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—ALGÚN maníaco ha declarado la guerra a nuestros niños.
Al hombre que decía esto se le conocía por Tattoo. Desgreñado, su rostro hermoso empezaba a deformarse por una gordura excesiva. Sus brazos musculosos dejaban ver distintos tatuajes: una calavera y unos huesos cruzados debajo de ella, un motorista y una cobra enroscada en su brazo moreno y peludo.
—Si los policías no detienen a ese miserable, lo haré yo.
—Tranquilo, cariño —murmuró la mujer que estaba sentada a su lado.
Se le acercó más todavía y reposó la cabeza sobre su hombro.
—Nadie está a salvo aquí —se lamentó Tattoo—. Shirleen, uno de tus hijos puede ser el siguiente.
—No digas eso, cariño. Nos asustas. Recuerda que este viaje ha sido organizado para divertirnos —se volvió y sonrió a las demás personas que se apiñaban en el viejo coche—. ¿Todo el mundo está contento?
—Sí —respondió Tom, aunque realmente todavía temblaba al pensar en el secuestro de Chuck Cohen la noche anterior.
El chico había desaparecido, y también el hombre que se había hecho pasar por guardia de seguridad. La confusión reinaba en Nelson. Había llegado un buen número de policías para ayudar a descubrir al secuestrador.
Al lado de Tom estaba Dietmar Oban, al que conocía hacía años, y Theolonius P. Judd, también conocido como el Maestro. Este hombre, alto y elegante, que llevaba un traje inmaculado, con camisa blanca y corbata a pesar del calor, era tío de Dietmar y había invitado a los chicos a viajar desde Winnipeg y a pasar unos días en Nelson. El Maestro decía que él era un lince para olfatear los negocios auténticamente rentables. Quería explorar la zona de Kootenay en busca de nuevas oportunidades económicas.
También estaban apretujadas en el coche la abuela de Shirleen, una mujer frágil, de cabello gris, conocida como Gran Abuela, y una joven, Brandi, hija de Shirleen. Tom vivía intensamente la presencia de Brandi. Intentaba por todos los medios robar alguna de las miradas de aquellos ojos grandes y oscuros. Se quedaba extasiado viéndola pasar sus dedos, finos y largos, por su pelo precioso. Tattoo, que había tenido que dejar su trabajo en los bosques, los llevaba a ver una competición deportiva, en la que la base fundamental eran los troncos. Lo mismo que el Maestro y los jóvenes, Tattoo había alquilado una habitación en Shirleen's Place, la casa de huéspedes que había en Nelson, propiedad de Shirleen, a la que ayudaban Gran Abuela y Brandi. El Maestro aseguraba que alquilar una habitación de huéspedes era el mejor método para conocer a la gente de un lugar.
Tom intentaba centrar su atención en la belleza del paisaje que iban dejando atrás. El coche corría por la carretera del norte del lago. Más allá de las olas, brillantes a la luz del sol, que se formaban detrás de una lancha rápida, se veían las montañas, todavía en sombras profundas, excepto en algunas zonas de valles, donde la luz del sol inundaba los espesos bosques de alerces.
—Maestro —dijo Tattoo—, espere hasta ver la Casa de Cristal. Fue construida por el director de una casa funeraria. Se sirvió para ello de las botellas de líquido de embalsamar ya usadas. Hay quien dice que está embrujada por los antiguos usuarios de la casa funeraria.
—Algo atroz y perfecto —se rio el tío de Dietmar—. Aquel hombre sabía cómo ganar un dólar.
—Hablando de cristal —insinuó Dietmar—, ¿sabéis por qué Tom Austen subió aquella pared? Para ver lo que había al otro lado.
Brandi se rio, y Tom sintió una gran rabia interior.
—Oban, ¿sabes cómo mantener en suspenso un pavo?
—No.
—Te lo diré la próxima semana.
Brandi premió esta brillante intervención con una sonrisa desmayada. Tom miró a un barco de vapor de ruedas, con la cubierta en forma de una pequeña edificación, andado al pie de la colina. Sus ventanas vacías miraban hacia el lago en el que los botes, en otro tiempo, llevaban oro y plata y a los mineros que explotaron la zona.
—Los restos del S. S. Nasookin —dijo Gran Abuela solemnemente—. ¡Las comidas que yo he tomado en ese barco! Fresas de Kootenay servidas en cerámica preciosa, en mesa de manteles blancos mientras veíamos a los alces nadar para cornear el barco.
—¿Cómo conseguían fresas en un lugar tan salvaje?
—Tom —Shirleen sonrió—, es una broma de mi madre—. Las fresas de Kootenay eran en realidad alubias, llana y sencillamente.
—Pero la comida era buena, lo mismo que aquellos tiempos. Los barcos cruzaban el lago. Vomitaban humo y ascuas al espacio y golpeaban el agua con sus ruedas. Al barco más rápido se le premiaba con una cornamenta de alce, que colocaban en la casa del piloto.
—¿Trabajaba usted en el barco?
—¿Trabajar yo? En absoluto. Era bailarina.
—¿Por qué hablas de esas cosas, abuela? —dijo Shirleen un poco molesta—. Yo digo a todo el mundo que fuiste una pionera.
—Seguro que aquella gente piensa que ya estoy un par de metros bajo tierra, criando malvas. No me avergüenza haber entretenido a los mineros. Su vida era dura. Recuerdo a Tommy Gynt. ¡Qué hombre! Solía unir con sus dientes los hilos de los cartuchos de dinamita para preparar las explosiones controladas, hasta que uno le voló la cabeza.
Shirleen suspiró con cierta pena, pero Brandi se rió.
—Tus amigos eran machos de verdad, Gran Abuela. A mí me gustaría que los míos fueran más duros de lo que son.
Tom recordó los ejercicios isométricos que hacía para aumentar su musculatura, juntó sus manos y las apretó fuertemente. Luego flexionó sus bíceps, preguntándose qué parecerían con una calavera o una moto tatuadas profundamente en la piel.
Cuando llegaron a Balfour, se unieron a una larga cola de coches que aguardaban para cruzar el lago en barco. Pronto apareció el ferry. Tenía un aspecto impresionante. Levantaba espuma con su baja proa plana. Los turistas, que llenaban por completo la borda, saludaban y disparaban sus cámaras mientras el barco se deslizaba lentamente hacia su atracadero. Salieron de él coches y furgonetas, seguidos por dos mujeres en moto, con matrículas de Washington.
—Mi hermana Liz se emocionaría —dijo Tom, con una sonrisa significativa—. Esas mujeres no llevan casco, y eso va contra la ley en la Columbia Británica.
En cuanto subieron a la cubierta del ferry, Tom se fue hacia la borda. Un viento frío rizaba el lago. El viento cambió pronto de dirección. El sol caía de plano sobre el lago y arrancaba unos destellos maravillosos al agua que cabrilleaba, casi acariciada por la suave brisa. La mayor parte del lago era profunda y oscura, pero a lo largo de la costa el agua tenía un color verde pálido. Cerca había barcos caros y pequeños botes, que calentaban motores antes de salir a pescar en las vastas aguas del lago Kootenay.
—¿De dónde le viene el nombre a la zona? —preguntó Tom a Tattoo, cuando el hombre se juntó a ellos.
—Kootenay es una palabra india, que significa «el pueblo del agua». Este lago es muy conocido por el salmón Konanee. Muchos ejemplares quedaron atrapados aquí en la época de la glaciación. No pudieron volver al Pacífico. Su carne es extraordinaria.
Tattoo se dio unas palmadas en su gran estómago. Luego sonrió abiertamente y apretó el cuello de Tom con una mano tremendamente fuerte. Tom le devolvió la sonrisa. Le encantaba aquel hombre, aunque su forma de conducir por la carretera del norte del lago, llena de curvas, le había puesto los pelos de punta.
—Tattoo, ¿en qué consiste el deporte de los troncos?
—La mitad de la Columbia Británica está cubierta de bosques. Los cortadores de troncos de otros tiempos solían desafiarse a dar la vuelta sobre su eje horizontal a los troncos medio sumergidos en el agua. Los concursantes, para no caer al agua al girar el tronco, tenían que afianzar bien los pies en él, y evitar que el contrario diera la vuelta al tronco en el que estaban de pie. También competíamos a hacer blanco con hachas en una diana como un ojo de buey. Ahora competimos con potentes sierras, cortando troncos gigantescos.
—¿Cuál es tu deporte favorito?
—La competición de hacer girar el tronco del contrario en el agua. Dos hombres de musculatura poderosa, de pie en los troncos, con sus zapatos de crampones, ponían a concurso toda su fuerza y habilidad para conseguir que el tronco en el que estaba de pie el contrario girara, hasta hacerle caer al agua.
—¿Vas a competir? -
—Me estoy haciendo viejo —dijo Tattoo silbando.
El ferry dejó su embarcadero y se dirigió hacia aguas abiertas. La camiseta de Tom se hinchó con el viento. Escuchó el sonido placentero de la estela que dejaba el barco, y saludó al pasar a un hombre cuyo sedal se hundía en las aguas profundas y frías.
—Tom, ésta sí que es una buena vida. Si no fuera por aquel avión, me sentiría totalmente feliz.
Tom miró a la pequeña avioneta, que zumbaba lentamente a lo largo de la costa, a pocos metros del agua.
—¿Qué hace?
—Es un avión oficial. La policía busca en el lago los cuerpos de los dos niños.
Tom sintió que el mareo le subía por todo el cuerpo en oleadas. Se agarró a la borda y miró el avión hasta que desapareció. ¿Cómo podría alguien, que vivía rodeado de toda esta belleza, hacer daño a unos niños? Las lágrimas acudieron a sus ojos, pero se las tragó. ¡Si pudiera hacer algo!
—Tattoo, dejé que se lo llevaran. Tenía que haber gritado pidiendo auxilio en el mercado para que lo detuvieran.
—Bueno, muchacho, relájate. ¿Qué te dicen los Purcells?
La costa lejana del Kootenay estaba formada por un monte que en su cima era un puro peñasco. Los bosques crecían en sus faldas. Luego daban paso a una roca gris y la nieve cubría la cima en forma de sierra que cortaba el cielo. Hacia el sur, los montes Purcells prolongaban su silueta muy lejos, cada uno de ellos como una pálida sombra azulada que se desvanecía en la canícula.
—En alguna parte, cerca de la bahía de Crawford, está el Nelson Nugget. Vale millones de dólares, pero nadie puede encontrarlo.
—Podría conseguirlo el Maestro.
—Le he hablado de ello. Por desgracia, el Nugget está hundido a ciento veinte metros. Tantos metros pueden producir en los buceadores el mal de las profundidades.
—¿Cómo llegó hasta allí?
—En mil ochocientos noventa y dos los mineros encontraron un enorme bloque de oro sólido. Cuando lo bajaban por un farallón hasta un bote de remos, se les rompió la cuerda. El bloque de oro se precipitó al piso de la barca, lo destrozó y a continuación se hundió hasta esa profundidad.
—¡Qué pérdida! Si yo pudiera encontrarlo, abandonaría el colegio y me haría con los servicios de Dietmar como esclavo. Le mandaría que me atara las zapatillas y me cepillara los dientes.
—¡Qué asco! —dijo Tattoo riéndose—. Evidentemente, parece que a tu compañero le encanta Brandi.
Tattoo miró hacia la popa, donde Dietmar enfocaba con su cámara a la maravillosa Brandi. El viento, que levantaba, ahuecaba y acariciaba su pelo negro, hacía ondas con la inscripción SOY UN PELIGRO que Brandi llevaba en su camiseta. Muchos pasajeros miraban con interés cómo Dietmar fotografiaba a Brandi desde diferentes ángulos.
—Puro estilo de Hollywood —masculló entre dientes Tom cuando Dietmar se metió con su cámara en un bote salvavidas—. ¡Es un perdedor!
—Chico, muévete. Hazle un poco de competencia —le animó Tattoo.
—Olvídalo. Brandi no significa nada para mí.
Con las manos en los bolsillos, silbando entre dientes, Tom le dio la espalda. Poco después, se preparó para el momento del atraque. Para sorpresa de Tom, Tattoo hizo caso omiso del oficial encargado de la delicada operación, y salió del ferry antes de que aquél hubiese hecho la indicación de poder hacerlo. Cuando el oficial le gritó, Tattoo se limitó a sonreír.
Pronto llegaron a la bahía de Crawford. Después de aparcar en la hierba del patio delantero de alguien, Tattoo los llevó a una zona que se estaba llenando rápidamente de público. Les llegaban desde una pequeña plazoleta los golpes de hachas, motosierras y otros instrumentos contra la madera mientras los competidores se calentaban. El sol brillaba, reflejándose en la hoja de un hacha cuando un hombre enorme la hacia girar en círculos locos sobre el diámetro del mangó, contra un blanco, un ojo de buey clavado en un tronco. Golpeaba el blanco con tal violencia que el ruido se oía en todo el recinto.
—¡Es el loco del hacha! —dijo Dietmar riéndose—. Aléjate de él, Austen. Es posible que quiera hacerte la raya en el pelo.
—O que me partiera la cabeza en dos.
—¿Por qué no venden —dijo el Maestro chasqueando la lengua— camisetas típicas con motivos del deporte de los troncos? ¡Globos, bolígrafos, reglas, tazas de café! Esta gente no piensa en el dinero. Yo podría convertir esto en un espectáculo, como el rodeo de Calgary.
Tom aspiró profundamente el aire de la montaña. Mezclado con su suave fragancia, le llegaba el olor a comida. Se sentó en seguida en una mesa de pícnic con una salchicha enterrada en mostaza, kétchup y pepinillos caseros. Se sintió bien y miró hada los bosques sombreados en las montañas, y al azul perfecto del cielo.
—Me encantaría trasladar todo esto a mi tierra —dijo, cuando el Maestro y Dietmar se sentaron junto a él con sus hamburguesas.
—Y a mí me gustaría —comentó el Maestro— llevarme a casa la receta de estos pepinillos.
Pasó un hombre tocado con un sombrero tejano de paja, camisa a cuadros y botas de vaquero. Una cámara con un gran objetivo oscuro se balanceaba contra su estómago. Junto al hombre iba una joven con una camiseta que dejaba parte de su estómago al aire, pantalones cortos y calcetines hasta las rodillas. Tom sonrió al verla. Luego su cara se quedó helada cuando se le acercó Brandi. Quiso aparentar desinterés, y alcanzó una mazorca.
—¿Qué pasa, Tom? ¿No te interesas por mí? —Brandi se sentó a su lado—. Yo pensé que me sacarías alguna fotografía en el ferry.
—Joe Hollywood te sacó suficientes como para llenar tres álbumes. Me bastará con mirarlas —la mazorca, de un fuerte color amarillo, brilló cuando Tom se la llevó a la boca. Dulce y suculenta, untada de mantequilla y espolvoreada de sal, el maíz desapareció rápidamente—. Necesito mi cámara para otras cosas.
—Austen en su papel de gran detective —bufó Dietmar—. Fotografías de todos los sospechosos, notas sobre sus movimientos. Cuídate, Brandi, de que no te eche la culpa de los secuestros.
—¿Es cierto que has ayudado a resolver algunos crímenes? —a Tom casi se le para el corazón al oír eso en labios de Brandi.
—Un par de ellos —Tom se encogió de hombros.
—¿Me darás detalles en alguna ocasión?
—Naturalmente.
—Austen ha sido afortunado en otras ocasiones —los ojos de Dietmar fueron de Brandi a Tom—. Esta vez probablemente lo secuestrarán a él también.
—No hay posibilidad alguna.
—No lo digas tan seguro, amigo.
Un altavoz anunció que se aproximaba el desfile que abría las fiestas. Brandi y Dietmar echaron a correr, pero Tom se quedó atrás. Siguió bebiendo limonada mientras pensaba quién podía ser el secuestrador. Una sombra recorrió la mesa y vio a un chico de su edad, de pelo rubio, ojos azules y con una piel muy morena por el sol.
—¿Quién es esa belleza con la que acabas de estar?
—Alguien —murmuró Tom, al mismo tiempo que se levantaba para arrojar su plato de cartón al contenedor de basura—. Se llama Brandi Sokoloski. ¿Por qué?
—Me gustaría que alguien me la presentara —el chico le ofreció una mano fuerte—. Me llamo Simon Sikula. Mi equipo ha llegado de Tumbler Ridge para el tradicional torneo de hockey de Nelson, que se celebra a mediados de verano. ¿Juegas tú también?
—No, pero seguro que iré a ver algunos partidos.
—Mañana a mediodía jugamos nuestro primer partido. ¿Qué te parece ir a animarnos?
—Quizá lleve a Brandi —le dijo Tom con una sonrisa—. ¿O piensas que te distraerá demasiado?
—Si la veo entre los espectadores, jugaré como un endemoniado.
En los stands de la plaza la pareja contempló el desfile, cerrado por la banda del colegio de Kazoo, que tocaba Los Santos. Cerca estaban sentados el Maestro, Dietmar y Brandi, que empezó inmediatamente a flirtear con Simon de una manera que le hizo a Tom sentirse mal. No se veía a los demás por ningún sitio. Al fin, Tom vio a Tattoo a la sombra de una valla distante. Charlaba con algunos competidores.
Grandes troncos esperaban en medio de la plaza para la primera competición, el corte con sierra. Después de que el locutor explicó en qué consistía la competición, los hombres corrieron hasta donde se encontraban los troncos. El aire se llenó con el rugido agudo de las poderosas motosierras. El serrín volaba cuando el acero penetraba profundamente en la madera. Inmediatamente, Tom supo que el ganador iba a ser un competidor de enorme musculatura que se volcaba totalmente sobre la motosierra, haciendo que se hundiera en la madera rápidamente. Al mismo tiempo que la motosierra lanzó un agudísimo rugido, cayó a tierra una pieza del tronco como si fuera una gran pizza.
El humo azul de los tubos de escape de las motosierras se elevaba por encima de los stands, haciéndole estornudar a Tom. El de la madera recién cortada disimulaba aquel olor tan desagradable. Tattoo se adelantó para levantar los brazos del ganador mientras la multitud aplaudía.
Luego sucedió algo extraño.
Mientras miraba a la multitud, Tattoo sonreía de oreja a oreja, como si hubiera sido él el ganador del concurso. Sus ojos encontraron a Tom y pestañearon. Luego se orientaron hacia otro sitio. De repente, una expresión de tremenda sorpresa apareció en la cara de Tattoo. Después de mirar fijamente a la multitud durante un minuto, se fue.
¿Qué había preocupado tanto a Tattoo? Había mirado fijamente un rato hacia donde se encontraban Brandi y Simon, que, muy juntos, charlaban animadamente. Pero eso no le explicaba nada a Tom.
Admirado, miró a Tattoo, ahora al otro lado de la plaza. Se preguntó cuál sería su secreto.