Capítulo 11

NO esperaba que sus pesquisas de medianoche resultaran fructíferas, y menos mal porque no lo habían sido. Alguien estaba jugando con él. Le estaba proporcionado pequeños soplos de lo más ambiguo, que lo confundían. Abrió la puerta de su alcoba, pensando aún en el infame Roget, y se quedó pasmado en el umbral.

Aunque no era la primera vez que alguna mujer lo esperaba en su propia cama, no recordaba haberse sorprendido nunca tanto.

Fue la naturaleza de la escena, y su simbolismo, lo que lo dejó clavado al suelo, no tanto por lo que significaba como por lo que él habría querido que significara.

Julianne estaba de lado, de forma que el virginal camisón de delicado linón resaltaba la tentadora curva de su trasero y la capa resplandeciente de su cabello cubría sus mejillas de porcelana y sus hombros desnudos. La vio preciosa, y muy joven, abrazada a su chaqueta de gala mientras dormía.

Solo se le ocurrió que se hubiera quedado traspuesta abrazada a su chaqueta como si fuera algo muy valioso.

Se quedó allí, paralizado, inmóvil, preguntándose si habría algo que ella pudiera haber dicho o hecho que le hubiera producido semejante impacto visual y emocional.

Michael, que tantas veces había sobrevivido gracias a su capacidad de reacción en situaciones difíciles, se sentía incapaz de resolver esa. Desarmado por la inocencia de una joven que ahora era su esposa.

Al final entró en la alcoba y se sentó para descalzarse, satisfecho de haberle dicho a Fitzhugh que ya no lo necesitaría esa noche. Solo él debía ver a su bonita esposa en su cama; además, el irlandés le había comentado en más de una ocasión que Julianne terminaría por nublarle el juicio.

En general le parecía que estaba logrando mantenerse a cierta distancia de ella, pero en aquel momento se sentía muy vulnerable.

Lo que debía hacer era cogerla en brazos, llevarla a su propia alcoba y acostarla. Pronto amanecería y, aunque en España se había acostumbrado a no dormir casi nada, también había aprendido a aprovechar la ocasión de descansar cuando podía.

Sin embargo, su miembro erecto le decía que despertar a su cándida y seductora esposa de la forma más placentera posible era aún mejor opción.

Indeciso, se quedó allí sentado, inquieto, con la camisa medio desabrochada, contemplando crispado su esbelta figura. ¿Sería aquello una seducción y él la víctima? Si le hacía el amor, confirmaría que ella tenía cierto ascendiente sobre él.

Y esa era precisamente su única norma: llevar él siempre las riendas.

«Si duermo en la silla, no tendré que tocarla», se dijo Michael, desconfiando de su capacidad para resistir la tentación cuando ya la tuviera en sus brazos. Había dormido en sitios mucho peores.

Si ella no se hubiera movido en ese momento, se habría quedado donde estaba, pero ella suspiró y se volvió hacia él, con sus tiernos labios separados y el camisón pegado a sus pechos turgentes. A través del fino tejido, pudo adivinar el tenue rosa de sus pezones y una leve sombra tentadora entre sus muslos.

De pronto se puso en pie, abandonando la silla en la que estaba contemplándola. «¿Por qué no?», se dijo mientras se sacaba la camisa de los calzones y se la quitaba. Ella era su esposa. Además, una de las razones por las que se había casado era para dar continuidad a la familia Hepburn, y solo había un modo de cumplir esa misión.

Sus calzones cayeron al suelo. Desnudo y muy excitado ya, se metió en la cama. Empezó por acariciarle el pelo suelto, de mechones suaves y tibios. Rozó con la yema de un dedo el arco de una ceja perfecta, y aquellas largas pestañas se estremecieron.

Ya había descubierto que estaba cautivadora al despertar. Había algo muy íntimo en el instante en que alguien pasaba del sueño a la vigilia: un suave jadear, un lánguido movimiento de una mano, un sutil cambio de postura... Cuando Julianne levantó los párpados y aquellos ojos azules lo reconocieron, él le arrebató la chaqueta del regazo y la arrojó al suelo. A Fitzhugh le daría un infarto por la mañana, cuando viera la carísima prenda tirada en el suelo, hecha un ovillo, pero a Michael le daba igual en ese momento.

—Siento haberte despertado. Permíteme que te compense. —Michael se dispuso a desatarle el camisón. Cuando la prenda se abrió, introdujo la mano dentro sin pensarlo y le agarró uno de sus pechos firmes, flexibles, cálidos, de peso perfecto, tan tentadores, y paseó despacio el pulgar por su cúspide abultada.

Ella se estremeció y su cuerpo reaccionó: el pezón se endureció con sus caricias.

—No... no pretendía... ah...

Apartó la prenda, bajó la cabeza y, con la lengua, dejó el otro en idéntico estado, interrumpiendo de ese modo lo que supuso una justificación atropellada de su presencia no solicitada en aquella alcoba. Acarició, lamió y prodigó atenciones a ambos pechos hasta que ella se le arrimó y, arqueada, se agarró con fuerza a sus hombros.

—¿Te gusta esto? —le susurró él a su fragante piel.

—Sí —admitió ella con cierta timidez, pero también con la certeza femenina de que su disfrute alimentaba el de él.

De hecho, él ardía.

Y, a juzgar por su mirada, ella lo sabía.

Aunque, por lo general, era más delicado, el tiempo que había pasado en la silla, meditando lo que iba a hacer, había hecho mella en su autocontrol. Michael se desplazó, le levantó las faldas del camisón hasta la cintura y recorrió la cara interna de sus muslos esbeltos hasta que encontró la zona húmeda y caliente. Le introdujo un dedo, y le satisfizo comprobar lo rápido que se había excitado.

—Michael —susurró, acalorada, estremecida, y él quiso estremecerse con ella.

Él no respondió. Retiró la mano, le separó las piernas y, en un solo movimiento rápido y voraz, se introdujo en ella.

Así, sin más. Sin el habitual preámbulo de besos tiernos y caricias estimulantes. Sin aquella estudiada seducción con la que se aseguraba de excitarla y de que lo deseara con idéntico fervor.

Ni siquiera se había desnudado del todo, y, sumergido en el paraíso, eso le dio igual. También a ella, a juzgar por su respuesta a tan impetuosa posesión. Alzaba las caderas con cada embestida de su miembro erecto, con los ojos entornados, y sus pechos desnudos temblaban cuando él la penetraba. Una y otra vez.

«Sublime», pensó en medio del éxtasis que inundaba sus sentidos. Tan excitada, tan húmeda alrededor de su miembro, tan extraordinariamente femenina en su desaliño, debajo de él. Julianne presionó con una mano su zona lumbar, arrimándoselo, él le dio lo que quería —lo que los dos querían—, y pecho contra pecho, sus cuerpos empezaron a moverse a un ritmo febril.

Confiaba en que ella llegara primero, pero no estaba seguro de poder aguantar hasta entonces, algo raro en él. Cuando ella contuvo un gemido y sus músculos internos se tensaron, él, satisfecho, espetó una blasfemia y se dejó llevar por su propia explosión.

Apenas capaz de equilibrar su peso para no aplastarla, Michael apoyó la frente en la cama e intentó recobrar el aliento. El pelo de ella, suave y fragante, le hacía cosquillas en la nariz.

«He perdido el control», se dijo, algo contrito. Julianne era una dama refinada, bien educada, desconocedora de la pasión, y él le había levantado las faldas y la había tomado sin darle siquiera un beso. Le sorprendía que hubiera alcanzado el clímax, porque él había hecho bien poco por llevarla hasta el éxtasis sexual.

No había nada que odiase más que las disculpas.

Bueno, eso no era cierto. Detestaba inmensamente la conducta impredecible, sobre todo cuando se trataba de la suya.

Por ejemplo, como acababa de suceder.

Julianne paseó los dedos por el cuello de su esposo, ensayando una caricia. En contraste con su recia musculatura, los rizos sedosos de Michael le acariciaban la piel.

La había sobresaltado al despertarla, desnudo y excitado, rondando sobre ella, pero de una forma agradabilísima, decidió, notando aún la sensación embriagadora de su miembro erecto, pulsátil, en su interior.

Quizá aquello hubiera sido una especie de victoria. Por un lado, le preocupaba que a él le molestara su intromisión en su alcoba sin ser invitada. En su defensa, debía decir que no pretendía quedarse dormida en su cama, aunque, a juzgar por su reacción, no parecía haberle importado mucho.

¿O sí? Michael no se había movido ni había dicho nada después de haberle hecho el amor de esa forma tan irreflexiva e impropia de él. Tampoco la íntima fusión de sus cuerpos le proporcionaba acceso a sus pensamientos, si es que alguien sabía lo que le pasaba por la cabeza en algún momento.

Al fin levantó la cabeza, con un gesto de arrepentimiento en el rostro.

—Dime que no he sido demasiado impaciente.

Ella sonrió.

—Yo estoy perfectamente, te lo aseguro.

—¿No te habré hecho daño?

—No. ¿Te ha parecido que estuviera incómoda? —dijo con las cejas enarcadas, saboreando aún la potencia muscular de su cuerpo. En brazos de Michael, se sentía empequeñecida por su envergadura, aunque más protegida que asustada. Jamás habría pensado que él pudiera hacerle daño. Por inescrutable que fuese en muchos aspectos, eso lo tenía muy claro.

Michael sonrió, con un auténtico gesto risueño que ella apenas le había visto.

—No, pensándolo bien, quizá me preocupo por nada.

Cuando él se retiró y se tumbó boca arriba, ella sintió la punzada de su ausencia. A la luz de la luna que se colaba por la ventana, la piel de Michael se veía cubierta de una fina capa de sudor y, al doblar el brazo para llevarse la mano a la nuca, el bíceps se le abultó de forma notable. La prueba larga y oscura de la herida que ella le había visto en su noche de bodas quedaba a la vista, sin los vendajes, parecía una línea dentada que le cruzara las costillas.

Aunque fuera un noble caballero de una de las familias más ricas de Inglaterra, cuando estaban así y él se tumbaba desnudo a su lado, aquel cuerpo tan bien modelado, decorado con todas aquellas heridas, se le antojaba mucho más propio de un guerrero. Además de la herida reciente, la más significativa era una cicatriz fruncida y plateada de unos veinte centímetros en el muslo izquierdo y el recordatorio circular de un orificio de bala en el hombro derecho.

Todavía más interesantes eran varias cicatrices, rojas y brillantes, que parecían quemaduras, en el abdomen.

—Londres debe de parecerte un tostón comparado con los rigores de la guerra —dijo ella en voz alta después de pensarlo mucho.

Michael permaneció inmóvil, con los ojos entornados, pero ella notó una leve y repentina tensión de sus músculos.

—Lo dices por estos feos recuerdos de España, supongo. No había pensado que las cicatrices pudieran desagradarte. Si es así, te pido disculpas, pero te aseguro que no me las hice de buen grado.

—No me desagradan —repuso Julianne con sinceridad. Estaba muy desarreglada, con el camisón arremangado por encima de los muslos y los botones desabrochados, pero, en su estado de deliciosa plenitud sexual, le daba igual—. Lo que pasa es que me recuerdan lo poco que sé de ti.

—Con el tiempo, nos iremos conociendo.

Se le daba bien hacer comentarios inocuos que no revelaban sentimiento alguno.

—Eso espero —dijo ella en voz baja, volviéndose un poco para verle mejor la cara. Su rostro anguloso apenas alojaba indicios de su pensamiento—. Yo sé algunas cosas —se atrevió a decir.

Se sentía osada después de cómo la había despertado. De haberse quedado esperando en su alcoba, aún dormiría, sola y desolada.

—Ah, ¿sí? —intervino Michael, arqueando una ceja.

—No te gusta casi ningún pescado, salvo el lenguado, me atrevo a suponer, porque lo tomaste el otro día para cenar. Tampoco te encantan los dulces, porque sueles elegir algún postre sencillo o prescindes del postre por completo. Siempre te levantas antes de que amanezca y el más mínimo ruido te despierta. Cuando suena música, finges que te agrada, pero creo que en general te aburre, con la excepción de las piezas más complejas de Bach. —Julianne hizo una pausa, preguntándose si debía seguir—. No querías casarte conmigo, el sentido del deber te ha llevado a hacerlo; en realidad, estás haciendo todo lo posible por compensar a tus padres por la pérdida de tu hermano.

Había captado su atención. No se había movido, pero sabía que la escuchaba.

—Eres muy observadora, parece —dijo él al poco, muy seco—. Casi todo lo que has dicho es cierto.

—¿Sí? ¿En qué me he equivocado?

—Me encanta el salmón escocés, si está bien preparado. —Su esposo le dedicó una mirada prolongada, y sus ojos pardos brillaron.

—Tomo nota de ello —aseguró Julianne como si nada.

—No tenía ni idea de que me vieras tan interesante.

—Entonces, a lo mejor no conoces bien a las mujeres, milord. Eres mi esposo. Claro que te veo interesante.

Se dibujó en sus labios una leve sonrisa, y de repente fue muy consciente de su desnudez y de los lustrosos riachuelos de su secreción sexual en sus muslos. El poder que pudiera tener en su matrimonio se encontraba en la alcoba. Quería más, no de él sino con él, pero ese parecía el único lugar en el que podía tenerlo.

De momento. Si podía, pretendía cambiarlo.

—Nunca he presumido de conocer a las mujeres —señaló él con sarcasmo—. Creo que pocos hombres las conocen; además, no está de Dios que así sea.

No había negado que no quería casarse con ella. Le dolía, aunque no entendía por qué. Lo había sabido desde el principio. Tampoco ella quería casarse con él.

Sin embargo, de pronto, a pesar de su distancia, se alegraba de haberlo hecho. ¿Acaso era reprochable que esperara lo mismo de él?

—Vosotros siempre nos frustráis —repuso, combativa—. En parte porque no sois capaces de hablar de nada ni remotamente relacionado con los sentimientos.

—Si buscas sentimientos, me reconozco inexperto. —Volvió a colocarse encima tan deprisa que ella se quedó sin aliento—. Me declaro culpable. Pero, si lo que buscas es placer físico, me confieso más que dispuesto. Creo que esta vez lo haremos más despacio.

La besó con intensidad, perversamente seductor, y la desarmó por completo. Esta vez le quitó despacio el camisón y conquistó su cuerpo con caricias tiernas y ensayadas y, cuando se instaló entre sus muslos de nuevo, la potencia de su penetración le robó un suspiró largo y estremecido.

Ya sabía algo más de él, se dijo, ahogándose en aquella sensación cautivadora: le gustaba poner fin a las conversaciones de cariz personal de forma muy placentera.

Llevaba tres días sin ver el sol y la imposibilidad de abrir los ojos al mediodía español seguía siendo la parte más insoportable del rescate. Estaba tan débil que hasta le costaba tragar, y el agua fría le chorreaba por los labios cortados. No era más que un amasijo de contusiones y huesos rotos, y el dolor se había convertido en una religión que profesaba con cada respiración, porque significaba que seguía vivo.

Alex St. James había sido quien lo había levantado y sacado a duras penas del pequeño fuerte donde los franceses no solo almacenaban la munición sino, al parecer, también encarcelaban a sus presos más notorios. De no ser por Alex, y Luke Daudet, que había insistido a Wellington para que enviara a unos hombres a buscarlo y liberarlo, habría muerto allí.

Los británicos habían volado el fortín tras su rescate, así que el espantoso zulo en que lo habían retenido y torturado había desaparecido. Pero su recuerdo permanecía.

Julianne le había acariciado con ternura las cicatrices del abdomen fruto del intento de un coronel francés particularmente sádico de sonsacarle el nombre del oficial que había robado los planos de batalla que Michael llevaba encima cuando lo atraparon.

Michael se había negado cortésmente a responder. El resto apenas lo recordaba, y se alegraba de que así fuera. No era solo por los planos hurtados que llevaba encima; los franceses llevaban casi toda la guerra esperando la ocasión de echarle el guante.

Quizá debía haberle explicado a ella lo que había ocurrido, pero en el fondo valoraba demasiado su inocencia para dañarla, por eso había preferido hacerle el amor.

Había resultado muy placentero, pero el sueño jamás había sido su aliado, y aquella noche no era una excepción.

Aquella mañana, más bien.

Michael registró el tenue resplandor del sol naciente solo de forma abstracta, porque su pensamiento se centraba en la mujer acurrucada a su lado. Dormía tranquila, como de costumbre, con la paz de los inocentes, una mano bajo la mejilla, su cuerpo voluptuoso relajado y sus suaves pestañas como abanicos sobre sus delicados pómulos.

No es que viviera completamente ajena al mundo.

Su deliciosa esposa era inteligente y, peor aún, observadora. Esa misma noche había sabido que sentía curiosidad por Antonia, algo de lo que probablemente él tuviera la culpa, por espantarse al verlas juntas. No había respondido a las preguntas tentativas de ella sobre su relación con la voluble señora Taylor, aunque sabía que se refería a eso cuando le había dicho que estaba perpleja.

Aunque no estaba acostumbrado a justificarse, quizá debería tranquilizarla, asegurarle que su relación con Antonia no era íntima. Era la verdad, y ofrecerle ese dato por iniciativa propia sería un signo de buena voluntad. Dudaba que a ninguna mujer, aun casada por conveniencia, le agradara que su marido le fuera infiel, sobre todo recién casada.

Él jamás le permitiría a Julianne que tuviera un amante.

«¿De dónde demonios ha salido ese pensamiento tan posesivo?»

A lo mejor era porque estaba cansado y físicamente satisfecho, y su tentadora esposa estaba en aquel momento entre sus brazos, tierna y cálida.

Los sentimientos encontrados que le producía la oferta de protección de Antonia se complicaban con la ausencia de información disponible sobre su antiguo enemigo. De no ser por los dos ataques sufridos últimamente, habría desechado el rumor del regreso de Roget. Con Julianne, debía ser mucho más que cuidadoso hasta que tuviera información fiable.

Ella era una debilidad, una responsabilidad que nunca había tenido en el pasado. Desde el punto de vista puramente racional, siempre había sabido que tener esposa sería una desventaja, porque ella era el blanco más fácil de la venganza o el ajuste de cuentas en los juegos peligrosos a los que jugaba, pero nunca había reparado en cuánto.

Ella ya no era un concepto abstracto, algo impuesto por el sentimiento de culpa y la necesidad de aliviar la pena de sus padres.

La mujer que dormía en su cama simbolizaba su cambio de vida.

Lo quisiera o no.

Con un dedo, le apartó de la cara un mechón suelto, maravillado de la suavidad de su piel.

Entonces descubrió, sorprendido, que quizá era aquello lo que quería.