8
Delibes, Castilla, las perdices rojas

A Delibes le escribí también pidiéndole un texto para Palabra e Imagen. Se mostró interesado y propuso como tema la caza de un ave que corría al parecer peligro de extinción, la perdiz roja. ¡A los autores elegidos por mí se les ocurrían unos temas —el boxeo, los toros, las putas, la caza— que no podían sorprenderme más ni gustarme menos!

Delibes argumentaba: «Creo sinceramente que dada la creciente [?] afición a la caza en el país y la desahogada posición de muchos de sus cultivadores, el libro puede alcanzar una buena venta» (el interrogante es mío, pues nada puede sorprenderme tanto como que aumente esa afición). Hablaba en su propio interés —no compartía la pasión de Cela por el dinero, pero tenía ya cinco hijos que mantener y le llevaría todavía tiempo poder renunciar a su cargo de director de El Norte de Castilla para dedicarse exclusivamente a la literatura—, pero también hablaba en el nuestro.

A Miguel le importaban los demás (le han seguido importando), y cuando, en nuestra primera entrevista, Oscar le dijo que no nos interesaba lo que se iba a vender, sino lo que a él le apetecía escribir, comprendió sin duda que se hallaba ante unos jovenzuelos tan bien intencionados como insensatos, y empezó enseguida a inquietarse por nosotros y por nuestras dudosas posibilidades de supervivencia. (He pensado a menudo que la única persona que creía en la supervivencia de Lumen, y que por consiguiente la hizo posible, era nuestro padre). Delibes se preocupaba entonces y se sigue preocupando cuarenta años después por los demás, es un amigo de lealtad inquebrantable y posee esa cualidad hoy tan devaluada —tal vez por el abuso que se ha hecho de la palabra— que llamamos solidaridad. Podríamos decir que Delibes es un hombre bueno, pero precisando que eso no significa que sea un hombre inocente, ni fácil, ni que haya tenido jamás una imagen amable del mundo y de la gente. Ni siquiera en su religiosidad me parece Delibes complaciente. Y creo que Ángeles, su mujer, ejercía, entre otras importantes funciones, la de suavizar y mediatizar su contacto con la realidad.

Decidimos, pues, hacer un libro que se llamaría La caza de la perdiz roja, y cuyas fotos encargaríamos a Oriol Maspons, uno de los tres fotógrafos catalanes a los que ya me he referido: Oriol Maspons, Xavier Miserachs y Ramón Masats. Oriol había pasado un tiempo en París, había dejado un buen empleo en los seguros para dedicarse a la fotografía, andaba loco por las chicas guapas (seguro que él las denominaría de otro modo) y las retrataba mejor que nadie en nuestro país. Hizo tres libros para Palabra e Imagen —el de Cela, el de Delibes y Poeta en Nueva York, de Lorca— y las fotos de uno de los libros más hermosos editados en Lumen, Arquitectura gótica catalana, con texto de Alexandre Cirici. A través de Oriol conocimos a Joan Colom, cazador de izas, y a Colita, que trabajaba en su estudio, llegaría a ser también más tarde una excelente profesional, y nos ilustraría un precioso cuento de Juan Benet, Una tumba, y un libro de flamenco con texto de José Manuel Caballero Bonald. Xavier Miserachs había abandonado, con gran desconsuelo de su padre, la carrera de Medicina en último curso para consagrarse por entero a su vocación, y le correspondió hacer para nosotros una tarea difícil —poner imágenes a un estupendo relato de Vargas Llosa, Los cachorros—, de la que salió más que airoso. En cuanto a Ramón Masats, se había trasladado hacía poco a Madrid con su familia (al piso a medio amueblar donde jugábamos al póquer algunas noches), por una razón que nunca acabó de convencerme: aseguraba que no quería vivir en la misma ciudad que los otros dos, tan amigos y tan buenos profesionales, para que no surgieran conflictos de competencia. Nos hizo el libro de Aldecoa y el segundo de Delibes, del que hablaré enseguida. Firmamos también el contrato de un libro muy ambicioso sobre España, que luego desistió de hacer y del cual nos devolvió el anticipo, cosa inusitada, porque el anticipo que ha cobrado un autor no suele devolverlo nunca.

A Valladolid viajé de nuevo, esta vez con Oriol. Entre Miguel, Ángeles y yo se había establecido de inmediato una buena relación. Eran, como ya he dicho, buena gente, eran cariñosos, eran simpáticos, eran hospitalarios. El pesimismo de él, su irreparable nostalgia, su desacuerdo con la época en que le había correspondido vivir («Cada día estoy más convencido de haber nacido fuera de tiempo», me escribiría en una carta. «Yo debí ser mi bisabuelo o algo por el estilo. De este retraso yo no tengo la culpa, pero sufro las consecuencias. En mi anhelo de evadirme de mi tiempo, me refugio en la zarzuela y cosas por el estilo…»), sus temores y sus obsesiones, quedaban compensados por la vitalidad, el buen humor, el sentido común de Ángeles. Parecía una de esas mujeres que, si el mundo por accidente se parara, sería capaz de ponerlo de nuevo en marcha (que la muerte la parara prematuramente a ella, tan necesaria para los suyos, fue un contrasentido, un despropósito).

En ningún momento era a mis ojos tan evidente lo mucho que Ángeles quería a su marido como cuando se burlaba cariñosa de sus preocupaciones y sus manías, se reía de sus temores, banalizaba sus ansiedades. (Era un amor inteligente: de hecho me he preguntado muchas veces si puede existir un verdadero amor que no requiera una considerable dosis de inteligencia). Se rio del berrinche que sufrió Miguel cuando le rechazamos un librito de dibujos. Escribiría él, en broma pero desilusionado: «¡Qué gran libro os habéis perdido!». Y comentaría ella: «En el fondo, lo que le hubiera gustado de verdad es ser dibujante».

También fue Ángeles quien tiempo después prometió enviarme, caso de encontrarlo («utilizamos esos papeles para cualquier cosa, muchas veces para envolver la merienda que llevan los niños al colegio»), el original manuscrito —Delibes escribía a mano, y sigue escribiendo a mano la mayor parte de su correspondencia, en una letra paulatinamente más enrevesada— de La caza de la perdiz roja, que guardo como oro en paño. (¡Ni loco y borracho se le podía ocurrir a Cela regalar algo semejante!).

En este segundo viaje mío a Valladolid, se había iniciado la temporada de caza y Delibes debía orientar a Maspons sobre el modo de enfocar la parte fotográfica del libro. (Aunque esto quedaba para cuando yo me marchara, porque nada más lejos de mi intención que lanzarme a caminar por los campos de Castilla asesinando perdices).

Es curioso que Miguel, que consideraba a Maspons un excelente fotógrafo, le había propuesto para el libro y quedó satisfecho del resultado final, estuviera tan receloso respecto a su trabajo. «Tengo un poco de miedo a Oriol», me escribe. «Acepto que el libro no sea solo para cazadores, pero que tenga en cuenta que de ningún modo debe ser solo para fotógrafos… Hay fotos estupendas, pero me temo que se nos vaya un poco por el virtuosismo abstracto de las plumas de perdiz». Y: «La verdad es que no me explico lo que ha hecho Oriol en Albacete hasta el día 23 de febrero cuando la veda de la perdiz se cerró el día 4. Supongo que las habrá estado persiguiendo desde un coche…».

Antes de que yo me marchara, pasamos un día Miguel, Ángeles, Oriol y yo en su casa de campo, tan importante en la vida de los Delibes. Paseamos un rato; discutimos el libro; Oriol recogió kilos de unas setas exactas a nuestros catalanes rovellons, que, pese a sus desesperadas protestas, Miguel le obligó a tirar por si eran venenosas; comimos al aire libre (los Delibes, pasándose de amables, alabaron mis huevos fritos como si se tratara de un complicado manjar de alta cocina). Después, al tibio sol de una espléndida tarde otoñal, la charla devino perezosa, hasta agonizar en el silencio, y viví uno de esos raros momentos en los que no acontece nada especial, pero que están henchidos de una paz perfecta, de una mágica plenitud, como el que experimenta el caballero de El séptimo sello, haciendo algo tan nimio como comer en la soledad del bosque unas fresas, junto a la pareja de jóvenes titiriteros y su bebé, a los que poco después salvará la vida jugando una partida de ajedrez con la muerte.

Miguel debió de sentir algo similar, porque pocos días más tarde escribiría: «Como buen asténico, voy de la exaltación a la depresión muy a menudo. Y para combatir esta, nada tan adecuado como una charla reposada, como aquella que mantuvimos —al sol, como dos lagartos— en el monte».

Para Miguel, Sedano es un refugio; el campo, una vía de escape. Me escribió también (en aquellos años nos carteábamos mucho): «Ya sé que el ideal de nuestro tiempo es uniformar las mentalidades. El arte, por otro lado, se obstina en destruir el sentimiento. Total que uno apenas tiene escape. El campo es una de las pocas oportunidades que aún restan para huir».

El libro de la perdiz dio lugar a mi primera pelea profesional. (Si considero que he desempeñado durante más de cuarenta años un trabajo que se presta a conflictos, que he ocupado como pequeña editora un puesto de cierto poder y que he tratado con muchísima gente, alguna complicada —los autores suelen ser susceptibles y en ocasiones difíciles—, pienso que he tenido muy pocas, seguramente porque me ponen literalmente enferma. Y ahora no queda por mi parte en pie enfado alguno, ¡me parece ridículo mantener enojos y rencores tan cerca del final, cuando casi nada de cuanto haya acontecido a nivel personal importa demasiado! Pero entones yo tenía veintitrés años y me tomaba muchas cosas a la tremenda).

Esperábamos con ilusión que saliera la crítica de la Perdiz en la revista Destino (Editorial Destino publicaba prácticamente toda la obra de Delibes), enviamos para ilustrarla una de las fotos de Maspons, y la publicaron en un reportaje donde se hablaba de Delibes y de otros libros suyos de caza, pero ni se citaba el nuestro. Monté en cólera y mantuve una violentísima conversación telefónica con Vergés, director de Destino. Es posible que incluso le colgara el teléfono. En la correspondencia que recientemente se ha publicado me acusa de «reaccionar como una histérica». Y Delibes le dice: «Nada me duele tanto como ver a dos amigos míos enfrentados… Sinceramente creo que en este asunto de la foto no tienes, en principio, la razón. Yo te envié esa foto para que ilustrara la crítica del libro de la Perdiz. Has anticipado su publicación sin poner el nombre del autor y lo menos que merecía Esther era una explicación… Claro que no se trata de pagar X o Z por esa foto [lo que más me había ofendido a mí era que Vergés se ofreciera desdeñosamente a zanjar de ese modo la cuestión] sino del hecho de haberla publicado fuera del tiempo y del sitio que Esther y Maspons esperaban».

Delibes, que rinde un culto inmenso a la amistad, estaba desolado. Me consta que su relación personal con Vergés le ha hecho rechazar ofertas millonarias, y es, que yo sepa, el único autor importante y de éxito que ha seguido publicando toda la vida en la misma editorial y que no tiene agente literario: gesto muy hermoso pero carísimo. Su amistad conmigo le ha llevado, entre otras muchas cosas, a ceder generosamente un libro para la nueva editorial que acaba de crear mi hija, Tres pájaros de cuenta y tres cuentos olvidados, asegurando además: «Me encanta y rejuvenece volver contigo y con tu hija al alcanzar la última curva del camino, que diría Baroja. A ver si el librito queda bien, pues, salvo un milagro, no tendrá otros detrás».

Un tiempo después, nos reconciliaríamos Vergés y yo con un cordial, que no afectuoso, apretón de manos, orquestado por Miguel en un festejo literario donde los tres coincidimos.

La caza de la perdiz roja fue un éxito —tal vez sí fueran los cazadores en definitiva buenos compradores de libros— y decidimos hacer otro título para la colección. Delibes nos propuso unos textos sobre Castilla, que se habían publicado en edición de bibliófilo, hermosa pero de tirada limitada, acompañando diecisiete grabados de Jaume Pla.

Escribe en marzo del 62: «Ya sabes, es el mamotreto de los grabados que te enseñé. Julián Marías, Laín Entralgo y varias personas más creen que es lo mejor que he escrito. Esto aparte —aparte también mi debilidad por estas narraciones— me parece de interés inmortalizar en un bello libro la Castilla de hoy, una Castilla que se nos va un poco cada día. Por una u otra razón, me temo —yo no debería decir esta monstruosidad, pero decir lo contrario sería insincero— que la Castilla de la siembra a voleo, el arado romano, los gañanes con traje de pana, la trilla con yuntas, los carros hundidos en el barro hasta los cubos, etc., durará ya pocos años. Es tremendo, pero cada vez que en la soledad de los páramos oigo trepidar el motor de un tractor se me hiela la sangre. Esto —dicen y hay que creerlo— es el progreso. Y uno debe esforzarse por que estas pobres gentes sean redimidas. Pero ni con toda esta buena intención por delante puedo evitar la melancolía cuando imagino los tesos —pelados hoy— cubiertos de bosques y las hazas borradas por los tractores. ¡Ah, Dios, las máquinas!».

El libro, Viejas historias de Castilla la Vieja, es muy hermoso, y espléndidas las fotos. Pero Masats da en ellas, o eso me parece a mí, una imagen negra de la España mesetaria y profunda, que contrasta, creo, con la visión nostálgica y entrañable de los textos, y me sorprende que Delibes, tan receloso con el pobre Maspons, acusado de fotografiar a las perdices fuera de temporada y desde un coche, no pusiera en esta ocasión ningún reparo.

Siempre he mantenido, ¡y van más de cuarenta años!, una cariñosa amistad con Miguel. Últimamente le he visto con frecuencia. Le han operado varias veces, se siente enfermo, no está —aseguran— del mejor humor del mundo, ha decidido dejar de escribir, pero siempre ha accedido a recibirnos, y siempre nos ha acogido, a mi hija Milena y a mí, con idéntico afecto. Dice, y lleva razón, que solo uno mismo sabe cómo está por dentro, pero yo —desde fuera, claro— le encuentro muy bien. Lúcido, rápido de mente, recordando cuantos temas surgen en la conversación, interesándose por todo lo que merece interés, pendiente de su familia y sus amigos. Más cáustico, eso sí, más impaciente, más dispuesto a manifestar sin empacho cuanto se le ocurre, quizá más tajante en sus afirmaciones. Pienso, con envidia, que ha alcanzado ese estadio en que algunas personas están más allá del bien y del mal.

Me alegra enormemente saberle tan universalmente querido. Hijos, nietos, parientes, amigos, conocidos, gente que solo sabe de él por su obra, todos le prodigan a chorro cariño, mimo, respeto, cuidados. No creo que casi nadie pase los últimos años de su vida rodeado de tanto amor, tanto genuino amor, de tan, por otra parte, merecido amor.

Te queremos, Miguel. Mucho.