Capítulo 4

JULIANNE sabía que su miedo era natural, pero eso no ayudaba. Esperaba que sus nervios no se notaran mucho, aunque, por muy serena que quisiera parecer, al hombre alto que la miraba desde el otro lado de la alcoba no lo engañaba en absoluto.

Le daba la impresión de que no era de los que se dejaban engañar.

Bajo la bata, llevaba solo un camisón fino, y era algo que tenía muy presente mientras esperaba allí de pie, a la puerta de la alcoba de su esposo.

El simbolismo de la puerta entornada afectaba no solo a su estado emocional sino también al físico.

Él le impactaba, no cabía duda. No sabía bien si por la naturaleza serena y sosegada de su aire distante o por la intensidad de su mirada, pero ahí estaba.

Harry le gustaba mucho, pero con él no era tan consciente de su masculinidad.

No sería ella quien dijese la primera palabra; además, tampoco sabía qué decir, sobre todo porque Michael llevaba una bata lo bastante abierta como para que pudiera verse la sólida columna de su cuello y vislumbrarse su pecho desnudo. Era muy alto, y eso no era ningún secreto, pero nunca le había parecido tan alto.

Iba a suceder. La haría suya en todos los sentidos, y no solo no podía resistirse sino que ni siquiera sabía si quería. Qué extraño. No había previsto aquella impaciencia.

—Imagino que el jolgorio de abajo durará un buen rato —comentó su esposo con llaneza, luego dio un sorbo al líquido ambarino de la copa que sostenía en equilibrio entre sus largos dedos—. Ser los novios tiene una ventaja: poder escapar de la multitud y relajarse un poco.

Si la creía relajada, se equivocaba mucho.

—Sí, supongo que puede verse así.

—Pasa, por favor. Te prometo que soy del todo inofensivo.

¿Inofensivo? Lo dudaba mucho. Al contrario, tenía cierto aire de peligrosidad. De hecho, Harry era muy semejante a él y siempre se había sentido cómoda a su lado, pero por corriente que pareciera Michael era distinto. Completamente. Como el típico cielo estival que de golpe se llenaba de nubes y amenazaba tormenta. El azul soleado era sereno y atractivo; la tormenta inminente, oscura e intimidatoria.

Sí, era peligroso. Ignoraba por qué lo sabía, pero lo sabía.

—Quisiera que entraras. ¿Mejor así? —le dijo con dulzura.

La avergonzó un poco descubrir que aún seguía en el umbral de la puerta. Julianne avanzó, echó un vistazo en busca de un sitio para sentarse lo más lejos posible de él, localizó una silla cerca de la chimenea de mármol y se dirigió a ella. La estancia estaba decorada con sencillez masculina, en azul y crema, y ocupada en su mayor parte por una cama inmensa de madera oscura. En el cabecero había tallados grifos y otras criaturas mitológicas, y los postes estaban coronados por pequeños leones rampantes. Por lo demás, no había ningún otro elemento decorativo, ni un retrato o alguna pintura que revelaran sus gustos personales. Incluso la bata que llevaba era de seda negra lisa, sin adornos, ni siquiera el habitual blasón familiar bordado. El color le sentaba bien, resaltaba de algún modo los rasgos clásicos de su rostro y la anchura de sus hombros.

«¿Llevará algo debajo de la bata?»

Incómoda, se apresuró a sentarse en la silla.

—Julianne...

Ella alzó la mirada, consciente del rubor de sus mejillas. El solo hecho prohibido de encontrarse en camisón delante de un hombre —de aquel hombre— la inquietaba, por no mencionar que no tenía ni idea de lo que iba a hacerle.

—¿Sí?

Sus ojos pardos la miraban risueños y en su bonita boca se dibujaba una sonrisa.

—Deja que te aclare algunas cosas. Sé que estás asustada por lo que viene ahora. No lo estés. No voy a abalanzarme sobre ti. Tampoco pretendo humillarte. Comprendo tu incertidumbre sobre esta noche. En cualquier caso, no olvides que la relación íntima entre hombre y mujer existe desde el principio de los tiempos. Ni tú ni yo estaríamos aquí si a nuestros padres no les hubiera complacido esa clase de intimidad, de modo que no hay de qué preocuparse.

Para él era muy fácil.

—Tampoco sé nadar, pero el que me digas que si me lanzas al río lograré salir de él y ponerme a salvo no me relaja —dijo ella con mayor acritud de la pretendida—. Hay personas que se ahogan.

Michael rió. Fue una risa espontánea que le hizo parecer más joven y accesible.

—Compartir el lecho no es lo mismo que ahogarse.

No, no era lo mismo, pero ambas cosas aterraban cuando se desconocía el proceso.

—Lo cierto es que, ahora mismo, no sabría decirte qué prefiero —masculló ella.

—¿Estarías tan nerviosa si fuese Harry quien estuviera aquí contigo?

Por un momento, la desconcertó aquella pregunta tan directa, después se limitó a contestar con sinceridad.

—No.

—Ah.

No supo cómo interpretar aquello. El rostro de Michael era una bonita máscara inmutable de líneas perfectas y curvas bien definidas, y su intensa mirada, irresistible. Esperó un instante, luego se esforzó por explicarse.

—A él lo conocía mejor.

—Cierto.

—He estado prometida a él casi toda mi vida.

—Un hecho irrefutable.

—Tú estabas fuera.

—De vacaciones en España. Sí, ya me acuerdo. —Torció un poco la boca, aunque lo bastante para que ella detectara el sarcasmo de su réplica.

El que Michael se hubiera jugado el pellejo por su país no era motivo de mofa, y la apostilla la hizo sentirse más perdida aún. A riesgo de cometer un error imperdonable en su noche de bodas, llevada por un impulso, le preguntó:

—¿Lo echas de menos?

¿Por qué le preguntaba eso? ¿Por lo mucho que se parecía a su hermano mayor? ¿Porque estaba nerviosa y balbucía? ¿Porque había algo oscuro e inabordable en él y quería saber algo —lo que fuera— de sus sentimientos?

Michael se quedó inmóvil, con la copa a medio camino de la boca.

—Sí —dijo entonces, con voz áspera.

Por alguna razón, aquello la alivió. El indicio de emoción humana mitigó algunos de sus temores, tanto que se le llenaron los ojos de lágrimas.

Él prosiguió, de nuevo en un tono frío y controlado.

—Si pudiera ocupar su lugar, lo haría. Yo, que me vi en medio de tales tiroteos, de tanta sangre y enfermedades, con los batallones de soldados franceses atacándonos, en cambio, sobreviví.

¿Quién iba a pensar que las cosas serían así?

Tenía razón. Resultaba paradójico que los duques hubieran perdido al hijo que se había quedado en casa, al heredero protegido, en lugar de al más inquieto, que había abrazado el peligro voluntariamente.

—El destino nos juega malas pasadas —dijo ella, pensativa—. Creemos que son nuestras opciones personales las que determinan el curso de nuestra vida, pero eso no es cierto. Desde que nacemos, la casualidad es una variable que no podemos controlar.

—¿Eso crees? —inquirió él, arqueando una ceja—. Eres un poco joven para haber llegado a esa conclusión tan pronto.

—¿Sí? No sabía que hubiera una edad específica para tener cierta percepción de la vida.

El rostro de Michael mostró un gesto fugaz que Julianne no supo interpretar.

—Ni debería sostenerse un debate sobre los caprichos de la fortuna en la noche de bodas, creo yo. Perdóname, si puedes, por plantearte la pregunta que lo ha generado. Quizá deberíamos empezar de cero. Permíteme que te diga que estás preciosa.

Bonito esfuerzo de un hombre que, presentía a pesar de su inexperiencia, no era muy dado a hacer cumplidos. Ambos se encontraban en terreno pantanoso, al parecer, aunque de forma muy distinta.

Julianne sonrió, todavía nerviosa, pero no tan asustada como antes de decidirse a entrar en la alcoba de Michael.

—Gracias.

—Me he estado preguntando cómo podría facilitarte esto todo lo posible.

No sabía bien qué contestar a eso, así que Julianne no dijo nada.

—Quizá deberías venir aquí. —Dejó la copa en una mesita de madera oscura.

¿Acercarse a él? En la ceremonia nupcial había prometido obedecerle, aunque en ese momento su petición le parecía más una propuesta que una orden directa. Michael estaba allí de pie, junto a la ventana, con aire desenfadado, el pelo castaño algo alborotado y aquellos hombros tan anchos y tan imponentes bajo la bata oscura de seda.

«Puedo hacerlo.» Se levantó despacio y se dirigió a él.

Cuando estuvo lo bastante cerca, se detuvo y trató de descifrar su gesto.

Fue tan inútil como siempre. No conocía a nadie a quien se le diera tan bien mostrarse inmutable.

—Todo esto es nuevo para mí también —dijo él, acariciándole apenas la mejilla con el dorso de los dedos.

Julianne se estremeció cuando la caricia se prolongó hasta su mandíbula y siguió por la curva de su cuello.

—No sé por qué me cuesta creer que no tengas experiencia, milord.

—Nunca he estado casado, te lo aseguro. —Se soltó la bata de los hombros—. Ni he tocado jamás a una virgen.

Un modo indirecto de decir que había estado con otras, y no le sorprendía. Michael era guapo, rico y de familia ilustre, por no mencionar que tenía veintiséis años. Tampoco Harry era célibe, eso lo sabía muy bien.

—Tendremos que aprender juntos, entonces —le susurró ella mientras el tejido de su bata se deslizaba por sus brazos para amontonarse en el suelo.

—Eso es el matrimonio. —Esbozó una sonrisa—. Un descubrimiento mutuo.

Ay, esos labios. No olvidaba el beso que le había dado al terminar la ceremonia. Aunque no había sido apasionado, había estado muy bien. Como acababa de confesar, Michael había estado pensando en la mejor manera de abordar lo que estaba a punto de ocurrir entre ellos, y eso en sí resultaba tranquilizador.

Ahora que él iba a besarla de nuevo, Julianne quería pasión a la luz de la luna y un corazón alborotado. Aquella era su noche de bodas, y aunque Michael no era Harry y todo era distinto, quizá Malcolm tenía razón, quizá Michael y ella hacían mejor pareja de lo que ella pensaba.

La miró a los ojos y, con uno de sus largos dedos, siguió el escote del camisón, rozándola apenas.

Ella contuvo un escalofrío cuando sus dedos le acariciaron la curva superior de los pechos, y una sensación indescriptible le agarrotó el estómago. El calor de su cuerpo masculino la calentaba, y el leve aroma a coñac la embriagaba.

Le rodeó la cintura con un brazo y la instó a acercarse aún más, a pegarse a él, sin que se interpusiera entre ellos otra cosa que el delicado lino de su camisón y la seda de la bata de él.

Michael bajó la cabeza y aproximó sus labios a los de ella, al principio, como en la iglesia, una leve presión. Ella entornó los ojos y el pulso se le aceleró.

Entonces, todo cambió.

—Hasta sabes a inocencia —le susurró él en los labios.

Julianne permaneció inmóvil, procurando saborear ese abrazo íntimo y ese beso tan distinto del que le había dado ante cientos de testigos.

Como en sus sueños, aquello no era lo esperado. Y no porque ella supiese bien lo que esperaba.

La mano de él trepó hasta la nuca de ella, le sujetó la cabeza y, con la lengua, Michael exploró la comisura de sus labios, buscando insistentemente el modo de entrar. Cuando Julianne cayó en la cuenta de lo que pretendía, se asustó, y aún más cuando él ganó la batalla y logró separarle los labios. La primera caricia de su lengua la agarrotó, pero no tardó en relajarse y aquella sensación especial le aceleró la respiración.

Aquello progresó y los labios de él se apoderaron de los suyos con urgencia, mientras ella, con un hormigueo en el pecho, pegado del todo al tórax musculoso de él, fue aprendiendo lentamente los matices de aquel baile de lenguas y respiraciones.

Cuando se apartó, su boca viajó con exquisita delicadeza por la mejilla de ella hasta su oído y le susurró:

—Vamos a la cama.

A la cama. Sí. Claro, eso ya lo sabía. Lo siguiente pasaba en la cama.

Jadeando, Julianne cayó en la cuenta de que descansaba por completo en él y que él la sostenía entre sus brazos. Y observó una cosa más: que algo duro le presionaba el vientre, algo rígido oculto tras la prenda que los separaba.

Era alarmante... pero, para su sorpresa, disfrutaba de la proximidad de su cuerpo delgado, y el beso le había generado una extraña espiral de expectativa en lo más hondo de su ser.

Asintió con la cabeza.

Fuera lo que fuese lo que Michael esperaba, no era que lo excitara tanto y tan pronto una joven inocente con la que los deberes familiares lo habían obligado a casarse.

Quizá fuera la suavidad de su pelo castaño oscuro, de aquel color tan apropiado para su fragancia, como la dulce miel calentada por el sol. Quizá fuera la sensación de tenerla pegada a su cuerpo, su exuberancia femenina templada por su esbelta elegancia, la turgencia de sus senos, tentadores bajo el virginal lino blanco de su camisón. También sus ojos, de un azul tan intenso, reflejaban incertidumbre, pero la aceptación de su abrazo lo había conmovido inesperadamente.

Él no era en absoluto lo que ella merecía. Tenía las manos manchadas de sangre, por necesidad, pero manchadas de todas formas, y en el mundo ideal de ella, las cosas que él había visto y hecho eran incomprensibles. Julianne no tenía ni idea. No tenía recuerdos negros de España. Se había ganado la guerra, las batallas habían terminado, y Bonaparte estaba en el exilio. Ella era una niña cuando Michael había salido del país y, aunque había dejado de serlo, no podía entender la masacre y el horror de una guerra.

Descubrió que le gustaba eso, el que ella no estuviera relacionada con esa parte de su vida de la que no lograba deshacerse del todo.

Ella era como el amanecer, decidió, saboreando el hueco de detrás de su oreja. Todo luz dorada y calor. Todo promesa cálida y embrujadora.

Él era la noche oscura, cerrada. Sin luna. Sombrío, secretista, peligroso.

Una parte de su ser se resistía a tocarla, a mancillar aquella pureza fascinante.

Pero esa no era la parte de su ser que gobernaba su cuerpo en aquel momento.

La deseaba. Y eso le sorprendía. No porque no fuera hermosa —que lo era—, sino porque se creía más distante.

Ella había pertenecido toda la vida a Harry, que la amaba. Michael solo podía ofrecerle lo que le quedaba por dar de sí mismo. Admitía que no era mucho. La guerra lo había cambiado, pero ¿qué masacre no lo habría hecho? De no haberse endurecido, de no haberse mostrado frío, no habría sido de ninguna utilidad.

Claro que, en aquel instante, no se sentía frío. Aunque no lo había previsto, ardía por su esposa, y aquel ardor no tenía nada que ver con la herida.

Ella había accedido, con una leve cabezada, a trasladarse a la cama con dosel, situada en diagonal en un rincón de la alcoba, y el cuerpo de él había reaccionado. Quizá llevaba demasiado tiempo sin una mujer. Quizá el tímido entusiasmo de ella ante su beso le había llegado al alma maltrecha. Si hubiera podido cogerla en brazos en un grandioso gesto romántico, lo habría hecho, pero solo faltaba que se le abriera la maldita herida, así que, en vez de eso, la cogió de la mano.

—Ven conmigo.

La connotación sexual involuntaria de su oferta casi le hizo soltar una carcajada, pero sabía que ella no lo entendería, de modo que se contuvo.

Julianne no se resistió y cruzó con él la alcoba. La capitulación era una lección de confianza, y él confiaba en tan pocas personas que aquello lo maravilló. Ella accedió cariñosa y ni siquiera se opuso cuando él levantó su esbelto cuerpo para depositarlo encima de las sábanas, ya apartadas por el eficiente Fitzhugh.

¿Cómo iba a explicarle el vendaje del torso? Su confianza en él era inmerecida, porque él estaba dispuesto a eludir sus preguntas. La punzada de dolor en el costado cuando la dejó sobre las sábanas frías le recordó su perfidia.

Unos pechos redondos se alzaron enseguida bajo el tejido fino de su camisón, y las pupilas de Julianne se dilataron. La prenda que llevaba era tan recatada como ella: un sencillo camisón blanco que resaltaba su frágil aire femenino. Con aquella cascada de su pelo sedoso era, pensó Michael con un cinismo inveterado que no parecía capaz de controlar, en todos los sentidos, la proverbial virgen de sacrificio. Se preguntó qué estaría pensando ella. Estaba a punto de perder la virginidad por la férrea insistencia de los padres de ambos en lo necesario y deseable de la unión de sus familias, pero ellos no eran culpables de aquel enlace de conveniencia. Él podía haberse negado, pero ella no tenía mucha elección. A las mujeres jóvenes no les quedaba otro remedio que someterse a la voluntad de sus padres.

Así eran las cosas. Dudaba que Julianne se hubiera planteado alguna vez negarse a acatar los dictados de su familia. La habían adoctrinado desde muy niña. A Harry le había ocurrido lo mismo: a los diez años le habían dicho el nombre de su futura esposa, el mismo día del nacimiento de esta, y le habían inculcado un respeto riguroso del honor y el protocolo, amén de la correspondiente ceremonia ducal.

Ser el hijo menor le había concedido a Michael cierta libertad, pero la repentina muerte de su hermano había echado por tierra su convicción de que el rumbo peligroso que había dado a su vida sería siempre su destino, por tortuoso que se tornara.

Jamás había imaginado que yacería en su cama aquella mujer.

—¿Ocurre algo, milord?

La pregunta, hecha en un tono dulce, lo sacó de su ensoñación. Michael ensayó una sonrisa tranquilizadora.

—No, no. Tu comentario sobre el destino me ha recordado algo, eso es todo.

El rostro de ella reveló una momentánea alarma cuando él se instaló en la cama, al lado de ella, del costado sano. Tenía la bata abierta de tal forma que, posiblemente, Julianne podía verle el vendaje, pero sus ojos estaban clavados en el rostro de Michael, que se inclinaba para volver a besarla.

«Sedúcela —le susurró su conciencia—. No sería la primera vez que te sirves de la persuasión sexual para eludir preguntas inconvenientes.»

La boca tierna de Julianne tembló apenas cuando Michael la atrapó con la suya, y sus labios, como pétalos de rosa, se mostraron esta vez menos reticentes a la intrusión de la lengua de su esposo.

Fue una exploración lenta, y su miembro erecto y caliente se endureció aún más. Michael inhaló su aroma mientras deslizaba una mano por su cadera y percibía la intensa femineidad de las curvas ocultas bajo la ropa.

Quizá esa fuera la clave para abordar la situación: su pericia en materia sexual frente a la candidez de ella; no le dejaría elección. Tal vez no fuese justo, pero tampoco la vida lo era. No había más que ver lo que le había ocurrido a Harry.

O quizá era la muerte lo injusto. No lo tenía muy claro. Estaba más familiarizado con la muerte.

—No te preocupes —le susurró, con los labios aún sobre los de ella y paseando la mano por el hueco de su cintura—. Estamos juntos en esto.

—Tengo entendido que de eso se trata, milord. ¿Acaso puede uno solo consumar el matrimonio?

Michael no pudo contener la risa que le provocó tan acre réplica, a pesar de que iba templada con una leve agitación de su voz.

—No —asintió él—. Tienes razón. Y te lo voy a demostrar. —Su mano alcanzó un pecho, y jugueteó, sensual, con el pezón, a la vez que le acariciaba la cara inferior.

Ella respondió con un suspiro inarticulado. Buena señal: los suspiros derivaban en gemidos, y los gemidos en gritos de pasión, si todo se hacía adecuadamente. Conocía el esquema, y un gemido tan al principio del juego era un progreso prometedor, aunque proviniera de una señorita recatada y virginal.

¿O acaso no era tan recatada? Entonces, le desató la cinta del camisón y sonrió al ver que no protestaba. Al contrario, se arrimó a él, con los ojos entornados y sus largas pestañas apoyadas en las suaves mejillas, y suspiró cuando le abrió la prenda y dejó al descubierto un pecho perfecto y firme. Ni grande, ni pequeño, solo exquisito en todos los sentidos. Le besó el cuello, descendió y recorrió aquella hermosa turgencia hasta alcanzar el pezón, que atrapó con los labios y acarició, juguetón, con la lengua.

—Ah.

Qué monosílabo tan revelador. Le chupó el pecho con fruición, despacio, luego de forma más vehemente, al tiempo que las esbeltas caderas de ella se movían traviesas. Las manos pequeñas de ella se posaron en sus hombros, leves pero excitantes.

Aun no siendo lo que esperaba, lo fascinaba su virginidad. Estaba acostumbrado a mujeres que querían complacer y ser complacidas, y sabían perfectamente qué hacer. A Julianne ni siquiera la habían besado. Tampoco le sorprendía que Harry no la hubiera tocado. Ella no tenía más que dieciocho años cuando su hermano murió y, cuando se veían, seguramente no salían sin carabina.

Al menos no los compararía en la cama. En todos los demás aspectos de la vida, ignoraba si saldría bien parado al lado del carácter encantador y efervescente de Harry, por no hablar de su estilo de vida mucho más sencillo. Estaba convencido de que, para su hermano, el matrimonio significaba un hogar, una esposa y los consiguientes niños nacidos del enlace, pero para Michael el concepto de familia era algo más abstracto. No sabía bien cómo ser esposo, y mucho menos cómo ser padre.

En cualquier caso, un embarazo rápido para darles a sus padres un sustituto de su amado hijo perdido quizá fuera lo mejor, y luego el exilio al campo para Julianne mientras se recuperaba del parto.

Lo confortaba saber que, al menos, dejarla embarazada sería todo un placer.

—Voy a desnudarte —le susurró al canalillo, y comenzó a explorar su cuerpo a la vez que le quitaba el camisón muy poco a poco—. No te asustes. Solo quiero mirar. Y saborear —añadió.

Ella enarcó las cejas.

Algo divertida, Julianne se dio cuenta de que no tenía ni idea de a qué se refería.

Primero fue un poco de piel desnuda aquí, el lento descenso de la prenda allá, de boca y manos en persuasiva exploración, provocando pequeños jadeos y gemidos, luego el inicio de un asalto sistemático a sus sentidos y a sus terminaciones nerviosas. Despacio, dejó al descubierto unos pechos tentadores, un esbelto torso, unas enjutas caderas y, por supuesto, el delicado triángulo de vello oscuro de entre sus piernas.

Al fin, Michael despojó a su esposa de la prenda y la dejó a un lado de la cama.

Había llegado el momento de captar su atención de verdad. No era su intención sobresaltarla con algo que ella pudiera considerar antinatural, pero de verdad quería que disfrutara de su primera vivencia íntima y que la experiencia la sobrecogiera.

«Sorprende siempre a tu enemigo.»

Un lema de vida. Aunque Julianne no era precisamente el enemigo, tampoco sería una aliada. Si todo iba bien, jamás compartiría la parte más importante de su vida, ni sabría siquiera que había existido.

Con los labios, exploró lentamente su suave vientre plano.

—Ummm.

Julianne se revolvió, visiblemente inquieta, cuando las manos de él se deslizaron por entre sus muslos blancos, sintiendo aquella suavidad bajo las yemas de sus dedos. Cuando Michael empujó despacio, ella se tensó, resistiéndose, pero su arraigado sentido de la obediencia se impuso una vez más, porque terminó separando las piernas para él.

Como ambos tenían la misma experiencia en noches de boda, aquello era nuevo. No obstante, era él quien llevaba las riendas y le interesaba su participación y disfrute, así que la clave era la distracción.

«Siempre el espía modélico», pensó, reprendiéndose en broma al tiempo que inhalaba el aroma de la incipiente excitación. La picardía acostumbraba ser más fácil que un acercamiento directo, o eso había aprendido en los últimos años. Si tenía que estar casado —y eso era indiscutible porque ya lo estaba—, que fuera lo más agradable posible para ambos.

La noche de bodas era una iniciación. Lo lógico era servirse de toda su persuasión para que ella entendiera cuánto placer podían darse y ansiara reunirse en la cama con él, pues dudaba que se vieran mucho de otro modo. Mantener la distancia entre ellos era importante por múltiples razones, entre ellas su plan de enviarla al campo tan pronto como concibiera.

«A propósito de concepción...»

Pensando en eso, separó con cuidado los pliegues delicados de su sexo y pasó por alto su repentina contorsión de protesta y su aspaviento. La pequeña yema oculta en la vaina protectora tenía un aspecto rosado, perfecto... y delicioso. Su alma depravada debía de estar afirmándose a sí misma, porque jamás había albergado la idea de que una virgen pudiera ser más apetecible por estar intacta.

Inclinándose, posó la boca en la zona más sensible de su anatomía femenina, y recibió la recompensa de un gemido espantado. La agarró con fuerza por las caderas para evitar que se apartara y, al poco, Julianne se quedó muy quieta.

«Muy quieta.»

Bien, había captado su atención.

Sabía dulce y la notaba sedosa bajo la presión de su lengua y sus labios curiosos. Con cada lametón y cada mordisquito, Julianne se estremecía y la reacción se acentuaba a medida que él la tentaba, empeñado en llevar su cuerpo inocente al clímax sexual. Dada su experiencia, los signos del deseo creciente de ella no le pasaban inadvertidos y, cuando abrió aún más las piernas y alzó las caderas contra su boca, aquella reacción rápida y desinhibida le sorprendió. Excitada, Julianne le enterró los dedos por el pelo.

—Ah...

«Eso es... ¡abandónate a mí!»

Ocurrió antes de lo que esperaba: el grito orgásmico resonó por toda la alcoba y su cuerpo esbelto se estremeció y se arqueó, tenso. Michael prolongó el placer todo lo que pudo, satisfecho con cada gemido de sorpresa y de placer. Cuando al fin se relajó, Michael levantó la cabeza y sonrió al ver su rostro sonrosado, sus ojos apenas ocultos bajo una cortina de largas pestañas y esos pechos que se estremecían con cada jadeo.

Tenía el miembro durísimo, y el deseo apremiaba a pesar del dolor del costado. Al menos sabía que ella estaba tan preparada como podía para su desfloramiento, lubricada por el orgasmo. Bajó de la cama y se desprendió de la bata, impaciente.

Ella lo miró espantada, primero de sorpresa al verle el torso vendado, después sus ojos descendieron hasta su miembro erecto y tenso contra su vientre.

A Michael no se le había ocurrido servirse de su ignorancia del funcionamiento de la anatomía masculina para distraerla de su herida. Un hombre experimentado como él no alcanzaba a comprender la sensación que podía producir en una joven casta y pura que posiblemente había recibido una charla muy rudimentaria sobre deberes conyugales el ver a un hombre en plena erección por primera vez. Por suerte, no parecía asustada, solo algo sorprendida.

—Yo... —vaciló, y se interrumpió.

—Tú... ¿qué? —Con el fin de no asustarla y evitar que se le abriera la herida, Michael se tumbó de nuevo en la cama, a su lado. Al estrecharla en sus brazos, la notó calentita y apetitosa y, mientras se recolocaba, sintió la presión de sus pechos flexibles en su torso.

—Se te ha puesto más grande.

Él se detuvo un momento, sin saber muy bien qué responder.

—De lo que imaginaba —rectificó ella enseguida, ruborizada.

A saber lo que le habría dicho su madre, a la que Michael consideraba una mujer algo frívola.

—Entrará perfectamente —le susurró en la boca, confiando en que un beso la tranquilizara.

Nunca se había acostado con una jovencita inocente de clase social alta; ningún joven prudente a punto de ser duque corría tamaño riesgo. Ignoraba cuánto dolor le produciría, pero al menos le había dado placer primero. Con las rodillas, le separó las piernas, sintiendo una extraña mezcla de deseo puro y dolor. Para alivio suyo, Julianne no se resistió, sino que, asiéndose a sus brazos, rompió el beso, ladeó la cabeza y cerró los ojos, dejando caer sus largas pestañas oscuras sobre sus mejillas sonrosadas.

Con la punta de su miembro erecto apoyada en el sexo delicado de ella, vaciló. La idea de que Julianne se estuviera preparando para lo que venía a continuación le hizo reparar en lo definitivo del momento. En cuanto la penetrara, se unirían para siempre. La consumación implicaba que no había vuelta atrás. No pensaba cambiar de opinión, de todas formas, pero al acostarse con ella la convertía en su esposa de verdad.

Aquel era un instante crucial en la vida de los dos y, a pesar de su determinación de mantenerse distante, para su sorpresa, descubrió que no quería que ella lo viviera volviendo la cara y cerrando los ojos.

—Julianne, mírame —le dijo en el tono ronco propio del deseo.