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Primer encuentro con un autor importante: Ana María Matute
Empezamos la nueva Lumen con libros infantiles. Quizá me hubiera ilusionado más iniciar ya entonces una serie de narrativa, pero me parecía que el campo estaba cubierto, que había muchos editores que llevaban años publicando novelas de calidad. Y, sobre todo, que, si se pretendía romper moldes y arriesgarse con una literatura de vanguardia, era imposible competir con el mítico Carlos Barral, que había tenido, entre otras cualidades, el talento de congregar a su alrededor un equipo excepcional. Es preciso haber vivido —y recordarlo— lo que era la España de los cincuenta, de los sesenta, para calibrar lo que supusieron entonces colecciones como Biblioteca Breve y Biblioteca Formentor, o los premios que llevaban estos mismos nombres (en el Formentor, internacional, participaban, junto a Seix Barral, editores de la talla de Einaudi, Gallimard, Rowohlt o Grove Press). Casi un milagro que pudiera florecer en un país tan chato, tan depauperado material e intelectualmente, tan reprimido desde los organismos que detentaban el poder, un fenómeno tan insólito.
Pero además, contrariamente a la mayoría de los intelectuales y universitarios que me rodeaban, a mí los libros para niños me gustaban mucho y me parecían importantes. Tal vez uno tienda a considerar que debe ser importante para otros aquello que lo ha sido para él, y los cuentos que leí o que oí en la infancia han jugado un papel primordial en mi vida. No solo porque fueron —suelen ser para todos nosotros— el emocionante primer encuentro con la literatura, a partir del cual podemos empezar a amarla (o a no amarla: no considero un objetivo alcanzable ni imprescindible, ni siquiera primordial, que a todo el mundo le guste leer), sino porque me suministró un mundo imaginario sin el cual hubiera visto y entendido de otro modo el mundo que consideramos real. Sin Proust, yo no habría sabido lo que sé del amor, ni lo habría vivido del mismo modo, pero tampoco sin Andersen.
Considero, pues, y aprovecho la ocasión para decirlo, que el objetivo de fomentar la lectura corresponde al Ministerio de Educación y no al de Cultura. Una bobada derrochar el dinero del contribuyente inundando las ciudades de fotos de micos con un libro encima de la cabeza (más útil sería, en cualquier caso, gastarlo en libros para bibliotecas públicas). El gusto por la lectura se adquiere casi siempre en la niñez, y me sorprende que parezca tan difícil inculcarlo. ¿Cuántos niños conocemos que se resistan, cuando les metemos en cama, a que nos sentemos a su lado y les contemos o leamos un cuento? ¿Cuántos los que no piden que lo repitamos o que agreguemos otro? ¡Qué pésimos narradores deben de ser muchos adultos (tal vez, antes de ser padres, habría que pasar un examen, demostrando, entre otras cosas menos importantes, que eres capaz de contarle a tu hijo un cuento), y, sobre todo, qué poco les debe de gustar leer a muchos maestros! Imposible transmitir el amor por algo que no se ama, y quizá tampoco a ellos, pobrecillos, les contaron historias en la cama cuando eran pequeños…
Era sorprendente —o a mí me lo parecía— la poca exigencia que regía en la España de los años sesenta para los libros infantiles. Había, claro está, destacadas excepciones —los cuentos ilustrados por Arthur Rackham (una de las grandes pasiones que comparto con Matute) publicados por Juventud o la colección de clásicos de Araluce, entre otras pocas—, pero el nivel general era deplorable. ¿Qué demonios compraban para sus hijos los padres que exigían para sus propias lecturas un alto nivel de calidad? ¿Por qué casi todos mis amigos, cultos e incluso apasionados por los libros, consideraban la literatura infantil un género menor y ponían en manos de los niños pura basura? (Arriesgándome a pasar por reaccionaria, me animaré a decir que no estoy segura de que no debe existir una mínima censura para los libros infantiles y que deba bastar el criterio, a veces aberrante, de los padres).
Me pareció que era pura realidad, por una vez, ese tópico de que había ahí un hueco que llenar. Y, mientras Oscar buscaba en Frankfurt y en catálogos extranjeros álbumes ilustrados, programé una colección de textos literarios de calidad y de autores conocidos: clásicos o actuales, escritos o no inicialmente para niños, ya existentes o encargados especialmente para la colección. Me impuse dos condiciones: primera, los textos no debían mutilarse ni alterarse, se trataría de obras íntegras, no de versiones; segunda, los textos no podían ser aburridos. Cumplí bastante bien, no a rajatabla, con ambas.
La colección iba a llamarse «Grandes Autores para Niños», pero los vendedores dictaminaron que ningún niño aceptaría leer un libro calificado «para niños», y quedó en «Grandes Autores». Aunque los comienzos fueron durísimos, tendría una vida muy larga, e incluiría varios éxitos de ventas.
La primera persona a quien pensé encargar un libro fue Ana María Matute. Era uno de mis autores favoritos y había ganado hacía poco el Premio Nadal, entonces mítico, con una novela espléndida, Primera memoria. Además yo convalecía de un tifus providencial, sin dolores ni molestias ningunas (salvo la breve fiebre del principio), que había justificado cuarenta maravillosos días de cama, algo muy parecido a las anginas que me permitían de niña hacer novillos en la escuela. En aquel entonces (lejana todavía la siniestra e inevitable etapa de la lectura en diagonal y del solapeo), yo, si un autor me interesaba, comenzaba con su primera obra y seguía sin interrupción hasta la última línea del libro más reciente. Leí, pues, a Matute de cabo a rabo.
Concertamos una entrevista, y allí se fue mi madre, nuestra flamante relaciones públicas y jefe de contratación, a negociar el acuerdo con Ramón Eugenio de Goicoechea, también escritor y marido en aquel entonces de Ana María, que administraba sus derechos. De hecho lo administraba todo, y la trataba con esa cariñosa condescendencia que se destina a alguien dotado sin duda de un talento especial, pero tan torpe e incapacitado para el común vivir que necesita perentoriamente del otro, porque no sería capaz de cruzar la calle sin que le atropellaran veinte automovilistas enloquecidos —ignoras, pequeñina, lo peligrosa que es la ciudad y lo muy mala que es la gente—, ni de cortarse las uñas sin que le sangraran los diez dedos —déjame a mí, bonita, que tú no sabes—, ni de hacer un simple café —cariño, recuerda que es preciso moler los granos antes de echarlos en la cafetera—, para no hablar de enfrentarse a los periodistas sin tenerte a su lado, de saber si participar o no y qué decir en un coloquio, y sobre todo de cómo deben manejarse los bienes materiales.
Me hubiera encantado asistir a la entrevista, que tuvo lugar en el piso recién adquirido de la calle Calvet, porque Ramón Eugenio había decidido por los dos que era el mejor modo de invertir el dinero conseguido por Ana María con el Nadal. Ramón Eugenio recibió a mi madre mientras se afeitaba. Muy a lo enfant terrible pero seductor, dispuesto a escandalizar a aquella incauta burguesa tontuela que se las daba de editora y a sacarle sobre todo una buena tajada. Era un tipo simpático, y confieso que, cuando le conocí, me cayó bien. Supongo que le enseñó a mi madre el piso, un poco como si se tratara de la visita comentada de un museo. (Días más tarde me lo mostraría a mí, y solo recuerdo que había una mesa enorme y suntuosa donde escribía él y una minúscula mesita arrinconada donde trabajaba, desaforada, Matute; la prolija explicación de un pequeño armario de una madera muy especial y carísima, que parecía sacado de Las mil y una noches y sí debía de gustarle quizás a Ana María, a la que todo lo demás parecía importarle un pito, y la cariñosa advertencia de que debían molerse los granos de café).
Mamá de tontuela no tenía un pelo y, aunque el hecho de que la recibieran en pleno afeitado le debió de parecer un tanto grosero, hacía falta mucho más que eso para escandalizarla. El acuerdo económico al que llegaron era seguramente un poco abusivo, pero tampoco tanto, o nosotros entonces no lo sabíamos, y quedaron citados para que a los pocos días tomáramos todos el té en nuestra casa y firmáramos el contrato.
Fue una velada curiosa, mi primer encuentro con Ana María, una de las personas del mundo del libro, de mi mundo profesional, a las que llegaría a querer de veras y con las que mantendría una amistad importante durante el resto, entonces todavía nos quedaba mucho, de nuestras vidas. Yo había encargado especialmente a la cocinera una tarta de manzana que le salía deliciosa, y ardía fuego en la chimenea. Mi madre y Ramón Eugenio charlaban por los codos. Ana María y yo no abrimos la boca. Supongo que yo por timidez, y ella porque andaba camino de una obstinada huelga de silencio. Me pregunto si estaríamos esperando la previsible llegada de la Liebre de Marzo o el Sombrerero Loco. Que, en cualquier caso, faltaron a la cita. (Más adelante descubriría yo que Ana María, no solo sabía hacer un café, sino que era buena cocinera, y que, si bien la había conocido en una etapa de mudita enfurruñada, era asimismo una gran conversadora, realmente ocurrente y divertida. ¡Lo que habremos reído juntas a lo largo de tantísimos años!).
Yo, que era y soy un pelillo mitómana, pedí aquella primera tarde, les pedí a los dos, que me escribieran algo en un álbum de autógrafos que llevo desde niña. Ramón Eugenio, a quien se le daban bien las grandes frases, me puso: «Una página en blanco invita siempre a decir la palabra exacta. ¡Qué difícil! Apenas el silencio, entonces, vale algo». Ana María no suele esforzarse mucho en las dedicatorias —le dan, como tantas otras cosas, pereza— y cumplió con «un afectuoso recuerdo de su amiga». Pero años después cubriría una de las páginas del mismo álbum con un precioso dibujo en color, donde aparecía Astrid guiada por el Trasgo del Sur, ya en los míticos dominios del Rey Gudú.
Me parece curioso que Ana María no olvidara tampoco nunca aquella tarde, de la que me ha hablado muchas veces: la verborrea de su marido y de mi madre, tan mundanos ellos, la obstinada mudez de nosotras dos, y sobre todo la tarta de manzana, porque asegura que ningún otro editor ha hecho cocinar jamás para ella una tarta casera tan rica en celebración de una fiesta de no cumpleaños.
El libro —El saltamontes verde— se escribió, se publicó, quedó precioso, y con el transcurso de los años venderíamos de él muchísimos miles de ejemplares, pero, cuando tuvimos terminada aquella primera edición, en las librerías no lo aceptaban —lo consideraban, nunca he entendido por qué, poco comercial— ni siquiera en depósito. Me parece que durante aquellos primeros meses las ventas más importantes de Lumen eran las que conseguía Marta Pessarrodona, futura poeta y ya entonces amiga, entre los viajeros que coincidían con ella todos los días en el tren que la traía y llevaba de Terrassa a Barcelona para asistir a las clases de la universidad.