Capítulo 8
LAWRENCE se columpió en la silla y contempló hastiado a Antonia. Iba de viuda recatada, con un sencillo vestido verde, el pelo recogido en un moño bajo, a la altura de la nuca, y sin joyas ni adornos de ningún tipo. Su gesto era de ensayada indiferencia, pero a él no lo engañaba.
—¿Estás segura de que quieres hacer eso? —le preguntó despacio.
—Por supuesto que sí. De lo contrario, ¿por qué iba a proponértelo? —inquirió algo irritada.
Él lo notó. Normalmente significaba que estaba inquieta y necesitaba acción de algún tipo. Cuando tenía mucho tiempo libre, se refugiaba en el pasado, así que quizá fuera preferible que hiciese algo.
—Se trata de una jugada atrevida, milady. Puede que a él no le agrade.
Estaban en el despacho de lord Taylor, aún perfumado de tabaco viejo y coñac, y en cuyo escritorio se encontraban papeles de lo más banales: invitaciones a bailes y cenas, el periódico, tarjetas de visita, cartas personales... En cambio, en los cajones cerrados con llave, dos de los cuales presentaban un doble fondo que él mismo había instalado, se escondían mensajes cifrados y guías de códigos secretos que podrían desencadenar un desastre de caer en las manos equivocadas.
Había descubierto que las repercusiones de la guerra eran infinitas.
Antonia se levantó de repente y paseó despacio por la sala. Luego se detuvo junto a una de las librerías, pasó el dedo por el lomo de un libro encuadernado en piel y se volvió. A la luz vespertina, estaba espléndida, y su piel de color aceituna resplandecía aun con su atuendo y su peinado conservadores.
—Michael está preocupado, de lo contrario se le habría ocurrido a él mismo.
Lawrence no pudo reprimir el bufido de burla.
—Dudo mucho que te quiera cerca de su mujercita y, aunque no es un santo, jamás se le ocurriría pedirle a su antigua querida que protegiera a su esposa. Lo conozco lo bastante bien como para estar seguro de lo que digo.
—Yo era su amante, no su querida.
Él la miró confundido, sin saber bien por qué le preocupaba tanto la diferencia, claro que, cuando se trataba de Longhaven, Antonia era muy susceptible.
—Como prefieras.
—Han intentado matarlo dos veces —prosiguió, persistente—. Su boda con ella lo hace aún más vulnerable. Roget no es tonto. En cuanto se entere del enlace, y creo que ya debe de saberlo, teniendo en cuenta el alcance de sus recursos, lo lógico será que apunte en esa dirección. Si la siguiera un hombre a todas partes, llamaría la atención y despertaría sospechas. En cambio yo, que soy de su misma clase social, amiga de su esposo, pasaría inadvertida. Podría ser perfectamente una conocida. Además, ya asistimos a los mismos actos. Me mantendré alerta de cualquier indicio de peligro.
—Johnson no ha detectado nada hasta la fecha. No ha visto a nadie que lo siga, ni que vigile esa ostentosa mole en la que vive, ni ningún fichaje nuevo en el servicio. Podría ser que ambos ataques fueran simples intentos de robarle. A fin de cuentas, estaba en sitios peligrosos las dos veces y, aunque él crea que puede ocultar su nobleza, su porte lo delata. —Lawrence observó cómo Antonia se paseaba nerviosa, y añadió—: Habiendo nacido en una familia como la suya, ¿qué se puede esperar?
—También yo nací en una familia así —le replicó ella visiblemente dolida—. No es garantía de felicidad, ni de privilegios. De nada nos sirvió cuando los franceses asaltaron nuestro hogar y asesinaron a todo el que se encontraron. No me hables de estatus ni de riqueza. Te lo pueden arrebatar todo cuando menos lo pienses.
Antonia siempre le recordaba a un ave herida. Más que un ave cantora, de presa. Furiosa, peligrosa, aleteando para poder volver a volar, con las garras extendidas.
Deseaba tanto ser él quien la liberara...
No era el instinto de protección lo que la movía a querer introducirse en la vida de la marquesa de Longhaven sino el deseo de saberlo todo de quien compartía su vida con el hombre al que creía amar. Lawrence lo sabía porque la conocía muy bien. Necesitaba evaluar a la competencia, a pesar de haber perdido ya la batalla.
De nada serviría tratar de razonar con ella y hacerle ver la fría y cruda realidad. Debía llegar a esa conclusión por sí sola, y digerirlo.
—No te estaba sermoneando —dijo él, cruzando, sereno, las piernas estiradas—. Yo no lo veo necesario, y tú eres demasiado terca para escuchar, así que ¿para qué? Además, ¿qué te hace pensar que Longhaven no la tiene vigilada ya?
—Puede que así sea. Fitzhugh es eficiente y peligroso de por sí, pero no puede asistir a los actos sociales como yo. No encajaría —añadió con un gesto despectivo—. Roget no es tan inteligente como Michael, pero es muchísimo más despiadado. Cualquier protección es poca.
En eso quizá tuviera razón, si era Roget quien atacaba al marqués. Si realmente había peligro.
Longhaven dirigía con eficacia un grupo de inteligencia para el rey Jorge, y era lo bastante importante para que el enemigo lo quisiera muerto, pero en Londres era mucho menos vulnerable que en España. En su tierra natal, Michael Hepburn tenía más poder que nunca. Podía ocuparse de su esposa.
—Dado que estás decidida, no seré yo quien se oponga; sin embargo sí te rebato el comentario sobre la inteligencia de Roget. Hasta la fecha, el competente Longhaven no ha sido capaz de encontrarlo ni esforzándose. ¿Cómo tienes previsto llevar el asunto de la marquesa?
—Empezaré esta noche. Los Redmond dan un baile. Seguro que estará allí.
—Y él —señaló Lawrence con indudable pragmatismo—. ¿Cómo crees que le sentará a Longhaven que de pronto empieces a intimar con su esposa sin que te lo pida?
—No lo sé —ronroneó ella—, pero ya lo averiguaremos, ¿no?
En parte divertido, sintió lástima por Michael. Cuando Antonia se proponía algo, no había quien la parara.
Como en su búsqueda del infame espía Roget, al que odiaba con todo su ser. Ojalá él, el hombre que estaba con ella entonces, pudiera provocar emociones tan vivas.
—Esa no es la mejor forma de llamar su atención, querida mía —le advirtió—. El marqués desea que cumplas sus órdenes, no que te entrometas en su vida.
Ella lo miró un instante, con los ojos vidriosos, luego volvió la vista a la pared forrada de madera.
Bajo el corpiño del vestido, sus pechos tentadores se hincharon y Antonia respiró hondo.
—¿Cuándo importará lo que quiera yo, Lawrence? ¿Cuándo?
La angustia de esa última palabra se le clavó como un puñal en el corazón.
Solo se le ocurría una respuesta: a él siempre le importaba. La vida no la había tratado bien, pero tampoco a él. ¿No entendía que estaban hechos el uno para el otro? Longhaven nunca la había necesitado como ella ansiaba que un hombre la quisiera, como él la quería.
—Lo cierto es que parece un buen plan —convino cariñoso—. Si Johnson sigue al marqués y tú vigilas a la marquesa, quizá detectemos el peligro cuando lo haya.
—Roget lo odia.
También Lawrence lo odiaba a veces, claro que eso era una cuestión personal, y se debía a los celos más que a otra cosa. A Michael en sí lo admiraba de muchas formas, pero detestaba sin remedio lo que representaba para Antonia.
—Y Longhaven lo odiará a él. Son archienemigos, ¿no? No solo por la guerra, sino por la batalla de ingenio que libraban. A nadie le gusta perder, y menos a un tipo como Roget. Longhaven hizo lo que pudo por eliminarlo.
Antonia, de pronto, se cubrió el vientre con los brazos, como si tuviera frío.
—Lo creíamos muerto.
—Quizá lo esté —señaló Lawrence. Para él, había muerto. La guerra de España había terminado. ¿Por qué tenía que perdurar todo aquello?—. Otro podría estar usando su firma. No sabemos nada con certeza. Ahora que le has entregado la nota, Longhaven se servirá de todos sus recursos para averiguarlo. Si se trata de Roget, acabará con él.
—Ya no puede dedicarse al cien por cien a estos asuntos —insistió Antonia—. Ahora debe hacer el papel de heredero del ducado, y tiene una esposa a la que atender. Si tensa mucho la cuerda, esta podría romperse. Quiero ayudarle.
—Si te necesita, él mismo te lo dirá. Todo hombre tiene sus limitaciones, y no es tan arrogante como para creerse una excepción.
Mientras trataba de convencerla, Lawrence se preguntó si ella no tendría razón. En parte, Longhaven no había renunciado a su puesto porque, en aquella etapa de la posguerra, la cesión de sus responsabilidades habría debilitado un vínculo esencial para el espionaje británico. Sabía cosas que nadie más sabía y, aunque ya no dirigía la operación en suelo español, resultaba de gran valor al Ministerio de Defensa, pues podía interpretar los datos recabados con la precisión de quien conoce bien al enemigo y sus tácticas. Además, Lawrence sospechaba que por ser quien había sido y lo que había sido, y seguía siendo, Longhaven se resistía a ocupar una posición donde no estuviera al tanto de lo que acontecía en una Europa que trataba de recuperarse de tan largo conflicto, y la resurrección de Roget era el mejor ejemplo.
Michael Hepburn continuaría siendo un blanco francés hasta que la animosidad entre sus países acabara, tanto si servía a su rey como si hacía de elegante aristócrata. Para protegerse, debía estar al tanto de las intrigas de sus enemigos, y tenía muchos; para enterarse de esas maquinaciones, debía seguir haciendo su trabajo.
La situación era endemoniadamente compleja.
Él habría hecho lo mismo. De hecho, había tomado idénticas precauciones. Nunca se retiraría del todo. No era posible, salvo que abandonara Inglaterra.
—Ya te dije que te quiero al margen de esto. Veo que no piensas complacerme. El problema es que uno se aficiona al peligro... se acostumbra a él. No echo de menos el sufrimiento físico de la guerra, pero sí el hacer frente al enemigo. Me temo que sufres el mismo mal, mi amor.
—Sí —reconoció ella, con mirada sombría—. Mis batallas no han terminado.
Lawrence ladeó un poco la cabeza y estudió a Antonia, dejando que una sonrisa se dibujara en sus labios.
—Así que supongo que no hay nada de malo en que quieras hacer de niñera de la hermosa marquesa. Como todos somos espías, la cosa queda en familia, ¿no es así? Tú la vigilas a ella, yo hago que lo vigilen a él, él la tendrá vigilada y probablemente alguien lo esté siguiendo a él. Una maravilla, para el que disfrute complicando las cosas. Si a eso añadimos al esquivo Roget, la situación se pone interesante.
Aquello era un fastidio y la angustiaba tener que encontrar un modo de resolverlo. Julianne miró al asistente de su esposo y le dijo con una serenidad muy creíble:
—Me acompaña mi doncella, Fitzhugh. Con eso es suficiente.
—Milord me ha pedido expresamente que la acompañe a donde vaya —repuso Fitzhugh con la firmeza del que no piensa ceder. Era un hombre de edad incalculable, de frente ancha y muy bronceada, canas ensortijadas y porte erguido, en perenne alerta. Su fuerte acento irlandés decía mucho de su ascendencia; además, su doncella le había dicho que Fitzhugh había servido con Michael en España y había decidido servirle a él al volver a Inglaterra.
—No es necesario —insistió ella, con la sensación de que perdería la batalla.
—Mis órdenes son claras. No querrá que me castiguen por incumplir mi deber, ¿verdad? —Fitzhugh, pulcramente vestido a medida, a su lado en la entrada circular situada delante de Southbrook House, la observó imperturbable.
—Claro que no.
—Entonces tendrá que permitirme que la acompañe.
—Te... tenía pensado... visitar a una amiga —dijo, poco convincente, tanteando un modo de escapar de aquel repentino inconveniente—. Podría llevarme horas.
Él le abrió la puerta con una floritura.
—Soy un maestro de la espera. Cuando guste...
De pronto se encontró con un doble problema: Fitzhugh y su propia doncella. Subió al coche y pensó furiosa: «¿Y ahora qué hago?». El matrimonio debería reportar mayor libertad, no al contrario.
Se sentó con las manos en el regazo, sobre el bolso. Podía posponer la visita, a su pesar, aunque aquello desbarataría el delicado equilibrio de la situación y ella debía procurar que eso no sucediera; además, corría el riesgo de que la descubrieran.
Así que podía seguir adelante con su plan inicial, que siempre le había ido bien, y esperar que nadie notara nada. Camille no habría sido un problema, pero Fitzhugh era otro asunto. Le daba la sensación de que era muy observador.
Llegaron a casa de Melanie justo a tiempo, y enseguida la condujeron al salón. Su amiga, con su pelo castaño claro cubriéndole parte del rostro, se puso en pie de inmediato y le dedicó una sonrisa.
Luego cruzó la estancia y la recibió con un abrazo fugaz.
—Estaba impaciente por verte. Pediré que nos traigan el té.
—Solo puedo quedarme un momento —confesó Julianne.
Melanie, hermosa y dulce, la miró decepcionada pero resignada.
—Lo peor de todo es que ahora apenas nos vemos. Todo el mundo cree que pasamos horas y horas juntas, pero...
—Lo sé. —A Julianne también la entristecía—. Pero no sé qué otra cosa hacer. Peor aún, la cosa se está complicando. Por alguna razón extraña, mi esposo ha decidido que su asistente y mi doncella me acompañen a todas partes.
—¡Vaya por Dios! —Melanie se dejó caer en una silla, con el ceño fruncido—. Supongo que los criados no pueden interrogarte.
—Mi antigua doncella nunca, porque le gustaba uno de los criados de tu padre —observó socarrona—. Le venía bien que yo pasara aquí tanto tiempo como quisiera. Confío en que Fitzhugh y la joven que el duque ha elegido para ayudarme no empiecen a sospechar. Camille no me preocupa tanto como él. Mi esposo y Fitzhugh no parecen mantener la típica relación de señor y criado.
En el rostro de Melanie se dibujó de pronto una sonrisa y se le formaron hoyuelos.
—Sé que tienes que irte enseguida, pero, cuéntame, ¿qué tal la vida de casada? —inquirió, recolocándose las faldas, con los ojos como platos.
Su amiga estaba prometida, y a Julianne no le molestó esa pregunta tan personal, pero el novio algo petimetre e irreflexivo de Melanie nada tenía que ver con Michael. Lord Day era un buen partido y dueño de una respetable fortuna, pero el matrimonio con él, presentía, sería algo muy distinto.
—Es... interesante —masculló esquiva.
—Por favor, Jule. ¿Qué respuesta es esa? ¿En el buen sentido o en el malo?
Julianne se ruborizó.
—En el bueno, sobre todo, pero no lo veo mucho durante el día. Más que nada interactuamos... luego.
—Ah, ya entiendo —dijo su amiga, algo sofocada pero intrigada—. El marqués es formidable. Me preguntaba qué tal os llevaríais.
Julianne no pudo evitar recordar todas las cosas íntimas que Michael había hecho con su cuerpo desnudo, ni en lo mucho que le habían gustado. Se le encendieron las mejillas. Habría dicho que empezaban a conocerse, pero eso no era del todo cierto.
—Parece que hemos encontrado un punto de encuentro —dijo en cambio.
O, por lo menos, un lecho de encuentro.
Le fastidiaba verlo de aquel modo, pero quizá con el tiempo... No estaba segura, aunque lo único que podía hacer era intentarlo. De momento, algo más urgente ocupaba su mente.
—¿Puedo salir por la puerta de servicio sin ser vista? No creo que tarde tanto como de costumbre, así que espérame un poco antes.
—Iré yo primero y me aseguraré de que nadie te vea salir. —Su amiga se levantó y le hizo una seña para que la siguiera.
Por suerte, todo fue bien, y Julianne encontró el coche de alquiler en su puesto y al cochero esperándola según lo acordado. Subió al vehículo y este partió enseguida calle abajo, rumbo a Curzon Street. El trayecto solía durar algo más de una hora, lo que le dejaba quizá otras dos para la visita. Mientras recorrían barrios poco recomendables, se preguntó qué ocurriría si ponía fin a su argucia y contaba la verdad. Su intención era buena, pero dudaba que todos supieran verlo así.
¿Qué pensaría su esposo de lo que había hecho? ¿Y los duques? ¿La condenaría toda la familia Hepburn?
No tenía ni idea.
Cuando el coche se detuvo en la dirección indicada, Julianne se apeó y saludó con la cabeza a una mujer que pasaba por la calle. La anciana era delgada y gibosa, y llevaba una barra de pan. Sus ojos examinaron el vestido de Julianne con gran interés. Aunque aquella no era una zona de mala reputación, ni tan peligrosa como otros sitios, tampoco era un barrio en el que se viera a menudo a damas exquisitas vestidas de seda. Tras pedirle al cochero que la esperara, con la promesa de una recompensa, subió los peldaños del discreto portal y llamó a la puerta.
Con energía. Con determinación. La vez en que había temido, aterrada, que Leah se hubiera ido sin avisar había sido terrible y le había dejado un recuerdo imborrable.
Para su alivio, abrió la puerta la misma criada desastrada de siempre.
—Ah, es usted, milady —dijo—. Bien. La espera impaciente. Están en la salita.
La casa olía un poco a repollo cocido, pero Julianne sabía que Leah no invertía en ella el dinero que le daba. Siguió a la anciana criada a una estancia pequeña decorada con sofás raídos y cortinas descoloridas. La mujer no mentía: allí estaba, emocionada como siempre, ataviada con un vestido de satén esmeralda más propio de otro momento del día, algo viejo y manchado, pero que resaltaba su figura. Al oírla llegar, Leah se volvió y espetó:
—¿Dónde demonios te habías metido?
Hacía tiempo que Julianne se había acostumbrado a no tener en cuenta los gruñidos de aquella mujer.
—Ya estoy aquí —dijo con calma.
—¿Has traído el dinero?
—¿No lo traigo siempre? —Abrió el bolsito y saco una bolsa de monedas—. Aquí está.
La joven casi se abalanzó sobre ella y se la arrebató de las manos.
—Yo me encargo de eso.
—Sospechaba que lo harías —masculló Julianne con sequedad. Sin embargo, no le interesaba la obsesión de Leah por la bebida. En cambio, contempló a la niña que estaba sentada en el suelo, abrazada a una muñeca. Unos sedosos rizos castaños enmarcaban su rostro angelical, pero su cuerpecillo era muy delgado y su mirada, demasiado solemne para una criatura que aún no había cumplido los tres años.
Julianne había elegido a conciencia esa muñeca, cuya carita de porcelana contrastaba con las mejillas mugrientas de la pequeña.
—Entonces, ¿te quedas aquí sola?
—Una hora o así. No puedo alargarlo más.
—Claro —espetó la otra—. Ahora eres una gran marquesa y todo eso.
Si hubiera decidido replicarle, habría oído más injurias, así que optó por callar. La otra mujer esperó, con su pelo rojizo recogido en un moño alto, los labios pintados de rojo y una mirada de desprecio en los ojos.
Pero Leah la necesitaba, y las dos lo sabían. Al poco, salió aprisa por la puerta, en medio de un remolino de satén verde, mascullando por lo bajo alguna vulgaridad.
Julianne cruzó la sala para arrodillarse junto a la niña que la miraba fijamente.
—Chloe —le susurró.
No hubo respuesta. Rara vez la había. La pequeña debería hablar ya, pero apenas sabía emitir algunos sonidos.
Como de costumbre, cuando Julianne le tendía los brazos, la pequeña de Harry se ponía en pie y vacilaba un instante antes de arrojarse a ellos, sin soltar su muñeca.