1
¿DÓNDE ESTÁ TIPPI ALEEN?
Así rezaba un cartel con la fotografía de Tippi. Sonreía. Sus ojos eran grandes y de color castaño. Llevaba una muñeca y miraba con cara de inocencia desde el cartel. Tenía ocho años. No se sabía nada de ella desde hacía una semana.
Tom Austen sacudió la cabeza y sintió una gran tristeza por Tippi. La gente de la localidad no hablaba de otra cosa desde su desaparición. Fue el mismo día en que Tom llegó para pasar sus vacaciones en Nelson, una pequeña ciudad situada en la zona montañosa de la Columbia Británica.
Un niño de diez años se detuvo ante el cartel.
—Conozco a Tippi —dijo a Tom, sentado en un banco dentro del mercado de Chahko-Mika de Nelson—. Va conmigo al colegio Hume.
—¿Estáis preocupados por ella todos sus compañeros?
—El colegio está cerrado durante el verano, pero nos han convocado a una reunión especial en el gimnasio. El director nos ha dicho que tengamos cuidado con los posibles secuestradores. No debemos hablar con personas extrañas.
—¿Y yo no soy un extraño? —se sonrió Tom.
—¡Eso es diferente! Tú eres solamente un chico. Además, yo puedo cuidar de mí mismo. Tippi cometió un error. Cogió un sendero para llegar a la zona comercial y atravesó las vías. Yo soy más espabilado.
Los compradores entraban al gran edificio de la zona comercial. Algunos hablaban a sus hijos, otros miraban los escaparates. ¿Conocería alguno de ellos la verdad sobre lo que le había pasado a Tippi?
—¿Cómo te llamas? —preguntó Tom al niño.
—Chuck Cohen.
—Escucha, Chuck, tú…
La pregunta de Tom fue interrumpida por la llegada de un hombre que parecía muy nervioso. Llevaba un uniforme de guardia de seguridad. Hizo castañetear los nudillos de ambas manos cuando se paró delante del banco.
—¿Alguno de vosotros conoce a Tippi Allen?
—Yo —respondió Chuck.
—Escucha, hijo. Ese caso es un tremendo problema para nosotros. Hay todas las posibilidades de que podamos encontrar con vida a Tippi. Pero necesitamos ayuda.
—¡Fantástico! ¿Qué puedo hacer?
—Venir conmigo.
Chuck saltó del banco como movido por un resorte, pero Tom lo agarró del brazo.
—No tan deprisa —dijo, y luego miró a aquel hombre—. ¿No debería enseñarle a Chuck algún tipo de identificación?
Los dedos del hombre dejaron de hacer ruidos. De repente, Tom sintió que le invadía el miedo. No había forma de poder ver los ojos de aquel hombre. Estaban ocultos tras unas gafas oscuras. Pero Tom percibió en ellos una gran hostilidad.
—¿Cómo te llamas?
—Hummm, soy… Tom Austen.
—Tom, ¿conoces a Tippi?
—No, pero…
—Entonces no te metas en esto —el hombre empezó a alejarse con Chuck. Luego se detuvo. Sacó su cartera y la abrió. Brilló en ella una especie de placa dorada—: Tom, puesto que no te fías de mí, mira mi documento de identificación.
Tom se puso rojo y echó pestes contra sí mismo por ser uno de esos que se ponen rojos hasta la raíz de los pelos y revelan de esa forma sus pensamientos. Se sintió estúpido y miró a la moqueta como en un intento de estudiar su diseño. Quiso convencerse de que le había enseñado una auténtica placa de policía y de que realmente Chuck iba a colaborar a que Tippi se salvara. Desde el cercano Castillo de la Bruja se oía el ruido inconfundible de los videojuegos y las carcajadas de los adolescentes, que pasaban fenomenalmente bien el viernes por la noche en la zona comercial. ¿Por qué no le sucedía a él lo mismo?
Tom empezó a caminar hacia el grupo de adolescentes para ver el juego del Fantom II, pero su corazón latía con violencia cuando se acordaba de Chuck. Si algo le pasaba, sería por su culpa. Dio la vuelta, se fue rápidamente hacia la zona de compradores, corrió hacia la salida y, una vez fuera, se encontró en plena noche.
Soplaba con suavidad, procedente del lago cercano, un viento cálido de verano que acarició la cara de Tom. Las lámparas de mercurio emitían su molesto zumbido desde lo alto del aparcamiento. Alumbraban filas y filas de coches y jeeps en forma de pequeñas furgonetas. ¿Dónde estaba Chuck? Tom dio unos pasos en una dirección, se detuvo, y miró alrededor con unos ojos en los que se reflejaba la desesperación. El pánico le hizo un nudo en el estómago.
Tom corrió hacia una fila de taxis. Confiaba que algunos de los conductores hubiera visto a Chuck salir con el guardia de seguridad. Luego se detuvo un momento. Un encendedor brilló en un coche aparcado, y Tom reconoció la gorra especial y las gafas de sol del guardia de seguridad.
¿Gafas de sol por la noche? Cuando se acercó al coche, el pulso de Tom era tan fuerte que podía contar cada uno de los latidos de su corazón.
—Perdone —dijo, al mismo tiempo que golpeaba la ventanilla con los nudillos—, ¿puedo hablar con Chuck?
—¿Otra vez tú? —dijo el hombre después de haber bajado el cristal de la ventanilla.
—Creo que debes salir del coche —Tom miró a Chuck.
Como si Tom no existiera, el chico miraba hacia el frente. Luego, con una mano temblorosa, levantó una botella de naranjada y se la llevó a los labios. Al beber, algo de líquido se le escapó por la comisura de los labios.
—¡Chuck, por favor! Sal de este coche.
El conductor sonrió. Sus dientes blancos brillaban en la oscuridad.
—Tom, piérdete.
Manejó la palanca del cambio de marchas y el coche salió lentamente.
Tom se fijó bien en el número de la matrícula del coche y en el nombre de la casa de coches de alquiler que figuraba en el parachoques delantero. Se fue hacia la fila de taxis.
—Señora —le gritó a una conductora que leía el periódico—, ayúdeme, por favor. Hay un chico con problemas graves.
—¿De qué se trata?
—De aquel coche —dijo Tom, al mismo tiempo que señalaba la salida, que estaba bastante lejos—. Por favor, sígalo y se lo explicaré.
—¿Vas a pagarme la carrera?
—Claro —Tom abrió la puerta más próxima y se lanzó al asiento trasero—. No los pierda.
—¿Qué es esto? —dijo la conductora mientras ponía en marcha el motor—. ¿Se trata de una escena de cine? Siempre soñé con que Paul Newman saltara al interior de mi taxi y me gritara aquello de ¡Siga a ese coche!, pero esto es ridículo.
A pesar de que la conductora tomó aquello casi como una broma, se dio cuenta de la terrible urgencia de Tom y salieron rápidamente del aparcamiento. Tom se inclinó hada adelante. Intentaba ver el coche del guardia de seguridad cuando se acercaron a un cruce.
—¡Ahí está! Gire a la izquierda en aquel semáforo.
Después que el taxi sufrió unas cuantas sacudidas al cruzar un paso a nivel, el semáforo se puso en rojo y la taxista tuvo que detenerse.
—Mala suerte. Pero hasta que se ponga en verde, puedes contarme lo que pasa.
Tom le explicó lo más rápidamente que pudo sus sospechas.
—Estoy seguro de que no es un guardia de seguridad. Se sirvió, como disfraz, de esa placa falsa y de ese uniforme para que Chuck confiara en él. Probablemente había drogas en la bebida que dio al niño. Éste se hallaba totalmente grogui. ¡El semáforo está en verde!
Con un chirrido de los neumáticos, el taxi salió disparado.
—Tengo mis dudas —dijo la conductora, que apretaba fuertemente el volante con las manos—. Pero no quiero cometer un error, sobre todo después de lo que le ha pasado a la pobre Tippi.
—¿La conoce?
—Tippi y mi hijo jugaban juntos en el mismo equipo de fútbol.
—¡Ahí está el coche! ¿Qué debemos hacer?
—Déjamelo a mí —la mujer se acercó con el taxi al coche y lanzó unas ráfagas con las luces largas.
El guardia de seguridad miró en el espejo retrovisor e hizo un gesto con la mano. De nuevo las luces largas lanzaron una ráfaga y la conductora hizo sonar la bocina.
—¡Chico, aparca a la derecha, o si no, te las vas a ver conmigo!
El guardia de seguridad dio un volantazo y se metió por una calle lateral. Después de hacer un breve recorrido, se paró. El taxi también lo hizo, guardando una cierta distancia.
—Miraremos desde aquí durante un minuto, por si se va.
El guardia de seguridad salió tranquilamente del coche. Se ajustó la gorra y luego esperó, fumando un cigarrillo.
Vamos a hablar con él —dijo la mujer, saliendo del coche. Avanzó hasta él sin miedo. Pero Tom tenía la boca seca y sus ojos parpadeaban mientras miraba al guardia de seguridad. Tenía miedo de que fuera armado.
—¿Hay algún problema? —preguntó el hombre con una sonrisa.
—Espero que no —respondió ella—. Este joven piensa que usted se ha llevado a un chico contra su voluntad.
La carcajada del guardia de seguridad fue sonora y larga. Parecía completamente tranquilo. La cara de Tom volvió a ponerse roja como un tomate. ¿Qué pasaría si había cometido una terrible equivocación?
—Mire —dijo—, ¿podemos hablar con Chuck sólo un minuto?
—Naturalmente —el hombre hizo una señal con la mano en dirección a su coche—. Adelante.
La mujer miró a Tom con el ceño fruncido, y Tom tragó saliva. Creía haberse equivocado del todo. Pero cuando llegaron al coche, Chuck yacía en el asiento delantero, incapaz de pronunciar una sola palabra. Sus ojos tenían el brillo muerto del mármol y el sudor de su frente era frío al tacto de Tom.
—Tenías razón —exclamó la conductora—. Este chico no se encuentra nada bien.
Se enderezó y buscó con los ojos al guardia de seguridad. No pudo verlo durante un momento. Luego Tom hizo una señal hacia las luces del taxi. Aquel hombre surgió de entre las luces que casi les cegaban y se les acercó.
—Todo lo que quiero —dijo con una voz profunda— es llevar al chico al hospital
—Y lo que yo quiero —le respondió la mujer en tono enfadado— es averiguar qué ha pasado. ¿Por qué este niño está tan enfermo?
—Primero, al hospital —dijo el hombre levantando una mano—. Luego hablaremos. Sígame en su taxi.
Ella hizo un signo de aprobación y se precipitó hacia su coche. Totalmente confundido y preocupado por Chuck, Tom corrió hacia la puerta de pasajeros y se metió en el taxi. Los cables de contacto del coche, cortados e inservibles, pendían debajo del tablero. La radio había sido también anulada.
Horrorizado, Tom miró hacia la calle. A cierta distancia, las luces rojas traseras del coche del guardia desaparecieron en la noche.