Capítulo 3

EL aroma a flores impregnaba el aire, y hasta el tiempo había decidido cooperar. El cielo se había despejado y lucía un sol cálido y magnánimo. En la iglesia hacía mucho calor, y por todas partes se agitaban despacio los abanicos. El templo rebosaba de invitados elegantemente vestidos, que estiraban el cuello, impacientes por ver el acontecimiento de la temporada. El enlace del guapo heredero del duque de Southbrook era una invitación codiciada. La tragedia que había convertido al hijo menor en el centro de atención añadía a la situación un romanticismo que enardecía a la multitud, a lo que se sumaba su estatus de héroe de guerra.

Antonia comprendía aquel ideal romántico, aunque ella ya no lo compartiera. «Si supieran la verdad...» Sí, Michael era un héroe, más héroe de lo que muchos creían —de eso no cabía duda—, pero su estatus no se ajustaba a la idea convencional de espadas resplandecientes, balas y batallones de soldados franceses huyendo derrotados.

No. La valentía de Michael era de otro tipo. Usaba la cabeza, no solo la espada, y lograba victorias extraordinarias. De no ser por su agudo intelecto, ella no estaría viva.

Quizá no fuera exactamente así. Su vida anterior se había extinguido en España y, en parte, había muerto, pero de no ser por Michael no habría renacido en otra mujer, una que aún combatía la anarquía traidora y a los invasores ambiciosos.

Aunque ya había perdido esa batalla.

«Soy tonta de remate.»

Antonia Taylor lo reconocía, lo aceptaba, pero no terminaba de asimilarlo. Asistir a la boda del hombre amado para ver cómo se casa con otra es de imbéciles. Había hecho estupideces mayores, pero aquella le dolía más que ninguna.

Se le hacía extraño pensar que en un momento de su vida había creído que jamás volvería a sentir nada y, ahora que volvía a sentir, no era correspondida. Si se creía muerta por dentro, se equivocaba. Al parecer, le quedaba emoción de sobra para cobijar una pasión no correspondida por alguien aún más hastiado, en ciertos aspectos, que ella. Un deseo insatisfecho e imposible por algo que nunca podría tener.

Tal vez había pensado que resultaría catártico ser testigo de su irreversibilidad, ver cómo se cerraba el libro antes de la última página para no volver a abrirse jamás. Una historia por contar que se perdería para siempre.

Michael estaba de pie junto al altar, frío y comedido. Con su elegante traje gris, hecho a medida, su chaleco oscuro y su impecable corbatín, se le veía muy templado; no parecía el mismo que había estado sangrando en su alcoba hacía solo un par de días. Su mata de pelo castaño con destellos dorados le enmarcaba la cara, y sus ojos pardos —de una intensidad que la fascinaba— se mostraban misteriosos e indescifrables.

Todo en él, desde su nariz y su barbilla perfectas o la curva sensual de su boca, hasta el ancho de sus espaldas o la magnitud de su esbelta figura, le aceleraba el pulso de tal modo que podían oírse los latidos del corazón.

Cuando Michael se volvió para ver a la novia caminando despacio hacia el altar, donde él estaba, a Antonia le faltó poco para levantarse de un brinco e impedir la boda.

Sin embargo, no era una cobarde. Ya lo había perdido todo en la vida una vez, y podía soportar aquello también. Lástima que no estuviera aún aletargada, porque quizá se lo reprochase a Michael Hepburn casi más que el que hubiese elegido a otra mujer. Amor y odio podían resultar una mezcla extraña. Ella había vivido ambos en su vida, pero no a la vez.

—Deslumbrante —suspiró una mujer de pecho abundante que tenía al lado—. Una novia preciosa.

Antonia logró apartar la mirada de la pareja del altar y componer una sonrisa.

—Sí, ciertamente, pero ¿no son preciosas todas las novias?

La aspereza del comentario se perdió por el camino. La mujer le sonrió.

—Lady Julianne más que la mayoría, creo yo. ¿No le parece?

Antonia no contestó. No se fiaba de sí misma.

Por desgracia, la irritante mujer tenía razón. La futura marquesa de Longhaven poseía una piel de blanco nacarado, un brillante pelo castaño oscuro y unos ojos azules de largas pestañas. La finura de sus rasgos se sumaba a su aura de delicada femineidad y, aunque era delgada, su figura presentaba exquisitas curvas. Su vestido era azul hielo, perfecto para su imagen etérea.

Su reacción era lógica. Era fácil detestar la perfección.

Mientras observaba, rígida, la ceremonia, se preguntó si aquella joven inocente tenía idea de a quién se estaba atando de por vida. No, decidió, era demasiado cándida, demasiado confiada, y estaba demasiado protegida por su rica e importante familia.

Igual que ella en su día. Pero a veces la vida cambia sin previo aviso. Antonia lo había aprendido de la forma más dura posible. ¿Estaba preparada la novia de Michael?

La tierna gatita se casaba con un tigre, todo un depredador con instintos afinados por la guerra, y cierta afición al peligro y al riesgo. De pie junto al altar, se le veía guapo y cortés, pero en realidad no era ni mucho menos tan civilizado como figuraba. Antonia se había beneficiado de sus conocimientos cuando le había enseñado a moverse por territorio enemigo, con sigilo y sin ser detectada, además de otras artes más letales. Habilidades muy útiles en la guerra, pero que dudaba que la sociedad apreciara.

Michael cogió la mano de la insípida jovencita. El gesto simbólico la dejó pasmada, con los ojos clavados en aquellos dedos largos entrelazados con los de otra.

El obispo inició el ritual y dijo las inevitables palabras. Antonia lo observó, escuchó con atención, y algo murió en su interior.

«Ya he muerto antes, y he resurgido de las cenizas de esa vida perdida», se dijo.

Al fin, terminó.

—Puede besar a la novia.

Antonia se obligó a verlo aceptar la invitación del obispo. Le rompía el alma, pero lo superaría.

Siempre lo superaba.

Solo le quedaba rezar para que así fuera.

La escena era surrealista, difusa, como si una mano torpe hubiera emborronado la pintura aún húmeda de un lienzo recién terminado. Julianne miró al hombre que tenía al lado y se sintió... paralizada.

Entre otras mil cosas más que era incapaz de definir con precisión.

El rostro del actual marqués de Longhaven era insondable. Sus dedos le asieron la barbilla y se la levantaron. Por un instante, pareció titubear; luego, muy decidido, bajó la cabeza y la besó.

Unos labios cálidos acariciaron los suyos, la boca firme aunque suave de él se ancló en la de ella con una presión leve pero insistente.

El contacto quizá durara apenas un instante, pero a ella le pareció más, tanto que se le alborotó la respiración. Cuando él se apartó, los dos se miraron fijamente. Sus ojos de color avellana con matices dorados estaban enmarcados por unas gruesas pestañas. Era la primera vez que lo tenía tan cerca, y también la primera que se sabía el objeto de toda su atención.

Ya estaba hecho. Se había casado con el misterioso hermano menor de Harry, para bien o para mal, y el trato se había sellado con un beso.

Un beso revelador. Muy agradable, de hecho, aunque la presencia de la multitud la hiciera sonrojarse.

«Tendría que haber sucedido en un lugar tranquilo e íntimo», se dijo. A la luz de la luna, con el suave salpicar del agua de una fuente de fondo, quizá, y ella tendría que estar locamente enamorada del hombre que le diera aquel primer beso mágico...

Y, como es lógico, él sería aún más devoto de ella.

Pero aquello no era una fantasía romántica, sino la vida real. Él no estaba loco por ella, ni mucho menos; tan solo era un hijo obediente, igual que ella, y se habían casado para complacer a sus respectivas familias.

Al menos tenían eso en común.

Michael se irguió, volvió a mirarla un instante con esa singular intensidad que siempre la hacía sentir como si viera algo más que su exterior, y le ofreció el brazo.

Así de sencillo. Un brazo, tendido cortésmente, en un momento en que su vida se precipitaba hacia lo desconocido. Ella respondió automáticamente, y sus dedos fríos se asieron a la tensa dureza de aquel brazo musculoso.

Lo miró de soslayo y notó que, en el contorno impasible de su perfil clásico, aparentemente indiferente, un músculo de la mandíbula se contraía apenas.

Tal vez no fuera tan despegado e imperturbable como parecía. La idea la asustó y la relajó a un tiempo mientras, volviéndose hacia los invitados, enfilaban el pasillo. No pudo distinguir a nadie en aquel mar de rostros, y le pareció que, más que caminar, flotaba. Al menos fuera hacía un día precioso, y aspiró una bocanada de aire fresco mientras bajaban los inmensos escalones de la catedral hasta el coche que los esperaba. El blasón ducal adornaba el lateral del elegante vehículo, una imagen resplandeciente similar al escudo de los Stuart, que revelaba una conexión de múltiples generaciones con la familia real.

Era su esposa. Le llevaría un tiempo digerir aquello.

Michael la ayudó a subir al coche; luego subió él, estiró sus piernas largas y, después de indicarle algo al lacayo de librea que lo esperaba, cerró la puerta. El joven asintió con la cabeza y acto seguido el vehículo arrancó.

—Quizá quieras asomarte por la ventanilla para saludar —le propuso su marido, alzando apenas una ceja—. Han venido a ver a la espléndida novia, no al soso novio.

En efecto, la calle estaba abarrotada de gente, pero, en su obsesión por librarse de la formalidad de la iglesia y de la sensación general de aturdimiento, no se le había ocurrido que tuviera que hacer los honores de novia.

—No lo había pensado —reconoció ella, sintiéndose patosa. Siguió su consejo y, forzando una sonrisa con la confianza de que pareciera por lo menos medio sincera, saludó y escuchó los vítores de los espectadores.

El trayecto se vio envuelto en una especie de nebulosa, como el resto del día.

La boda con un heredero ducal conllevaba mucha ceremonia. Había supuesto que todo aquello la intimidaría, pero la desmedida cantidad de invitados que inundaba el gran salón de baile de Southbrook House le resultó abrumadora. La duquesa se había superado a sí misma con la decoración: centros de flores de invernadero por doquier; mesas llenas de toda clase de exquisiteces, gambas en finos platos de marisco, aves asadas, cochinillo en salsa de pasas y diversos postres para los que se habría necesitado un batallón de chefs, y decenas de aperitivos de delicioso aspecto. Centelleaban cientos de velas, como lo hacían los invitados, con sus joyas y su atuendo a la última moda. La opulencia de la celebración daría sin duda que hablar un tiempo, y a Julianne la habría gustado poder disfrutar de ella aunque fuera solo un instante.

Tan solo un instante. ¿Acaso era pedir demasiado?

Por desgracia, se sentía demasiado abrumada.

Aunque Michael estuvo a su lado durante el duro trance de las felicitaciones y los parabienes de la muchedumbre, apenas hablaron entre sí. No hubo tiempo, de hecho, para mucha conversación, dada la aparentemente interminable riada de visitas y el necesario protocolo, de modo que quizá a todos les pareció normal que los novios se comportaran con la cortesía de auténticos desconocidos.

Si a Michael le preocupaba, ella lo ignoraba por completo. Cuando lograba dirigirle una mirada de soslayo, él solía estar de perfil, impasible, muy masculino y atractivo con su traje hecho a medida, recibiendo las felicitaciones con naturalidad.

Solo la tocó una vez, y fue un gesto fortuito: le puso la mano en la cintura cuando le presentaba a una joven de pelo oscuro e imponente vestido de un rojo intenso que resaltaba su exótica belleza.

Julianne masculló el correspondiente saludo, asombrada por un instante por lo que le pareció un destello de animosidad en los ojos de la otra mujer. La asustó y le recordó lo poco que sabía del hombre que se había convertido en su marido. Era evidente que se conocían bien, porque Michael la saludó llamándola por su nombre de pila. Antonia. No era un nombre inglés, y la piel oscura y el acento de la joven revelaban su procedencia.

—Felicidades, lady Longhaven —murmuró con empalagoso refinamiento.

Al verla alejarse, la asaltó sin querer el desconcertante pensamiento de cuánto se conocerían realmente, algo que no le ayudaba a mantener su precaria compostura.

Confiaba en que eso no fuese un indicio del curso que llevaría su vida conyugal.

Cuando el salón estuvo tan lleno que ya no cabía ni un alfiler, la orquesta empezó a tocar. Pasaron de los saludos interminables a los bailes interminables, y ella, siendo la novia, era la más solicitada.

«Todo el tiempo que he pasado con mi maestro de baile ha merecido la pena», musitó mientras iniciaba un baile más al cabo de las horas. De vez en cuando, alguien le ponía una copa de champán en la mano, si bien apenas pudo comer. Michael también bailó mucho, pero no con ella.

Empezaron a dolerle los pies y la cabeza le estallaba.

—Estás preciosa.

Julianne sonrió a su padre —con quien bailaba entonces—, pero su intento por parecer contenta fue poco convincente. Al parecer, por ser la novia, no se le permitía ni un momento de descanso.

—Gracias, pero me temo que tu opinión no es imparcial. Estoy un poco cansada, si te digo la verdad; confío en que no se note. No querría decepcionar a la duquesa.

Su padre, que en su día había sido rubio pero lucía ahora una mata de pelo cano y, en su rostro, las arrugas propias de su edad, tenía los ojos tan azules como siempre, y rebosaba satisfacción por lo bien que había salido todo.

—Dudo que alguien no coincida conmigo en que lo has hecho estupendamente. He oído a más de un caballero decirle a tu marido que es un hombre afortunado.

Se preguntó si Michael se sentiría afortunado. Era difícil saberlo. No parecía de los que acceden a un matrimonio de conveniencia, pero lo había hecho.

—Longhaven te tratará bien, querida.

Eso esperaba, teniendo en cuenta que acababa de atarse a él para toda la vida. Asintió con la cabeza, mientras giraban por entre la multitud en movimiento. Empezaba a notarse algo mareada, de eso no cabía duda. La noche anterior apenas había dormido, y tanto ejercicio junto con las copas de champán de pronto le pasaban factura.

Debía retirarse, pero su retiro implicaba algo más que el descanso de la fatiga de tanto ajetreo.

—Conocía mucho mejor a Harry, naturalmente —comentó en tono neutro.

—Como todos nosotros —reconoció su padre. Se le veía muy elegante vestido de gala. Frunció el ceño y las patas de gallo se le profundizaron. La música los envolvía, igual que el murmullo de cientos de conversaciones—. Por raro que parezca, creo que es lógico que pensemos en él en estas circunstancias.

—Supongo. —Su sonrisa era tensa.

—Estoy seguro de que querría que Michael y tú fueseis muy felices juntos. Harry siempre fue un buenazo. —Su padre hizo una pausa—. El nuevo marqués no es un hombre tan accesible.

«Eso describe perfectamente la situación», pensó ella al tiempo que la música iba extinguiéndose.

Su marido no tenía nada de accesible. Bastaba con ver que su padre llamaba a Harry por su nombre de pila y a Michael por su título. Con mirada inquisitiva —y por enésima vez aquella noche—, escudriñó el salón en busca de ese hombre alto, de llamativos rasgos y pelo castaño bien cortado, que se deslizaba con gran elegancia entre los bailarines de la pista. Destacaba en medio de aquel remolino de invitados, y no solo por su atractivo físico. En parte era por su porte, por la seguridad en sí mismo que desprendía, de forma consciente o inconsciente, no estaba segura, pero sobre todo por la sensación de inteligencia que le transmitía al mirarla con sus intensos ojos pardos.

Como si hubiera presentido que lo estudiaba, Michael se volvió y sus miradas se encontraron por un instante, un instante prolongado y significativo. Las mejillas de Julianne se encendieron y sintió en la boca del estómago una punzada de algo que solo podía ser pánico. Para más inri, cesó la música y él, decidido, empezó a abrirse paso hacia ella entre la multitud.

Cuando Michael Hepburn se movía con tal determinación, la gente se apartaba.

Ella sintió el impulso de dar media vuelta y salir corriendo, pero no lo hizo, aunque, por un instante, apretó con fuerza el brazo de su padre.

Su marido llegó hasta ellos, saludó con la cabeza a su suegro y, con suavidad y firmeza a la vez, le soltó la mano a Julianne del brazo de su padre.

—Se está haciendo tarde y no has parado ni un momento.

Agradeció el detalle, pero el que le hubiera prestado tanta atención le produjo otro extraño vuelco en el estómago. Si la había estado observando, no lo había notado.

La afirmación —realizada en tono sereno y pragmático— era cierta, y el salón atestado de gente acicalada había empezado a sofocarla, o quizá fuera por la constante tensión nerviosa. En cualquier caso, aunque no le había dicho que le convenía retirarse, se deducía fácilmente de la forma en que sus dedos largos y elegantes le asían el brazo. Por imposible que pareciera, se descubrió asintiendo con la cabeza.

—Te acompañaré arriba.

«Oh, cielos.»

—Nos veremos pronto, querida. —Su padre le dio un beso en la mejilla y se fue.

Apenas notó la discreta partida de su progenitor, algo indicativo del cambio de las circunstancias, de su delegación de responsabilidad. Cuando su esposo la condujo por entre la multitud apiñada, Julianne no se resistió, y debió de responder debidamente a los buenos deseos de quienes se topaban con ella, pero no reparó en las palabras.

Una vez en el vestíbulo, oyó a Michael respirar hondo.

—Qué agobio. No sé en qué pensaba mi madre al invitar a todo Londres.

El comentario le provocó una risa nerviosa.

—Supongo que deberíamos sentirnos halagados de que hayan asistido a la boda tantas personas.

—Supongo. —La guió por el impecable pasillo, saludando a un criado al pasar.

—No es necesario que me acompañes. —Julianne era perfectamente consciente de la mano de Michael, apostada en su zona lumbar.

Él esbozó una sonrisa quijotesca.

—¿Y cómo encontrarás nuestros aposentos? Esta mansión es una de las mayores ostentaciones arquitectónicas de mis antepasados. Creo que tiene unas treinta alcobas. Te perderías. Yo me he perdido. No paso mucho tiempo aquí.

Eso era indiscutible. Pero... ¿«nuestros aposentos»? Sonaba tan rotundo...

Julianne tenía la boca seca.

—Podría preguntarle a algún...

—Podrías —la interrumpió él con delicadeza—, pero yo tengo tantas ganas como tú de abandonar la celebración, si no más. Deja que te acompañe y así podremos escaparnos los dos. Me temo que no soy de naturaleza sociable.

Lo creía. Tenía poco del encanto personal de Harry y de su carácter gregario.

El leve murmullo de la música y las risas los siguieron, pero se extinguieron cuando cruzaron el enorme vestíbulo principal y se dirigieron a la espléndida escalera de caracol. Titubeó un instante a los pies de la escalera y Michael se detuvo también, limitándose a contemplarla con una inescrutable mirada inquisitiva.

Poner el pie en el primer escalón sería como aceptar que iba a subir a la alcoba con aquel hombre al que apenas conocía.

¿Estaba preparada para aquello?

No estaba segura.

No obstante, alzó el pie y empezó a subir.

Le habría extrañado no estar pálido como un muerto. Qué inoportunidad. Michael accedió finalmente a lidiar con una novia joven e insegura y con sus miedos virginales, y confió en poder manejar la situación con algo de paciencia y delicadeza. Aunque ella, para ser tan joven, se había desenvuelto bien en la recepción, a él lo había descolocado un poco la tremenda aglomeración, aun teniendo muchísima más experiencia en acontecimientos de aquella clase. La tensión del cuello de Julianne mientras recibían a los invitados y, después, cuando bailaba con casi todos los hombres de la sala, no pasaba inadvertida a nadie que la observase con atención.

Y él lo había hecho. Para su sorpresa, lo había hecho.

Entre esa preocupación y la terrible cuchillada que llevaba en el costado, no había disfrutado mucho, pero, ahora que estaba hecho, debía reconocer que había estado observando a su esposa.

El baile le había causado una leve sudoración que no se debía al esfuerzo físico necesario sino al dolor de la herida. Cuando Malcolm Sutton le había dado una palmada en la espalda para felicitarlo, le había costado no reaccionar al entusiasmo de su cuñado, y estaba convencido de que, bajo las capas de ropa y vendaje, sangraba profusamente.

Fitzhugh le diría que le estaba bien empleado por no querer ver a un médico, pero lo único que quería en aquel momento era que pasaran ya las próximas horas. Tampoco le vendría mal descansar un poco. Aunque aguantaba bien con poco descanso, la herida y la tensión de los últimos días habían hecho estragos en él. Ansiaba meterse en la cama por cuestiones prácticas, no para seducir a una virgen nerviosa.

No obstante, el mismo sentido del deber familiar que lo había llevado a casarse lo inducía a seguir adelante.

En otra coyuntura, no habría sido un suplicio, con lo bonita que era Julianne, pero estaba herido, cansado y a punto de acostarse con la prometida de su hermano.

Si su recién adquirida esposa, de pie, a su lado, con el busto algo más agitado de lo normal bajo el historiado tejido de su vestido, trataba de disimular su pesadumbre, no se le estaba dando muy bien.

Sus delicados rasgos se veían algo sonrosados trayendo a su mente la expresión «novia ruborizada» y, cuando llegaron a la segunda planta, estaba algo temblorosa.

Sus cuartos se encontraban en el ala familiar, al final del segundo pasillo. Michael la llevó por el recibidor, decorado elegantemente con sillas forradas de seda, espléndidas alfombras turcas estampadas en verde claro y crema, y una mesa tallada, muy ornamentada, que él mismo había mandado traer de España recientemente. Pertenecía a un noble hidalgo español que aseguraba que la reina Isabel se la había regalado a su ilustre familia. Era preciosa, sin duda, así que quizá la historia fuera cierta, pero, independientemente de su origen, él la había comprado porque le había gustado. El relieve de una puesta de sol tallado en su superficie se había ejecutado con tal habilidad que podía creer que se tratara de una obra de arte encargada por un monarca.

«Quizá en otro momento Julianne repare en ello y lo comente», pensó socarrón, pero dudaba que viera siquiera lo que la rodeaba. La llevó hasta la puerta de su alcoba y se la dejó a la doncella que andaba por allí, una muchacha regordeta que, al verlo, se ruborizó tanto como su esposa visiblemente inquieta.

«Que Dios me asista.»

—Te doy media hora.

«Vaya, eso ha sonado demasiado rotundo, frío, insensible.»

«Muy bien. Vuelve a intentarlo, payaso.»

Así lo hizo, templando el tono de voz.

—Yo estaré ahí —dijo, señalando la puerta que separaba las dos alcobas—. Avísame cuando estés lista para acostarte, por favor.

Julianne se limitó a mirarlo con sus enormes ojos de color azul oscuro, y bajó apenas los párpados de enormes pestañas.

—Sí, milord. Como desee.

La capitulación sonó fatal, como si acabara de obligarla a acostarse con él. Obviamente tenía ciertos derechos conyugales, pero en la cama prefería el entusiasmo al consentimiento resignado.

Aun así, resultaba difícil concentrarse en la seducción cuando su cuerpo herido protestaba de toda actividad; además, las copas de champán que se había tomado tampoco ayudaban. Solía ser bastante comedido en el consumo de alcohol. Un hombre con su cargo no podía permitirse limitaciones físicas o mentales.

—Llámame Michael, por favor.

Arrebatadora de azul claro, con el pelo oscuro recogido en un intrincado moño, y el collar de perlas, exquisitas como su impecable piel, Julianne asintió.

—Por supuesto, si así lo deseas.

Su voz queda dijo más que sus palabras y, cuando cerró la puerta a su espalda, Michael masculló una maldición que no estaba hecha para los oídos de una jovencita. Estaba angustiada por lo que sucedería a continuación y, sinceramente, también él, aunque no por el mismo motivo sino por su impedimento.

Se dirigió a la estancia contigua y se quitó la chaqueta. Entonces vio la mancha de sangre en la camisa, lo que indicaba que la herida se había abierto en el transcurso de la noche y había calado el vendaje. Fitzhugh se apresuró a ayudarlo.

—Bonita ceremonia, coronel.

—Gracias —respondió Michael, mirando resignado a su antiguo sargento—. Confiemos en que el resto de la velada vaya igual de bien. Como tú predijiste, no estoy en mi mejor momento. —Se señaló el costado—. Esto duele una barbaridad.

—Tranquilo, señor. —Fitzhugh cogió la chaqueta y la sacudió—. Usted mismo lo dijo: ella no notará la diferencia. Una joven inocente como la marquesa estará demasiado nerviosa. Eso juega a su favor.

Dicho así, sonaba muy frío.

La marquesa.

Muy oficial. De hecho, lo era. Acababa de casarse. Él era el condenado marqués y ella era su esposa. Al besarla en la iglesia, lo había percibido con claridad meridiana; había notado los labios fríos de ella bajo los suyos, ante los ojos de cientos de personas.

«Maldición.» Aquella era su noche de bodas. No, la noche de bodas de los dos.

—Ni que decir tiene que quisiera que fuese una ocasión memorable, y me refiero a algo que podamos recordar con cariño, no decepción. Por desgracia, estoy sangrando.

—Eso ya lo veo. —El irlandés le ayudó a desabrocharse la camisa, y examinó los vendajes—. No parece grave, señor. Volveré a vendarlo y como el que oye llover.

—Da la casualidad de que odio la lluvia —masculló—. ¿Recuerdas Badajoz? ¡Qué infierno de batalla!

—Un día húmedo y frío, señor. No voy a negarlo.

—Los cuerpos apilados contra los muros, aquellos cañonazos... Una pesadilla. —Michael se esforzó por ignorar la punzada de dolor que sintió cuando su asistente retiró el vendaje ensangrentado. Así había sido. La ciudadela había terminado cayendo, pero a un precio atroz, y Wellington había arrojado a sus hombres contra esos muros con inhumana determinación. Había funcionado, claro, porque los grandes generales sabían cómo ganar batallas, pero ¡con qué coste!

Sangre. Zanjas embarradas. Montones de cadáveres.

Por eso seguía jugándose la vida por Inglaterra.

Una carnicería semejante no podía haber sido para nada. Muchos hombres habían muerto por una causa, y aquello no era algo que pudiera tomar a la ligera.

—Supongo que lady Julianne estará lo bastante asustada para no reparar en mi poco gallarda presencia —dijo con voz quebradiza—. Me arde el costado y no me veo capaz de ocultarlo debidamente.

—Un verdadero dilema, coronel.

Michael le lanzó una mirada socarrona.

—Aprecio tu empatía.

—Me parece que lo mejor es la sinceridad.

—Ya te he observado esa actitud una o dos veces desde que nos conocemos. También lord Altea y Alex St. James piensan así. Al parecer, creen que debería decirle la verdad. No solo sobre el ataque, sino sobre lo que soy.

—Podría hacerlo, coronel. —Su asistente sacó un corbatín limpio y se dispuso a rasgar el fino lino por la mitad—. Pero ¿qué hará si ella le pide que dimita y se dedique a sus obligaciones ducales? Ambos sabemos que eso es lo que le toca en esta vida.

Buena pregunta. A Michael no le importaba jugarse el cuello por Inglaterra, pero la carga del ducado pesaba sobre su cabeza como el yunque de un herrero.

—No lo sé —respondió con tristeza.

—Lo suponía. —Fitzhugh rió y concluyó su tarea con la precisión y habilidad de alguien que la ha ejecutado muchas veces. Luego, le entregó la bata de seda—. ¿Necesitará algo más?

—No, gracias, Fitz. Me temo que del resto debo encargarme yo solo.

Su asistente asintió, con una leve sonrisa en su rostro rubicundo.

—Aun siendo lady Longhaven tan hermosa, dudo que la faena resulte difícil. Buenas noches y enhorabuena, señor.

Difícil o no, Michael no rebosaba entusiasmo. Se ató flojo el cinturón de la bata y, acercándose a la mesita auxiliar, se sirvió un coñac. En lugar de sentarse, se dirigió a la ventana y contempló la noche oscura. Un reguero de estrellas se esparcía por el cielo como un puñado de diamantes deslumbrantes arrojados de golpe sobre terciopelo negro, y la luna no era más que una fina oblea.

Allí de pie, no pudo evitar pensar en su hermano. Harry había muerto, y con él su caprichosa sonrisa, su gran sentido del humor y su falta total de malicia. En su noche de bodas, Harry jamás habría lucido una herida sufrida en un rincón oscuro y repulsivo de Londres, ni tendría que plantearse el modo de justificarla.

Michael sorbió su coñac y se preguntó si habría de ir a buscar a Julianne o ella tendría el valor necesario para cruzar la puerta que comunicaba sus alcobas. Le costaba imaginar la idea general que ella tenía de su matrimonio, sobre todo porque había evitado hablar con ella desde su regreso a Inglaterra. Si a él aún le parecía que, en cierto sentido, ella seguía siendo de su hermano, ¿sentiría ella lo mismo? A fin de cuentas, había sabido desde siempre que se casaría con el marqués de Longhaven, pero el título no le correspondía a él.

Cuanto antes se quedara embarazada, mejor. Después, la trasladaría a la finca del campo y los dos estarían a salvo. Él se protegería de las preguntas que pudieran surgir en el día a día sobre sus horarios inusuales y sus extrañas ausencias, y a ella le evitaría el tener que preguntarse nada ni preguntárselo a él.

Tampoco podía olvidar que alguien quería matarlo. Por poco que la conociera, no quería ponerla en peligro. No llamaría la atención que llevaran vidas separadas; muchos matrimonios aristócratas lo hacían.

El clic del pestillo le hizo volverse.

Al ver que se abría de pronto la puerta que comunicaba las alcobas y ella entraba en la suya, supo que había subestimado a su joven esposa. O estaba menos nerviosa de lo que él pensaba o tenía más valor.

Ante aquella mata de lustroso pelo oscuro suelto que ondeaba hasta sus caderas, aquel par de magníficos ojos azules y la casi desafiante inclinación de su barbilla, Michael apretó con fuerza la copa de cristal que tenía en la mano. Llevaba algo blanco debajo de la bata de seda de color rosa claro; en el escote, se vislumbraba un encaje.

Estaba, decidió, impresionante.

Para su sorpresa, lo que sintió al verla allí, en el umbral de su alcoba y también de su matrimonio, no fue de resignación, obligación o fatalidad. Fue algo muy distinto. Lo conmovió la belleza que se había empeñado en ignorar durante su compromiso.

Quizá fuera cómo lo miraba, expectante, algo inquieta, claro, pero confiada.

El mundo de Michael se sustentaba en la sospecha y el engaño.

El de ella, obviamente no.

La inocencia era algo que Michael había perdido hacía tanto tiempo que apenas la recordaba. Tal vez fuera la novedad, pero en aquel momento de la vida de los dos, por alguna razón, la de ella lo fascinaba.

Puede que, después de todo, su herida no fuera un gran problema.