5
¿HAY un hombre atrapado ahí?
Tattoo señaló hacia el pantano que cerraba por una parte el río Kootenay. Un agua de color blanquecino se precipitaba por el sobrante, y gruesos cables transportaban muy lejos la electricidad que producían las turbinas.
—Dicen que un hombre quedó enterrado en la presa durante su construcción. En las noches tranquilas, cuando la luna brilla en el cielo, se pueden oír los golpes duros y secos de su martillo contra su ataúd de cemento armado en un intento desesperado por salir de su tumba.
—Una bonita historia, Tattoo —el Maestro hizo un gesto de aprobación con su cabeza—. Puedes hacer de guía cuando abra esta zona a los turistas. «Theolonius P. Judd presenta los fantasmas de Silvery Slocan». Ya me lo estoy imaginando.
Mientras el Maestro cerraba sus ojos, Tattoo tomó la dirección norte en un cruce. Aquella carretera les llevaría hasta el valle de Slocan. El grupo que se hospedaba en Shirleen's Place se dirigía hacia las ciudades fantasmas de los montes. La Gran Abuela estaba entusiasmada.
—¡La cantidad de historias que podría contar yo! —exclamó. Sus ojos azules le brillaban de una forma especial—. Cuando se encontró la primera plata, los mineros llegaron en riadas desde todos los rincones del mundo. Hombres sin experiencia alguna, hombres perseguidos por la ley, hombres atraídos por el reclamo de los demás, unos auténticos novatos en el arte de la minería. En Sandon había veinticuatro hoteles y veintitrés salas de fiesta, y se llevaba una vida absolutamente salvaje. La policía sólo dormía durante el día, y algunos hombres especialmente sádicos bailaron un zapateado en el aire, colgados por el cuello de una cuerda, como castigo por sus crímenes.
Tom miró hacia el río. Su corriente era rápida. El sol de la mañana coloreaba de oro pálido los árboles de las orillas e iluminaba las gotas cristalinas de rocío que colgaban de la alta hierba que crecía al lado de la carretera. Los montes se elevaban sobre el estrecho valle hasta una altura impresionante, completamente verdes y de una belleza extraordinaria.
—¿Que los criminales eran ejecutados en un sitio de tal belleza? Lo dudo.
—La gente de Nelson acostumbraba asistir a las ejecuciones públicas en el patio de la cárcel provincial. Cadenas de convictos arreglaban las calles. Todos llevaban argollas en los pies, incluidas las mujeres. ¡Qué días aquéllos!
—Éso suena un poco duro —le dijo Brandi con una sonrisa.
—Pero funcionaba. Cuando yo era joven, los niños gozaban de una seguridad total. Nadie los secuestraba o los retenía en los bosques.
Tom tembló al acordarse del ataque que había sufrido Simon. Felizmente, su amigo había sido dado de alta en el hospital y estaba preparado para volver a jugar al hockey con su equipo.
—He oído en las noticias que Simon está entre los candidatos más firmes al trofeo al mejor jugador.
—¿Es tan bueno? —preguntó Tattoo.
—Extraordinario. Ven al partido esta noche y lo verás.
—¡Valiente tontería! —gruñó el hombre.
Tenía un aspecto desagradable, con su barba negra mal afeitada, enormes bolsas bajo sus ojos enrojecidos, y un pelo que parecía que no había visto el peine desde hacía días. En la espalda de su camiseta podía leerse libre como un alce, pero las palabras no respondían a la realidad aquella mañana. Se le veía totalmente prisionero de su propia tensión interior.
—Simon podría jugar con los profesionales —aseguró Tom—. Kendall Steel ha arreglado todo para que vengan a ojearle.
—Repito que es una gran tontería. Dejemos de hablar de hockey.
—Lo siento —murmuró Tom, un poco violento al mismo tiempo—. Creí que te interesaba el hockey.
—Pues estabas equivocado.
Tom estuvo a punto de pronunciar de nuevo un lo siento, pero se detuvo antes de decirlo. En vez de eso se dedicó a mirar la carretera llena de curvas, que parecía jugar a salir al sol y a esconderse en las sombras profundas de la montaña. Frente a ellos, un árbol se destacaba en la pendiente, con todas sus hojas iluminadas por el sol dorado de la mañana.
—¿Cuándo vamos a llegar a esas ciudades fantasmas?
—Pronto —respondió la Gran Abuela.
—¿Qué clase de gente sufría la pena de ser ahorcada?
—Uno de ellos fue Bobby Sproule. Fue el minero que descubrió la gran veta de plata, pero la perdió en una pelea brevísima con Thomas Hammill. Bobby le aguardó en la oficina de inscripción de hallazgos mineros, mató a tiros a Hammill y corrió como un poseso hacia la frontera americana. Pero no consiguió llegar a ella.
—¿Había muchos mineros americanos?
—Muchos. Durante algún tiempo, la oficina de correos franqueaba las cartas con sellos americanos, y el día cuatro de julio era un día de fiesta por todo lo alto. Los hoteles de Sandon llevaban nombres como Denver y Virginia. Cuando el precio de la plata descendió en picado, muchos bancos quebraron. La mayoría de los mineros se fueron y las ciudades murieron. Una pena.
—¿Qué es lo que queda de las ciudades fantasmas?
—Para mí, cantidad de recuerdos. Para vosotros, viejos edificios que podéis dedicaros a explorar. Monedas antiguas, cajas de tabaco, barajas de póquer e incluso piezas de marfil…, todo espera ser encontrado. Eso, además de maquinaria vieja oxidada, los restos del ferrocarril, cementerios con viejas lápidas expuestas a la intemperie durante tantos años que es casi imposible leer sus inscripciones.
—Pura poesía, Eufemia —el Maestro le sonrió—. ¿Te animarás a escribir mis folletos de propaganda?
—No lo verás tú. No puedo soportar la idea de la llegada de los turistas y sus coches a Sandon. ¡Deja dormir tranquilamente el pasado!
—De ninguna manera, siempre que pueda sacársele un dólar.
Los ojos de Tom fueron casi apuñalados por la luz del sol que se reflejaba en el tejado de aluminio de un granero construido al lado del río. La mayor parte de los árboles del valle había sido cortada. El agua verde del río se precipitaba entre granjas pequeñas y grupos de casas. Tom vio un autobús colegial aparcado en el patio de una granja. Luego se fijó en una vacada que pastaba junto a la orilla, con sus cabezas blancas casi enterradas en la hierba alta que pacían.
—¡Qué buena vida! —exclamó—. Tattoo, a la fuerza tiene que gustarte esto.
—Está bien.
—¿Has crecido en la zona de los Kootenay?
—No.
—Cuando Tattoo está de mal humor —Shirleen se volvió sonriente a Tom—, olvídate de él. No tiene sentido tratar de animarle. Aunque me alegra que lo hayas intentado. De todos modos, para responder a tu pregunta te diré que vino a Nelson hace un año.
—¿Tan poco? A pesar de ello conoce muy bien esta zona.
—A mi hombre le gusta la historia. Nunca se le caen de las manos los libros.
—Deja de hablar de mí —gruñó Tattoo sacudiendo al mismo tiempo su cabeza—. Me pone enfermo.
—¡Qué carácter! —se rio Brandi.
—Niña, cierra el pico. Últimamente me destrozas los nervios.
—No puedes hablarme de esta manera. No eres mi padre.
Shirleen empezó a protestar, pero Brandi la cortó.
—Mira a ver cómo me hablas, o haré que mi madre te eche a la calle. Y no pienses que no puedo hacerlo.
—Quizá seas tú la que debieras irte. Me enferma la manera en que te portas.
—¡Es mi casa!
—¿Sí? Bien, quizá sea yo quien tenga que librarme de ti.
Afortunadamente, esta discusión terminó de repente, cuando salieron de una curva y vieron unos coches detenidos en la carretera. Había un coche de la policía con los rotatorios y las luces de emergencia encendidos. Los policías se inclinaban hasta la altura de las ventanillas para ver el interior de los coches.
—¿Otra vez bloqueada la carretera? —gritó Tattoo—. ¡Esto es inadmisible y absurdo!
—¿No quieres que cojan a ese tipo? —Brandi se dirigió a él. Sus ojos todavía echaban fuego.
—Todo lo que sé es que esos indeseables me están echando a perder el día.
—¿Por qué no les das unos cuantos puñetazos, te encierran en la cárcel y así nos sentiremos todos felices, una vez que te hagan desaparecer de la circulación?
—Déjalo estar —murmuró Tattoo enfadado.
El interrogatorio a los ocupantes de los coches que iban delante parecía llevar mucho tiempo, y la cola de coches se movía muy despacio. En un campo cercano, un grupo de potros pastaba. Su piel preciosa brillaba con la luz del sol. De repente uno de ellos corrió a galope hacia la orilla del río y los demás le siguieron el juego. Sus cascos golpeaban el suelo. Luego, el juego terminó con la misma rapidez con que había empezado, y los potros se pusieron de nuevo a pastar.
—¡Vaya! —dijo Tom—. ¡Fijaos en ese coche impresionante y en quien lo lleva!
Detenido en el lado opuesto de la carretera había un Cadillac blanco, que pegaba casi en el suelo, con un cromado tan brillante que cegaba, y una matrícula personalizada en la que podía leerse casanova. De pie junto al maletero abierto del coche, discutiendo con un policía, estaba Burton Donco.
—Ese individuo es el entrenador del equipo de Simon. Es casi tan rastrero como el vientre de una serpiente.
Tattoo había empezado a responder a las preguntas de la policía, pero Tom estaba completamente absorto en Burton Donco. La cara rechoncha del hombre estaba roja, e incluso un poco asustada, mientras hablaba al policía, que llevaba en su mano una llave que había cogido en el maletero del gran Cadillac. Al final, después de una larga discusión, Burton Donco, de muy mala gana, sacó su billetera con la documentación personal y se la entregó al policía.
—Nadie viaja con él —dijo Tom, cuando Tattoo metió la marcha y el coche abandonó a toda velocidad el puesto de control—. Me pregunto qué es lo que pasa.
Nadie encontró una respuesta razonable, y Burton Donco fue pronto olvidado cuando la carretera ascendió por la falda escarpada de la montaña. Después se perdió durante kilómetros en una zona muy alta. Allá, muy abajo, se veía un lago de un azul intenso. Por una parte, la escena era deslumbrante por su belleza. Pero, por otra, resultaba casi aterradora, porque la carretera se hizo muy estrecha. Había sido practicada en la roca pura a base de dinamita. Hasta Tattoo parecía preocupado cuando el coche tenía que avanzar lentamente al tener que tomar unas curvas sin visibilidad alguna. Bordeaba unos auténticos precipicios.
—¡Hemos terminado! —dijo Tattoo con alivio cuando se acabó la carretera de montaña y su trazado volvió a ser normal—. Esa carretera me hace temblar siempre.
—Qué pesadilla —dijo Tom moviendo la cabeza—. ¿Cómo logrará Burton Donco coger esas curvas con su Cadillac?
—Aquél es el lago Slocan —dijo la Gran Abuela, señalando las aguas de un azul incomparable, en una profundidad casi mareante—. Allí, en algún sitio, hay una fortuna en barras de plata que esperan a que alguien las encuentre.
—¿Un tesoro? —dijo Dietmar, que mostró un cierto interés por primera vez en el día—. ¿Podríamos descubrirlo nosotros?
—Es posible. Pero está a una profundidad de veinte metros.
—¿Cómo llegó hasta allí?
—En mil novecientos cuatro una barcaza de la compañía minera fue sorprendida en el lago por una violenta tempestad. Una gran caja de carga rompió sus amarres, destrozó la borda y se precipitó hasta el fondo del lago. Iba cargada con más de cien lingotes, tan valiosos que se han hecho dos expediciones para recuperarlos.
—¿Y no tuvieron éxito?
—Un grupo logró atar fuertemente la caja con un cable, y la izó. Podéis imaginaros el entusiasmo de todos cuando emergió a la superficie, soltando barro, y con aquella plata soñada dentro. ¡El cable se rompió! La caja se fue al fondo, y fue dejada en paz durante otros treinta años.
—¿Y luego?
—Un buzo bajó hasta las profundidades donde se encontraba la caja, la localizó y logró sacar un lingote. Hubo un estallido de júbilo cuando la plata llegó a la cubierta del barco, que esperaba en la superficie. El buzo siguió sacando lingotes de plata, pero la caja estaba en un saliente rocoso bajo el agua y temió que se deslizara y se fuera a profundidades mucho mayores, arrastrándole al mismo tiempo. Abandonó su tarea, y la plata restante está todavía allá abajo. ¿Quieres buscarla, Dietmar?
—No. Demasiado trabajo. Pensé que el tesoro estaba en alguna parte del bosque, debajo de un árbol.
Poco después llegaron a New Denver.
—En un momento dado —dijo la Gran Abuela—, doce mil mineros llevaron aquí una vida llena de excitación y ruido.
Pero ahora las únicas criaturas que se movían en la calle principal, casi engullida por los árboles, eran dos perros que trotaban alegremente, y pasaban frente a casas que tenían solamente la fachada. Todo lo demás estaba derruido. Finalmente, el grupo encontró un café y entraron. Era bajo y oscuro, y una máquina humeaba en un rincón.
Brandi puso la mano en el brazo de Tom cuando fueron a sentarse a la mesa.
—¿No te molesta ser un extraño en el grupo? —le bisbiseó al oído—. Toda esa gente nos mira.
—Tienes razón. Me parece que el propietario del establecimiento va a gritar el «No se admiten turistas».
Pero el hombre se mostró muy amable, y la comida que les ofreció, deliciosa. Tom pidió una salchicha gigante, que se le sirvió en un bollo caliente con queso gratinado, una tira de beicon y cebolla. Mientras comía casi con gula, miraba a los otros comensales.
Aquellos deben de ser mineros. Tienen unas barbas que parecen de lana. Una lástima que se haya acabado la riada de la plata.
—Algunos siguen haciendo todavía dinero —dijo Shirleen—. Cuatro individuos encontraron hace poco un bloque de galena que contenía plata por valor de cinco mil dólares. Si son capaces de localizar la veta de donde procedía, se harán millonarios.
—Me gustaría visitar una vieja mina.
—Hay cantidad de ellas en las montañas, pero son peligrosas. Es fácil que se desprendan algunas rocas y las vigas que estiban la mina, y que caigan sobre la cabeza de los curiosos.
—Eso no tiene importancia en el caso de Austen —Dietmar golpeó con los nudillos la cabeza de Tom—. Tiene un cráneo duro como el mármol.
El Maestro se rió y pidió café. Rápidamente, Tom metió la mano en el bolsillo para sacar un azucarillo que había comprado en una tienda de cosas de pega y de risa, en Nelson. Cuando llegó el café, distrajo la atención del Maestro lo suficiente como para poder echar el azucarillo en su taza.
—¿Qué ha quedado en Sandon? —preguntó a la Gran Abuela—. ¿Hay mucho que ver?
—Una riada destrozó la ciudad en mil novecientos cincuenta y cinco —hizo un signo de tristeza con la cabeza—. La dejó convertida en un montón de madera vieja. Pero todavía se mantienen en pie algunos edificios. Uno de ellos…
—¡Qué asco! —gritó el Maestro, al mismo tiempo que miraba su café. Una colilla flotaba en la superficie, bien visible y repugnante. Mientras todo el mundo se quedó boquiabierto por la sorpresa, Tom sacó la colilla de la taza con una cucharilla y la dejó caer en el plato de Dietmar.
—Es sólo plástico. Oban es un chico malvado
—¿De qué estáis hablando?
—No deberías poner azucarillos de pega en el cate de tu tío.
—Yo no…
—Hablaremos después, jovencito —le cortó el Maestro con un bufido—. Mi corazón esta demasiado débil como para aguantar una broma así.
Cuando todos se levantaron de la mesa, Dietmar amenazó a Tom con un dedo acusador a escasos centímetros de su cara.
—Austen, ¡que dulce me va a resultar la venganza! ¡Espérala! ¡La llevaré a cabo y sera sonada!
—¿No te das cuenta como tiemblo de pies a cabeza?
Desde Denver fueron en coche hasta la cima de las montañas. Luego siguieron una carretera en pésimas condiciones, con la idea de llegar a Sandon. La Gran Abuela señaló el viejo trazado del ferrocarril, excavado también en la roca viva, justo antes de llegar a la ciudad fantasma.
—Esto no es lo que yo esperaba —exclamó Tom. Fijaba su vista en unos pocos edificios viejos, que parecían dormir su sueño de decrepitud junto a un riachuelo—. Pensé que habría un precioso edificio de la ópera, aceras de madera y ancianos paseando absolutamente relajados. Y quizá hasta una cárcel con agujeros de balas en las paredes.
El Maestro sacó una libreta de notas y escribió con toda rapidez.
—Tom, acabas de sugerir un montón de ideas interesantes. Guando compre Sandon, haré que los mejores diseñadores las hagan realidad. Quizá hasta lleguemos a montar una escena de tiroteo cada mediodía, con balas de fogueo, por supuesto.
—¡Qué tontería! —dijo la Gran Abuela—. Da rienda suelta a tu imaginación, Tom. Aquel edificio, ahora vacío, que mira al río, fue en otro tiempo el Virginia, el mejor hotel de Sandon. En el vestíbulo principal había toda clase de plantas, grandes y de un verde extraordinario, y escupideras de bronce a las que se abrillantaba a diario. En el piso superior, la gente dormía en camas de colchones de plumas y usaba orinales de porcelana importada de Inglaterra.
—¿Qué historia es ésa de los orinales?
—No había cuartos de baño en las habitaciones. Durante la noche, se usaban los orinales, que se escondían bajo las camas.
—¡Qué desagradable! —se rio Brandi—. ¿Y qué pasaba durante el invierno con los cuartos de baño que estaban al aire libre?
—Eran un puro escalofrío. La nieve caía sobre ellos, y hasta había hielo en los asientos.
—¡Bueno!
—Una amiga mía, Axe Hanle Nell, estaba sentada en uno de esos servicios al aire libre. El pequeño edificio de madera fue volcado por un grupo de hombres. Salió tras ellos con su pistola, pero todo se convirtió en pura diversión y comentario mientras bebíamos whisky.
—¿Qué comíais?
—Los bocadillos de ante eran mis preferidos, con un buen pedazo de pan, y una taza de zarzaparrilla para bajarlo todo. El cocido de carne con patatas que preparaba Mulligan era excelente después de haber bailado hasta hartamos. Luego nos íbamos a la tienda de comestibles mojados.
—¿Y qué era eso?
—El bar. ¡Si lo hubierais visto! Muebles de gruesa caoba, platos de cristal que podían hacer de espejo, y un camarero con un gran bigote con las puntas hacia arriba, siempre dispuesto a escuchar historias tristes.
—Pero has dicho antes que todo era divertido, Gran Abuela.
—Brandi, aquí ocurrieron algunas tragedias terribles —apuntó a los montes de alrededor—. Todas las minas estaban allá arriba, al final de estrechísimas cañadas. En invierno la situación era impresionante, pero los hombres seguían abriéndose paso hasta Sandon para divertirse. Una víspera de Navidad, cinco de ellos fueron sepultados por un alud. Y no fueron ellos las únicas víctimas. Las explosiones en las minas se llevaron por delante a gente estupenda.
—¿Cómo se las arreglaban para bajar el mineral desde las minas?
—Ataban los bloques con cuerdas, y luego los unían a unas largas correas, llamadas tirantes, a las que aparejaban caballos. Cuando la nieve era demasiado profunda, les ponían en los cascos unas raquetas y seguían trabajando. La mina Pyne Boy dio un beneficio de cuatro millones de dólares, aunque la mayoría de los mineros no tenían normalmente ni un céntimo.
—¿No les pagaban?
—Naturalmente que sí. Pero venían a Sandon con el dinero de sus pagas, se unían a una mesa donde se jugaba al póquer y lo perdían todo. Algunos profesionales de las cartas jugaban en esas mesas, de espaldas a la pared para protegerse. Los domingos por la mañana, en la iglesia, echaban en el plato de la colecta fichas de póquer.
—Una falta de respeto, ¿no?
—Bueno, el ministro se sonreía y se limitaba a llevar al banco las fichas —la Gran Abuela señaló el coche—. Tattoo parece impaciente. Creo que deberíamos movernos. Me siento mucho más joven cuando hablo del pasado. Gracias, chicos.
Brandi abrazó a la Gran Abuela y apretó su cuerpo frágil.
—Te quiero —le dijo cariñosamente—. Tú eres lo mejor de mi vida.
Tom las dejó solas y fue a arrodillarse junto al riachuelo. Hizo un cuenco con las manos para beber. El agua se las dejó insensibles. El gusto del agua era algo puro y frío, tan frío que le dolieron los dientes. El agua corría con gran rapidez sobre grandes rocas que formaban el lecho del riachuelo. Producía distintas notas y ritmos cuando corría sobre un tronco caído formando una pequeña catarata, o cuando se serenaba en piletas de agua profunda y cristalina en las grandes rocas. Cuando una hoja muerta cayó balanceándose y rompió la superficie de una de las piletas, la bocina del coche casi tronó.
—Venga —gritó Tattoo—. Nos vamos a asar, sentados aquí esperando.
Rápidamente se vieron de nuevo en la carretera principal, que se precipitaba a través del cañón con unos farallones en los que reverberaban los rayos del sol de la tarde. De una forma casi milagrosa, las ruedas conseguían evitar las mariposas que parecían surgir de la nada.
—Todavía no hay petición alguna de dinero por el rescate —dijo Shirleen, mordiéndose una uña—. Las familias de esos chicos están viviendo una agonía. He oído que va a venir un psiquiatra desde Los Ángeles para ayudar a buscar a los niños. Seguramente todo va a terminar rápidamente.
—Esperemos que el final sea feliz —dijo Brandi—. Me siento muy alegre de que mis hermanos estén a salvo en el campamento.
—Tú tienes que preocuparte también por ti —Shirleen se volvió hacia ella.
—Mamá, ¿vas a seguir con la lata de siempre? Puedo cuidar de mí misma.
Tattoo miraba a Brandi en el espejo retrovisor. El hombre no decía nada. Se limitó a contemplar el hermoso rostro de la joven. Luego sacudió la cabeza. Pocos minutos después paró el coche en un hermoso valle bastante ancho, donde un conjunto de edificios de las viejas minas habían sido inundados por las presas de los castores. La madera gris y los tejados llenos de moho parecían tan tristes que Tom lanzó un suspiro.
—Me llena de tristeza pensar en toda la gente que vivió aquí. Han desaparecido lo mismo que el polvo, después de haber venido a Slocan con tantas esperanzas. Me pregunto qué sería de ellos después de que las minas fracasaron. Quizá perdieron todo y tuvieron que vivir debajo de un puente de la carretera Skid.
—Hicieron todos lo posible —aseguró muy serio el Maestro—, y vivieron plenamente cada día. Eso es lo que cuenta.
Todos salieron a estirar las piernas excepto Tattoo, que se quedó con aspecto de hombre totalmente deprimido detrás del volante, sin apartar la vista de Brandi. Tom fijó su atención en las madrigueras de los castores. Después lanzó unas cuantas piedras a la superficie del agua azul para hacerlas rebotar en ella antes de ir a ver cómo Shirleen sacaba una fotografía de Brandi y de la Gran Abuela, con los edificios abandonados de las viejas minas como fondo.
—Dijiste que había habido ferrocarril aquí —preguntó a la Gran Abuela—, pero soy incapaz de imaginarme un tren de carga pitando a través de este valle vacío.
—Construyeron la línea Kaslo & Slocan un poco más allá de donde nos encontramos. Pero luego se hizo el trazado de la Canadian Pacific Railroad, que reclamó la exclusiva de las prospecciones mineras. Ganaron el pleito, pero K&S se vengó. Una noche rodearon con un cable la estación de la Canadian Pacific Railroad de Sandon, engancharon el cable a una locomotora que quemaba leña y arrastraron la estación hasta el riachuelo. Una furia incontenible se apoderó de los empleados de la Canadian Pacific Railroad.
Tom continuó intentando descubrir restos de la línea férrea mientras continuaban viaje hacia el este. Al fin vio las maderas astilladas de un caballete de terminal de línea, justo cuando entraban en otra ciudad fantasma. Aquí había mucho más que ver, como por ejemplo los cimientos y algo del tejado de una casa que había perdido todas las paredes interiores.
—Es posible que las termitas se comieran las paredes de madera —dijo él—. Mira ese antiguo hotel, con las escaleras que conducen ahora a ningún sitio. ¿Crees que el viento se llevó el piso superior?
—Puede ser que Chester el Viejo se sirviera de las maderas para hacer fuego —respondió Tattoo, que detuvo el coche entre una nube de polvo y haciendo chirriar los frenos.
—¿Quién es ese hombre?
—Chester el Viejo permaneció aquí, en Retallack, mucho después de haberse cerrado la mina en el cincuenta y dos. Los demás se fueron, y los pumas bajaron a ver si había quedado algo que satisficiera sus hábitos de rapiña. Pero Chester el Viejo se negó a creer que la ciudad había muerto. Algunos dicen que su espíritu merodea todavía por estos edificios.
—Vamos a explorar este sitio. Parece que puede ser muy interesante.
Bajo un sol ardiente, Tom estudió los restos de un pequeño camión. El parabrisas estaba roto, y había quedado en forma de tela de araña. Tenía levantado el capó y se veía que le faltaba el motor. Los portalámparas de las luces delanteras colgaban inservibles. Los ejes estaban rotos y apenas quedaba algo de las ruedas.
Cerca del camión había una casa con las ventanas abiertas, con sus muros expuestos a la intemperie y llenos de suciedad, sosteniendo un tejado de lata. Cuando una golondrina voló saliendo por la ventana de un piso superior, Tom cogió a Tattoo por un brazo.
—Mira. Alguien se esconde ahí arriba.
Dirigieron su mirada hacia la vieja casa. Intentaron escudriñar la oscuridad interior del edificio. Otra golondrina voló hacia la luz del sol. Tattoo sonrió.
—Es solamente un cortina vieja que ondula junto a la ventana. Un buen truco, Tom. Hasta a mí me has engañado.
Tom forzó una sonrisa, e intentó hacer creer que no se había asustado. Luego vio la cara de Dietmar. A él no le engañaba.
—Volvamos aquí una noche, y tratemos de descubrir el fantasma de Chester el Viejo. ¿Qué te parece, Dietmar?
—Déjalo estar.
—Fijaos en esa vieja cabaña de troncos —comentó el Maestro, mientras sacaba su libreta de notas—. Normalmente yo arreglaría el tejado y montaría en ella un restaurante de lujo. Pero tengo una idea diferente. ¿Os dais cuenta de lo bonita que es, con el fondo de los árboles y junto al río burbujeante?
—Creo que voy a sacar una fotografía de ella —dijo Shirleen.
—Tú estás de acuerdo con mi plan, querida señora. Lo que me propongo es crear un sitio que ofrezca la oportunidad de hacer fotografías del poblado de Slocan de la Plata. Habrá un cartel indicador que diga: «Haga usted fotografías desde aquí», con una flecha que indicará hacia dónde tendrán que orientar sus cámaras.
—¿Y cómo vas a sacar dinero de eso?
—Vallaré el sitio y habrá que sacar entrada para acceder a él. Pague usted su dólar y luego haga la foto.
—Entonces, voy a tirar la mía antes de que se levante esa valla —dijo ella riéndose. Se fue al coche y volvió con cara de enfado—. ¡Me he dejado la cámara en Zincton! Seguro que me la he olvidado cuando descansaba sentada en el tocón de un árbol viejísimo.
—Y ahora tenemos que volver al sitio —comentó Tattoo con una maldición—. Muchas gracias, Shirleen.
—Te pagaré la gasolina.
—No se trata de eso. A ver si la próxima vez usas tu cabeza.
Cuando todos volvían al coche, Tom miró con tristeza los edificios abandonados que había querido explorar.
—¿Podría quedarme aquí y echar una ojeada a todo esto?
—Lo que quieras —dijo Tattoo, metiendo la llave de contacto.
—Yo me quedaré también —pidió Dietmar después de mirar a Tom.
—¿Por qué? Retallack no te interesa.
—¿Cómo lo sabes, Austen? Podríamos encontrar el fantasma del Viejo Chester.
Tom se encogió de hombros. Levantó la mano en señal de saludo al coche que se iba. Luego se dirigió hacia un montón de maquinaria que se había convertido en una masa de orín. Junto a ella había pilas de rieles retorcidos.
—Me pregunto si se usaron como líneas subterráneas para sacar el mineral.
Dietmar respondió con un gruñido. Ya estaba aburrido. Tom sacudió la cabeza. Le penaba no haberse quedado solo. Luego se fue hacia un pequeño cobertizo en el que unos anaqueles de cajones estaban llenos de rocas aburridas. Cien agujeros perforaban el piso, y el viento se colaba a través de las grietas en los muros. Fuera de la ventana, las hojas de un chopo producían un sonido triste mientras iban perdiendo la vida entre oros.
—Éste es un lugar solitario. Espero que Tattoo no tarde.
—Podría no volver —dijo Dietmar—. ¿Has pensado en esa posibilidad?
—¿Qué quieres decir?
—Quizá Tattoo haya inventado eso de la cámara. Podrían haber planeado eliminar al Maestro, y luego irse a la frontera de Estados Unidos con el dinero.
—¡Qué tontería! —Tom intentó sonreír.
—¿Podemos confiar en Tattoo? Apenas conocemos a ese individuo, y ahora nos ha dejado solos en este lugar salvaje. Si no vuelve, ¿cómo conseguiremos llegar a nuestras casas? Pronto se hará de noche, y a partir de ese momento los osos bajan de las montañas. Y eso sin contar con el Viejo Chester.
—No creo en fantasmas —protestó Tom, aunque secretamente sí creía.
De repente sintió frío, y salió fuera, hacia la zona soleada. Los montes ya no le parecían tan bonitos, y no podía dejar de pensar en la ventana oscura donde había visto moverse una cortina. ¿Se trataba simplemente de una cortina movida por el viento? Es lo que había dicho Tattoo, pero quizá le había mentido. Podría esconderse alguien en la vieja casa, vigilándolos desde la oscuridad.
Vigilándolos y esperando.
Tom dio la espalda a la casa y se fue. De camino silbaba del todo decidido. Nada iba a estropearle su día. Se dirigió al edificio que estaba cerca y que le parecía estupendo para ser explorado. Sus muros se habían vuelto negros por el tiempo y había un agujero en el tejado donde antes asomaba la chimenea.
A través de un espacio casi impracticable, que debió ser anteriormente la puerta, Tom vio los restos de una estufa apoyados contra un muro. El linóleo estaba levantado en muchas partes del suelo. Un par de pantalones vaqueros sucios colgaban de un clavo. Cuando Tom consiguió armarse de valor para entrar, unas golondrinas abandonaron sus nidos y pasaron como flechas por encima de su cabeza. Era su forma de protestar airadamente por su presencia.
Algo se movió sobre la puerta. Luego una sombra peluda emergió de una estrecha cavidad. ¡Un murciélago! Revoloteó alrededor de la cabeza de Tom antes de volverse al muro, en donde se puso colgado cabeza abajo con las patas abiertas. Parecía una gran araña. Su cabeza se movía lentamente hacia adelante y hacia atrás mirando a Tom.
—¿No es esto estupendo, Oban?
Tom se echó atrás, sin perder de vista al murciélago, mientras esperaba el comentario de Dietmar. Pero no hubo respuesta. Tom se volvió y se encontró solo. Dietmar había desaparecido.
Pensó que era una broma de su amigo. Avanzó lentamente hacia el cobertizo y esperó que Dietmar diera un salto desde algún sitio en el que se hubiera escondido, o lanzara una piedra contra algún muro cerca de donde él estuviera. En algún sitio se oyó el golpeteo de una puerta. Tom pegó un salto. ¿Se trataba sólo del viento?
—Bien, Oban, has conseguido ponerme nervioso. Te felicito.
Unas ramas hacían ruido encima de la cabeza de Tom. Se acordó de aquella cabeza en el bosque, tan parecida a la de un muerto. Luego, del hombre que intentó ahogar a Simon. Aquello había sido aterrador.
—Déjalo ya, Oban. ¡Aunque es una tontería, has conseguido asustarme! ¿Quieres que se te dé una medalla de héroe? Es mejor que salgas de donde te escondes, porque no podemos estar separados en un sitio como éste. No olvides que el terrible secuestrador no ha sido capturado todavía.
La montaña cercana devolvió el eco de las palabras de Tom, y lo hizo en un tono tembloroso, que parecía querer burlarse de su miedo. Siguió un silencio total y oprimente. Nada se movía y no había señal de la vuelta del coche. Si Dietmar había sido capturado, podría morir antes de que llegara el socorro necesario.
Tom se dio cuenta de que debía localizar a Dietmar inmediatamente. Y tendría que o liberarlo o contar a los demás adónde había sido llevado. No podía perder ni un instante. Tuvo un gesto de enorme valentía cuando entró en el edificio más próximo.
Probablemente había sido el dormitorio común de los mineros, porque era muy grande. El olor a humedad le dio de lleno en la nariz, y los pedazos de cristales rotos chasquearon bajo sus pies cuando avanzó de puntillas hacia la habitación donde una pequeña alambrada colgaba, totalmente destrozada, sobre una ventana. En una mesa de madera había una vieja máquina de escribir, con sus teclas machacadas como si alguien las hubiera golpeado con un enorme martillo.
De repente, Tom se dio la vuelta, seguro de que unos dedos estaban a punto de hacer presa en su garganta. Pero nada se movió. Sintió que a través de su ropa se colaba un frío húmedo, que le hizo temblar mientras avanzaba por un pasillo hacia otra habitación. Aquí había un enorme agujero en una pared, con todo el aspecto de haber sido destrozado por una bomba, y el viento desparramaba los papeles, que llenaban de suciedad el suelo.
¡Plam!
El ruido procedía del piso superior. Y fue tan fuerte que el corazón de Tom se sobresaltó. Sus ojos miraron con enorme atención hacia el techo. Esperaba oír unos pasos, pero no se produjeron. En el viejo edificio se oían solamente extraños lamentos y chirridos como si estuviera esperando la llegada de Tom para descubrir sus secretos.
Con un corazón que le palpitaba en el pecho con enorme violencia, se acercó a la escalera. Se detuvo. Esperaba escuchar ruidos en el piso superior. Luego se obligó a sí mismo a subir. Sabía que si no seguía caminando, el terror lo paralizaría inmediatamente.
La escalera desaparecía en las sombras, haciendo una curva. Casi era imposible ver nada. Tom subió despacio, paso a paso. Obligó a sus ojos a escudriñar en la oscuridad. Encontró un largo pasillo en el que le esperaban dos filas de habitaciones, algunas abiertas, otras cerradas. Un colchón yacía en una de ellas. Los ratones lo habían destrozado para hacer sus nidos. En otra habitación, los muelles de un somier estaban apoyados contra la pared. El óxido se había desprendido de ellos. Habían dejado en la pared una mancha que tenía todas las características de algo malo. Eran totalmente parecidas a manchas de sangre.
¿Estaría Dietmar muerto ya?
Tom estaba horrorizado. Se volvió y echó a correr. Se apoderó de él un miedo animal. Tenía la boca abierta. No pensaba más que en su salvación. Desanduvo corriendo el pasillo. Llegó a la escalera y la bajó como loco, olvidándose del ruido que metía cuando trastabilleaba en la oscuridad hacia la puerta de salida. La abrió con violencia y se lanzó fuera.
Estaba libre, pero no podía apartar sus ojos del edificio. Mientras corría alejándose de él, Tom miraba las ventanas oscuras en busca de demonios.
En aquel mismo instante, fue agarrado por dos manos poderosas.