7

KENDALL Steele estaba furioso.

Cuando se enteró por el mismo Tattoo de lo que había hecho con la luz de Tom, le habría arrancado la piel a tiras. Tattoo protestó débilmente diciendo que el mismo Kendall Steele les había recomendado que intentaran conseguir la oscuridad absoluta, pero su excusa no le sirvió de nada. Cuando la expedición salió de las cuevas, Tattoo estaba de un humor de perros.

—Miradme —se fijó, sin llegar a creérselo, en el barro que le embadurnaba de pies a cabeza—. Estoy hecho una miseria. ¿Por qué cedí y me incorporé a esta aventura loca?

Tom se encogió de hombros.

Su boca estaba llena del alimento más delicioso que jamás hubiera probado, aunque en realidad fuese un simple bocadillo. Era maravilloso gozar de la luz del sol, llenar los pulmones con el olor a pino y perderse en la contemplación del cielo azul.

Tattoo se despojó de su ropa de espeleólogo y la arrojó al suelo.

—Habría podido pasármelo en grande en el Civic, bebiendo con mis amigos. Menos mal que me recuperaré esta noche.

—¿Y qué hay de la fiesta? —le preguntó Tom mirándole con cara de sorpresa—. ¿Se ha suspendido?

—La fiesta fue una idea de Shirleen. Puede celebrarla sin mi ayuda. Nadie me quiere allí. Porque, al fin y al cabo, soy un palurdo gordo sin trabajo y sin familia —pegó un golpe sin sentido en el volante del todo terreno. Luego miró casi con ferocidad al bosque próximo—. Voy a encontrar esos viejos edificios de las minas y vivir allí como un eremita. Me acuerdo, ahora que lo pienso, que alguien ha arreglado uno últimamente, al parecer con la idea de vivir en él. Pero yo le haré escapar de allí en seguida. Y si es necesario, emplearé la fuerza para conseguirlo.

La rabia y la infelicidad de Tattoo eran tan intensas que Tom dio un paso atrás, ante el temor de que su furia se desatara de forma violenta. Kendall Steele lo empujó amistosamente hacia el interior del todo terreno. Inmediatamente descendieron montaña abajo.

—¿Las Cuevas de Cody son las mayores del mundo? —preguntó Tom.

—Vosotros, chicos, siempre con vuestros récords —bufó George Harshbarger—. Las uñas más largas, el gato más rápido, la cueva mayor. Cuando yo era un chico como vosotros, estábamos demasiado ocupados con nuestros estudios como para preocuparnos de cosas como ésas.

—La más profunda está en Francia —dijo Kendall Steele—. La más larga es la Cueva Mammoth, en Kentucky, unos agujeros enormes que en edades remotas fueron el lecho de varios ríos.

—¿Puede uno ahogarse en una cueva?

—Es posible. Conozco a algunos espeleólogos que fueron atrapados en alguna cueva cuando una crecida repentina elevó el nivel del río subterráneo, cerrándoles la salida. Pero lograron ser rescatados.

—Dudo que vuelva a entrar en una cueva.

—Nunca se sabe, Tom.

En seguida llegaron a Ainsworth. Sus cuerpos cansados se relajaron en los estanques de aguas termales. Cerca de allí había cuevas fascinantes que explorar, pero suponían una experiencia demasiado parecida a la de las Cuevas de Cody. Por eso Tom pasó la mayor parte del tiempo flotando perezosamente en el estanque. Al mismo tiempo intentaba resolver el rompecabezas de los chicos que habían desaparecido. Seguramente la verdad estaba ahí, al alcance de la mano, pero era incapaz de colocar las piezas en su sitio.

—¿Pensáis que Tippi y Chuck están todavía vivos? —preguntó más tarde, cuando el todo terreno se acercó al enorme puente de la autopista de Nelson.

—No —dijo Tattoo en tono sombrío—. Lo han hecho. Kaput. Se terminó. Se han ido para siempre.

—Eres un terrible pesimista —George Harshbarger se volvió hacia él—. Siempre miras el punto sombrío de todo. ¿Por qué eres así?

—Eso no es asunto tuyo. La vida ha sido muy dura conmigo. Perdí mi trabajo y no tengo ya familia.

Sorprendido, Kendall Steele miró a Tattoo en el espejo retrovisor.

—¡Qué lástima! —afirmó George Harshbarger—. Otras personas han perdido sus familias y no se han convertido en tipos tan amargados como tú.

—Leí una vez en una revista de detectives —Tom se inclinó hacia adelante— que alguien que perdió a sus hijos robó otros para reemplazarlos. Me llenó de tristeza leerlo.

—Pareces un buen chico —George Harshbarger miró a Tom—. ¿Por qué no juegas al hockey con nuestro equipo?

—No vivo en Nelson. Estoy de visita. Soy de Winnipeg.

—Nunca he visto las praderas —confesó el hombre—. Me han dicho que son inmensamente llanas.

—No tenemos montañas, pero sí la gente más amable del mundo.

—¡Ya estamos con los récords! Presta atención a tus libros, hijo, es mi consejo.

—Sí, señor. ¿Quién piensa que ganará el partido esta noche?

—Tumbler Ridge. Eso ni se pregunta.

Pero George Harshbarger estaba equivocado. A pesar del apoyo de los enfervorizados partidarios de Nelson, el equipo de los campeones de la Columbia Británica consiguió vencer al poderoso equipo de Seaside de Oregón. El único consuelo que les quedó fue que al anunciar el trofeo al mejor jugador del torneo, Simon salió patinando a recibirlo. Cuando la multitud se puso en pie para aplaudirlo, Simon levantó el trofeo por encima de su cabeza y su cara se iluminó con una gran sonrisa.

—Es como un muñeco precioso —dijo Brandi, mientras aplaudía a rabiar—, y llegará a hacer una fortuna como profesional. Me gustaría que se colara todavía más por mí.

—¿Y qué te parece compartir tu futuro con un detective? —dijo Tom sonriendo tímidamente.

—Eso no da dinero. Sherlock Holmes no pudo ni siquiera comprarse un equipo de música. Se limitó a tocar su viejo violín día y noche.

—Creo que tienes razón —comentó Tom con enorme tristeza. Luego se le iluminó el rostro cuando Simon se les acercó patinando para enseñarles el trofeo—. ¿Vienes a la fiesta, Simon?

—Claro que sí. Os encontraré allí.

Shirleen's Place era un faro en la noche, un ascua de luz, con la música rock derramándose por todas las ventanas. Se oían los golpes de las puertas de los coches al cerrarse. Los amigos se saludaban a gritos. Un torrente de gente subía las escaleras y cruzaba el gran vestíbulo para gozar de aquellos momentos maravillosos.

En cada piso la música era de un estilo diferente. Los que no bailaban se veían obligados a gritarse unos a otros para hacerse oír. Apoyada en un altavoz que atronaba en la sala de estar se hallaba Shirleen, vestida totalmente de negro y con una cruz de plata en su cuello. Sonreía con cara de felicidad, absorbida totalmente por el frenesí del ritmo.

—¿Dónde está Tattoo? —gritó Brandi para que pudiera oírla.

—En el Civic —Shirleen encendió un cigarrillo—. Chicos, uníos a la fiesta.

Al fin llegó Simon, y recibió muchos apretones de manos de la gente que había asistido al torneo de hockey. Tom miraba celoso mientras Simon firmaba autógrafos, pero ese sentimiento se desvaneció inmediatamente cuando Simon le sonrió. Era uno de los mejores tipos que Tom había encontrado jamás.

—De nuevo mi enhorabuena por haber conseguido el trofeo al mejor jugador. ¿Cómo ha llevado la derrota tu entrenador?

—Se volvió loco —suspiró Simon—. Perdió absolutamente el control de sí mismo. Vamos, como si se tratase del campeonato del mundo o algo parecido.

—¿Tan mal? —Brandi puso una cara rara.

—Cuando se enfada se pone tan loco que incluso llega a asustarme. No puede uno imaginarse lo que es capaz de hacer.

—Creo que tiene dentro como otra persona que piensa poder conseguir todo lo que se propone —se rió Brandi.

—No sé, Brandi. No le dirijo la palabra hasta que le veo más calmado.

Dietmar entró en la habitación comiendo a dos carrillos un bocadillo con varios pisos de embutido y pepinillos.

—Hola, ¿sabéis por qué Tom Austen lleva un pavo debajo del brazo?

—No me interesa tu acertijo —le confesó Brandi—. Pero, de todos modos, dímelo, Dietmar.

—Para tener piezas de repuesto.

—¡Pedazo de bruto! —Brandi cogió por el brazo a Simon y se lo llevó fuera de la habitación. Tom se quedó desolado.

—No me divierto demasiado —le dijo a Dietmar—. ¿Y tú?

—Olvídate de Brandi y vete a buscar algo de comida. Luego te sentirás mejor.

—De acuerdo.

La fiesta era cada vez más ruidosa. Las maderas de la vieja casa se quejaban cuando los que bailaban las golpeaban con sus pies sin miramiento alguno. Tom oyó el aullido de unas sirenas. Se imaginó que la policía se dirigía hacia allí para obligar a terminar aquella fiesta tan loca. Pero se ve que la emergencia era en otro sitio. Mientras comía patatas fritas de un bol que llevaba en la mano, iba de habitación en habitación. Encontró a Simon y a Brandi en la puerta de entrada.

—Hola, Tom —le dijo Simon.

—¿Te vas ya?

—Sí, pero te veré de nuevo antes de que el equipo vuelva a casa la próxima semana.

La puerta delantera se abrió violentamente y entraron cuatro hombres jóvenes, todos ellos de bastante más edad que la mayoría de los invitados.

—Hola, buena gente, ¿es ésta la fiesta de Tattoo?

Sin esperar la respuesta, se dirigieron hacia donde les llegaba el sonido de la música. Simon hizo un gesto de disgusto.

—Va a ser una noche muy larga.

—Seguro que sí —dijo Brandi—. Jamás he visto antes a esos individuos. Voy a asegurarme de que no estropeen la fiesta.

Salió precipitadamente. Después de despedirse de Simon, Tom pasó un rato largo en el porche. Sentía en su cara el aire tibio de la noche, y la música era agradable. Pero se aburrió pronto y se fue en busca de Brandi.

La encontró bailando en la sala de recreo del semisótano con uno de los no invitados a la fiesta, un hombre de pelo negro y piel muy oscura. Pensó que aquel individuo se había pasado horas en la playa. Tenía una sonrisa que le hacía enseñar sus dientes blancos, pero que nada tenía de agradable. Había algo deslumbrante y egocéntrico en la forma en que bailaba. Tom se dio cuenta de que aquél no era un individuo de fiar. Se dejó caer en un sofá para observarlo. Al final terminó la pieza de baile y el hombre se fue, quizá para buscar algo que poder robar. Pero antes de que Tom pudiera seguirlo, se le unió Brandi en el sofá.

—¿Te diviertes?

—Naturalmente, Brandi. Es una fiesta estupenda; pero ¿cómo puede pagarla tu madre? Hay montañas de comida en la cocina.

—Es una persona muy generosa. En este momento tiene dinero porque vosotros habéis alquilado las habitaciones. Mi madre lo gasta en una fiesta para sus amigos. Y para los compañeros de Tattoo que no han sido invitados.

—¿Cómo puedes haber estado bailando con ese tipo sin conocerlo?

—Porque me parece guapo y baila muy bien.

—Bueno —Tom clavó su mirada en la pared, mientras intentaba encontrar algo que decir—. ¿Tienes algún plan para cuando termines el colegio?

—Voy a estudiar Derecho.

—¿De veras? Mi madre es abogado.

—Mira qué bien. Quizá podría visitarte alguna vez y encontrarme con ella.

—Sería fantástico, Brandi. Te enseñaría Winnipeg. Es una ciudad que te gustaría.

—¡Eso es una cita! —dijo Brandi con una sonrisa—. ¿Sabes por qué quiero estudiar Derecho? Porque hay muchas personas que son víctima de las injusticias y quiero ayudarlas.

—¿Te refieres a las víctimas de los secuestradores?

—No solamente a ésas. Me refiero a las víctimas de los dueños de casas que cobran unos alquileres exagerados, a las víctimas de los grandes jefes que echan a la calle a los trabajadores sin razón alguna, a las víctimas de los gobiernos que privan a los súbditos de los derechos humanos.

—Nunca he pensado demasiado en todo eso.

—Yo sí, y voy a luchar en favor de esa gente.

Brandi se alisó su pelo suave. Luego su mirada pareció perderse en el vacío. Tenía cara de preocupación.

—Alégrate. Estamos en una fiesta.

—Tienes razón —se levantó de un salto y sonrió a Tom—. Me encanta haber hablado contigo. Hasta luego.

Tom la miró mientras se iba. Luego suspiró y se fue hacia arriba. Por fin había llegado Tattoo, y estaba en la cocina con Shirleen, apoyándose contra un mostrador. Hizo una seña a Tom para que se acercara.

—¿Qué dices?

Le llegaron oleadas de olor a cerveza de su boca cuando habló. Tenía los ojos enrojecidos y parecía que temblaba.

—Encantado de verte, Tattoo. ¿Te has recuperado de la cueva?

—Nunca… volveré… otra vez.

—Fue un acto de bravura por parte de mi hombre meterse en esas cuevas —dijo Shirleen riéndose y abrazándole.

—No… me llames… tu hombre.

—Lo siento —Shirleen hizo una mueca a Tom—. Me olvidé de que estábamos en público.

—Me parece que me voy abajo, a ver cómo bailan —se excusó Tom con una sonrisa.

—Iré contigo —se ofreció Shirleen—. Quiero asegurarme de que mis huéspedes se lo pasan bien.

Pero Shirleen escogió un momento inoportuno para ir abajo. Cuando Tom y ella avanzaban a lo largo del pasillo del semisótano débilmente iluminado, vieron a dos figuras abrazándose en la oscuridad. Sorprendidos, la pareja se separó y Tom reconoció a Brandi. Al lado de ella estaba el hombre deslumbrante con el que había bailado antes.

—Brandi —exclamó Shirleen—, ¿qué estabas haciendo?

—Nada.

—No me mientas —dio un paso hacia el hombre, y al mismo tiempo levantó su mano—. Mi hija es demasiado joven para usted. ¡Fuera de mi casa!

El hombre murmuró algo. Luego pasó por donde estaba Shirleen y subió precipitadamente las escaleras. Brandi miró a su madre con aire desafiante.

—¡Déjame en paz! Puedo tomar mis propias decisiones.

—Eres todavía una niña inmadura, Brandi. Acabas de darme una prueba de ello.

—¡Se trata de mi vida! ¡Es exclusivamente mía!

—No es cierto mientras estés bajo el techo de mi casa.

Brandi empujó a Tom al pasar y se fue escaleras arriba. Durante un momento, Shirleen miró hacia el sitio por donde había desaparecido. Luego también ella subió las escaleras. Tom se quedó apoyado contra la pared. Se sintió horriblemente mal por todo lo que había pasado.

Luego, también él subió, encontró a Shirleen llorando en la cocina y logró enterarse por Tattoo de que Brandi se había ido de casa.

Se precipitó hacia fuera y miró a derecha e izquierda de la carretera. Nada se movía, salvo las hojas muertas que temblaban bajo la luz de las farolas de la calle, y un gato que se encaramó a la parte alta de una valla. Se detuvo para echar una mirada a Tom. Luego desapareció en la noche.

Le llegó de cerca el ruido del tráfico de la autopista. Tom corrió en aquella dirección y vio a Brandi de pie en la cuneta. Las luces le iluminaban la cara al pasar los coches, que no hacían caso de su gesto de autostopista.

—Brandi —dijo Tom cuando se acercó—. Siento lo que ha pasado.

—Olvídalo, Tom. Déjame sola, por favor.

—¿No vuelves a casa?

—¡No! Esa mujer me pone enferma, y su gordo amigo más.

—¿Y qué me dices de la Gran Abuela? Vas a destrozarla con tu huida de casa.

La duda cruzó el rostro de Brandi. Durante un momento dejó de hacer autostop. Luego sacudió la cabeza.

—La Gran Abuela sobrevivirá.

—Brandi, vuelve, por favor.

—¡Lárgate, Tom! Soy libre y seguiré siéndolo para siempre.

Tom la miró fijamente. Intentaba encontrar las palabras adecuadas para la ocasión. Un coche disminuyó la velocidad y el conductor examinó a Brandi. Pero al ver a Tom junto a ella, aceleró. Alguien le gritó desde un coche que iba en la otra dirección. Y otro hombre pareció a punto de parar hasta que vio a Tom.

—Brandi, ¿recuerdas lo que dijiste en el partido de hockey?

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Si entras en el coche de un individuo, y él quiere matarte, no hay escapatoria posible.

Siguió haciendo autostop.

—¡Fuiste tú misma la que dijiste eso, Brandi! ¿No me crees?

Brandi se abrazó a sí misma.

—Hace mucho frío aquí fuera. Me estoy helando.

—Brandi, es porque estás asustada. Por favor, no hagas autostop.

—¡No tengo miedo de nada! —sus ojos relampaguearon y salió algo más a la carretera para que pudieran verla bien los automovilistas—. ¡Tom, vete de aquí!

De repente, furioso ante su actitud, se retiró despacio del sitio. No perdía la esperanza de que le llamaría, y de que volvería a casa con él, pero no oyó nada hasta que se produjo el chirrido de unos frenos.

Se volvió. Tom vio que un gran coche blanco se había parado para recoger a Brandi. Ella entró en el coche, con una sonrisa dedicada a la oscura sombra del conductor. Luego el coche se puso en marcha y desapareció en la noche. Tom logró ver una confusión de letras en la matrícula, pero estaba demasiado lejos para poder leerlas. Sintió una inmensa preocupación por Brandi y echó a correr hacia casa.

La fiesta había acabado definitivamente. En aquel momento salían los últimos invitados. Dentro, los que residían en Shirleen's Place estaban sentados en la sala de estar, con unas caras tristes. Cuando Tom entró en la habitación, Shirleen le miró llena de esperanza.

—¿Ha vuelto contigo?

—No.

—Jamás he tenido una pelea con ella —dijo secándose los ojos enrojecidos.

—Brandi es tu hija —insistió la Gran Abuela, moviendo la cabeza con signo de preocupación—. Debes mantener unas normas para su conducta o de lo contrario no te respetará.

—Totalmente correcto —afirmó el Maestro.

Tattoo parecía mucho más sereno, pero sus palabras seguían teniendo la misma confusión de antes.

—Ella volverá pronto. Se va a limitar a dar una vuelta por ahí. Esa chica tiene carácter.

—Tienes razón —afirmó Shirleen—. Está dando una vuelta por la vecindad.

Tom había temido este momento. Con un corazón que le latía locamente, le dijo a Shirleen que había visto cómo alguien había cogido a Brandi en autostop. Mientras él hablaba, el silencio en la habitación se hizo impresionante. Luego Tattoo se puso en pie de un salto.

—Encontraré a Brandi. Y la devolveré a casa —salió disparado hacia el pasillo, sacó algunas llaves del bolsillo de su chaqueta, y se volvió hacia Tom.

—Ven conmigo y dime la dirección que han tomado.

—¿Te parece bien que haga eso? —preguntó Tom al Maestro.

—Tom, limítate a ir a la carretera. Dile a Tattoo la dirección que han tomado, para que él pueda dar con el coche que se ha llevado a Brandi. Luego, vuélvete a casa.

—Yo iré también —dijo Dietmar al mismo tiempo que se ponía en pie.

Pocos minutos después, el coche de Tattoo entraba en la carretera. Tom señaló el sitio exacto en el que se había situado Brandi y la dirección que había tomado el coche blanco. Luego hizo el gesto de coger la manija del coche. Pero Tattoo pisó el acelerador a fondo.

—Tom, quédate conmigo. Puedo necesitar tus ojos. Esta noche me siento incapaz de ver con claridad.

Tom se quedó rígido cuando Tattoo siguió manteniendo su pie a fondo en el acelerador. Entraron con el motor rugiendo en el puente naranja, pasaron al carril izquierdo para adelantar a un camión que llevaba una marcha lenta. Luego, al final de una recta, tomaron una curva a una velocidad endemoniada. Vieron delante de ellos un indicador de población, que dejaron atrás inmediatamente. La oscuridad se tragó el coche.

—Tattoo, aminora —dijo Tom nervioso—. Es una carretera llena de curvas.

—Tenemos que encontrarla. No podemos perder tiempo.

—Vas a matarnos.

Se les aparecieron, como surgiendo de la nada, las luces de un coche que venía en dirección contraria. Tattoo hizo un viraje. Las ruedas chirriaron, y el rugido de la bocina de un conductor furioso murió en la noche.

—La culpa es mía. Iba por el carril contrario en la carretera —murmuró Tattoo, frotándose los ojos—. ¿Dónde está ese coche blanco?

—Por favor, párate, Tattoo. Déjame salir del coche.

—Austen, tranquilo —habló Dietmar por primera vez—. Tattoo conoce esta carretera como la palma de su mano.

—Sí —murmuró Tattoo—, como la palma de mi mano.

Sus ojos inyectados en sangre brillaban con el débil resplandor de las luces del tablero de mandos. La confusa sombra de los árboles se quedaba atrás inmediatamente ante la tremenda velocidad del coche. Y seguía con el acelerador pisado a fondo.

—¡Por favor, Tattoo!

—Hay que encontrar a Brandi. Necesito vuestra ayuda.

—Así es —dijo Dietmar—. ¿No te preocupa encontrar a Brandi?

Al final Tom tuvo una idea. Se inclinó hacia adelante y se metió los dedos en la garganta. Su estómago sufrió una sacudida y sintió unas terribles náuseas. Cuando el vómito le llegó a la garganta, Tattoo frenó violentamente.

—¡No hagas eso! ¡Mi coche va a apestar luego!

Se detuvieron. Tom agarró la manija y salió fuera.

—Vamos, Austen —dijo Dietmar—, no seas un gallina. Quédate con nosotros.

—Ni soñarlo, Oban. Me importa mucho mi vida. Es la única que tengo.

—¡Vuelve al coche! ¡Te lo ordeno! —gritó Tattoo, sacando la cabeza para hablar con Tom en un tono de gran enfado.

Tom cerró el coche con una mano temblorosa y se alejó. Momentos después se encontró solo en mitad de la noche.