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Una niña flaca, introvertida, vestida de cortina, y su hermano
Terenci
Ana María Moix apareció en mi oficina (no era ya la biblioteca de mis padres, porque habíamos instalado la editorial en los bajos del edificio donde yo vivía, en la avenida Hospital Militar, en la zona alta de la ciudad) acompañando a Gloria Fuertes, con la que nos habíamos hecho amigas a partir de la edición del cuento infantil Cangura para todo. Apareció en mi oficina, y en mi vida, de la que no iba a desaparecer ya jamás, porque, incluso durante la época absurda en que dejamos de tratarnos, seguimos queriéndonos lo mismo. Hemos sido lo suficiente listas y hemos hecho el suficiente esfuerzo para convertir lo que empezó siendo una relación conflictiva, difícil y a trechos tormentosa, en una amistad inquebrantable, a la que debo muchísimo. Entre otras cosas que me haya hecho desternillar de risa con frecuencia —¡Dios mío, lo que hemos llegado a reír las dos con la otra Ana María, la Matute, otra mujer a la que he visto vivir momentos dramáticos, pero que posee un impagable sentido del humor!— y que, cuando lo que he escrito le ha parecido malo, haya asumido el mal trago —estoy segura de que lo ha pasado fatal porque todo lo vive a la tremenda— de decírmelo.
Ana era una niña flaca, introvertida (el día que la conocí no abrió apenas la boca: otra Ana muda, también como Matute; otra Ana de ojos desolados), vestida —decía Manolo Vázquez Montalbán, y me hizo gracia el comentario, en el prólogo de su primer libro de poemas— de cortina. Estaba terminando la carrera de Filosofía y Letras, en la especialidad que llamábamos entonces «Filosofía Pura». Y llevaba una vida familiar disparatada: vivía con una tía anciana, la «tía Florencia», cerca de la Diagonal, y todos los mediodías tenía que pasar a recogerla en taxi, a una hora precisa (aunque tan precisa no debía de ser, porque en aquellos tiempos la Moix era incapaz de llegar puntual a ninguna parte), cargar con una olla de sopa, y trasladarse a comer al piso de la calle Joaquín Costa, donde residía el resto de la familia (Terenci, que hasta muy poco tiempo atrás se llamaba todavía Ramón, incluido). Nunca acabé de entender por qué vivían separados, ni por qué se encargaba su tía de preparar la sopa. Pero lo cierto era que con mucha frecuencia Ana tenía que interrumpir cualquier reunión, cualquier cosa que estuviéramos haciendo, para emprender ese insólito recorrido en taxi.
Era una familia de seductores —el padre, un conquistador, con ligues innumerables en el currículo; la madre, una guapetona arrolladora, una real hembra; Terenci, un tipo encantador, que se metía a la gente más dispar en el bolsillo, un profesional de la seducción, aunque no pudiera medirse con Barral, incomparable príncipe de seductores—, y curiosamente Ana, flaca y desvalida, con sus ojos desolados y sus silencios, despertaba —antes incluso de que se descubriera su fina inteligencia, su portentoso y salvaje y en ocasiones negrísimo sentido del humor, su profunda bondad, su insólita delicadeza— singulares pasiones y debilidades. Había momentos en que uno tenía la sensación de que medio mundo andaba enamoriscado, sin que ella aparentemente lo buscara, de Ana María Moix. («La Nena» la llamaban «los mayores», los más mayores que yo, me parece que por iniciativa de Josep Maria Castellet —que la había incluido en una antología de jóvenes poetas que hizo época: Nueve novísimos—, y en ocasiones, y siempre me molesta oírlo, algunos la llaman todavía así).
Con poco más de veinte años, había publicado con éxito dos libros de poemas —Call me Stone y Baladas del Dulce Jim—, le habían dedicado un número de la revista de poesía Camp de l’Arpa y, cuando se trató de publicar Julia, su primera novela, llegué a un insólito acuerdo con Carlos Barral para repartirnos entre Lumen y Seix lo que escribiera en el futuro. Ana escribía a chorro, con una facilidad extraordinaria, movida por una necesidad interior irrefrenable. Creo que en aquella época no hubiera podido, ni proponiéndoselo, dejar de escribir. A menudo lamento que perdiera luego aquella espontaneidad, y que un exceso de sentido crítico y de exigencia, un desmesurado rigor en los planteamientos, haya frenado aquel chorro, haya cerrado aquella etapa en que escribía sin plantearse apenas nada, como si respirara, simplemente porque no concebía la vida sin escribir, ni se veía a sí misma de otro modo que como escritora (no creo que sea nunca capaz de verse de otro modo).
De la mano de Ana entraron en mi ámbito muchos miembros de su grupo. Lumen empezaba a disponer de los dos elementos que constituyen el haber de un pequeño editor: una carpeta de contratos importante y coherente, y un entorno de personas, más o menos amigas, dispuestas a dar ideas y a colaborar. En mi despacho de Hospital Militar eran frecuentes las visitas y las reuniones, muchas sin ningún propósito determinado; simplemente la gente pasaba por allí, o acudía porque tenía ganas de verme y de charlar (a menudo, no solo eran tertulias muy agradables, sino que eran las más provechosas para el trabajo), y años después, en Sarrià, el aperitivo del mediodía en mi despacho sería casi obligado, con unos participantes «habituales» y otros ocasionales.
A través de la Moix conocí enseguida a su hermano, cuyas primeras novelas publiqué en castellano. El disparatado, irresponsable, consentido, dicharachero, cariñoso, insoportable, simpatiquísimo, entrañable Terenci. Tan distinto, dicen todos, y les doy en gran parte razón, a Ana. Narrador genuino y con talento, pero enormemente pencón y decidido a triunfar a toda costa, siguió escribiendo siempre a un ritmo intenso. Las últimas semanas, en la clínica (en una habitación con la tele a todo volumen —sobre todo para ver la telenovela, creo recordar que venezolana, del mediodía—, el DVD, el ordenador, las paredes con pósters, los muebles atestados de peluches y fotos y libros y cachivaches, y el aire lleno de humo, porque, cuando él dejó finalmente de fumar, fumaban los visitantes: en la clínica, como en cualquier otro lugar, a Terenci le estaba todo permitido), con la ayuda de Inés, su más íntima amiga y colaboradora, seguía redactando partes de su último libro, seleccionando material gráfico, comprando fotos por internet.
Durante los últimos años yo había tratado poco a Terenci, pero volví a verle con bastante frecuencia en su etapa final. Supongo que coincidimos casualmente un día y se reanudó de golpe la amistad. En su casa (atestada de objetos en su mayor parte espantihorrendos —porque Terenci cultivaba, ignoro si deliberadamente o no, el peor de los gustos—, pero con una espléndida colección de películas, fotos y objetos de cine, y con algunos libros interesantes) y en el vecino restaurante Cosmopolitan, que era como una prolongación de su casa —está al lado—, donde ahora sigo reuniéndome a veces con Ana. Estaba ya muy enfermo, pero lleno de planes y proyectos. Que no dejara el tabaco no supone que tuviera ni la más remota intención, ni el más leve deseo, de morir. Incluso hizo planes un día de diciembre, cuando no le quedaba ímpetu para llegar ni hasta la esquina y se ahogaba al subir cuatro peldaños, de que fuéramos Rosa Sénder, Ana María y yo a pasar el Fin de Año con él en El Cairo.
Terenci era incansable. La noche del Día del Libro regresaba a casa con los dedos lastimados de tanto firmar ejemplares y la voz ronca de conversar con los admiradores, y estaba realmente contento. Creo que se lo había pasado bien hablando con la gente más diversa, con mujeres de distinta condición que sentían por él una ternura maternal. Se estaba promocionando, claro, pero, si otros autores lo hacen con pereza o con cierto desdén, a él le gustaba. Era simpático, ocurrente, divertido, buen narrador… y numerero. También era a veces irritante e insoportable, como un niño malcriado y egoísta, capaz de las ideas más disparatadas, seguro de que alguien asumiría después la responsabilidad de las consecuencias, porque a él ni se le ocurría asumir la responsabilidad de nada, o de casi nada. Ideas como regalarle un cachorro a su madre, a la que le quedaban meses de vida, sin prever ni preocuparse de quién se iba a hacer cargo del animal después. Él, desde luego, no, porque tenía ya uno o dos gatos que se había traído, y vaya otra idea, clandestinamente en avión tras recogerlos en el Coliseo de Roma, donde había dejado tal cuenta de teléfono pendiente en casa de los amigos que lo alojaban que el montón de billetes que nos metió meses después de sopetón en los bolsillos, un momento antes de embarcar yo y Esteban (Esteban fue mi pareja de muchos años y el padre de mis hijos) en avión hacia aquella ciudad —y que nos ocasionaron un auténtico conflicto en la aduana, porque era una cantidad equivalente a lo que serían ahora tres mil euros—, no bastó para saldar ni la mitad de la deuda.
Terenci, en los primeros tiempos, cuando edité El día que murió Marilyn, venía a cenar muy a menudo a nuestra casa, con Enric Majó, que estaba empezando su carrera de actor y para cuyo lucimiento escribió un divertido Tartán dels Micos i l’Estreta de l’Eixample, que fuimos a ver «todos» al Romea. Enric era, me parece que sigue siendo, una gran persona, y Terenci nos hacía espaguetis carbonara (además de telefonear, frecuentar a Alberti, conocer a famosos, y supongo que escribir, le había quedado tiempo en Roma para aprender a cocinar unos espaguetis realmente riquísimos).
Lo del teléfono —como el culto por el cine, sobre todo norteamericano, y el uso de palabras en inglés— era una característica del grupo.