6
TOM lanzó un grito de terror.
Luchó con toda su fuerza para escapar de las manos que le atenazaban. Luego, miró la cara del hombre, y se quedó asombrado.
Era Tattoo.
Sus dientes estaban apretados. Sudaba por todos los poros.
—¡Tranquilo! —le gritó Tattoo—. ¡Tranquilo!
—¡Déjame en paz!
—No lo haré hasta que te vea tranquilo. ¿Qué ha pasado en aquel edificio? Juraría que has visto un fantasma.
Tom continuó luchando con Tattoo. Después comprendió que tenía que fiarse de aquel hombre.
—Alguien ha secuestrado a Dietmar. Tenemos que encontrarlo inmediatamente.
—¿Dietmar? —Tattoo soltó a Tom, y sus labios dibujaron lentamente una sonrisa—. ¿Qué? ¿Qué pasó?
Extrañado ante aquella sonrisa, Tom lo explicó todo rápidamente. Cuando terminó, Tattoo se reía tan fuerte que la cara de Tom se volvió roja como un tomate por el ridículo que pensaba haber hecho. ¿Qué pasaba?
—Recuerdas el café en Denver —dijo el hombre ya calmado—. Supe que tú eras el que había puesto aquel azucarillo de broma en el café del Maestro.
—¿Y eso qué?
—Creo que Dietmar se ha tomado la revancha.
Tom se volvió para mirar el viejo edificio y vio a Dietmar apoyado en la jamba de la puerta con una gran sonrisa en su cara.
—Austen, ¿quieres que te seleccionen para el equipo olímpico? Eres tan rápido que seguro que ganarías una medalla de oro para Canadá.
—¿Fuiste tú el que cerraste de golpe las puertas?
—Buen trabajo, Sherlock. Has solucionado el problema.
La rabia invadió a Tom al recordar todo lo que había hecho para salvar a Dietmar. Apretó los puños, dispuesto a usarlos. Luego de repente volvió la espalda y se fue al coche, que los esperaba.
De vuelta a casa, sufrió las chanzas y las risas de todos. Agradeció que Brandi no quisiera unirse a la tomadura de pelo general. En vez de eso, echó en cara a Dietmar el ser un «ignorante». Eso hizo que Tom viviera un momento de tranquilidad, que le duró unos sesenta segundos. Después sintió que se hundía en la miseria. Sabía que la historia se convertiría en la comidilla de todos cuando llegaran al colegio de Queenston, cuando volvieran a Winnipeg.
Por suerte, Dietmar se negó a unirse al viaje a las Cuevas de Cody al día siguiente, y se quedó cuando el convoy de vehículos todo terreno se dirigió hacia el norte en aquella mañana soleada. A través del lago Kootenay había una vista panorámica magnífica de los montes Pourcell, que se erigían a la izquierda y a la derecha hasta perderse en la distancia. El bosque era espeso, roto solamente por una pequeña ciudad, que de alguna manera ponía algo de vida en aquel mundo salvaje.
—Es Ainsworth —dijo Kendall Steele—. Hoy, al atardecer, nos pararemos aquí para bañarnos en el estanque de aguas termales.
—Estupendo.
—Ése es el hotel Silver Ledge —les explicó. Señaló una calle lateral, hacia un edificio de la época de la Nueva Frontera con balcones de madera a lo largo de todos los pisos—. Ahora lo han convertido en museo, pero durante quince años permaneció totalmente vacío de personas, y nadie rompió ni una sola ventana, aunque estaba lleno de mobiliario antiguo de mucho valor. Un piano de época, sillas giratorias y un escritorio, sillones de cuero, todo estaba intacto.
—Eso no ocurriría hoy —gruñó George Harshbarger—. Los chicos se habrían llevado lo que, a su juicio, tuviera algún valor y habrían destrozado lo demás.
—¿Por qué hablas así de los chicos? —preguntó Tattoo.
—El vandalismo está a la orden del día —George Harshbarger miró sombríamente la superficie del lago mientras dejaban atrás Ainsworth—. Me han robado en el almacén tres veces.
—Debes olvidarte de eso, George —el todo terreno chirrió cuando Kendall Steele cambió de marcha—. ¿No lo tenías asegurado?
—Eso no importa.
Kendall Steel se sonrió y encendió otro cigarrillo, haciendo más irrespirable todavía la atmósfera del interior del coche.
—Mi chico no será un vándalo. Yo haré todo lo posible para conseguirlo.
—Bueno —dijo Tattoo—, ¿podría alguien abrir una ventanilla. Me asfixio aquí atrás.
Kendall Steele hizo caso a lo que pedía, y el aire fresco de las montañas invadió el interior del todo terreno. Dejaron la carretera principal y tomaron una empinada y de grava, que les llevó hasta las Cuevas de Cody. Los árboles crecían pegados a la carretera, el musgo pendía de las ramas. Producían el efecto de una cabellera verde, larga y desordenada. Tom se inclinó hacia adelante, siempre con la curiosidad de nuevas emociones.
—Me muero de impaciencia por ver las cuevas. Serán, como se nos cuenta en Tom Sawyer, unas cavernas llenas de ecos, y de velas humeantes. Esperemos no perdernos.
—Tienes una idea equivocada sobre esas cuevas, hijo —George Harshbarger sacudió la cabeza—. Espero que tus nervios estén bien templados. La mayoría de los chicos de hoy no pueden aguantar la presión psicológica que se produce en las Cuevas de Cody.
—¿Por qué? ¿Son peligrosas?
—Si te perdieras en ellas, morirías de hipotermia en dos horas.
—¿Qué es eso?
—Una bajada irreversible y fatal de la temperatura del cuerpo. En las cuevas hace frío, y en ellas el índice de humedad es del cien por cien. Tus pies y tus manos se hacen insensibles, a lo que sigue un temblor incontrolable. Luego pierdes la capacidad de pensar con claridad. Una muerte terrible en exactamente dos horas.
—Hoy estás de un humor espantoso, George —se rió Kendall Steele—. Nadie ha muerto en las Cuevas de Cody.
—Siempre hay una primera vez.
—No te preocupes, Tom, te gustarán. Vas a vivir una experiencia absolutamente nueva para ti. Vas a pasar de la luz a la perpetua oscuridad. Lo mismo que en el caso de los que se quedan ciegos, se agudizará el resto de tus sentidos. El olfato, el tacto, el oído adquirirán una enorme intensidad.
—¿No vamos a poder ver?
—Hombre, sí. El casco obligatorio con el que entraréis en las cuevas llevará una lámpara de minero. Pero apagadla en una ocasión para vivir la experiencia de la oscuridad total.
El todo terreno rugió cuando Kendall Steele cambió la marcha. Las grandes ruedas sobrepasaron el obstáculo de un hoyo ancho y profundo, lleno de barro. Durante un momento, el parabrisas quedó totalmente cubierto de un barro marrón. El negro túnel de árboles se acabó de repente, y vieron el lago allá, muy abajo. Parecía un charco azul. Durante unos momentos se fijaron en unas montañas con crestas en forma de sierra. Eran espectaculares con sus glaciares blancos a la luz del sol. Luego se perdió aquella vista cuando el camino hizo una curva alrededor de un farallón y ascendió recto hacia el bosque. Tom se agarró fuertemente cuando el todo terreno cogió una zanja y se paró con un ruido sordo. Se desparramó por el piso del coche el montón de enseres que formaban parte del equipo. Un casco, impermeables manchados de barro, algunos pantalones vaqueros y un par de botas mugrientas de vaquero, sombreros aplastados, todo siguió en el piso del coche mientras el todo terreno luchaba por abrirse paso montaña arriba.
—Nos encontramos en medio de ningún sitio —dijo Tom—. ¿Cómo fueron descubiertas esas cuevas?
—Un hombre, llamado Henry Cody, llegó de la isla Prince Edward en mil ochocientos ochenta y seis. Era enorme, pero muy cordial. En una ocasión un minero le disparó un tiro que le atravesó ambas mejillas. En vez de matar a aquel hombre estrangulándolo con sus manos, lo levantó un par de veces en el aire y luego lo arrojó al suelo. ¡Qué control de sí mismo! En otra ocasión, Cody estaba en la galería de una mina con un compañero. Encendieron las mechas para producir unas explosiones en cadena. Cuando se dispusieron a salir, descubrieron que alguien, por una estúpida equivocación, había retirado la escalera de salida. Cody cogió a su compañero y lo cargó sobre sus espaldas como si fuera un fardo, para salvarlo. Lo sacó del agujero que se había convertido para ellos en una trampa mortal. Cuando empezaron las explosiones, tuvo el tiempo justo para refugiarse, en la galería más inmediata, detrás de una roca desprendida. El mundo no volverá a ver a otro hombre como él.
—¿Henry Cody encontró esas cuevas?
—Sí. Probablemente mientras buscaba mineral.
—Aquello fue el principio del fin de las cuevas —dijo Kendall Steele con un tono triste—. En sólo cien años el hombre ha destruido lo que la naturaleza había creado en millones de ellos. Las botas llenas de barro han abierto caminos en suelos blancos absolutamente cristalinos, destruyendo embalses en miniatura. La gente ha roto estalactitas y agujas finísimas huecas para llevárselas como recuerdo, o pintado sus nombres en las paredes. Una ignorancia total.
—¿Qué son esas agujas?
—Son estalactitas huecas, que crecen pegadas al techo y se forman cristal tras cristal. El agua arrastra hacia abajo calcita disuelta, depositada a razón de un centímetro cúbico cada cien años. El avance es lentísimo, pero el resultado es impresionantemente bello.
—Correcto, amigo mío —dijo George Harshbarger, dándole una palmada en la espalda—, pero no olvidéis que la mayoría de las cavernas no han sido holladas todavía por el pie del hombre.
—Tienes razón. Aún hay esperanza.
Se detuvieron en un claro del bosque. Al todo terreno se le unieron otros vehículos que llevaban el resto de la expedición. Kendall Steele y George Harshbarger supervisaron los preparativos. Dieron a cada uno un par de prendas, de abrigo y contra la humedad, y un casco con una lámpara. Un hilo conectaba la lámpara con una batería que llevaban en el bolsillo de uno de los impermeables.
Los hombres parecían preparados para cualquier emergencia. Además de cerillas en cajas especiales contra toda humedad, tenían silbatos, paquetes de comida de emergencia, linternas potentes, capaces de seguir funcionando bajo el agua, y termómetros totalmente estancos.
—Parece que todo esto es porque debemos esperar lo peor —dijo Tom nervioso, mientras se preguntaba en qué consistiría eso de peor.
—Tom, quiero que te tranquilices, y que superes tus miedos —Kendall Steele le apretó los hombros con sus manos fuertes. Le miró directamente a los ojos, con aquellos ojos azules—. Hay un gran reto ahí abajo. Si empleas tus fuerzas ocultas, conquistarás lo desconocido. Cuando entré por primera vez con mi hijo en las Cuevas de Cody, supe que saldría hecho un hombre. Tú tendrás hoy la misma experiencia.
—Lo intentaré con todas mis fuerzas, señor Steele.
—Buen chico.
Kendall Steele se fijó detenidamente en la cara de Tom. Luego se volvió cuando vio que venía Tattoo.
Parecía más corpulento que nunca, con aquella complicada vestimenta de color azul.
—¿Todo listo?
—Creo que sí —Tattoo levantó su casco y se pasó la mano por su frente sudorosa—. Mi compañía trabaja la madera en los montes cercanos a éste. ¿No hay por aquí algunos edificios de minas abandonadas?
—No —Kendall Steele saludó con la mano a los demás—. Pongámonos en marcha.
Con alguna preocupación, los aventureros empezaron a subir por una senda escarpada. El bosque despedía infinitos olores, todos muy suaves. Los alerces le traían a Tom recuerdos navideños. Cerca se precipitaba un pequeño torrente. Acompañados por los cantos de los pájaros ocultos en la enramada, siguieron el sendero que cambiaba de la pinocha mojada y esponjosa a las rocas. Después aparecieron las raíces al aire, con sus superficies nudosas resbaladizas.
—Hemos llegado —dijo George Harshbarger al fin, y señaló una hendidura casi oculta entre los árboles de la colina.
Uno de los jóvenes de la expedición se quedó totalmente sorprendido.
—Me esperaba una cueva en toda regla. ¿Cómo vamos a conseguir pasar por esa hendidura?
—¿Y qué os parece si nos quedamos aquí fuera?
—Bueno, cuadrilla —anunció Kendall Steele—, escuchad atentamente. Permaneced juntos en la cueva, seguid nuestras instrucciones, y evitad dañar las formaciones geológicas. Si vuestra luz se apaga y estáis solos, corréis el peligro de perderos. Permaneced en el sitio y esperad que os llegue la ayuda. Ahora, encended las luces y seguidme.
Se puso de costado, se coló por la hendidura y desapareció de su vista. Después que Tattoo entró por la misma hendidura, siguió Tom.
—Aquí hay una oscuridad perpetua —murmuró, mientras intentaba afirmar sus pies en las enormes lajas rocosas que se hundían en la caverna.
El rayo de luz amarilla de su casco se proyectó contra los muros. Después se detuvo en una especie de masa marrón que se revolvía como un gusano.
—¡Bueno…! Se diría que hay ahí millones de arañas arracimadas.
—Son arañas Harvestman, y están invernando. Tu luz las molesta. No las alumbres.
El aire era húmedo y frío, y parecía oler a agua con barro. El aliento de Tom se convertía en una nube al atravesar el rayo de luz amarilla de su lámpara, mientras seguía las demás luces hacia el interior de la cueva. Se arrodilló, y se coló en una abertura entre dos enormes rocas. Inmediatamente sintió claustrofobia cuando se encontró en un túnel estrecho por el que tenía que reptar. A medio camino, se detuvo, intentando recuperar el aliento. Después siguió adelante.
El casco golpeó contra el techo del túnel con un ruido seco que casi le ensordeció. Llegó al final y pudo ponerse de pie. Estaba cubierto de barro. Se preguntó si volvería a ver de nuevo la luz del día.
—¿Qué tal, Tattoo?
—Bien —gruñó el hombre, poniéndose lentamente de pie—. Pensaba que me iba a quedar atrancado ahí. ¿Cuándo volvemos a casa?
—Kendall Steele dijo que descubrirás tu fuerza interior hoy —se sonrió Tom.
—La única fuerza que necesito es la suficiente para abrir un bote de cerveza. Me encantaría tener uno en la mano en este mismo instante.
La expedición había alcanzado un largo pasadizo en el que se oía el ruido del agua de un riachuelo que debía de correr no lejos de donde se encontraban. Cuando los jóvenes avanzaban por un sendero estrecho encima del agua, uno de ellos se acercó demasiado al borde. Tuvo que abrir totalmente sus brazos para mantener el equilibrio.
—Muchachos —dijo Kendall Steele—, ¿os he dicho que hay rocas venenosas?
—¿Sí?
—Una gota os mataría.
Hubo una risa generalizada. Luego se oyó una voz.
—¿Cómo se han formado estas cuevas? —preguntó alguien.
—Estáis rodeados de rocas calizas. Hace tiempo, centenas de miles de años, el agua se coló por las grietas en esta roca caliza y empezó a destruirla. Al final se formó un pequeño río que se filtró por las fisuras. Poco a poco, la cueva se fue haciendo mayor, a medida que los muros y los techos se iban desmoronando.
—Si prestáis mucha atención —dijo George Harshbarger—, escucharéis cómo las cuevas están todavía cambiando. Cada gota de agua que cae del techo precipitará unos pequeños cristales de calcita. Así se crean lentamente esas estalactitas y estalagmitas.
Orientó su luz para enseñar unas formaciones totalmente semejantes a un carámbano, que brillaban con la condensación de agua en el techo. Luego señaló las finas agujas huecas que se descolgaban desde el techo de la cueva.
—Imaginad lo que ha pasado en el mundo exterior mientras se formaban estas finas agujas. Se han sucedido guerras, inundaciones, hambrunas, el nacimiento y la muerte de grandes civilizaciones. Mientras tanto, estas finas agujas iban tomando forma en el techo. ¿No es extraordinario?
—Veo que a vosotros, muchachos, os encanta este lugar —dijo Tattoo—, pero yo estoy fastidiado.
—¿Por qué?
—Porque el aire que respiro aquí parece que me llena los pulmones de barro. Porque me siento preso en una cárcel. Porque quizá nunca vuelva a respirar el aire fresco de nuevo, o vea brillar el sol en las hojas de los árboles. Aunque parezca una cosa tonta, me siento asustado.
—Saldrás fuera;sano y salvo.
—¿Qué pasaría si hubiera un terremoto y la entrada quedara sellada por la caída de una roca? Nos ahogaríamos aquí, lo mismo que los mineros que quedan atrapados bajo tierra.
—Estáis a salvo con nosotros —dijo George Harshbarger impaciente—. Yo os doy mi garantía personal.
Giró sobre sí mismo y se dirigió a una grieta que se elevaba por encima de sus cabezas. Subiendo, y ayudándose unos a otros, el grupo hizo su camino a través de la estrecha abertura. El ruido del riachuelo se perdió detrás de ellos. Uno de los que subían golpeó la roca resbaladiza, y un trozo cayó justamente cerca de su cabeza. Cuando el agua corrió por su cuello, se dio cuenta de que su mayor deseo era salir de las cuevas y no volver nunca más.
Cuando alcanzaron un paso lo suficientemente grande como para poder sentarse en él, la expedición se detuvo para descansar. Sobre la cabeza de Tom había unas formas geológicas que parecían babosas blancas petrificadas, brillantes al rayo de luz que procedía de su casco. Moviendo la luz despacio, descubrió otras formas que parecían delgadas arañas blancas, y caracoles con pequeños cuernos, todas formadas por la calcita a lo largo de miles de años.
—Este sitio es bonito si te detienes un momento a contemplarlo.
—Tienes razón —dijo Kendall Steele—, y todavía no habéis visto la cueva perla o la del huevo frito. Hay en ella unas formaciones tan hermosas que os van a dejar los ojos como platos.
—¿No hay murciélagos?
—Sólo en invierno, cuando están invernando —inclinó su cabeza para escuchar—. ¿No oís la caída del agua? Es un fenómeno que dura desde hace millones de años.
Las puntas de los dedos de Tom estaban heladas y sentía hambre. Aunque quería descansar, no había forma de detener la marcha constante de George Harshbarger, que llevó al grupo más hacia el interior de las cuevas. De nuevo la claustrofobia se apoderó de Tom cuando se deslizó a través de un pasadizo embarrado. Debía ir de costado, porque las rocas formaban un túnel muy estrecho, y tenía que arrastrarse a lo largo de aquel agujero de techo bajo, mientras el agua le caía en la cara y su corazón latía con violencia.
—¿Sabéis una cosa? —dijo Tattoo, cuando el hombre se vio fuera del túnel—. Que para poder salir de las cuevas tenemos que hacer el camino de vuelta por el mismo sitio. ¿Hasta qué profundidades nos está llevando George Harshbarger?
—Hasta China. Si alguna vez veo la luz del sol de nuevo, besaré el cielo.
—Aquellas formaciones marrones parecen unas enormes venas. Quizá estemos dentro de los pulmones de un gigante.
—Esperemos que al monstruo no se le ocurra encender un cigarrillo.
Llegaron a una gran cueva, donde las luces que se proyectaban desde los cascos formaban sombras que aparecían y se desvanecían en los muros de piedra. Por todas partes había figuras y colores extraños. Las formaciones de calcita se parecían a una mariposa pegada a las paredes calizas, una larga serpiente blanca parecía retorcerse a través del techo, y otras figuras translúcidas creaban escenas de una belleza cristalina.
—¿Quién siente estar viviendo una aventura única? —preguntó George Harshbarger. Tattoo gruñó, pero los jóvenes gritaron su conformidad—. He pensado que debéis vivir la experiencia de sentiros estrujados en una chimenea. Uno a uno reptaréis por un pasadizo estrechísimo. Subiréis lo más alto que podáis y esperaréis a los otros. El récord está en doce personas, como sardinas en lata, en una chimenea.
—Pero si nos quedamos atrapados, moriremos allí.
—Evidentemente, y dentro de cien años sacarán vuestros esqueletos, y los recompondrán en el museo de Ainsworth.
—¡Qué puzle tan complicado!
El grupo se dirigió hacia el sitio con caras muy alegres, pero Tattoo se quedó atrás, pegado a la roca.
—Que lo pases bien, Tom. Yo me quedo aquí.
—¿Necesitas compañía?
—No me importaría.
Tom se sentó y pudo escuchar cómo las voces de los jóvenes se iban apagando, y luego murieron en la lejanía. El silencio se adueñó de la cueva, roto sólo por la caída del agua en las rocas. El frío y la soledad se apoderaron del cuerpo de Tom, ya muy cansado.
De repente, la mano de Tattoo salió disparada. Tiró del cordón de la luz de Tom, y se la apagó. Al mismo tiempo, apagó su propia lámpara, y se quedaron los dos en total oscuridad.
—¡Oye! ¿Qué pasa?
Nadie respondió. El silencio fue terrible mientras Tom tanteaba su luz intentando encontrar el cordón, con unas manos que temblaban de forma incontrolada. Se volvió hacia Tattoo e intentó desesperadamente ver al hombre, pero no encontró más que aire negro, y extrañas formas de brillantes diseños que parecían estallar y burbujear frente a sus ojos, que de nada le servían en aquellos momentos.
Sintió de alguna manera que no debía hablar. Tom intentó apartarse de Tattoo, pero tropezó en una roca y cayó de espaldas. Su casco chocó contra el muro de la cueva con un ruido que pareció hacerse pedazos en su cabeza. Luego se hizo de nuevo el terrible silencio.
Tom no podía ni imaginarse cuál era la dirección hacia arriba o hacia abajo. Sentía un terrible hormigueo en su piel, le dolía el pecho por la agonía de su miedo, y sus ojos escudriñaban en aquella oscuridad aplastante, en un intento de encontrar la forma de protegerse. Luego, la luz se encendió en sus ojos cuando Tattoo conectó su lámpara. Riéndose, ayudó a Tom a levantarse.
—¿Te has asustado, eh?
—¿Por qué has hecho eso?
—No sé. Supongo que porque estaba aburrido.
Todavía temblando de pies a cabeza, Tom miró los ojos de Tattoo, intentando comprender.