5

LA BALA no mató a Red.

La policía llegó enseguida y buscó infructuosamente al desconocido del mechón blanco. Era evidente que había disparado sobre Red con una pistola provista de silenciador, pero la policía ignoraba el motivo. Interrogaron al señor Kaufman en su barcaza, pero este declaró que no sabía nada de los asuntos personales de su inquilino.

Mientras tanto, Red yacía en grave estado en el hospital. Se avisó al señor Dorchester, quien confirmó que, efectivamente, aquel joven era su desaparecido hijastro.

Tom aguardaba con ansiedad las noticias sobre el estado de Red, sintiendo que su inoportuna intervención hubiera originado el atentado. Al día siguiente no consiguió concentrarse en clase y se alegró cuando el señor Stones anunció un cambio en el programa.

—Esta tarde vamos a realizar una visita especial…

Los gritos de alegría le hicieron callar. Con las manos en las caderas esperó hasta que la clase quedó en silencio.

—Mi hermana es funcionaría del Gobierno. Se ha convocado una sesión urgente para discutir las amenazas de DEMON y ha invitado a dos clases de nuestra escuela para que asistan.

—¿Podremos ir después a tomar unas hamburguesas?

—¿Es que sólo pensáis en comer? —el señor Stones miró su reloj—. El autobús ya debe de estar esperando fuera. Y no lo olvidéis: comportaos debidamente.

Se pusieron en pie y salieron atropelladamente hacia el autobús. Los alumnos de la señorita Ashmeade ya habían subido y el autobús se llenó de charlas y risas mientras se dirigía hacia el centro de la ciudad.

La señorita Ashmeade estaba sentada junto a sus alumnos y leía un libro, mientras el señor Stones estaba atento a los posibles lanzadores de bolitas de papel.

—Oiga, señor Stones —preguntó Tom—, ¿qué cargo tiene su hermana?

—Es fiscal general. Eso significa que está al frente de la administración de justicia en Manitoba, que incluye la labor policial y la de los tribunales.

—¡La labor policial! ¿Le ha contado ella algunos datos secretos acerca de la investigación que se lleva a cabo sobre DEMON?

El señor Stones sonrió.

—No puedo decirte nada de eso, Tom.

—Me gustaría saber quién piensa su hermana que es el cerebro de DEMON. Mi teoría es que debe ser alguna persona de aspecto inocente, a la que uno nunca consideraría un criminal.

Dietmar se rio.

—A Austen le llaman el detective de chicle, porque sus teorías estallan como los globos de chicle.

—¿Quieres que te dé una bofetada, Oban?

—¡Qué fuerte eres! —dijo Dietmar—. No hay más que verte.

—Sí, y tú qué cerdo eres —replicó Tom—. No hay más que olerte.

La señorita Ashmeade levantó la vista de su libro.

—Dietmar, deja de meterte con Tom. Al menos está intentando ayudar a encontrar a Dianne.

Dietmar no replicó y Tom sonrió a la señorita Ashmeade.

—Usted sabe cómo hacer callar a los bocazas.

La señorita Ashmeade puso un marcador de cuero en su libro y luego miró a Tom con la preocupación reflejada en sus oscuros ojos.

—No deberías correr riesgos inútiles, Tom. Estoy segura de que la policía encontrará pronto a Dianne.

—Esperemos que así sea —Tom observó las iniciales L. A. en el marcador de cuero—. ¿Son esas sus iniciales?

—Sí.

Tom bajó la voz.

—Hace poco me fijé en un corazón, dibujado en una pizarra, con las iniciales L. A. Un hombre alto que andaba por allí se hizo el desentendido, pero le delataron sus dedos manchados de tiza.

La señorita Ashmeade sonrió.

—Estoy segura de que te estás inventando esa historia.

—Dígame. ¿Es cierto que en su clase han hablado de Disneylandia?

Ella negó con la cabeza.

—He leído a mis alumnos algunas cartas de mis padres, que están de vacaciones en California, y uno de los sitios que han visitado es Disneylandia.

—En nuestra clase le hemos estado dando la lata al señor Stones para que nos cuente algo de Disneylandia, pero él dice que ese país no existe.

La señorita Ashmeade se echó a reír, y se volvió para mirar por la ventanilla, en el momento en que el autobús se detenía fren te a un gran edificio, sede del Gobierno provincial.

En lo alto del edificio resplandecía, a la luz del sol, la estatua conocida con el nombre de El muchacho dorado. Dietmar y unos cuantos chicos se pararon a mirarla al bajar del autobús; otros se acercaron a la estatua de la reina Victoria, situada en los jardines del edificio desde 1904, y que parecía un poco aburrida.

Mientras tanto, Tom se acercó a un grupo ruidoso de gente, reunida junto a la entrada principal del edificio, con pancartas en las que se podía leer: Parar a Dorchester y Agua pesada, no.

—¿Qué pasa? —preguntó a una mujer que llevaba una de las pancartas.

—Dorchester va a venir hoy por la mañana. Protestamos contra su nueva fábrica de agua pesada de Monarch.

—¿Por qué?

—Porque una avería podría originar un escape de gas sulfhídrico. Los habitantes de Monarch morirían en poco tiempo.

—¿Es posible que eso pueda suceder?

—Dorchester no se preocupa de la contaminación ni de la seguridad industrial. Ya han ocurrido pequeños accidentes, y eso que la fábrica aún no está inaugurada oficialmente. Todos estamos muy asustados.

Sintiéndose solidario, Tom echó un vistazo a los manifestantes. Luego se dirigió hacia la escalinata del edificio para reunirse con sus compañeros de clase.

—Dígame, señor Stones, ¿para qué sirve el agua pesada?

—Se emplea como regulador en las centrales nucleares.

—¿Cómo puede ser peligrosa esa agua?

—Fabricar agua pesada implica algunos riesgos, Tom. Hay que tener mucho cuidado para evitar accidentes.

—¿No es segura la fábrica del señor Dorchester?

El señor Stones parecía preocupado, pero esbozó una sonrisa.

—Esperemos que sí.

Una vez dentro del edificio, el grupo se detuvo en un inmenso vestíbulo de paredes de piedra. Sobre ellos había una gran bóveda acristalada y, enfrente, una amplia escalinata que conducía a la Cámara Legislativa.

—Esta es la Gran Escalinata —dijo el señor Stones, y luego señaló los dos grandes búfalos que flanqueaban la escalinata—. Cada una de esas estatuas pesa más de dos toneladas. Y ahora, una pregunta: ¿sabéis cómo se las ingeniaron los constructores para transportar esas estatuas tan pesadas sobre el suelo de mármol, sin arañarlo?

—Ni idea —dijo Tom; sus compañeros tampoco parecían saberlo.

—Dos pistas: primera, el trabajo se realizó en invierno: segunda, estamos cerca del río.

Nadie dijo nada y el señor Stones sonrió.

—Las colocaron sobre unos grandes bloques de hielo que sacaron del río, y las deslizaron sobre el suelo.

La señorita Ashmeade observó las peludas cabezas de los búfalos.

—En las praderas había millones de estos magníficos animales. Ahora sólo queda un puñado, a causa de las matanzas llevadas a cabo por el hombre blanco.

—Es cierto —asintió el señor Stones.

—Las tribus Cree dependían del búfalo y vieron aniquilada su forma de vida. Yo les digo siempre a mis amigos Cree que sus antepasados deberían haber expulsado a los blancos de sus praderas.

—Un sentimiento noble —remachó el señor Stones, que se volvió hacia sus alumnos—. Este edificio neoclásico tiene elementos griegos y romanos. No miréis a Medusa o, de lo contrario, os volveréis de piedra.

—¿A quién? —preguntó Dietmar.

—Mirad allí.

En la parte superior de un arco había una mujer de ojos blancos y boca sonriente; en lugar de cabellos tenía unas serpientes enroscadas alrededor de la cabeza.

—Según una leyenda griega, si alguien mira a Medusa se vuelve de piedra.

—¡Vaya cosa! —dijo Dietmar—. Yo la estoy mirando y no me pasa nada.

—Porque tú eres una rata y no un hombre —dijo Tom riéndose.

—¡Y tú, un alcornoque!

El señor Stones hizo una seña para que se callaran y los alumnos le siguieron por la gran escalinata. Pronto estuvieron sentados en la galería pública, mirando a los miembros del Gobierno, que empezaban a reunirse en la Cámara Legislativa.

Entró en la sala un hombre de pelo oscuro, que llevaba gafas, y se dirigió hacia su puesto por la alfombra azul, deteniéndose en su camino para hablar con algunos de los hombres y mujeres que estaban sentados en sus asientos de nogal, dispuestos en forma de herradura.

—Ese es el jefe del Gobierno, el honorable Donald Jaskiw —dijo el señor Stones.

—¿Dónde está su hermana, señor Stones? —preguntó Tom.

—Es la que está hablando ahora con el primer ministro Jaskiw.

La mujer era tan alta y delgada como el señor Stones y parecía tener sus mismos gestos nerviosos. Se acariciaba el pelo con sus largos dedos mientras hablaba con el primer ministro; luego se sentó y comenzó a chuparse una uña mientras examinaba sus papeles.

Tom quería saber qué datos secretos habría oído el señor Stones de su hermana, referentes a la investigación policial acerca de DEMON. Mientras pensaba cómo conseguir aquella información, la gente comenzó a levantarse y todas las miradas se dirigieron hacia un hombre que había entrado en la cámara llevando una maza dorada.

Después de una breve súplica, todo el mundo se sentó, excepto el primer ministro Jaskiw.

—Señor presidente —dijo dirigiéndose al hombre de túnica negra que presidía la sesión—, vivimos en una época de temor. Un grupo terrorista llamado DEMON intenta destruir nuestra libertad. ¡Pero no vamos a permitirlo!

Algunos miembros del Gobierno levantaron las tapas de sus pupitres y golpearon con ellas fuertemente, en señal de aprobación. Cuando terminó de hablar se levantó una mujer de pelo rizado.

—Esa es la señora Steen, líder de la oposición —susurró el señor Stones—. Su trabajo consiste en enjuiciar con sentido crítico la labor del Gobierno.

—Señor presidente —dijo—, aunque yo no estoy a favor de DEMON, debo recordar que sus ataques van dirigidos sólo contra el señor James Dorchester. Este señor, primero envenena nuestros ríos con mercurio, y ahora su nueva fábrica amenaza la ciudad de Monarch con un posible escape de gas letal. ¿Y por qué? Gracias a ello, James Dorchester puede permitirse el lujo de tener un reactor privado y la casa más grande de Winnipeg. ¿No es esto algo terriblemente injusto?

Antes de que el primer ministro pudiera replicar, hubo un rumor general, mientras la gente dirigía su mirada hacia un sector de la galería pública reservado a invitados especiales.

Rodeado de guardaespaldas, el señor Dorchester entró en la galería y se sentó en primera fila; echó un vistazo a su reloj, como indicando que le aguardaban otros negocios, y el primer ministro tomó de nuevo la palabra.

—Agradecemos que hoy, que hacemos una declaración pública contra los terroristas, esté con nosotros el señor Dorchester. Él ha dicho que nada le hará retroceder ante DEMON, y mi Gobierno le apoya por completo.

La señora Steen se puso en pie.

—¿Piensa inaugurar mañana la fábrica de agua pesada, a pesar de la oposición pública?

—¡Sí! La planta proporcionará trabajo, y dinero en forma de impuestos, que se dedicará a la educación y a la construcción de hospitales. Yo brindo mi total apoyo a la inauguración de una nueva fábrica y a la lucha del señor Dorchester contra DEMON.

Poco después se incorporó el señor Dorchester, dirigió un gesto de asentimiento al primer ministro y se marchó. Tom se acordó de los manifestantes y se preguntó si se originaría algún alboroto.

—Vuelvo enseguida —susurró al señor Stones.

Cogido por sorpresa, el profesor no pudo reaccionar a tiempo e impedir que Tom saliera de la galería. Mientras bajaba presuroso la gran escalinata, oyó fuertes gritos en el exterior.

Ahora había muchos manifestantes y las pancartas se agitaban por doquier. El señor Dorchester se encontraba en medio de la multitud, discutiendo con una mujer encolerizada.

—¡Llévese su fábrica a otra parte! —gritaba—. ¡No la queremos!

—¿No quieren ustedes puestos de trabajo?

—No, si nos pueden causar la muerte.

—No habrá ningún escape de gas. Mis instalaciones nunca han tenido ningún accidente.

—¡Eso es mentira! —la mujer empujó hacia adelante a un hombre ya mayor—. Dígale a Dorchester lo que le pasó a usted, señor Posner.

El hombre miró el rostro amenazador del señor Dorchester y se puso a juguetear con los botones de su camisa de trabajo; estaba muy nervioso.

—Yo…, bueno, no quiero causar problemas.

—¡Animo, viejo! —gritó alguien entre el gentío—. Dígale a Dorchester lo que verdaderamente está ocurriendo en Monarch.

Sin dejar de jugar con los botones, el hombre se pasó la lengua por los labios.

—Bien, mi granja está cerca de su fábrica, señor Dorchester. Durante la construcción, uno de los empleados de la planta dejó una válvula abierta y se produjo un escape de productos químicos de un tanque. Se filtraron en el arroyo de mi finca y lo dejó contaminado.

El señor Dorchester miró atentamente el rostro del anciano.

—¿Qué bebe ahora, señor Posner?

—Almacenamos el agua de lluvia en barriles.

—¿Cómo está?

—Bueno, la verdad es que sabe muy bien.

—¡Entonces no hay ningún problema!

El anciano miraba indeciso, pero la mujer estaba furiosa.

—¡Claro que hay problemas! El señor Posner tiene derecho a una indemnización, y su compañía se niega a pagársela.

—Entonces, lo mejor que puede hacer es ir a los tribunales y probar su acusación.

—No tiene medios para hacerlo.

—Lo siento —el señor Dorchester miró su reloj—. No tengo tiempo para hablar más.

Hizo una seña a sus guardaespaldas, que entraron en acción, empujando hacia atrás a los manifestantes para abrirle paso. Instantes después entró en su coche y se marchó.

Tom observaba la multitud, que se movía de un lado para otro, sintiéndose molesto por lo que había presenciado. A pesar de su probada lealtad hacia el padre de su amiga, cada vez veía más claro por qué la gente odiaba al señor Dorchester y por qué, incluso, algunos se identificaban con la postura de DEMON.

En un extremo del grupo de manifestantes, Tom divisó a un hombre con un mechón de pelo castaño. Su corazón se estremeció al pensar que aquel hombre podía ser el que disparó sobre Red, aunque, desde lejos, no podía estar seguro.

Cuando Tom se acercaba para examinarle mejor, el hombre tiró la pancarta que llevaba y se alejó rápidamente de los jardines del edificio de la Legislatura.

Tras dudar un momento, Tom le siguió.