Capítulo 21
—HA ido mejor de lo que esperaba.
—¿Qué esperabas? —Su padre le sirvió un whisky y se lo pasó con cuidado deslizándolo por la mesa.
—Esperaba lágrimas y protestas. —Michael cogió la copa, le dio un buen trago y volvió a dejarlo en la mesa—. ¿A ti no te sorprende?
—¿Qué me estás preguntando exactamente? —El duque se recostó en el asiento, y Michael lo vio mayor, con arrugas alrededor de la boca en las que no había reparado.
—Me refiero a vuestra reacción.
Su padre se pasó los dedos por el pelo cano.
—¿Sorprenderme? No, lo cierto es que no. Me sorprende que Harry no tomara las debidas precauciones, pero no es el primer joven caballero que comete semejante error, ni será el último, de eso estoy seguro.
—Julianne dice que la madre es actriz.
—Cielo santo —masculló su padre.
—De momento, parece que ha desaparecido, pero estoy convencido de que no tardaremos en saber de ella.
—Sin duda —dijo su padre muy seco—. Ojalá Harry hubiera confiado en mí, pero no lo hizo. En cuanto a la reacción de tu madre al saberse abuela, quizá hace años no la habría hecho feliz enterarse de que su hijo había tenido una niña con una actriz, pero una pérdida como la nuestra te cambia la percepción de las cosas. Esa niña es parte de nuestro hijo. Creo que para ella, como para mí, con eso basta, independientemente de las circunstancias de su concepción.
Al parecer era cierto, pues tras la conmoción inicial los había visto contentos y, a juzgar por la voz entrecortada de su padre, los dos aceptaban a la pequeña.
Estaban en el estudio del duque y las cada vez más densas nubes vespertinas oscurecían el ambiente, pero ardía el fuego del hogar y el aroma del whisky impregnaba el aire.
—Entonces, ¿coincidirás conmigo en que Julianne ha llevado bien el asunto?
Michael vio a su padre meditar la respuesta. Al poco, suspiró hondo.
—Me parece increíble que una joven de diecinueve años se haya visto obligada a mantener a la hija bastarda de su prometido. Entiendo que lo hizo por nosotros y todavía me asombra que empleara sus propios fondos para pagar a esa mujer con el fin de guardar el secreto de mi difunto hijo, con el consiguiente sacrificio personal. Admiro su altruismo.
Michael sonrió. No pudo evitarlo.
—Es una mujer admirable en muchos aspectos.
—Ya sé que te obligué a casarte con ella, pero no pareces descontento —repuso su padre, mirándolo orgulloso.
—Soy un hombre hecho y derecho. Tú no me has obligado a nada.
—Todo lo contrario. El chantaje emocional es tan efectivo como el económico. —Su padre dio un sorbo a su whisky antes de seguir—. Te debo una disculpa sincera. Cuando te pedí que te casaras con Julianne, sabía lo que hacía. Ahora me alegro de que mi decisión no haya terminado haciéndote infeliz.
Hablar de sus sentimientos no era su fuerte. Trató de evitar el comentario volviendo al tema del que hablaban.
—¿Cómo quieres que llevemos esto?
—Creo que lo mejor para un niño es el campo. Mucho más sano que Londres, desde luego.
—Julianne querrá ir con ella.
—Eso, como es lógico, es asunto vuestro.
Hubo un tiempo en que Michael habría aceptado gustoso mandar a su esposa a Southbrook Manor, pero ya no le atraía la idea de una separación prolongada. Aun así, tras los recientes atentados contra su vida, quizá debiera sacarla de Londres.
Con resignación, suspiró.
—Julianne querrá tenerla cerca. Es obvio que, con todo esto, se ha encariñado muchísimo con Chloe, y la niña la necesita. —Michael hizo una pausa, luego añadió con franqueza—: Le he dicho que podíamos criarla como si fuera nuestra.
—Veo que consientes a tu esposa. Buena señal —dijo su padre con una carcajada.
—Tu sarcasmo no me agrada. Si no recuerdo mal, padre, acabas de disculparte por forzarme a casarme con ella —repuso, vaso en ristre, con una sonrisa mordaz.
—Significaba mucho para tu madre y para mí. Me disculpo por mis métodos, pero no por mis motivos.
—Y harías cualquier cosa por ella. —No preguntó, afirmó. Había visto muchos matrimonios nobles, y sabía que sus padres tenían una relación profunda, única.
—Lo haría.
—¿Sin condiciones?
Michael no solía pedir consejo; no era propio de él. Abordaba los problemas de forma analítica, según su experiencia, y tomaba decisiones precipitadas con las que podía arriesgar su vida. Estaba habituado al peligro.
Julianne y su matrimonio —por no hablar de su inesperada paternidad— eran otra cosa. Su padre sabía bien lo que era comprometerse para toda la vida y amar.
¿Estaba Michael enamorado? Cada vez era más evidente que, de alguna manera, su joven y seductora esposa lo tenía embobado. Hacía un rato ella le había dicho que le preocupaba su felicidad. También a él le preocupaba la de ella.
Su padre desvió la mirada hacia el fuego crepitante, cuyas llamas saltarinas se agradecían en aquella tarde fría y oscura. Acarició el vaso con gesto contemplativo.
—Con algunas condiciones. La vida es siempre un tira y afloja. Jamás toleraría la infidelidad, aunque conozco muchos hombres a los que les importa bien poco la vida de su esposa una vez conseguido el heredero necesario para sostener título y fortuna. Esos mismos hombres también son promiscuos, por eso entienden la falta de hipocresía como una concesión, pero yo no puedo, ni podré, entender así el matrimonio.
—Aunque no estoy libre de culpa, la falta de moralidad en la clase privilegiada siempre me ha desconcertado.
—Me alegra saber que pensamos igual en ese aspecto.
Michael arqueó una ceja.
—Entonces, ¿no te opones a que mi esposa y yo nos encarguemos de Chloe?
—No, siempre que tu madre esté de acuerdo, y lo estará. El papel de los abuelos es distinto del de los padres, y a esta niña en particular le han privado de los últimos.
Ciertamente así era.
—Le preguntaré a Rutgers si alguien del servicio podría hacer las veces de niñera temporal y le pediré que se ponga en contacto con alguna agencia para empezar a buscar una permanente.
—Rutgers es muy eficiente.
Michael se alegró de haberlo resuelto de una forma que haría feliz a Julianne, y esa alegría chocó con la amenaza del misterioso asesino que lo acechaba fuera.
—Le hablaré a Julianne del traslado a Kent.
Fitzhugh podría seguir vigilando, claro que no iba a comunicarle a su padre que su trabajo para el gobierno había puesto en peligro a su esposa.
—A tu madre le gustará saberlo. Lleva tiempo hablando de volver al campo.
Michael apuró la copa y se levantó.
—Tengo una cita que no puede esperar.
—Esa parece ser tu excusa permanente.
Qué desliz. Creía estar equilibrando su vida con eficacia.
—Aún tengo obligaciones para con Wellington y el Ministerio de Defensa.
—¿Qué te ha pasado en el brazo?
Ahora sabía que, sin duda, había cometido algún desliz.
—Una herida sin importancia —dijo encogiéndose de brazos. Lo cierto era que, con tanta distracción, casi había olvidado su rasguño, pero debía de notársele igual—. No es nada.
—Si tú lo dices, yo te creo, pero quizá deberías tener más cuidado, hijo.
Prefirió pasar por alto el comentario. Al salir del estudio, Michael se encontró a Fitzhugh rondando la puerta, en el pasillo.
—¿Qué ocurre? —preguntó muy serio mientras su asistente le daba el abrigo.
—Una verdadera desgracia, señor.
—¿De qué desgracia me estás hablando? —Michael se puso la prenda.
—De usted, señor —respondió Fitzhugh, sereno.
Al menos todo había ido bien y la doncella que Rutgers había seleccionado como niñera temporal de Chloe era una jovencita galesa, de suave acento y buenas maneras, llamada Bryn. Teniendo en cuenta el repentino cambio de entorno, la enorme mansión y las multitudes, cuando Chloe estaba habituada a un mínimo contacto con desconocidos, a Julianne le parecía que la pequeña no lo estaba haciendo nada mal. No la dejó hasta después de almorzar con la doncella por insistencia suya; a Julianne le importaban bien poco los rangos y los títulos, y solo quería que Chloe se acostumbrara a la joven.
En el cuarto infantil encontraron un juego de bloques de construcción que hacía parecer modesto el que ella le había regalado a la pequeña y que bastó para entretenerla. Julianne logró al fin escabullirse y dejarla bajo la supervisión de la sonriente doncella. Alguien —sospechaba que había sido Michael, que no dejaba de sorprenderla— había ordenado que se abriera y limpiara el cuarto.
Sin las sábanas que cubrían los muebles, con las contraventanas abiertas y un fuego encendido en la chimenea, la estancia resultaba mucho más acogedora. Además, los libros de cuentos que buscaba se hallaban en una mesita baja en el centro de la sala.
Todos aquellos pequeños detalles la conmovieron.
Una vez abajo, descubrió que su esposo no estaba en casa, pero ella tenía visita. La mujer no había dejado tarjeta ni había dado su nombre, pero insistía, la informó Rutgers oportunamente, en que esperaría cuanto fuera necesario hasta que la marquesa la recibiera.
Aquello la intrigó. Pocas de sus amigas se habrían negado a identificarse, y tampoco muchas la esperarían indefinidamente.
—Muy bien —dijo, estirándose el vestido—. Gracias.
—Está en el salón informal, milady.
Eso la sorprendió, y debió de resultar evidente. Con su gesto, Rutgers le hizo ver que sabía bien adónde llevar a cada tipo de visita, y que ya lo sabía muchos años antes de que ella naciera, pero era demasiado educado para mencionarlo.
El salón informal, curioso. No se trataba de una visita de cortesía, ni la persona era un visitante corriente.
Julianne enfiló el pasillo de mármol hasta la sala en cuestión, cuyo entorno mucho más cómodo de sillas y mesas esparcidas contrastaba con las paredes forradas de seda y las valiosas pinturas de las estancias públicas en las que el duque de Southbrook solía recibir a sus visitas. Cuando vio a la mujer sentada en un sofá no la reconoció.
Sin embargo, algo asustada, se percató de que tenía un llamativo pelo rojo que chocaba con su vestido rosa algo ajado.
—Buenas tardes —dijo, entrando en la sala, confundida—. Soy lady Longhaven. Tengo entendido que quería verme.
—Así que es usted... —Se puso de pie y frunció los ojos—. Esperaba a alguien de su aire: bonita como una muñeca de porcelana. Imagino que Harry no querría casarse con una bruja, ¿no?
«¿Qué demonios significa eso y quién es esta mujer?»
—¿Y usted es...? —inquirió Julianne con aspereza, nada segura de querer sentarse y departir con aquella visita.
—Leah McDermont.
—No —le rebatió Julianne, moviendo la cabeza y preguntándose qué ocurría. Había visto a la madre de Chloe todas las semanas durante los últimos seis meses, y no era la misma mujer.
—¿Acaso cree que no sé cómo me llamo?
Le costaba contestar cuando el mundo parecía haber perdido su órbita de golpe. Sin embargo, aquel aire socarrón le resultaba familiar.
—Conozco a la señorita McDermont.
—Ni hablar, señora mía. En todo caso, cree conocerla.
—¿Qué significa eso? —quiso saber Julianne, que, ante tan descarada hostilidad, no se atrevía a pasar más allá de la puerta.
—Significa que estoy cansada de esperar a que otro me consiga lo que merezco. Dígame donde está su queridísima hija de Harry o iré a un magistrado.
Aquello no le aclaraba nada y, aturdida, pestañeó.
—La abandonaron en una casa desierta. Como es lógico, la traje aquí.
—Yo no la dejé sola; fue ella. —La mujer sorbió el aire—. Siempre supe que usted la quería. Siempre llevándole regalos, cosas bonitas... Pues bien, si no quiere que me la lleve ahora mismo, me pagará como ella siempre me dijo que haría.
—¿Quién es «ella»?
No era necesario que Julianne se preocupara por no entender. Su visita estaba lo bastante decidida a dejar sus objetivos claros como el agua. Con un gesto que Julianne había visto antes —o al menos la mujer a la que creía Leah imitaba muy bien—, echó hacia atrás la cabeza y sentenció:
—Quiero dinero. Si no me dan lo que me corresponde, iré al condenado Times y les contaré que el marqués de Longhaven se tiró a una camarera y le hizo un bombo.
—Adelante.
Aquella voz contenida hizo que las dos se volvieran hacia la puerta. El duque estaba allí, desprovisto de su habitual gesto amable, con el semblante preñado del aire inescrutable de su hijo.
—No tengo ni idea de quién es usted —dijo, entrando en la sala al rescate de Julianne con tal aplomo ducal que estaba segura de que el príncipe regente no habría tenido más presencia—, pero no le consiento que amenace así a mi nuera. Debería saber que con una sola palabra puedo impedir que cualquier medio inglés haga pública una falacia sobre mi difunto hijo, pero, aunque se subiera usted a todos los tejados de Londres y gritara su historia a los cuatro vientos, la familia Hepburn siempre estará muy por encima de escándalos nimios como el suyo.
Aquella Leah —ignoraba cuál de las dos sería de verdad la madre de Chloe— se quedó boquiabierta, como lela, con la llegada del duque.
«¿Camarera? Leah —la otra Leah— le había dicho que era actriz.»
Decir que la había dejado desconcertada habría sido decir poco.
El duque se volvió entonces hacia Julianne con una leve sonrisa forzada.
—Ya has hecho más que suficiente por nuestra familia, querida. Yo me encargo de esta desagradable situación.
Así la despachó con elegancia y rotundidad. En realidad, estaba tan confundida que acató de buen grado aquella orden velada.
«¿Por qué querría alguien hacerse pasar por una camarera pobre que había dado a luz a un hijo ilegítimo?», se preguntó mientras abandonaba la sala.