Capítulo 15

AQUELLA mujer estaba en todas partes. Julianne sonrió con elegancia al criado que le llenó la copa, preguntándose si sería una coincidencia o el destino que lady Taylor estuviera sentada a la mesa enfrente de ella. Esa noche, la antigua querida de su esposo iba despampanante con un vestido de seda verde esmeralda y el pelo peinado hacia atrás y recogido con una mantilla española que resaltaba su exótica belleza morena.

«¿Cómo voy a competir con ella?», se preguntó Julianne, intranquila e innegablemente celosa.

Michael brillaba por su ausencia: se había excusado en el último momento con una breve nota y la había dejado en compañía de sus padres. La presencia de la imponente lady Taylor había reavivado en ella aquella angustiosa preocupación por sus constantes ausencias.

¿Estaba con ella cuando desaparecía?

Se recordó compungida que eso no podía ser porque, en las últimas semanas, cuando él no la acompañaba a un acontecimiento social, lady Taylor estaba allí. Si se proponían convencerla de que no tenían una aventura, lo hacían muy bien, pero tenía la sensación de que había algo más.

Primero Fitzhugh la seguía casi a cualquier parte, y ahora aquella mujer.

Casi parecía que Michael la tuviera vigilada.

¿Por qué iba a hacer algo así? Si se hubiera enterado de sus visitas a Chloe, seguramente le habría preguntado sin rodeos...

—¿Le está gustando el cordero asado, lady Longhaven?

Aquella pregunta fría, hecha en un inglés con acento, la sacó de sus cavilaciones.

—Está delicioso —respondió mirándola, aunque solo había dado un bocado.

—No está comiendo nada.

—Qué observadora —replicó Julianne, cogiendo su copa de vino.

La otra se ruborizó, lo que resultó revelador. Apenas se notaba, era solo un rubor en las mejillas, pero el destello de sus ojos le dijo mucho más que cualquier otra cosa.

—Me preguntaba si su falta de apetito se debía a que le sucede algo.

—En absoluto. —Julianne forzó la mejor de sus sonrisas.

Por suerte, el caballero sentado junto a la hermosa lady Taylor entabló con ella una conversación, con los ojos clavados en su escote, y Julianne pudo comer, o no. Lady Taylor tenía razón: no hizo más que picotear la comida hasta que llegó el postre. Entonces las damas se retiraron para que los caballeros pudieran disfrutar de su oporto.

Esta vez prestó atención al sitio que ocupaba cada invitada en aquel salón, mientras su elegante anfitriona, de la edad de su suegra, charlaba animadamente.

En efecto, lady Taylor se las ingenió para sentarse a su lado, observó. Interesante, como poco.

Debido a la disposición de los asientos y a que casi todas eran mujeres mayores, lady Taylor y ella terminaron casi solas en un rincón de la estancia, una junto a la otra en un sofá. Julianne la miró con un gesto lo más amable posible.

—Entiendo que Michael y usted se conocieron bien en España.

—¿Eso le ha dicho? —La otra sonrió, pero la sonrisa no le llegó a los ojos.

—No me lo ha dicho —respondió Julianne, de pronto consciente del esplendor de la magnífica tez y la figura voluptuosa de la española—. Si tan bien lo conoce, sabrá que rara vez se explaya hablando de nada, menos aún de su pasado.

—¿Qué le hace pensar que lo conozco bien? —Lady Taylor se recostó, elegante y femenina, en el sofá de franjas verdes y crema, con sonrisa afable y mirada vigilante.

Julianne estaba aprendiendo a interpretar esa mirada. Michael la tenía a menudo.

—Por la forma en que se miran —espetó con descaro. Hizo una pausa y negó con la cabeza—. No, por eso no. Más bien por el modo en que evitan mirarse.

—¿Qué demonios insinúa, lady Longhaven?

—Me decepciona —señaló Julianne al poco, manteniendo la voz serena—. Pensé que sería más honesta.

—¿Cómo? —dijo en español.

Julianne se quedó sentada, cortés, sin entender la palabra.

—Disculpe —suspiró lady Taylor—. A veces se me escapa. Quería decir que no acabo de entender qué insinúa.

—Pues, fíjese, yo creo que sí.

Antonia la miró extrañada.

—No es usted tan cándida como él cree, ¿verdad? La admiro sinceramente. Michael no es alguien fácil de engañar.

—No tengo ni idea de lo que piensa de mí. —Julianne no estaba segura de si aquella conversación era prudente, pero, a fin de cuentas, la había empezado ella—. ¿Me cree muy cándida?

—Hablar por Miguel nunca es aconsejable —repuso, encogiéndose de hombros.

Aun así, la insinuación de que había hablado de ella con su marido estaba ahí, y Julianne descubrió que la irritaba, porque la intimidad que aquello implicaba le produjo otra punzada de inevitables celos. Aquel sentimiento infructuoso era doblemente inútil con Michael.

—Estoy segura de que tiene razón —dijo con toda la frialdad de que fue capaz.

Se hizo un silencio incómodo, y Julianne se preguntó si resultaría grosero que se levantara y saliese de la sala sin más. Mucho, decidió. Aunque, la verdad, ¿qué cortesía le debía a una mujer que había tenido una relación con su marido o incluso aún la tenía? No tenía más prueba que la propia confesión de Michael de que se habían conocido durante la guerra, pero la noche en que lady Taylor se había acercado a ella en el baile él se había esforzado por interrumpir la conversación cuanto antes.

—Tengo la impresión de haberla ofendido —dijo Antonia, tocándole el brazo—. No lo pretendía. No nos llevamos tantos años y, en muchos aspectos, aún soy forastera en Inglaterra. Vivo en la casa de mi esposo, pero no con él, porque lo mataron en Quatre Bras, cuando la guerra estaba a punto de terminar. Una lástima. Era todo un caballero. Pero las cosas son así, y yo lo acepto. Sin embargo, no me vendría mal tener una amiga.

En ese caso, habría sido mezquino rechazarla. No obstante, seguía dudando de los motivos de Antonia.

—Por supuesto —murmuró Julianne.

—Miguel me salvó la vida. —Aquellas palabras se perdieron en el parloteo de los otros rincones de la sala. Los ojos oscuros de Antonia la miraron intensamente—. Los detalles no son... importantes, pero siempre habrá eso entre nosotros. Por lo demás, no somos más que amigos.

Toda una revelación a la que Julianne no supo cómo reaccionar. Michael había sido el caballero errante de aquella hermosa dama.

Lady Taylor prosiguió.

—En la gran ciudad, con todas sus fiestas y sus bailes, y sus exquisitos modales, no pueden imaginar las atrocidades sufridas en mi país. España e Inglaterra eran aliadas; sin embargo sus tierras no fueron invadidas y arrasadas. —Apartó la mirada, y su gesto se volvió fiero por un momento—. No la culpo por no saberlo; ojalá yo no lo supiera.

Ella no lo sabía, reconoció para sí, porque no sabía nada de ejércitos invasores, ni batallas sangrientas, ni destrucción gratuita. La historia de Inglaterra estaba marcada por la lucha por mantener el frágil equilibrio del poder soberano, pero no durante la vida de Julianne, o al menos no en suelo inglés. Ella había leído mucho sobre la materia, pero no lo había vivido en sus propias carnes.

—Por lo menos eso ya ha terminado —dijo torpemente, porque ¿cómo podía hablarse con tacto de la pérdida de una nación aunque, al final, se hubiera recuperado?

—La España que yo conocía ya no existe. No se deje engañar, lady Longhaven. Nada ha terminado aún.

Desconcertada, consciente de que su conversación nada tenía que ver con las que hacían reír y susurrar a las otras damas, Julianne miró fijamente a su acompañante.

—Bonaparte ya no es una amenaza.

—Una guerra se libra en muchos frentes. En este caso, hay un claro perdedor, pero el maldito corso no es más que un hombre. No tomó medio mundo él solo. Tampoco todos los que lo ayudaron han pagado por sus desalmados crímenes.

La vehemencia de aquel discurso no pasó inadvertida a Julianne, que se recostó en el asiento, no asombrada sino verdaderamente estremecida. ¿Seguía Michael metido en esa «guerra» constante?

Sin duda andaba siempre ocupado con otras obligaciones.

Si era así, ¿por qué no se lo había dicho?

—¿Qué hace exactamente mi esposo para la Corona? —preguntó con tal énfasis que varias mujeres se volvieron.

—Hablo demasiado. —Antonia hizo una mueca, y a pesar de ese gesto tan poco femenino siguió viéndola preciosa—. No me haga caso. Cuando hablo de mi tierra natal soy muy apasionada. Quizá deberíamos cambiar de tema. Dígame, lady Longhaven, ¿qué le parece la nueva exposición de pintura italiana de la National Gallery?

Charles Peyton empujó un pedazo de papel por la mesa con el dedo índice. Su rostro revelaba pesar, pero no arrepentimiento.

—Tengo seis nombres y un posible séptimo, considerando múltiples factores, entre ellos, claro, tu suposición de que Roget es inglés.

Michael examinó la lista.

—Uno de ellos es el tuyo —señaló socarrón.

—Según tus criterios, sí, encajo. —Charles se recostó en el asiento, al otro lado de la mesa, y cruzó las manos—. Siervo fiel de la Corona, con acceso a información confidencial. Tampoco he excluido a lord Liverpool. No habría sido muy caballeroso por mi parte dejar fuera a un sospechoso tan obvio, ¿no te parece?

—¿Al primer ministro?

—Tu indignación me ofende. Mi nombre tendría que haberte sorprendido más.

Una carcajada contenida escapó de los labios de Michael; por lo demás, se limitó a examinar de nuevo la lista.

—Me sorprenden dos —murmuró entonces—. Solo dos. ¿En qué lugar deja eso a nuestra profesión, Charles? No me extrañaría que cualquiera de los otros cinco fuera el soplón de Roget.

—No voy a preguntarte si yo soy uno de los dos o de los cinco. En todo caso, significa que los que vivimos de esto guardamos bien nuestros secretos, sobre todo cuando uno de nosotros es culpable.

¿Cómo no iban a sospechar los demás?

—Ya veo. Ese es el problema —dijo Michael, dando un golpecito en el papel—. ¿Qué voy a hacer si el cómplice de Roget está en esta lista?

—Apresarlo. Eso sí, más vale que las pruebas sean irrefutables.

—En teoría, parece posible. En la realidad, no estoy tan seguro.

—Si quieres resolver este asunto, no te queda otra alternativa, y los dos sabemos que lo harás.

La pequeña sala estaba en una zona desierta de Whitehall, oscura, mal ventilada, iluminada por una sola lámpara, un cuadrado inhóspito que el frío aire otoñal convertía en un espacio oscuro y húmedo. Aquel no era el despacho habitual de Charles Peyton y Michael nunca había estado en esa parte del edificio oficial. Quizá por tantos años de subterfugios, o por sus responsabilidades como marqués, o por su reciente matrimonio, la intriga de todo aquello ya no lo atraía como antes.

Quizá estuviera cansado.

Quizá fuera por Julianne. Nunca había acariciado la idea de sentar la cabeza. Tampoco de llevar —Dios lo librara— la vida de caballero rural que su padre deseaba, pero sí le apetecía disfrutar de una existencia algo más convencional. Ya no tendría que preocuparse por la seguridad de su esposa, y no podía negar que repetiría de buen grado el idílico episodio de la otra tarde en el jardín. La enorme finca ducal en el campo estaba rodeada de un parque privado...

—Es posible que me jubile cuando atrapemos a Roget.

—Te aburrirás. —La silla en la que Charles estaba sentado crujió con fuerza cuando este se recolocó en ella—. Y eres muy bueno en lo tuyo. Inglaterra te necesita.

—Aunque no lo he buscado yo, ahora soy el heredero del ducado. Es mi familia quien me necesita.

—Veo que tu joven y hermosa esposa está teniendo una repercusión previsible en tu orden de prioridades.

Aquella lúgubre estancia empezaba a resultarle angustiosa.

—Julianne no tiene nada que ver con esta decisión.

Menuda mentira.

Charles también lo sabía, y eso que a Michael solía dársele bien el engaño.

—Soy un hombre casado —le comunicó su colega en voz baja—. Felizmente. Tengo tres hijos y mi esposa es el amor de mi vida. La adoro. Por desgracia, el mundo no es perfecto.

»Si no fuera por mí, y por otros hombres como tú, quizá Inglaterra no sería un lugar seguro donde formar nuestras familias. Sirvo a una causa muy específica, y lo sé. Nada más casarme, igual que tú, me di cuenta de que no solo ponía en peligro mi vida con mi trabajo sino el bienestar de mi familia. Respeto tus reservas, créeme.

—Si quisiera un sermón, ya recurriría a mi padre, que me lo soltaría encantado. —Aunque se esforzó por sonar jocoso, no lo consiguió del todo.

—Yo no soy tu padre, ni te estoy sermoneando. Te estoy resaltando los hechos desde el punto de vista de alguien que sabe a lo que te enfrentas.

No era precisamente el consejo que esperaba oír.

—Mi trabajo no interfiere en mi vida privada.

A aquella afirmación siguió una leve carcajada.

—Me temo, amigo mío, que debes ir haciéndote a la idea de que tu vida privada va a interferir en todo lo que hagas. Ahora tienes una esposa, y pronto tendrás hijos y, por mucho que quieras mantenerte al margen de eso, créeme, forma parte de ti. El tipo que antes realizaba misiones rutinarias a cientos de kilómetros, tras las líneas enemigas, ya no existe.

Quizá fuera cierto. Lo meditó un instante.

—Mi prioridad es manejar esto lo más discretamente posible. ¿Qué margen de acción tengo?

Charles meditó ceñudo mientras sonaba el fuerte tictac de un pequeño reloj sobre una estantería polvorienta. Sus ojos claros lo miraron sombríos.

—Un juicio sería un desastre, y una vergüenza para el gobierno inglés.

—No soy ningún asesino, Charles.

—No, pero conoces a unos cuantos. Confío en que, como de costumbre, tomes la decisión más acertada. Tienes carta blanca.

Lo que esperaba. Michael asintió con la cabeza y, esbozando una sonrisa cínica, se puso en pie.

—Que no me servirá de nada, porque si las cosas se pusieran feas negarías cualquier conocimiento del asunto de todas formas, ¿me equivoco?

—En absoluto. —Charles sacó su pipa y la sacudió en la mesa antes de hundirla en la pequeña petaca—. Qué bien nos entendemos.