Capítulo 25

¿CÓMO se disculpaba uno por una debacle de semejante magnitud? Michael titubeó ante la puerta que separaba los cuartos, y se preguntó si estaría ya en la cama. Tal vez sí. Había tenido un día muy agitado. Hizo una mueca al recordar que, mientras él perseguía fantasmas, ella se había enfrentado a una pistola en manos de una asesina desconocida.

Qué torpeza.

Algo indeciso, puso la mano en el pestillo y lo descorrió.

Descubrió que Julianne no se había acostado, sino que estaba de pie junto al fuego, envuelta en su bata, y la luz del hogar iluminaba su cuerpo menudo. Al oírlo, se volvió y le sonrió sin fuerzas.

—No sé por qué, no consigo entrar en calor.

—Has vivido una experiencia horrible. —Cerró la puerta despacio—. Seguro que estás exhausta. ¿Tal vez prefieres que me vaya?

—Ni se te ocurra —le dijo con asombrosa rotundidad—. Si no hubieras venido, habría ido a buscarte, aunque hubiera tenido que recorrer la casa en camisón. Me parece que debemos hablar de algunas cosas.

Le gustó su réplica acalorada y que le hiciera frente, aunque siguiera temblando. Muchas veces él había sentido frío y soledad después de una batalla o de una misión, por eso lo comprendía.

—Sí, yo también lo creo.

—A veces eres indignantemente razonable.

Michael reprimió una sonrisa.

—Procuraré ser menos razonable en el futuro. ¿De qué quieres que hablemos en concreto?

—¿Por qué ha ocurrido todo esto? —inquirió Julianne, cruzándose de brazos—. ¿Por esa mujer se ha hecho pasar por Leah? ¿Con qué finalidad? ¿Por qué me seguía lady Taylor antes? ¿Sabías que esto iba a pasar y por eso le encargaste a Fitzhugh que me vigilara? ¿Por qué...?

Michael levantó la mano para pararla.

—Te contestaré a todo, pero estás helada. ¿Podemos hablarlo en la cama?

—No quiero que me seduzcas para eludir mis preguntas.

Estaba a punto de protestar, pero se había servido de esa táctica anteriormente.

—Solo quiero abrazarte mientras hablamos —le dijo en cambio.

Tras una breve pausa, Julianne asintió con la cabeza y le susurró:

—Y yo quiero que me abraces.

Concedido el permiso, Michael se acercó cauteloso, cuidadoso con lo que hacía, porque no había mentido; estaba convencido de que ella estaría agotada, acababan de apuntarle con una pistola y buena parte de lo sucedido era culpa suya y solo suya.

Sin embargo, cuando le tendió la mano, ella titubeó un segundo antes de tomarla y dejar que la llevara a la cama. Bajo la bata, no llevaba más que un camisón de encaje, y él no se lo quitó, se limitó a levantar las sábanas, la instó a que se tumbara y luego echó las mantas por encima de los dos al tiempo que se recostaba a su lado. Ella siguió temblando unos minutos, pero luego su cuerpo empezó a relajarse.

—Cuéntame por qué quería verte muerto esa mujer.

Supuso que era justo que le contara toda la historia.

—Fue espía inglesa de Bonaparte en su día —dijo Michael sucintamente mientras le acariciaba el pelo sedoso—. Yo la descubrí. Me daba la impresión de que prefería el exilio a la muerte. Me equivocaba.

—No he pensado en otra cosa; intentaba averiguar todo lo posible por mi cuenta —murmuró Julianne—. Imagino que el embuste sobre Chloe era un modo de utilizarme si le hacía falta para llegar hasta ti. Ni siquiera se me pasó por la cabeza, aunque sí que me pareció raro. Me dijo que era actriz cuando la verdadera Leah es camarera. Supongo que por arrogancia. Representó muy bien su papel.

—¿Por qué ibas a pensar tú que estaba actuando? —Se la arrimó más y bendijo las inclemencias meteorológicas. Si Alice no se hubiera quedado atascada aquel día, Chloe no habría estado sola, y Julianne quizá aún haría sus peligrosas visitas secretas.

Podía haberla perdido. No solo esa noche, sino del todo. Cuando recordaba el peligro en que había estado... se le hacía un nudo en la garganta.

—Me alegra comprobar que no eres nada retorcida. Te aconsejo que no lo seas. No sirve más que para complicarlo todo.

Ella rió con suavidad.

—Curiosa forma de verlo. Bueno, ¿quién es Roget?

Quizá, solo quizá, si no hubiera tenido su cabeza apoyada en el hombro, habría eludido aquella pregunta. Las viejas costumbres eran difíciles de perder, pero ese no era el momento de evasivas.

—Un agente francés. O, mejor dicho, otro agente de los franceses que creemos que es inglés.

Llevo años intentando cazarlo.

—Por lo visto, lady Taylor también. Creo que le ha costado decidirse a salvarme la vida porque perdía la oportunidad de interrogar a esa mujer.

—Es posible —respondió con sequedad—, pero de algún modo me alegro de que haya sido así. Para mí nunca ha habido una obligación, pero creo que para Antonia con esto queda saldada nuestra deuda. Piensa que Roget es responsable de las muertes de su familia. Para ella perder la oportunidad de averiguar su identidad es un sacrificio.

Luego añadió:

—Creo que eso la liberará. —Se había preguntado más de una vez qué parte de su categórico afecto por él se debía a esa arraigada sensación de estar en deuda con él. Nunca había visto su relación desde esa perspectiva, claro que no pensaban igual y jamás lo habían hecho.

Le había salvado la vida a Julianne. No le debía nada. Ahora era él quien estaba en deuda con ella.

—¿Y qué pasa con Roget? ¿Lo sucedido te impedirá encontrarlo? —Le acarició la mejilla para devolverlo al presente.

Michael inhaló el suave aroma a flores de su pelo y, con considerable esfuerzo, resistió la tentación de deslizar las manos por su cuerpo y arrimársela aún más. Uno de sus pechos turgentes descansaba en el brazo con que la rodeaba.

—Es más fantasma que hombre. —Repitió las palabras de Lawrence, asombrado de los encantos de su esposa, de cómo había perdido interés en su empeño por saldar una vieja deuda, por librar una guerra que había terminado para siempre a los ojos del resto del mundo—. Al principio estaba convencido de que se hallaba tras los atentados contra mi persona, pero ahora sé que se trataba de Alice Stewart. Creo que mi enemigo y yo hemos hecho las paces.

—Si es inglés, ¿no lo convierte eso en traidor?

—Te aseguro que la guerra te obliga a hacer cosas que jamás habrías imaginado. Fíjate en Antonia. Se defiende mejor que la mayoría de los hombres que yo conozco, pero nació aristócrata, protegida por una familia rica. La tragedia es lamentable, pero en su caso la ha hecho mucho más fuerte. A mi parecer, eso es lo que nos pasa a todos. Si la adversidad no nos destruye, puede transformarse en fortaleza.

Julianne se revolvió en sus brazos, se acercó más, y su respiración se convirtió en un susurro.

—Le debo la vida.

—No, yo le debo tu vida. Bueno, si ya he respondido a todas tus preguntas, ¿podríamos cambiar de tema?

—¿De qué quieres hablar? —dijo ella, metiéndole la mano por debajo de la bata para acariciarle el pecho desnudo.

A pesar de su propósito de abrazarla hasta que se durmiera, aquello lo encendió. Michael le cogió la barbilla y rozó con su boca la de ella.

—De nosotros.

—Mmm, interesante —comentó ella, bajando la mano por los músculos tensos de su estómago en un recorrido pausado y tentador. Si avanzaba unos centímetros más, se toparía con su creciente erección.

Michael inspiró con fuerza y aquel acaloramiento se propagó por toda su piel.

—Este matrimonio no ha salido como esperaba.

—¿Y eso? —inquirió ella mientras le acariciaba la punta del miembro erecto.

Aquello ya era bastante difícil sin la distracción de sus caricias. Michael le cogió la muñeca para detenerla, luego la miró a los ojos —esos bonitos ojos, con su cortina de largas pestañas, presididos por esas cejas perfectas— y en ellos no vio solo la belleza física de su intenso azul, de su forma, de su tamaño... no, lo que vio fue compasión, inteligencia y, sí, amor.

—Jamás pensé que pudiera compartir mi vida con otra persona —reconoció—. El apellido sí, pero eso no es más que una ceremonia en una catedral y un documento. Entregar mi apellido y mi protección es una cosa, pero mi corazón es otra muy distinta.

¿De verdad acababa de hablar de entregar su corazón?

Pensaba que la noche no podía ser más memorable, pero por lo visto Julianne se equivocaba.

Michael Hepburn no era romántico, al menos el tipo distante, reservado y complicado con el que ella se había casado. Físicamente sí, y a juzgar por su excitación suponía que no tardaría en mostrarse extraordinariamente romántico en ese sentido, pero ni siquiera le susurraba palabras bonitas, ni frases poéticas y tiernas, ni le dedicaba muchos cumplidos.

Menos aún iba a entregarle el corazón. La estrechó contra su cuerpo masculino, cálido y confortable, y la apresó con la intensidad de su mirada.

—No sé nada de enamorarse —siguió Michael, y su franqueza se hizo evidente en su lucha por encontrar las palabras adecuadas. La tenue luz del hogar hacía anguloso su magnífico rostro y resaltaba su estructura ósea, el contorno de su boca, la forma de su nariz, de su frente—. Yo ya he sido amante, pero solo en un sentido de la palabra. Contigo es distinto. Lo ha sido desde la primera noche. Te deseo, aunque eso es obvio —sonrió con tristeza, y con cierta picardía masculina—, pero he llegado a la conclusión de que no es solo eso.

—¿Y qué más es entonces? —Sabía que se estaba arriesgando, pero esa parecía la noche más apropiada para hacerlo.

—La otra noche, cuando llegaste tan tarde, estaba histérico. Eso me iluminó.

Un rodeo propio del marqués de Longhaven, pero no estaba dispuesta a aceptar la evasiva.

No en el que podía ser el momento más importante de su vida.

—¿Te importaría definir «iluminar»? —Con delicadeza, se zafó de la mano que le retenía la muñeca, le soltó el cinto de la bata y deslizó la prenda por los hombros—. Te prometo que no es tan difícil decirlo. —Le besó el cuello—. Yo te lo he dicho. Verás, te lo voy a demostrar: te amo.

—Tú eres mucho más idealista —gruñó él y, de golpe, la tumbó boca arriba—. Por no decir que llevas demasiada ropa.

Ella no protestó cuando él le desató la cinta del corpiño del camisón y la despojó de la prenda.

Luego la cubrió con su cuerpo, delicioso, y una oleada de deseo y gozo se apoderó de ella mientras enroscaba los brazos alrededor de su cuello y alzaba la boca para besarlo apasionadamente. Se incendió su cuerpo y aquel fuego inundó sus sentidos; se arqueó contra el cuerpo de Michael, piel con piel. Luego él se inclinó para lamerle los pechos, y ella gimió mientras él alternaba entre uno y otro. Quizá Michael jamás fuera capaz de decírselo, resolvió ella, sintiendo el roce erótico de su cabello en la piel y la abrasión del vello incipiente de su mandíbula bien afeitada.

Cuando Michael se recolocó, subió y desplazó sin esfuerzo su cuerpo musculoso, ella separó las piernas de buen grado e inspiró hondo cuando los dos se fundieron en un solo embate.

—Te amo —le susurró Michael, acariciándole la oreja con su aliento cálido—. Este me parece el mejor momento para decírtelo, y tienes razón: no ha sido tan difícil.

Al placer se sumó la dicha, descubrió Julianne, abrazada a él mientras se movían cada vez más deprisa, precipitándose hacia un objetivo común, jadeando los dos juntos. El éxtasis llegó a su cima y los retuvo allí, luego Julianne cayó, y él descendió con ella, hasta que los dos yacieron sin aliento y entrelazados.

No hablaron, y Julianne se dejó llevar por el sopor; la luz del hogar se convirtió en tan solo un resplandor y cedió al agotamiento y la emoción de aquel día.

—¿Te cuento un secreto? —le preguntó él, con los dedos enredados en su pelo y su hombro fuerte bajo la mejilla de ella.

La propuesta la sacó de su modorra. Alzó los párpados y miró a su esposo.

—Dime —aceptó, y una leve sonrisa se dibujó en sus labios.

—Antes de conocerte, jamás había reparado en que la felicidad era un concepto abstracto para mí.

Eso no era ningún secreto. Michael quizá fuera capaz de todo tipo de engaños, de cambiar el curso de la historia con su servicio a la patria, de granjearse el respeto de los oficiales de mayor rango de Inglaterra, pero no había sido capaz de ocultarle eso.

Julianne no se lo dijo. En cambio, se sumió en un sueño feliz en sus brazos.