4

A la mañana siguiente, Tom le habló a Simon de los periodistas.

—Eran auténticos. Los vi en la televisión. Hicieron preguntas en la conferencia de prensa. Pero estoy contento de no haber querido correr riesgo alguno.

—También yo —dijo Simon—. Está claro que encontraron el ayuntamiento sin tu ayuda.

—Me sentí muy mal cuando los vi en la televisión.

—Todos podemos negarnos a algo. Las personas adultas te habrían felicitado por haber tratado de proteger tu vida.

—De todas formas —dijo Tom sonriendo—, es estupendo estar vivo en una mañana como ésta.

Los chicos se sentaron en la costa rocosa. Más allá del lago, se fijaron en el brillo del sol que acariciaba los tejados de las casas blancas de Nelson. Un monte, con un boscaje que lo cubría hasta la cima, parecía vigilar la ciudad. Sobre el monte se abría un cielo azul pálido, donde parecían varadas unas nubes perezosas.

Se oía justo encima del agua el grito chillón de un pájaro, y el lago hacía un ruido sordo de olas menudas, que batían los grandes bloques de piedra en los que estaban sentados Tom y Simon. Permanecieron callados durante mucho tiempo, hasta que sus pensamientos se vieron turbados por el avance traqueteante de un coche por la carretera norte de la costa.

—Simon, tu equipo es bueno. Creo que ganaréis el torneo.

—Si no lo ganamos, Burton Donco nos hará pedazos. Es el peor entrenador que jamás he tenido.

—A mí tampoco me gustó demasiado, pero Brandi dijo que su estilo humano como entrenador era el más adecuado.

—¿Con todos esos gritos histéricos? Odio ese estilo. Deberías verle maldecir en el vestuario. Es un zafio total. Voy a abandonar el hockey.

—Simon, eso es una tontería. Eres tan bueno que puedes jugar en profesionales.

—Bueno, quizá continúe en el equipo. Otros entrenadores son excelentes. Los hay mucho más inteligentes que el nuestro.

Tom miró a un pececillo de lomo marrón que jugueteaba bajo la superficie cristalina del lago. Le encantaba la manera cómo se movía hacia una posición, la mantenía durante algunos segundos, y luego se iba. Apareció una libélula, que casi rozó la superficie del lago en un vuelo sostenido sobre el agua. Su largo cuerpo tubular parecía la figura en miniatura de un helicóptero militar de transporte.

—¿Nunca has ido en helicóptero, Simon?

—Ése es el mejor recuerdo que guardo de mi padre. Cuando tenía cuatro años, pagó a un piloto de helicóptero para que nos llevara en él. Hicimos cosas inverosímiles, hasta vuelos en posición invertida. Era aterrador, pero en el fondo me encantó la experiencia.

—¿Tu padre ha muerto?

—No, pero es como si lo estuviera —dijo Simon después de haber permanecido un rato en silencio—. Desapareció voluntariamente de casa hace un año y no hemos vuelto a saber nada de él. Nos fuimos a Tumbler Ridge porque allí mi madre encontraría trabajo más fácilmente.

—¿Estás enfadado con tu padre?

—¿No lo estarías tú? A veces oigo el llanto de mi madre. Entonces me gustaría encontrar a mi padre y darle de puñetazos. Pero sigo teniendo su fotografía en una pared de mi habitación, y no puedo evitar quererlo cuando le veo en ella. Fue un gran padre, el mejor.

—Quizá vuelva algún día.

—Yo creo que no volverá —Simon miró hacia arriba, hacia los altos pinos, con sus ramas erizadas de larga pinocha—. ¿A que no aciertas esto?

—¿Tan difícil va a ser?

—Cuando echas agua hirviendo en una cueva de conejos, ¿qué es lo que consigues?

—Humm… Me rindo.

—Conejos escaldados y furiosos.

Ambos se echaron a reír. Luego, se sumieron en un largo silencio que sólo fue turbado por el paso ocasional de algún coche, y de vez en cuando por algún hombre que hacía footing. Sus zapatillas producían un sonido de flip-flop, flip-flop al pasar. Tom estudió las listas negras y marrones de una araña que aguardaba pacientemente a que una víctima quedara enredada en su tela de seda. Luego se fijó en la brisa que corría de norte a sur en el lago rompiendo la superficie en millares de brillantísimos diamantes.

—¿Qué piensas de Brandi?

—Te gusta, ¿verdad? —Simon sonrió.

—Creó que sí —dijo Tom, que se sintió tímido de repente—. No estoy del todo seguro. Es guapísima, pero cuando estoy con ella, no sé qué decirle.

—Eso no es culpa tuya. ¿Qué te pregunta sobre ti?

—No mucho. Parece interesada en mí, porque he resuelto algunos crímenes, pero se le olvida preguntar por los detalles. Nos vamos a encontrar en el Big Tee para tomar unas hamburguesas de queso. Quizá aproveche la ocasión para preguntar por esos detalles.

O quizá no —Simon se pasó una mano por su pelo rubio—. ¿No te das cuenta de cómo la gente mira fijamente a las niñas que son extraordinariamente guapas? Niñas así crecen pensando que no tienen que hacer esfuerzo alguno en la vida, que lo tienen todo hecho. Les basta con estar en el mundo, y todos babean por ellas. La vida les resulta demasiado fácil, y por eso se aburren.

-Mi hermana Liz es una chica muy guapa y no se aburre.

Preséntamela —dijo Simon riéndose—. Mientras tanto continuaré teniendo como amigas a chicas que lo único y bueno que tienen de especial es que son muy divertidas y lo pasas en grande con ellas.

Una mosca se posó en la mano de Tom tan suavemente que apenas la notó. Al mismo tiempo, se oyeron unos pasos suaves detrás de él. Tom se volvió y vio a un anciano de pelo blanco, unas cejas revueltas que le caían sobre los ojos y un gran bigote también blanco.

—Perdonad, chicos —el hombre se acercó más. Se apoyaba en un palo de madera pulida—. ¿Habéis visto por aquí un cachorro?

No —dijo Simon—. ¿Se ha perdido?

—Así es —el hombre levantó su palo con una mano temblorosa, y señaló hacía la carretera—. Vivo ahí mismo. Mis nietos pasan conmigo el verano. La pequeña trajo su cachorro, y yo lo dejé salir del jardín. Fue culpa mía por no haber cerrado bien la puerta. Estoy muy preocupado. La niña se va a llevar un disgusto enorme.

Tom se puso de pie y miró hacía la curva de la carretera. Se acordó de lo rápido que Tattoo había conducido por allí, haciendo que las ruedas chirriaran al tomar las curvas. Un cachorro perdido y aterrado no habría tenido posibilidad alguna de sobrevivir ante aquel temerario conductor.

—¿Podemos ayudarle a encontrarlo?

—¡Estupendo! —el anciano chasqueó la lengua—. ¡Jamás volveré a criticar a la juventud actual! Me ha parecido extraordinario que os hayáis ofrecido a ayudarme. Os prometo una recompensa generosa.

Cuando se volvió hacia la carretera, Simon guiñó un ojo a Tom.

—Haremos todo lo posible. ¿Cómo se llama el cachorro?

Hubo una pausa. Luego el hombre sacudió su cabeza.

—Sabes, no me acuerdo. Quizá Fluffy, o Spot. Estoy perdiendo la memoria.

Después de haberlo buscado entre los tres a lo largo de un tramo de la carretera, el anciano señaló con su bastón hacia el bosque.

—Chicos, ¿pensáis que el cachorro podría estar escondido allí?

—Podría ser —respondió Tom—. Vamos a ver.

Los abedules se cerraron a su alrededor, con su olor inconfundible suavemente dulce. A medida que se adentraban en el bosque, perdían todo contacto con el exterior. Los rayos del sol se derramaban desde lo alto en grandes haces, que convertían la parte superior de los árboles en una masa de un verde radiante. El suelo esponjoso alfombraba sus pies. Un sendero corría por el bosque, largo y retorcido, y se perdía en una zona profundamente sombría.

Tom empezó a temblar. Por primera vez se dio cuenta de que los pájaros no cantaban. Éste sería un sitio perfecto como escondrijo de un cachorro. Si el animal se había empeñado en jugar al escondite, nunca lo encontraría la niña en aquel monte bajo enmarañado. Pero había que mantenerse siempre sobre aviso. Los enemigos podrían estar ocultos allí, esperando la ocasión para atacar.

Tom avanzaba lentamente. Se preguntaba cómo podrían encontrar un cachorro entre todo aquel sombrío. Luego su estómago sufrió un retortijón. Sobre él, al final de una rama fina, pendía la cabeza de un muerto.

Tom se acercó más, y se dio cuenta de que estaba viendo un nido de avispones, con su base horadada por un agujero negro como si fuera una boca fea que estuviera gritando. Lo miró atentamente y se dio cuenta de que el miedo se había apoderado de sus nervios. ¿Por qué Simon estaba tan tranquilo?

Tom se volvió y se llevó a la boca una mano temblorosa por el asombro y el terror de lo que veía.

Simon y el anciano se habían enzarzado en una pelea silenciosa. El hombre le había cogido por detrás, enlazado el cuello con un brazo, y le apretaba tan fuerte que la cara de Simon empezaba a ponerse morada.

—¡No te muevas! —le ordenó el hombre a Tom—. ¡Abajo!

Tom cayó de rodillas. Temblaba como una hoja. La cara de Simon se volvió casi negra. Luego, cayó desvanecido. El hombre intentó que Simon no cayera al suelo. No lo consiguió y se inclinó sobre su cuerpo.

Una de las manos de Tom estaba medio hundida en el barro. Con una energía súbita cogió un puñado y se lo arrojó al hombre, acertándole en la cara. Mientras el asaltante gritaba y trataba de limpiarse los ojos, Tom salió disparado hacia la carretera. Tenía que parar un coche, pedir auxilio.

—¡Vuelve!

Tom corrió más todavía. No creía que se hubieran adentrado tanto en el bosque. ¡Habían sido unos locos! Oyó el ruido de unos pies que venían persiguiéndole. Su corazón casi no le cabía en el pecho, y un aliento ardiente le quemaba la garganta. ¡Corre!

Tom salió disparado del bosque y se lanzó a la carretera. Sus ojos buscaron algún coche, pero nada se movía en la cegadora luz del sol. Le llegó un ruido del bosque, y a continuación salió el hombre. El pelo blanco de su cabeza estaba retorcido —se trataba, evidentemente, de una peluca—, y ahora Tom se dio cuenta de que llevaba unas botas estropeadas de vaquero. ¿Cuántos ancianos llevan unas botas de esa clase? Tom se maldijo a sí mismo por haber sido engañado tan fácilmente.

Durante un momento, el hombre se restregó los ojos, todavía medio cegado por el barro. Tom miró hacia la derecha y hacia la izquierda de la carretera vacía de coches. Luego, echó a correr. De nuevo el hombre hizo lo mismo, con una energía tremenda.

Su fuerza era indudable, porque había estado a punto de arrancarle la vida a Simon. Tom agachó la cabeza, intentó sacar fuerzas de flaqueza, pero supo que el hombre se le acercaba.

Miró hacia arriba. Pareció surgir de repente ante él, como una aparición.

En un poste de una línea telefónica, roja y brillante, esperaba al alcance de su mano.

De alguna manera tenía que alcanzarla. Los pies del asaltante se oían ya demasiado cercanos. Tom podía oír incluso la respiración anhelante del hombre.

Corrió como un loco, con desesperación.

La alcanzó.

Su mano agarró la alarma roja de fuego, y tiró de ella hacia abajo. Luego cayó de rodillas, exhausto, incapaz de hacer un solo movimiento, esperando que hicieran presa en él las manos del hombre.

Pero no le tocó mano alguna. En vez de eso, escuchó una sola palabra de maldición, seguida por el ruido de unos pies. Aquel extraño atacante se escapaba, sin esperar siquiera a que Tom recibiera ayuda. Permaneció arrodillado, llenando de aire sus pulmones que le abrasaban, hasta que oyó el sonido de unas sirenas.

Estaba a salvo.

Los encargados de extinguir el fuego llegaron en menos de un minuto. Alabaron a Tom por su rapidez de pensamiento. Luego, echaron a correr con él hacia el bosque. El silencio sombrío, el dulce olor de los abedules, fueron unos recuerdos terribles del trágico suceso que había tenido lugar allí. Tom hizo un esfuerzo enorme para seguir adelante. Tenía que encontrar a Simon.

Su amigo yacía en el rastro que seguían. Un rayo de sol iluminó su cara cuando Tom se arrodilló junto a él para comprobar si seguía con vida.

Simon abrió los ojos. Luego le llegó a Tom el leve quejido que salió de los labios de su amigo. Se sintió tan emocionado por aquel sonido que casi lo abraza. Uno de los guardas forestales llegó con el equipo de primeros auxilios, y Tom contuvo el aliento mientras trataban de reanimar a Simon.

En los alrededores de donde se encontraban se oía el ruido de los guardas forestales que rastreaban en el bosque en su intento de dar caza al asaltante. En la distancia, ululaban las sirenas de las ambulancias que se acercaban. En seguida fue interrogado por un oficial de policía, mientras que un segundo atendía a Simon, que empezaba a recuperarse.

—El atacante fue el mismo hombre que secuestró a Chuck Cohen —dijo Tom—. Recuerdo sus botas estropeadas de vaquero. No fui capaz de darme cuenta de cómo un guardia de seguridad nunca puede calzar unas botas así.

El oficial escribió una nota. Luego miró a Simon mientras el joven se levantaba.

—Ese secuestrador sabe disfrazarse. ¿Pensaste que era un anciano?

—Nos engañó completamente —afirmó Tom—. Con toda mi buena voluntad, quise ayudarle a encontrar el cachorro, porque sentí lástima de él.

—No existe tal cachorro —el oficial movió significativamente la cabeza—. Muchos niños tienen problemas graves porque caen en esa trampa. Alguien les pide que le ayude a encontrar un cachorro que se ha perdido, o incluso botellas de limonada, arrojadas a las cunetas. Nunca vayas a un sitio donde puedas ser atacado. Di a las personas que te piden ese tipo de ayuda que tienes que avisar a tus padres. Aprovecha la ocasión y vete del sitio cuanto antes.

—¿Por qué vino ese hombre contra nosotros?

—No sabemos por qué se mete con los niños. Creemos que se trata realmente de un secuestrador, pero al mismo tiempo nos extraña que no haya pedido rescate alguno. Por eso es posible que los niños estén muertos. Tú y Simon pudisteis haber sido los siguientes.

Tom se cruzó fuertemente de brazos, sintiéndose casi marearse. Permaneció en la misma postura mientras Simon hizo su declaración a la policía. Temblaba todavía cuando una oficiala volvió de su búsqueda en el bosque y trajo consigo una peluca blanca.

—Una parte de su disfraz —dijo ella—. La hemos encontrado en un camino embarrado en el otro extremo del bosque. Parece que aparcaba allí su coche, pero hace tiempo que se ha ido.

—¿Y qué pasa ahora?

—Vamos a llevar a Simon al hospital para que le hagan un chequeo, y a ti te llevaremos a casa.

—Me gustaría más bien ir al Big Tee.

La oficiala miró a Tom, y luego estalló en una carcajada.

—¿Vas a poder comer hamburguesas después de todo lo que te ha pasado?

—Evidentemente —dijo Tom—. Y, de todas formas, tengo que encontrarme allí con alguien importante.

—Perfecto, Tom, tú mandas. Está claro que los chicos sois duros.

Sonriente, Tom caminó al lado de Simon hasta la carretera. Un coche de policía le llevó hasta Nelson, con la sirena lanzando su alarmante sonido de emergencia. Tom se sintió bien cuando todas las cabezas se volvieron a mirarlo al salir del coche de la policía en el Big Tee, mientras la ambulancia se dirigía al hospital.

Pero su buen humor cayó por tierra hecho pedazos cuando entró en el restaurante y Dietmar se dirigió a él sarcásticamente:

—Hola, aquí está el señor Frank N. Stein. Únase a nosotros, señor Stein.

Saludó a Tom desde un rincón, cerca de la máquina de discos. Brandi estaba sentada con él. Llevaba una camiseta en la que aparecía su retrato sacado con ordenador. Tom no había esperado compartir su compañía con Dietmar, y le costó mucho sonreír cuando se sentó con ellos para comer.

—Hola, Brandi, ¿cómo estás?

—Bien. ¿Qué pasó para que hayas venido en un coche de la policía y con la sirena funcionando?

Tom empezó a explicarlo. Pero se dio cuenta de que a Brandi no le importaba demasiado. Sabía que Dietmar esperaba una oportunidad para burlarse de él. Por eso contó la historia brevemente, sintiendo que la depresión se cernía sobre su espíritu como una nube negra.

—Chicos, cometisteis un grave error —dijo Brandi—. Yo no hubiera sido tan estúpida.

—¿Nunca te han engañado? ¿Nunca, nunca?

Brandi hizo un signo negativo con la cabeza, que alborotó suave y graciosamente su pelo en unas leves ondas.

—No hay secuestrador alguno que pueda hacerse conmigo. Soy demasiado inteligente.

La rabia quemaba interiormente a Tom ante tanta arrogancia. Por un momento deseó que el secuestrador le demostrara lo equivocada que estaba. Luego se dio cuenta de que al desear una cosa así, se portaba tan infantilmente como ella. Cogió su salchicha y empezó a comer en silencio, preguntándose por qué había deseado encontrarse con Brandi.

Un grupo de chicos hizo una entrada ruidosa en el restaurante. Tom se dio cuenta de que eran los jugadores del Nelson, que perdieron el día anterior el partido de hockey contra los Tumbler Ridge. La mayoría de ellos parecía conocer a Brandi, y pronto el rincón donde ella estaba fue rodeado por un grupo de chicos que reían y charlaban mientras comían con un apetito voraz.

La comida fue costeada por el manager del equipo, George Harshbarger, y el entrenador, Kendall Steele, que llegó tarde. A nadie pareció preocuparle haber perdido el partido el día anterior. Simon recibió las mayores alabanzas de parte de los jugadores del Nelson.

—Tengo un amigo que es cazatalentos para el equipo de Calgary —comentó Kendall Steele con Tom—. Le diré que vea jugar a Simon. Es lo suficientemente bueno como para jugar en la gran liga.

—Es lo que le he dicho yo. Hablaba de abandonar el hockey porque está harto de su entrenador.

Kendall encendió un cigarrillo. Lo mismo que en el fragor del partido, parecía muy elegante con sus ojos de un azul claro, nariz recta y su bigote perfectamente cuidado.

—Un entrenador como Burton Donco me fastidia. Un tipo así no hace ningún favor al hockey, y da a los jugadores un pésimo ejemplo. Un adulto debe ser alguien a quien los jóvenes puedan admirar.

George Harshbarger dejó de hablar con Brandi. Se volvió a Tom y lo estudió con ojos curiosos.

—Brandi me ha dicho que a Simon y a ti alguien os ha atacado esta mañana. Me alegro de que hayáis podido escapar. Es terrible todo lo que está sucediendo, y nos sentimos impotentes para impedirlo. ¿Por qué la policía se ha negado a mis peticiones de que den datos sobre el posible secuestrador? Conocen su sistema de operar. ¿Por qué no lo explican a la gente?

Tom se fijó en la piel de sus sienes, que era inusualmente brillante. Parecía como si George Harshbarger hubiera sufrido recientemente una operación, quizá a causa de un cáncer de piel. Le quedaba muy poco de su pelo gris y su cuerpo parecía muy delgado dentro de su traje arrugado.

—La policía se encargará de eso —aclaró Kendall Steele. Su voz grave sonaba preocupada—. George, intenta no angustiarte con ese tema.

—Tengo hijos, Kendall. Me piden salir a jugar con los amigos, pero no me atrevo a dejarlos fuera de la casa. Tú no tienes familia. No puedes entender lo que los demás sentimos.

Brandi terminó su bebida.

—Mis hermanos se hallan fuera, de campamento. Gracias a Dios están a salvo.

—He escrito a la policía —volvió a hablar George Harshbarger—, y les he ofrecido mi ayuda. La han rechazado.

Parecía muy enfadado. Se vivía una gran tensión entre los que comentaban los trágicos sucesos. Sonaba la música, pero todos la ignoraban. Los jugadores de hockey estaban silenciosos, y miraban a George Harshbarger.

—Podrías hacer de detective —dijo Kendall Steele con simpatía—, e ir en busca de un hombre con disfraz de uniforme de guardia de seguridad, y su placa correspondiente en su cartera, pero pienso que debes seguir tu afición a la espeleología. No le des vuelta a lo otro.

—¿Qué es eso de la espeleología? —preguntó Tom.

—La exploración de las cavernas. Es lo que George y yo hacemos por entretenimiento.

—¿Cerca de aquí?

—¿Nunca has oído hablar de las Cuevas de Cody? Vamos a organizar una expedición a ellas el viernes. ¿Te gustaría venir con nosotros?

—Evidentemente. Nunca he estado dentro de una cueva.

Kendall Steele se rio.

—Es una experiencia inolvidable.

Tenía razón. Tom nunca iba a olvidar lo que le pasó en las Cuevas de Cody.