volvió hacia los animalitos. Ahora comprendía por qué Red Smith no había querido hablar del mal de Minamata; pero no era razón suficiente para abandonar su investigación sobre aquel hombre.

—Tengo algo que hacer —dijo—. ¿Nos vemos más tarde?

El señor Stones miró su reloj.

—Nos reuniremos a las cuatro y media, junto a la jaula de los monos.

Tom se encaminó hacia los tigres. Sus nervios estaban tensos y se preguntaba si el zoo, atestado de gente, era el sitio más apropiado para interrogar a Red Smith.

Había un grupo de personas asomadas a un gran recinto, mirando a un cachorro de tigre al que lamía su madre. Terminado el aseo, se echó sobre el lomo y le dio un suave zarpazo a su madre; Tom se fijó en las manchas de su piel, pero no pudo evitar un respingo al levantar la vista y ver a Red Smith.

Caminaba lentamente por el otro lado del recinto, mirando, a través de la tela metálica, al cachorro y a su madre. Se detuvo y comenzó a hablar suavemente a los tigres; los ojos acerados de Red Smith se suavizaron con una sonrisa cuando la madre se volvió hacia él.

Poco después, pasó un avión volando bajo, con los motores rugiendo, lo que hizo que la tigresa aguzara el oído, y Red se alejó.

Tom se decidió antes de que le fallara el valor. Se dirigió sonriente hacia él con una mano levantada a modo de saludo.

—¿Se acuerda de mí?

Con gran sorpresa vio cómo el hombre sonreía abiertamente.

—Claro que sí. Me alegro de verte de nuevo, chico.

—Yo… pensé que debía venir a verle, señor Smith.

—Llámame Red.

—De acuerdo. La verdad es que me gustan sus tigres.

—Escucha, muchacho. Siento haber sido un poco rudo ayer. Me afectó mucho ese secuestro.

Tom asintió con la cabeza, sintiéndose culpable por haber sospechado de él. Realmente, Red estaba siendo muy amable.

—¿Dónde está tu compañero?

—¿Dietmar? Probablemente en casa, viendo algún rollo en la televisión.

Red se echó a reír.

—Hablando de casa, allí es donde me voy volando. Encantado de verte.

—Lo mismo digo.

Tom observó cómo se alejaba Red, preguntándose si debía abandonar tan fácilmente su investigación. Decidido a seguirle, dio unos pasos, pero se detuvo cuando una niña se dirigió a Red.

—Oiga, señor, ¿son suyos estos tigres?

—Bueno, yo soy uno de sus cuidadores.

—Debe ser el mejor trabajo del mundo.

—Tienes razón —dijo Red sonriendo.

La tigresa saltó a una plataforma de madera. Se sentó en ella y empezó a rascarse el hocico con una pata; uno de los espectadores movió la cabeza con admiración.

—Es un animal precioso. Con su piel se podría hacer una alfombra estupenda.

Red miró con dureza a aquel hombre.

—¿Lo dice en serio?

—¿Qué le pasa, amigo?

—Yo no soy su amigo —dijo Red, enfadado—. No me gusta la gente que piensa que unos tigres inocentes sirven para hacer alfombras.

El rostro del hombre comenzó a enrojecer.

—Calma, muchacho. Fue sólo un comentario.

—Un comentario estúpido.

Se miraron ferozmente con los puños crispados y luego el hombre se alejó. Tom sintió escalofríos; ciertamente, Red Smith tenía genio.

La tigresa oteó el aire y resopló. Red se tranquilizó al verla; luego, vio a Tom y se acercó a él.

—Habrás pensado que tengo mal genio.

Tom se encogió de hombros.

—Los tigres acabarán por desaparecer si se los sigue matando con esa finalidad —Red movió la cabeza—. Yo conocí a uno que tenía una piel de tigre. Me daba tanta rabia que la hice pedazos.

El corazón de Tom dio un brinco. Se volvió temblando para mirar a la tigresa, mientras recordaba las palabras de Dianne: «La noche en que Powell se marchó, hizo pedazos la alfombra».

—Bueno, chico, voy a continuar mi trabajo.

—¡Espere! Yo… Bueno, quiero hacerle una pregunta.

—¿De qué se trata?

—¿Le gustaría conocer a mi profesor?

—En otro momento.

—¡Por favor! Es sólo un minuto.

Red sonrió.

—De acuerdo; si es tan importante…

Tom fingió alegrarse, pero su mente no dejaba de dar vueltas. Estaba convencido de haber descubierto algo importante; Red era, en realidad, Powell, el desaparecido hermanastro de Dianne, el que había destrozado la piel de tigre del señor Dorchester.

Powell era rubio, pero Tom recordó el tubo de tinte rojo para el pelo que había entre la basura de la barcaza, y la forma en que había hablado de Dianne, como si la conociera personalmente. Si a esto se unía su aversión por el señor Dorchester y el hecho de haber abandonado su casa, no era descabellado aventurar que se había unido a los terroristas de DEMON, que compartían su aversión hacia su padrastro.

—¿Es ese tu profesor?

—¿Qué? —dijo Tom, sobresaltado, pues estaba absorto en sus pensamientos.

—Ese tipo alto que está mirando a los monos tiene pinta de profesor.

—Sí, ese es.

La policía debía interrogar a Red inmediatamente, pues Tom estaba seguro de que sabía dónde se encontraba Dianne. Tratando de encontrar un medio de poner sobre aviso a los profesores, Tom tocó el brazo del señor Stones.

—Señor —dijo con voz temblorosa—, quiero presentarle a… Red Smith.

El señor Stones se volvió y estrechó la mano de Red. Durante un instante su comportamiento fue amistoso, pero sus ojos se ensombrecieron cuando Tom presentó a la señorita Ashmeade, que se quedó mirando el hermoso rostro de Red y luego le sonrió abiertamente.

—Encantado de conocerle —dijo fríamente el señor Stones, dándole la espalda.

La señorita Ashmeade cogió al señor Stones por el brazo y se volvió para contemplar un mandril. Red se alejó para mirar un gibón que daba enormes brincos de un lado a otro de la jaula.

Sin perder tiempo, Tom se acercó a los profesores.

—Escuchen —susurró desesperadamente—. Creo que Red está relacionado con DEMON y que sabe algo acerca de Dianne. Tenemos que avisar a la policía.

La señorita Ashmeade se quedó impresionada, pero el señor Stones se limitó a levantar las cejas.

—¿Ya estás jugando otra vez a detectives, Tom?

El rostro de Tom se volvió escarlata.

—¡Es verdad! ¡Hay que arrestarlo inmediatamente!

Antes de que pudiera contestar el señor Stones, regresó Red y se apoyó en la barandilla.

—Ese mandril podría ganar un concurso de feos.

La señorita Ashmeade esbozó una sonrisa, pero Tom sabía que le había preocupado la noticia. Posiblemente, si él consiguiera que Red no saliera del zoo, ella podría escabullirse y telefonear a la policía.

Un hombre, con un mechón de pelo blanco, y que había estado observando atentamente al mandril, sacó un cacahuete del bolsillo. Lo tiró hacia la jaula, pero tropezó con la tela metálica y cayó al suelo.

El animal no lograba alcanzar el cacahuete y en su rostro se dibujó una expresión triste.

—Pobre animal —dijo el señor Stones. Inclinándose hacia adelante, empujó el cacahuete hacia la jaula con el paraguas.

Como un rayo, el mandril agarró la tela negra del paraguas.

El señor Stones se quedó anonadado. Tiró del paraguas, pero el mandril lo tenía asido fuertemente.

—¡Suéltalo!

El animal gruñó y Tom, que observaba la cara ruborizada de su profesor, hacía esfuerzos para no reírse, al tiempo que el forzudo mandril tiraba del paraguas.

Inmediatamente se congregó una multitud de curiosos y un hombre sacó un dólar.

—¡Apuesto por el mono! Es más fuerte que ese señor larguirucho.

Todo el mundo se rio y la señorita Ashmeade se volvió enfadada hacia el hombre.

—Tenga cuidado, o mi amigo le romperá la cara.

El hombre del mechón blanco hizo algún comentario y la señorita Ashmeade le contestó, pero su respuesta se perdió entre las carcajadas de la gente; Tom estaba emocionado al ver que había salido en defensa del señor Stones.

—Vamos, señor Stones —le animó—. Haga un esfuerzo.

Casi todo el paraguas estaba ya dentro de la jaula, cuando se abrió con un súbito chasquido. Inmediatamente se oyó el ruido de la tela al ser desgarrada por el animal.

El señor Stones miró compungido al animal, que estaba destrozando el paraguas con los dientes, y luego se abrió paso entre la concurrencia. Tom se alegró de que Red le siguiera y le diera un golpe amistoso en la espalda.

—Mala suerte, profesor. Eso le pasa por llevar paraguas.

—Pensé que iba a llover.

Un minuto después salió la señorita Ashmeade de entre la multitud.

—He tenido unas palabras con esos palurdos que se reían de usted, John.

—Gracias —dijo él, animándose cuando la señorita Ashmeade le tomó por el brazo.

Red miró su reloj.

—Me voy a casa.

—¡No! —dijo Tom—. No se vaya aún.

—¿Por qué no?

Tom dudó un instante, intentando encontrar alguna excusa. Entonces escuchó el silbido de un tren.

—¿Por qué no montamos en el tren del parque?

Red parecía azorado.

—¿Por qué no te vas con tus profesores?

—Es que tienen que llamar por teléfono.

—¿Los dos?

—Sí —dijo Tom—. El tren está ahí. Red. Ya verá cómo le gusta.

—Eso espero —dijo Red, siguiéndole.

La reproducción de una locomotora antigua, parada junto a una estación de vivos colores, dejaba escapar espesas nubes de vapor. Red parecía impresionado, mientras observaba al conductor, que echaba carbón en la caldera.

—Es una auténtica máquina de vapor. No una imitación, como casi todas las cosas de ahora.

—¿No le encanta mi idea de dar un paseo en ella?

Red se encogió de hombros.

Anduvieron a lo largo del tren, hasta que encontraron sitio en el último de los vagones descubiertos. El viento susurraba entre los árboles y secaba el sudor de la frente de Tom, que esperaba ansiosamente que sonasen las sirenas de la policía. ¿Tardarían mucho los profesores en encontrar un teléfono y pedir ayuda?

Con un silbido, el tren se puso en marcha.

Repicó la campana de bronce de la locomotora, al tiempo que esta dejaba escapar espesas nubes de vapor. Los pasajeros comenzaron a hablar emocionados y las ruedas de acero se pusieron en marcha.

El tren se adentró en un corto túnel, llenando el aire de humo de carbón. Fue adquiriendo velocidad mientras se dirigía hacia un bosque y sonó el silbato.

Un hombre de mechón blanco salió de entre los árboles y se detuvo junto a las vías. Tom echó un vistazo al desconocido, recordando haberlo visto antes junto a la jaula del mandril; pero enseguida volvió a sus pensamientos: ¿dónde estaban esas sirenas?

—¡Cuidado, chico!

El grito provenía de Red. De momento Tom se sintió totalmente confuso, pero en seguida Red le empujó fuera del tren. Al tiempo que gritaba asustado, pudo ver al hombre del mechón blanco, junto a las vías, con ambas manos dirigidas hacia el tren. Un segundo después, caía al suelo y rodaba hasta un matorral.

Se quedó quieto, tratando de recuperar la respiración. Intentó incorporarse y miró hacia el tren, que se había detenido.

El conductor corría hacia Tom.

—¿Estás bien?

—Sí, estoy bien —dijo Tom, aunque se sentía lleno de arañazos y magullado—. No se preocupe.

Aquella demostración de valor fue recompensada con una mirada enojada.

—¿Por qué saltaste, muchacho? ¿No sabes que es peligroso?

Aquel comentario irritó a Tom, pero su mayor enfado era con Red Smith. No sólo le había tirado del tren, sino que seguía sentado en el vagón, tan tranquilo, ignorando los apuros de Tom.

Con cara enfadada, Tom se dirigió cojeando hacia el tren. Subió al vagón de pasajeros para pedir explicaciones a Red, pero al verlo quedó consternado. Su cara estaba pálida, tenía los ojos cerrados y perdía sangre por un agujero de bala que tenía en la camisa.