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Mi experiencia en una multinacional: sinergia, argumentos de venta,
convenciones pintorescas
He dicho que Lumen fue posible gracias a la presencia de mi padre, a la rara mezcla que se daba en él de entusiasmo idealista y de sentido común, a su ilimitada confianza en mí (que yo no compartía), a su instinto para los negocios, a su capacidad de trabajo. Muerto él, no encontré a nadie que le sustituyera. Y una editorial es un negocio demasiado difícil, demasiado arriesgado, para que yo, a mis casi sesenta años, tuviera ánimos o ganas de asumirlo. Tal vez de haber sabido que mi hija Milena, que ya llevaba un tiempo trabajando conmigo, llegaría a aficionarse tanto a la profesión, no lo hubiera hecho, o tal vez sí, pero lo cierto es que decidí vender Lumen a una multinacional que me permitiera seguir llevándola del modo más independiente posible. Y me dirigí al ex director de los grupos editoriales de Bertelsman (ahora Random House Mondadori) en Barcelona, antiguo compañero ocasional de bridge (de ahí el rumor de que había perdido mi editorial en una partida de naipes), que siempre repetía que, si algún día se me ocurría vender Lumen, se lo dijera en primer lugar a él. Los contactos se iniciaron después de Navidad y la venta era ya un hecho antes de Semana Santa.
Y enseguida empezaron a hablar todos de sinergia. Desde el gerente general hasta las secretarias. Supuse que lo habrían aprendido en un cursillo de formación empresarial, y, dado que yo no había cursado ninguno y no tenía claro qué era aquello tan maravilloso que nos iba a suceder, corrí al diccionario ideológico y a la enciclopedia que utilizo habitualmente para resolver dameros y crucigramas. El Casares definía sinergia como «concurso activo y concertado de varios órganos para realizar una función», y la enciclopedia agregaba otra definición que se ajustaba más a nuestro caso: «acción combinada de dos o más causas cuyo efecto es superior a la suma de los efectos individuales». Eso era. Cuando una pequeña o mediana editorial vocacional e independiente, como Lumen, se unía a una poderosa multinacional, como Bertelsman, ambas se potenciaban recíprocamente, y alcanzaban cotas a las que no cabía aspirar por separado. Los recursos económicos, los contactos internacionales, el departamento de promoción y la red de ventas de Plaza y Janés (la editorial del grupo a la que Lumen pasaba a pertenecer) abrían a mis libros posibilidades insospechadas.
Seguí, pues, haciendo mi trabajo de siempre (en el que no interferían apenas para nada, salvo su empeño en descatalogar títulos y reducir el catálogo a una lista de novedades y éxitos de venta), en mi local de siempre y, en gran medida, con mis colaboradores de siempre. Y esperé ilusionada los fantásticos resultados de la sinergia, acrecentadas mis esperanzas por el hecho de que se trataba de un grupo alemán y en mi ámbito familiar lo alemán era casi sinónimo de seriedad y de eficacia. Pero imagino que, para que varios órganos concursen en una misma función, tienen que pertenecer a una misma especie, tienen que ser compatibles. Y no era el caso. La distribución de Plaza y Janés resultaba excelente para los libros de Plaza y Janés, no para los míos; los vendedores estaban capacitados para vender mejor que nadie Stephen King o Mary Higgins Clark o, en el caso de Lumen, éxitos de venta como Quino o como Eco, pero no James Joyce o Virginia Wolf; las ideas del departamento de promoción (les hubiera encantado incluir dibujitos de Mafalda hasta en los anuncios y carteles de poesía) no encajaban en el estilo de Lumen. La gracia sinérgica no descendió, pues, sobre nosotros, o, caso de hacerlo, trajo pobres resultados.
Después dejó de hablarse tanto de sinergia y surgieron los «argumentos de venta». En la primera reunión con vendedores, hablé de la importancia de los autores y de la calidad de los libros. Pero vi que no se trataba de esto. Entonces recurrí a contar el argumento —creo pertenecer a una familia de buenas narradoras— y señalé que el lector se lo iba a pasar muy bien. Pero tampoco esto les servía. ¿Qué eran, pues, los argumentos de venta? Básicamente dos: que se hiciera la versión cinematográfica —a poder ser con Julia Roberts y Richard Gere de protagonistas— y, por encima de todo, que saliera en televisión. ¿Y si no se hacía por el momento la película y no salía en televisión? Bueno, también valía si se relacionaba con algo de viva actualidad, con un escándalo, con gente famosa… si la autora, por ejemplo, había tenido un lío con un político importante o con el presidente del gobierno. ¿Servía esto como argumento de venta? A falta de algo mejor… aunque era preferible con el presidente, claro, y si pudiera ser con el rey…
Querían «libros mediáticos», y yo seguía editando —sin que nadie lo discutiera ni pusiera reparos— los que consideraba buenos (o sea, los que nos gustaban a Antonio Vilanova, a Carmen Giralt, a mi hija y a mí). Generalmente —había excepciones— los vendían mal —con desgana, sin fe—, y al cabo de un tiempo empezaba la lucha solapada por, previa destrucción de los ejemplares sobrantes, eliminar el título del catálogo. Mantener el fondo editorial no era económicamente rentable. Poco importaba, por tanto, la duración de los contratos. En el caso concreto de Juan Marsé, se me sugirió la posibilidad de, aprovechando la publicación de su última novela, Rabos de lagartija, contratar prácticamente la totalidad de su narrativa. Me entusiasmó la idea de tener a Juan en mi catálogo. Pensaba sacar tres novelas cada año y conservarlas en el fondo de Lumen. Pero descubrí, al recibir copia de los contratos, que los derechos caducaban a los dos años de la firma. ¡Ni tiempo me daba a sacar todos los títulos! Era tan disparatado, que la propia Carmen Balcells amplió el plazo. Grandezas y servidumbres de la sinergia: me permitía tener a un autor como Marsé, al que Lumen no hubiera podido acceder, pero de un modo muy peculiar y limitado.
Algo similar ocurrió con el premio Femenino Lumen de narrativa escrita por mujeres, que llevaba concediéndose con bastante éxito cuatro años. Me comunicaron que, al disponer de más recursos, el importe se podía multiplicar por cinco y convertirse en una cantidad relativamente importante, lo cual atraería a autoras de más nombre. En principio aumentar la cuantía del premio parecía estupendo, pero ¿qué ocurriría si se presentaba esa autora de más nombre y la novela que prefería el jurado había sido escrita por una novelista desconocida de Panamá? Cuando está en juego una suma elevada de dinero, la situación se complica y se impone la sensatez. Y, sin embargo, yo no disponía de un jurado manipulable —¡cualquiera manipula a una Nora Catelli, a una Cristina Peri Rossi, a una Ana María Moix!—, y no estaba dispuesta ni a intentar hacerlo ni a dejarme condicionar yo a mi vez. No quería conceder un premio a imagen y semejanza de la mayoría de los que se dan en este país, y que he criticado siempre. De modo que aquí acabaron su andadura premio y colección. En este punto resultó la sinergia todavía menos eficaz, incluso contraproducente.
También las multinacionales celebran sus grandes convenciones anuales. ¡Y qué convenciones! Una mezcla curiosa de fiesta infantil para niños un poco zafios y mitin preelectoral en un pueblo norteamericano.
Solían tener lugar fuera de Barcelona. Hubo una en la costa levantina, otra en Canarias, otra en Túnez… Nos congregaban en uno de esos hoteles destinados a ferias y congresos, a grandes grupos, hoteles con suntuosos vestíbulos y habitaciones mucho menos suntuosas, con aparatosos bufetes para el desayuno y para la cena. Había siempre excursiones turístico-culturales y algún esparcimiento para interrumpir las sesiones de trabajo. En estas, los distintos editores exponíamos los títulos que íbamos a sacar y esgrimíamos nuestros argumentos de venta, o sea, cuáles teníamos la suerte o al menos la esperanza de que se llevaran al cine y cuáles procedían o estaban de algún modo relacionados o habían aparecido en televisión, y éramos a veces vituperados desde el público —«¡nos los vendéis como purasangres y luego resultan burros de carga!», «en lugar de un autor que decís es igual que Vázquez Montalbán, ¿por qué no nos dais un libro del propio Vázquez Montalbán?», «¡eso no le interesa a nadie!» (a Dios pongo por testigo que oí estos comentarios tal como los cito)—, porque aquello no tenía nada que ver con Distribuciones Enlace, de espíritu de cruzada ni asomo, y los editores, lejos de ser objeto de veneración, éramos unos infelices ineptos que no colmábamos sus aspiraciones, únicos responsables de cualquier fracaso.
La respuesta de los directivos era contundente. Sesión cumbre de la convención. Entra el gran jefe. Tiene un aspecto impresionante, sombrío, se parece más a Lenin que nunca. Cruza la sala, sube al estrado, levanta con gesto brusco y dramático el paño que cubre una pizarra. Leemos, escrito en trazos enérgicos y con muchos subrayados y signos de admiración, algo parecido a: «El golpe ha sido duro. Estamos gravemente heridos. Pero seguimos vivos. Nos recuperaremos. Venceremos». El «venceremos» subrayado tres veces y con triple signo de admiración. Sigue un largo silencio, para darnos tiempo a que asimilemos el mensaje. Después, en una pantalla, listas de prensa en que figuran los libros más vendidos. «¿Cuáles son los libros que se venden? ¿Lo veis? ¡Los de autores españoles! Y ¿qué lugar ocupamos nosotros en la lista de ventas? ¿Cuántos libros aparecen de nuestro grupo entre los más vendidos? Queda claro, ¿no?». Yo estoy pensando en la actuación, tan distinta —ignoro si más o menos eficaz—, de Carlos, en su pipa, su camisa negra descubierta sobre el pecho, su sonrisa irónica y amable, sus cuatro autores más importantes del siglo XX (ahora Carlos ha muerto y ya no sabré nunca quién es el cuarto), estoy pensando en los inteligentes y en ocasiones malévolos incisos con que salpican Herralde y Castellet la apasionada defensa de sus autores y sus libros, en las brillantes disertaciones —tan graciosas, tan petulantes— del joven Azúa, y me pregunto si actuaciones como esta que estoy presenciando se enseñan en las escuelas de dirección de empresas, escuelas carísimas a las que acuden a dar conferencias los mejores profesores de Estados Unidos, y si enseñan también que para ganarse a los vendedores es preciso, al margen de ocasionales broncas y regañinas, situarse al que se considera su nivel. Si es preciso disfrazarse de moro, ponerse camisetas con eslóganes ridículos, cantar chorradas a coro, bailar encima de las mesas, contar chistes verdes, hacer bromas obscenas… Porque, al concluir el gran banquete de clausura, mientras todos miramos consternados cómo se nos va derritiendo en los platos el helado que por error han servido los camareros antes de tiempo y que no osamos tocar, uno de los directivos ha iniciado su discurso con las palabras: «Cuando llegué a España me dijeron que la gente era muy religiosa, y enseguida comprobé que era verdad, porque en la oficina oía decir todo el rato: ¡hostia!, ¡hostia!, ¡hostia!».