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Dos golpes de suerte: Mafalda y El nombre de la
rosa
Ya he dicho que un pequeño editor no puede andar a la caza de best sellers convocando premios millonarios para obras escritas en español, firmando cheques en blanco o pujando en las subastas internacionales por títulos que se supone —solo se supone— van a ser de gran venta. Creo recordar que, al menos en un principio, Carlos Barral entregaba únicamente una medalla al ganador del prestigioso premio de narrativa Biblioteca Breve, y en ningún momento ha pretendido Jorge Herralde competir a nivel económico, en el premio que lleva su nombre y de cuyo jurado formo parte, con los premios de las grandes editoriales. Aprovecho la ocasión para comentar que la enorme profusión de premios, algunos espléndidamente dotados, a libros inéditos que se da en España, y que obedece en la mayoría de los casos al propósito de facilitar la promoción, cuando no de hacerse con un autor que pertenece a otro sello, me parece un despropósito y no existe en ningún otro país.
Un pequeño editor, una pequeña editora, no puede comprar un best seller, tiene que crearlo, o, mejor, tiene que apostar por varios títulos y confiar en que, a menudo de forma inesperada, se dispare la venta de uno de ellos. Es cuestión de olfato, sin duda. Pero también es cuestión de suerte. Con frecuencia ocurre con un libro que ha sido rechazado previamente por otras editoriales. Es curioso que el último gran éxito comercial que conseguí en Lumen, El diario de Bridget Jones, que muchos creyeron me había sido impuesto por la multinacional a la que había ya vendido la empresa, obedeciera a una decisión personal mía: otra de las editoriales del grupo lo había tenido antes en opción y lo había rechazado precisamente por poco comercial, y tuvieron que venderse muchos miles de ejemplares para que el equipo de ventas se tomara en serio su distribución y me costó Dios y ayuda que se hicieran a debido tiempo las reediciones.
Es posible que yo tenga olfato, pero lo seguro es que he tenido suerte. Y el primer gran golpe de suerte se produjo con Mafalda.
Fue en Madrid, en una de sus sucesivas librerías, donde Miguel García —entonces le llamábamos «Visor», nombre de la distribuidora inicial, especializada en cine y en fotografía— me dio un día un librito argentino de cómics, un cuaderno de Mafalda publicado en Buenos Aires por un individuo inteligente y sensible y muy simpático, pero poco formal en los negocios, Jorge Álvarez. Me pareció fantástico. Los dibujos de Quino no habían alcanzado todavía la perfección, la exquisitez, de su obra más reciente, él no era todavía el gran dibujante que es hoy en su madurez, pero el personaje y la historieta eran ya geniales. Lo demuestra que hayan sobrevivido y sigan todavía vigentes, a pesar de que, para desesperación de sus fans (y de sus editores), Quino, dando prueba de una honestidad profesional poco frecuente, decidió acabar con Mafalda hace unos treinta años, por considerar que limitaba su campo de trabajo, le encasillaba en exceso y le impedía iniciar otros proyectos.
Yo conocía, pues, el personaje y la historieta cuando fui a la Feria de Frankfurt con Vida, la galleguita de los ojos azules por la que siempre preguntaba Cela (en realidad, un raro y explosivo cruce de neoyorquina y gallega). Ravoni —el agente de Quino, con el cual y con cuya mujer, Coleta, argentinos los dos, llegaríamos a ser Esteban y yo muy amigos— fue al stand de Seix Barral para ofrecerles los cuadernos de Mafalda; Carlos dijo que el mundo del cómic no le interesaba lo más mínimo; Ivonne, su mujer, estaba presente y comentó que podían tal vez encajar en Lumen, que sí publicaba libros de dibujos; Ravoni se lo dijo a Vida, que andaba por allí; Vida me lo repitió a mí… y yo recorrí enloquecida los pasillos de la Feria hasta dar con Ravoni y precipitarme en sus brazos. Pero era solo porque Mafalda me gustaba, no porque creyera ni remotamente que iba a ser un éxito comercial.
De hecho hice una modesta edición del primer cuaderno. Creo que tres o cuatro mil ejemplares. Y la venta, ante la sorpresa de todos, se disparó de inmediato, y sigue hasta hoy. Se han vendido en España cientos de miles, millones, de ejemplares. Y Quino, que recibió multitud de propuestas de otros editores, de grandes editores que podían dar tentadores anticipos y firmar cheques en blanco, siguió fiel a Lumen y publicó en España todos sus libros con nosotros.
A Umberto Eco le conocimos en Frankfurt. Era joven —todos lo éramos entonces—, trabajaba en la Editorial Bompiani y andaba loco detrás de una alemana muy guapa, que había estudiado con Althuser y sería más tarde su mujer. Formaba parte de un grupo de intelectuales italianos extremadamente brillantes y divertidos, que durante la Feria cenaban a menudo con los españoles, porque eran inicialmente amigos de Barral, y porque teníamos muchos más puntos en común que con editores de otras nacionalidades. Era a finales de los sesenta. Los años de la gauche divine, de Bocaccio, de audaces transgresiones intelectuales y artísticas, años en que reinaba un estimulante desparpajo de costumbres, años en que creíamos que muchas cosas habían terminado para siempre (después resultaría que no eran tantas, pero agradezco a los cielos como un privilegio haber sido todavía joven en los sesenta). En Italia habían fundado el Grupo 63, con los que se organizó un encuentro en la Escola Eina, donde participamos con entusiasmo. No recuerdo si fue en el curso de este encuentro, o en una conferencia posterior, donde Alexandre Cirici citó cinco o seis libros de Lumen, absolutamente insólitos entonces. Mérito, sin duda, de mi hermano Oscar y de Beatriz de Moura —entonces su mujer, que trabajó un tiempo en Lumen antes de montar su propia editorial—, porque yo me sentía, como ellos, orgullosa, pero no podía dejar de pensar que estábamos chiflados y que cualquier día íbamos a tener que cerrar el tenderete si no renunciábamos a anticiparnos tanto a nuestra época y nos resignábamos a ser más sensatos al elegir los títulos.
En una de aquellas cenas itálico-españolas (o milano-barcelonesas) de Frankfurt, Barral (ya he dicho que podía mostrarse generoso) le sugirió a Umberto que nos diera algo a los de Lumen, que estábamos empezando, tal vez una serie de sus artículos dispersos con los que podría montarse un libro. Se acordó esto, incluso llegó a firmarse el contrato, pero, ya en Barcelona, me telefoneó Ivonne y me propuso que, dado que ellos tenían el programa del año muy lleno, editara yo, en lugar de la selección de artículos, el título que tenía contratado Seix Barral. Acepté encantada, pero sin confiar mucho en las ventas —tampoco Carlos debía de verlo como el futuro best seller que iba a ser—, pues incluso creímos conveniente, en las dos o tres primeras ediciones (se harían muchísimas), titularlo Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas, en lugar de simplemente Apocalípticos e integrados —que era el título de la edición italiana—, en un intento de que llegara a un público más amplio. Es curioso que también esta propuesta, como la de Mafalda, nos llegara a través de Ivonne.
Umberto vino a Barcelona para presentar el libro. Montamos un coloquio, al que invitamos a Eduardo García Rico, que se ocupaba de la sección de libros en la revista Triunfo de Madrid, que en aquellos momentos equivalía a lo que puede ser hoy El País, quiero decir que sentaba cátedra. Eco era, y es, un tipo simpático, ingenioso, brillantísimo, que se llevaba a la gente de calle. La semiótica constituía una novedad y causaba furor en los medios universitarios. Se habló mucho del libro.
En el curso de los años siguientes fuimos publicando con éxito todos los libros de ensayo de Umberto Eco. A él le traté bastante, y nos caíamos bien. Es una de las personas por las que siento —y no son muchas— un profundo respeto. Y no solo por su inteligencia y por su cultura, por su talento como novelista y como pensador. También por su humanidad (en cierta ocasión me telefoneó desde Milán para decirme que su hijo de unos dieciocho años venía a España con un amigo, que estaba un poco inquieto por él y que me agradecería que yo vigilara un poco la situación; el hijo pasó a verme por la editorial, estuvo muy amable, dijo que seguiríamos en contacto, y, como es lógico, ni supe más de él, ni le ocurrió nada malo, pero me resultó entrañable que Umberto se preocupara, que me lo pidiera, y sobre todo que creyera me iba a ser posible controlar a un chaval espabilado de dieciocho años; en otra ocasión, estando con Esteban en Milán, comentamos ante él, por pura casualidad, que una amiga común, que estoy segura no le interesaba lo más mínimo, iba a pasar sola el Fin de Año, y, ante nuestro asombro, la telefoneó de inmediato para invitarla a compartir con su familia las lentejas que allí se cenan esa noche), por la lealtad que guarda a sus amigos, por lo que se ocupa y preocupa por sus alumnos, por su generosidad, por su sentido del humor. Y sobre todo porque quedan pocas personas en el mundo que nos sirvan como punto de referencia, que —puedan o no alguna vez equivocarse— nos marquen una pauta a seguir. Eco toma posición ante los problemas que se plantean en el mundo, una posición comprometida, honesta e inteligente. Creo que esta es tal vez la función más importante del intelectual, el máximo servicio que puede prestar a la sociedad en la que vive.
Así estaban las cosas cuando, el año 1980, se supo que Eco había escrito una novela y que en Italia la editaba a bombo y platillos Bompiani. Hubo ofertas de otros editores españoles, pero no se abrió una subasta. Umberto dictaminó que su editor español era Lumen y que la editaba Lumen. Muchas veces me han dicho: «Claro, tú eras muy amiga de Eco, fue una muestra de amistad». No, no se trata de esto. Le respeto enormemente, le debo mucho y me hubiera encantado que llegáramos a ser de veras grandísimos amigos, pero no ha sido el caso, no ha habido suficientes ocasiones de trato, suficientes puntos de coincidencia. Nos dio El nombre de la rosa, así se llamaba —a estas alturas lo sabe todo el mundo— la novela, porque le pareció que era, no ya justo, sino normal. Diría que ni se planteó que pudiera hacerse otra cosa. Y me parece fantástico que fuera así.
El libro alcanzó un éxito sin precedentes. Estaba en todas partes. Se exhibía en el escaparate de la papelería del último pueblo de España. Se comentaba en la prensa, en la radio, en televisión. A la fiesta que celebramos en casa de Miguel y Mari Paz asistió el todo Madrid literario e intelectual, el ministro de Cultura de entonces —Solana—, el embajador de Italia. En la fiesta que di en mi piso de Barcelona —yo había establecido ya la costumbre de presentar un libro o festejar a un autor en mi domicilio particular, y de que sirvieran bebidas y comida jóvenes estudiantes amigos de mis hijos y no camareros profesionales—, la gente —una invitada y otra no— invadió la cocina, los dormitorios, el rellano de la escalera…
Pero el primer indicio de que el libro tenía un gancho especial, de que iba a llegar —pese a contener largas disquisiciones filosóficas e históricas y páginas enteras en latín— a un público muy amplio y variopinto, lo tuve cuando mi padre, que no era un gran lector, al terminar de corregir las pruebas —papá, como pequeño editor genuino, hacía un poco de todo, aparte de llevar la parte comercial— de la primera parte del libro, que yo le había pasado, me pidió con urgencia la segunda: era algo que no había ocurrido nunca y que demostraba que había quedado atrapado por la historia y por el modo de contarla.
Era el éxito con mayúscula. Repentino y mundial. Y no he conocido a nadie a quien un éxito de esa magnitud hiciera perder tan poco la cabeza como la perdió Umberto. Siguió dando sus clases en la Universidad de Bolonia y en Estados Unidos. Igual que siempre. Programa un tiempo determinado para la promoción de sus libros; es un excelente profesional y sabe que se lo debe a sus editores. Pero dentro de unos límites estrictos. No creo que sus alumnos salgan nunca perjudicados. Viví de muy cerca algo increíble: se le ofreció a Eco uno de los premios más importantes, más prestigiosos, que se conceden en el mundo de habla hispana, y respondió que lo sentía mucho, pero que, si lo daban en tal fecha y había que asistir personalmente a la entrega, debía renunciar a él, porque tenía una clase o una conferencia o un seminario (no lo recuerdo bien, en cualquier caso un compromiso académico habitual) aquel mismo día.
Quino y Eco fueron fieles —a Lumen, no a mí— hasta el final. Gracias a ellos, y a mi padre —que tenía un gran instinto para los negocios, pero no vio nunca la editorial como un negocio, del mismo modo en que yo he dirigido a lo largo de tres cuartas partes de mi vida algo que parecía una empresa pero no he sido nunca, para bien o para mal, para bien y para mal, una empresaria (risa me da que me entrevisten o me inviten a una reunión en calidad de mujer empresaria)—, fue posible durante más de veinte años esta magnífica aventura de Lumen: una pequeña editorial independiente que publicaba únicamente aquello que le apetecía, que llevó a cabo un importante cometido cultural, que hacía las cosas a su modo (bastante peculiar), que permitió a mucha gente llevar a término aquello que deseaba realizar, que posibilitó a muchos tantas cosas, que creó un lugar donde todos trabajaban con gusto y sin agobios, y donde varios de nosotros trabajábamos con genuino entusiasmo y auténtico placer.