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Palabras, palabras, palabras…

Me llama la atención, al recordar aquellos años, lo muchísimo que hablábamos (sobre todo los hombres, porque las mujeres, en las reuniones de más de cuatro o cinco personas, teníamos que alzar la voz para que se nos permitiera meter baza). En Cadaqués, con Federico, se empezaba a discutir a la hora del desayuno —cuando no se te metía antes en la habitación— y ya no se paraba; las cenas en casa de los amigos se prolongaban hasta el amanecer (uno de los síntomas más notables del inicio de la vejez es que las cenas concluyan con creciente frecuencia a las doce o a la una de la noche); de los restaurantes terminaban echándonos porque iban a cerrar; nos conocíamos los locales donde, a puerta abierta o a puerta cerrada, podías permanecer la mayor parte de la noche y aquellos en que, tras una noche en vela, te servían mejor desayuno; y, por largos que fueran los viajes en coche, no daban tiempo para terminar unas discusiones que había que proseguir luego en las habitaciones del hotel.

Hablábamos sin parar, y nos divertía, y siempre teníamos algo que escuchar o que decir. Durante las peregrinaciones colectivas a Perpignan, para ver el muchísimo cine que entonces en España no se podía ver, no permanecíamos en silencio, excepto durante las proyecciones, ni para dormir. Hablábamos de todo (aunque casi nunca, tiempos felices aquellos, de achaques o dinero). De política, de arte, de los grandes dilemas de siempre —la muerte, el amor, el sexo, Dios—, pero también de temas intrascendentes, de sucesos del día, de nosotros mismos, de los demás. Chismorreábamos, criticábamos, decíamos maldades. Me pregunto a veces si los jóvenes de hoy hablan tanto como hablábamos nosotros, si les sigue quedando espacio libre para llenarlo con palabras. Me pregunto si hemos cambiado nosotros al hacernos viejos, o si los tiempos han cambiado también.

Pero, a pesar de que en la Barcelona de los años 60 se hablaba mucho, no existe ni punto de comparación con lo que se hablaba en Madrid. A Madrid nos fuimos varias veces, buscando palabras para la nueva colección, y Madrid era un hervidero de palabras. Horas y horas en torno a las mesas de los cafés, quizá sobre todo del Gijón, pero también de otros. Nadie tenía prisa, nadie comentaba que había que madrugar al día siguiente porque esperaba tal o cual trabajo. Y, sin embargo, todos hacíamos cosas, y muchos de ellos hacían cosas importantes, muchos de ellos tenían que ser forzosamente —basta considerar la extensión de su obra— trabajadores incansables. Se hablaba más o menos de lo mismo que en Barcelona. Solo que al hablar de política demostraban estar —y mucho más tras la muerte de Franco, en que todos nuestros amigos conocen a ministros, comen con políticos importantes, saben lo que le ha dicho fulanito a menganito en los pasillos de las Cortes— más en el centro de los acontecimientos, más cerca de los entresijos del poder, de lo que se cuece en el gobierno, y que en Madrid se hablaba, y se habla, muchísimo de toros. (Lo cual yo vivo, confieso que injustificadamente, con cierta incomodidad, y en un caso determinado —ante la insistencia de Javier Pradera, pasados todos de copas y de horas, en culpar a la catalanidad de mi falta de sensibilidad ante el flamenco y mi rechazo a la fiesta nacional— como una agresión).

Viajábamos a Madrid en un dos caballos, nos alojábamos en una humilde pensión de un sexto piso de la calle de Alcalá, y encadenábamos aperitivo con un autor, almuerzo con otro, interminable tertulia de café con un tercero, cena en grupo, local de copas hasta el amanecer.

A Gloria Fuertes, que me gustaba como poeta, le pedí que escribiera unos cuentos infantiles para Grandes Autores. No lo había hecho nunca —había escrito, eso sí, versos para niños, pero no cuentos en prosa— y su Cangura para todo resultó un éxito.

Mi hermano tuvo charlas interminables, y escandalosas y muy divertidas, con Luis Berlanga —un hombre inteligente y encantador—, en torno a la posibilidad de hacer un libro sobre erotismo. Es curioso, y difícil de entender desde postulados feministas, hasta qué punto izquierdismo y pornografía, al ser objeto de una similar represión franquista, iban hermanados en la España de los años sesenta. Muchos de nosotros asistíamos a un espectáculo de striptease como si participáramos en un acto revolucionario: solo faltaba entonar, tras el último número del sofisticado y carísimo Crazy Horse, puño en alto, La Internacional.

Berlanga poseía una buena colección de libros y de objetos eróticos, y se discutía la posibilidad de elaborar a partir de ellos un libro que tuviera unas mínimas posibilidades de ser aprobado por la censura. A estas discusiones solía asistir Rafael Azcona, extraordinario guionista que había colaborado mucho con Berlanga y acababa de publicar una novela interesante, Los europeos, y con el que se proyectaba otro posible título para la colección. Le traté poco, pero le recuerdo como uno de los individuos más atractivos y con mayor talento que he conocido. Teníamos diálogos de este tipo. Él: «Es horrible. Mañana me voy a Ibiza con una chica». Yo: «Y ¿qué ocurre? ¿Está mal la chica?». Él: «No. Es encantadora, inteligente, guapísima». Yo: «Pero ¿de todos modos, a ti no te gusta?». Él: «Muchísimo». Yo: «Entonces, ¿ella no te quiere?». Él: «Me adora… Será un desastre».

Hablamos con muchos otros autores con los que finalmente no llegó a realizarse ningún libro: Buero Vallejo, Alfonso Sastre (el proyecto era bonito: iba a escribir sobre fotos de distintos tipos de manos), Jesús Fernández Santos. En casa de este último tuvo lugar una anécdota divertida, uno de esos rarísimos arranques de catalanidad que me dan a veces, pocas, en Madrid. A mí, que no bebo apenas otra cosa que coca-cola, me hablaron del chinchón, que yo no conocía; comentaron que allí se bebía mucho y en Cataluña no, y me ofrecieron una copa. Lo probé, creí morirme, pero pensé de repente en aquel chiquillo heroico que se inmoló haciendo retumbar el tambor por las montañas del Bruc y en los peces que llevaban estampadas en el lomo las cuatro barras por las aguas de todo el Mediterráneo, y me la zampé de un trago. Lo malo fue que, ante mi reacción, de hecho ante mi no reacción, la amiga que iba conmigo —que se llama Vida: volverá a aparecer cuando hable de Cela— y que sabe que no bebo, y menos bebidas fuertes, dio también un sorbo. Y gritó, escupió, me increpó, lloró… Claro está que ella es gallega y los peces de Galicia no han llevado nunca el escudo de su tierra por mar alguno.

Pero, aunque estos proyectos no llegaron a realizarse, sí fue resultado de nuestras idas a Madrid uno de los títulos más hermosos de la colección, Neutral Comer. El autor del texto, Ignacio Aldecoa, y su mujer, Josefina, nos invitaron a cenar a su casa. Josefina dirigía un colegio y también era escritora, aunque entonces publicaba con su propio apellido, Rodríguez, y solo años más tarde, ya viuda, adoptaría —con cierta sorpresa y cierto escándalo por mi parte, aunque creo entender ahora sus razones— el de Aldecoa. Fue una velada deliciosa, y los tres —Oscar, yo y creo que Lluís— quedamos fascinados. Eran jóvenes, inteligentes, divertidos, encantadores. Estaban —saltaba a la vista— enamorados. Tenían una niña de pocos años que se llamaba Susana y un perro que se llamaba Buda, integrado como un miembro más en la comunidad familiar.

Acordamos, aquella misma noche, que escribiría a dúo el matrimonio un Grandes Autores —Josefina envió enseguida su parte, pero Ignacio, aunque escribió en una carta de abril del 64: «Estoy terminando mi cuento, titulado “La isla de los sauces llorones” y te lo remitiré en un par de semanas. Tengo gran interés en que salgan juntos los dos cuentos, el de Josefina y el mío, en esta colección», no llegó a enviar nunca la suya—, que se hubiera llamado Susana y Buda. Tampoco llegó a hacerse un segundo título que Ignacio proponía para Palabra e Imagen: «Estoy seguro de que el tema de la pesca es excelente —¿pesca en general, pesca de río o de mar?— y que podría salir un libro espléndido. Naturalmente a mí me gustaría, o digamos que siento más inclinación, por la pesca en el mar. Pesca laboral y peligrosa, y algunas de cuyas facetas conozco bastante bien. Habría que elegir un fotógrafo, no solo bueno, sino además con cierta dosis de osadía». Acababan de regresar de Ibiza y contaron cosas de la isla que nosotros escuchábamos con la boca abierta y apenas podíamos creer que existieran en España (ni en ningún otro lugar): vestimentas estrafalarias, pluralidad de lenguas y de razas, desnudo integral, drogas consumidas o inyectadas en público, parejas o grupos follando en los parques y al borde de las avenidas. Además había en la isla, dijeron, unos perros magníficos, que elegían a sus dueños entre la gente que bajaba de los barcos, y, cuando tú te ibas, te sustituían sin dificultad. De modo que no era el humano el que adoptaba al perro, sino el perro el que te adoptaba a ti.

Decidimos que había que viajar urgentemente a Ibiza. No sé cuántas veces en mi vida he decidido que había que ir a Ibiza, y no lo he hecho nunca, pero en aquellos años parecía que el tiempo daría para todo, que lo íbamos a hacer todo. También se proyectó mil veces que nos visitaran en Barcelona y también surgió siempre un imprevisto que lo impidió. La última ocasión en que les estábamos esperando, escribió Ignacio: «El asunto de que no pasáramos por Barcelona estuvo íntimamente ligado con la meteorología. A la vuelta de Niza nuestro avión de Alitalia no pudo efectuar el aterrizaje previsto a causa de la tormenta de nieve que se estaba descargando en la ciudad. Nos trajeron a Madrid, y nosotros nos quedamos. Siempre salimos burlados de nuestros proyectos de barcelonear».

Me sorprendió un poco que Ignacio propusiera un libro sobre boxeo. Pero el texto, los breves textos, son buenísimos. Y también lo fueron las fotos de Ramón Masats, gran fotógrafo catalán —amigo y compañero de otros dos grandes fotógrafos catalanes: Oriol Maspons y Xavier Miserachs— recién instalado en Madrid, en cuyo piso a medio amueblar conocí entre otros a Carlos Saura con su primera mujer. Las cenas, simpatiquísimas, en casa de los Masats también se prolongaban, claro, hasta el amanecer, y también se hablaba de todo lo humano y lo divino, pero con una variante: en casa de los Masats se montaban unas tan módicas como apasionadas partidas de póquer, la primera de mis timbas desde aquellas que jugábamos a escondidas de niños en los pueblos de veraneo. Cuarenta años más tarde, cuando vendí la editorial, alguien, que obviamente no me conocía demasiado, aseguró que había perdido Lumen en una partida de cartas.