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EL AGUDO sonido de la alarma rompió el silencio, seguido a continuación por el de una sirena. Un perro ladró en alguna parte y alguien gritó. Tom y Dianne llegaron a la puerta del patio; Tom giró la llave y salieron afuera.

La sirena avisaba desde lo alto del muro, y los guardas se llamaban unos a otros, al tiempo que salían de entre los árboles y se dirigían corriendo hacia la casa.

—¡Por aquí! —gritó Tom a Dianne.

Cruzaron velozmente el patio, saltaron una valla baja y cayeron sobre un macizo de flores. Llegaron a una arboleda y se detuvieron para tomar aliento.

—¡Idiota! —dijo Dianne—. ¿Qué es lo que has hecho?

Tom miró horrorizado hacia la casa, en el momento en que salía un guarda al patio; este hizo gestos a un hombre que había en el camino para que se acercara, y después entró de nuevo en la casa.

—No esperaba todo esto —dijo avergonzado.

—¡Papá se va a poner furioso!

Se adentraron por entre los árboles, cerca del camino, en busca de la puerta. Tom estaba seguro de que el agudo sonido de la alarma, que se oía por toda la finca, haría que el guarda de la puerta se alejara, con lo que podrían salir a la calle sin ser vistos.

Pero estaba equivocado. El hombre permanecía en su sitio, paseando sin cesar ante la puerta, preocupado lógicamente por el sonido de la sirena, pero sin abandonar su puesto.

—¡Demonios! —murmuró Tom, deteniéndose tras un árbol—. Debería haberse ido.

—¿Y ahora qué, tío listo?

—Ya hablaremos luego. Tenemos que llegar a la calle para demostrar que el sistema de seguridad tiene más agujeros que un queso suizo.

—Tu cabeza sí que tiene agujeros. No debía haberte consentido esta locura.

—¡No puedo fallar!

Con una sonrisa radiante, Tom se dirigió hacia el guarda.

—¡Hola! —dijo tratando de parecer jovial—. ¿Qué sucede?

El hombre los miró, desconfiado.

—¿Qué está usted haciendo aquí, señorita Dorchester? Debería estar dentro de la casa.

Dianne murmuró una respuesta y dio una patada a la gravilla del camino.

—No se preocupe —dijo Tom amistosamente—. Hemos quedado en vernos con uno de nuestros profesores, en la calle. Nos trae un trabajo para hacer en casa, así que, por favor, abra la puerta.

—¡Ni hablar! —dijo el hombre, negando con la cabeza—. Nadie…

En ese momento se oyó el estruendo de una explosión que destrozó la puerta. La pesada mole de madera saltó de cuajo y cayó al suelo; al mismo tiempo, Tom y los demás fueron lanzados hacia atrás por la fuerza de la explosión.

Medio inconsciente, Tom observó asombrado a los hombres que entraban, corriendo y en silencio, por el hueco donde había estado antes la puerta. Eran los mismos trabajadores que antes habían visto a través del ventanuco de la puerta.

Aún llevaban los cascos donde se leía: Winnipeg Road Works, pero ocultaban sus rostros con gafas de esquiar e iban armados.

—¡Ahí está la chica! —gritó uno de ellos.

—¡Cógela! —dijo otro hombre apuntando al guarda con el arma—. Y tú no te muevas.

Se volvió hacia Tom. Por un momento sus ojos le miraron amenazadoramente a través de las rendijas de las gafas de esquiar. Luego, levantó un brazo y dijo:

—Llévate también a este chico.

Se acercó corriendo un hombre, que cogió a Tom por el pelo y lo empujó hacia la calle. Tom trató de soltarse, pero se hacía tanto daño que no tuvo más remedio que seguirle dando traspiés.

Tenía la nariz llena del olor del explosivo; unas manos fuertes lo levantaron y lo echaron al suelo metálico de una furgoneta. Se cerró la puerta, se oyó el ruido del motor en marcha, y el suelo comenzó a vibrar.

Abrió los ojos y vio la cabeza rubia de Dianne. Junto a ella, había dos hombres enmascarados sentados en un banco.

—Cierra los ojos —le ordenó uno de ellos.

Tom obedeció. Trató de memorizar las curvas y las paradas de la furgoneta, pero pronto perdió la noción del trayecto seguido.

—Lee se va a enfadar —dijo uno de los hombres.

—¿Por qué? —contestó el otro.

—No teníamos previsto hacer saltar la puerta hasta las cinco, cuando los guardas se relevan.

—Ya oíste la alarma. Pensé que nos habían descubierto y decidí que no podíamos esperar más.

—A Lee no le va a gustar.

—Tenemos a la chica, ¿no?

—Y además un chico. Eso no formaba parte del plan.

—Escucha. Aquí mando yo. No me gusta que discutan mis decisiones.

Tom grabó en su mente lo que acababa de escuchar. Lee, a las cinco, relevo de los guardas. De una forma u otra debía dar esta información a la policía.

—¿Dónde nos reuniremos con Lee?

—En el refugio del río.

—¿Y no cuando cambiemos de vehículo?

—Por supuesto que no. De todas formas, ¿qué importa eso?

—El jefe es quien decide; no tú, que no eres más que un principiante.

Se oyó una exclamación de enfado y Tom confió en que se organizara una pelea, para intentar escapar con Dianne en medio de la confusión. Pero ahí acabó todo; mientras, la furgoneta daba vueltas por las calles de la ciudad.

Sin previo aviso pisaron el freno y la furgoneta chirrió hasta que se detuvo. Tom oyó el ruido de las puertas y unas voces; luego, le bajaron sin miramientos.

—Ve allí —le dijo uno de los hombres, señalando otra furgoneta.

Deslumbrado por la luz del sol, Tom vio muchos coches viejos amontonados por todas partes. Dirigió la mirada hacia Dianne que se incorporaba lentamente y se dirigió hacia la segunda furgoneta; el motor estaba en marcha y un hombre estaba abriendo la puerta trasera.

De repente, Tom echó a correr.

El hombre que estaba junto a la furgoneta se volvió desconcertado cuando Tom pasó corriendo cerca de él, en dirección a los coches abandonados. Sus pies resbalaban en la gravilla y casi se dio contra un coche; oyó gritos encolerizados al tiempo que corría desesperadamente por un pasillo que había entre los montones de chatarra oxidada.

Una vieja cerca de madera grisácea le cerraba el paso. Vio un estrecho espacio entre dos coches, se introdujo por él y salió por la puerta abierta de un autobús destrozado.

Faltaban los asientos y sólo se veían sus contornos pintados en el suelo. Miró a través de una ventana que tenía los cristales rotos, tratando de encontrar un lugar más seguro donde esconderse, pero oyó voces y se agachó. Se arrastró hacia la pared del autobús, intentando calmar los fuertes latidos del corazón.

—¿Lo has cogido? —oyó que preguntaba uno de los hombres.

—Si lo hubiera cogido no estaría buscándolo.

—Puede estar en cualquier lado. Vayámonos de aquí.

—¿Y le dejamos que se escape?

—Cuando encuentren la furgoneta tenemos que estar lejos de aquí. No hay tiempo para seguir buscándolo. De todas formas no puede identificarnos.

Una ligera brisa se coló por las destrozadas ventanillas del autobús, levantando una polvareda en la que flotaban papeles viejos describiendo círculos. Sobre la cabeza de Tom, un póster descolorido decía: La felicidad consiste en cenar un buen filete; una mosca zumbó a su alrededor, ascendió hacia los rayos del sol y desapareció.

Tom permaneció donde estaba, temeroso de que los hombres hubieran simulado abandonar su búsqueda. Al poco rato sus músculos no pudieron resistir más la tensión y se incorporó con cuidado.

Todo estaba en silencio, pero Tom esperó un largo rato antes de salir del autobús. Cuando finalmente se convenció de que estaba a salvo, empezó a darse cuenta de las cosas tan horribles que habían sucedido.

Dianne había sido secuestrada y él tenía, en parte, la culpa. Había colaborado involuntariamente con los secuestradores, trastocando el sistema de alarma de la finca, y ahora Dianne corría un serio peligro. ¡Qué estupidez había cometido!

Sintiéndose terriblemente culpable, Tom evocó el rostro de Dianne.

—Te encontraré —prometió en voz alta.

El eco devolvió sus palabras:

Te encontraré.