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El controvertido Camilo José Cela, de quien estuve a punto de
llegar a ser amiga
En la lista de escritores para la colección Palabra e Imagen figuraban dos nombres insoslayables: Miguel Delibes y Camilo José Cela, ninguno de los cuales vivía en Madrid.
Para hablar con Cela viajé a Palma de Mallorca acompañada de dos amigas. Mitad trabajo, mitad placer. En mis cuarenta años de editora independiente no recuerdo haber realizado un solo viaje puramente de negocios y me parece que no hubo tampoco ninguno, o casi ninguno, en que hiciera eso que consideran tan saludable y que llaman «cortar con todo» o «desconectar», ninguno en que olvidara mi trabajo. Quizá sea otra característica del pequeño editor, que lleva siempre puesta su condición de tal, lo mismo que el escritor, que va de escritor por todas partes y a todas horas, aunque en aquellos momentos no esté escribiendo nada, aunque no tenga siquiera en mente la próxima novela o el siguiente poema, aunque no vaya a volver a escribir jamás. Y, por otra parte, estos momentos de teórica inactividad profesional pueden resultar especialmente fecundos: a veces surgen en ellos las ideas más inesperadas e interesantes.
Fuimos a Palma en invierno, fuera de la temporada turística. Nos pateamos a fondo la ciudad vieja, recorrimos en coche la isla de un extremo a otro (Vida —una de las dos amigas que me acompañaban, la que había armado un pequeño escándalo en Madrid al probar el chinchón que nos ofreció Jesús Fernández Santos— nos cantaba boleros por las carreteras junto al mar), visitamos la cartuja de Valldemosa y las cuevas del Drac, y nos hinchamos de arroces y parrilladas de pescado.
Después me presenté con Vida en la casa que tenía Camilo en aquel entonces.
Estaba convaleciente —no recuerdo con certeza si de una reciente intervención quirúrgica—, y nos recibió en cama, con aspecto desaliñado y con un tono adusto, muy propio de él. Charo, entonces su mujer, hacía cuentas o pasaba un texto a máquina en un rincón. (Es curioso la cantidad de mujeres de hombres ilustres de aquellos años a las que tengo que referirme como su esposa «de entonces», y a las que no reconocería al volver a encontrarlas casualmente tiempo después hasta que se resignaran a precisar «soy la ex de fulanito»: pocas profesiones hay para nosotras peores y más inciertas que la de abnegada esposa de reales o presuntos genios).
Y allí estábamos las dos, Vida y yo, de pie ante la cama, un poco intimidadas ante la presencia del insigne novelista y futuro Premio Nobel. (Vida no dijo apenas nada, salvo en las frases en que establecieron y comentaron que ambos eran de Galicia, pero en el futuro, cada vez que le viera a él —y nos veríamos a menudo— me preguntaría por mi amiga, «la guapa galleguita cachonda de los ojos azules»).
Cela hizo algo que nos pareció insólito, algo que no había hecho ningún otro de los escritores, y eran ya bastantes, con los que nos habíamos entrevistado: habló ante todo y sobre todo y casi exclusivamente de dinero. Actualmente no nos llamaría la atención (de hecho, ahora negociaríamos a través del agente literario que llevara los derechos del autor, y la discusión se centraría, claro, en el aspecto económico), pero en los años sesenta era una rareza; en los años sesenta, para bien y para mal, se hablaba muchísimo menos de dinero. Quedamos, por tanto, sorprendidas las dos, y un tanto descolocada, yo.
Sin embargo, no solo se firmó poco después un contrato para tres libros, y salieron en Palabra e Imagen dos, sino que nos hicimos amigos, o estuvimos al menos muy a punto de hacernos amigos. Me constaba que su trayectoria política era turbia y estaba sujeta a todo tipo de sospechas; que era un tipo ególatra y desconsiderado; me molestaba su deliberada grosería, su vanidad, su grandilocuencia, su afán por acumular premios y honores, su obsesión —para mí ridícula— por el Nobel, y su afán —para mí, desmesurado— de dinero; me sacaba de quicio el modo en que trataba a los camareros y a los dependientes y a los taxistas, y en ocasiones a todo dios. Pero, sorprendentemente, no solo me divertía, sino que me caía bien. En gran parte, porque le consideraba, y le considero, un buenísimo escritor. No un gran constructor de tramas novelescas, pero sí un autor capaz de textos —como los que escribió para mí— impecables, en los que no sobra un adjetivo ni falta una coma, en los que no hay nada que corregir y en los que él, una vez entregados, no solía modificar nada. Y esto no es fácil, ni se da con frecuencia.
Además, yo fantaseaba que, tras aquella fachada hosca y dura, se escondía un tipo humano, capaz de mostrarse generoso, compasivo, quizás incluso capaz de gestos entrañables. Apoyaba esta imagen Concha Alós, que insistía en que se había comportado con ella como el mejor de los amigos. Y también Ana María Matute, porque, en uno de los momentos más duros de su vida y más conflictivos de su relación matrimonial, Cela la había acogido por tiempo indefinido en su casa, junto con su hijo Juan Pablo, entonces muy pequeño, y había estado con ellos encantador. Y además, no solo le gustaban los animales, sino que era capaz de compadecerse de ellos, y esto, para mí, significa algo.
A veces hay detalles nimios que afectan desmesuradamente la imagen que me forjo de alguien. Y las dedicatorias de las dos ediciones del libro de poemas de Camilo, Pisando la dudosa luz del día —que luego reeditaría Lumen en El Bardo—, me parecían reveladoras. Reza la primera, de 1945: «Dedico este libro a los muchachos que escriben versos a los veinte años, los copian cuidadosamente en el mejor papel y los encuadernan luego con primor: preocupadamente, obstinadamente. Hacia ellos está inclinada mi mejor y más sincera simpatía». Y la segunda, de 1960: «Dedico este libro a los muchachos que tienen ahora veinte años; los de entonces ya no me importan. Al hombre, salvo luminosas y señaladas excepciones, lo prostituyen los años, la convivencia y la amarga lucha por la vida. Dedico este libro a los muchachos de veinte años que escriben versos, los copian amorosamente en el mejor papel y los encuadernan luego con un feroz primor. Siento por ellos un hondo y doloroso respeto».
Así pues, nos hicimos bastante amigos, y durante un tiempo, cuando Cela pasaba por Barcelona, solía enviarme antes una carta o un telegrama. «Te espero en el Arycasa (después sería en el Colón) el día tal a la hora cual. Un abrazo. Camilo». Y allí estaba yo, puntualísima, el día tal a la hora cual. Si la cita era por la mañana, le acompañaba en mi coche a hacer recados —alguno interesante: me divirtió, por ejemplo, ir a encargarle una encuadernación para un personaje importante, creo recordar que de la familia real española, al mítico Brugalla—, después comíamos en el restaurante del hotel, atendidos por un maître y por unos camareros ansiosos, ilusionados, solícitos, y a continuación subíamos a su suite y daba comienzo el espectáculo.
Cela se ponía cómodo, pedía algo que beber y empezaban a desfilar personajes variopintos: periodistas, fotógrafos, escritores, amiguetes, hispanistas estudiosos de su obra, chicas guapas… A algunos yo les conocía; a otros, no. Algunos se despedían, o les despedía abruptamente Cela, al cabo de unos minutos; otros se apoltronaban allí como yo misma, horas enteras, charlando y tomando copas. Él peroraba, narraba historias, respondía de mejor o peor talante a las preguntas, según le parecieran más o menos tontas y le cayeran más o menos gordos los tipos que las formulaban, alternaba frases brillantes con frases brutales —en ocasiones las más brillantes eran asimismo las más brutales—, decía maldades, contaba anécdotas escandalosas… Una velada entera transcurrió cantando coplas obscenas e irreverentes. La verdad es que yo me lo pasaba en grande.
Cela nos proporcionó el primer modesto éxito de ventas de la editorial. Oriol Maspons, del que nos habíamos hecho muy amigos, nos trajo a otro fotógrafo, Juan Colom, un curioso individuo que se había pasado años deambulando por el barrio chino barcelonés y fotografiando a escondidas a las prostitutas, sin que ellas lo advirtieran, con la cámara oculta bajo la ropa, o sea sin mirar por el objetivo (ahora firma Joan, ha celebrado una importante exposición retrospectiva y ha recibido el Premio Nacional de la Generalitat). Eran unas imágenes tremendas de unas mujeres terribles, hundidas en el último peldaño de la miseria, patéticas algunas hasta rozar la monstruosidad. A Cela le gustaron las fotos, y escribió unos textos, muy buenos, absolutamente ceñidos a las imágenes, tan patéticos y descarnados como ellas. Algunos los consideraron despiadados y ofensivos, pues se trataba —y lo mismo ocurría con el otro título de Cela, Toreo de salón— de personajes reales, perfectamente reconocibles, y se decía, en efecto, de ellos cosas sangrantes. La única iza atractiva y joven —una muchacha vestida de blanco y en distintas poses— presentó una demanda, pero nadie compareció en el acto previo de reconciliación ante el juez y todo quedó en agua de borrajas. (Maspons asegura —yo no lo recuerdo— que le enviamos de espía para sonsacar a la rabiza y saber cuáles eran sus pretensiones…).
En cualquier caso, yo estaba convencida de que Izas, rabizas y colipoterras no tenía ni la más remota posibilidad de pasar censura, al menos sin un montón de cambios y supresiones. No obstante, Cela nos indicó que le remitiéramos toda la documentación, y que él haría personalmente el trámite en Madrid. «Claro que hay esperanzas —y muchas— con las Izas. Pronto sabremos algo», respondió ante mi escepticismo. En septiembre del 63 recibimos la autorización de censura, salvo para la cubierta y una foto, que fueron aprobadas pocos meses después. Creo que la amistad de Cela con Fraga, gallego como él, jugó un papel importante. El libro se editó íntegro en el 64. Era inconcebible en la España de aquellos años, ocasionó un escándalo, en algunas librerías se negaron, por razones morales, a venderlo, y constituyó, como he dicho, el primer pequeño best seller de un pequeño editor. En aquel entonces, en uno de los viajes a Madrid, habíamos encontrado milagrosamente a un distribuidor, el primero, al que le gustaron nuestros libros. Vio posibilidades de venderlos y se hizo cargo de la distribución en Madrid. Era un chaval, todavía no había terminado la mili, un tipo muy listo que vendía libros de cine y tenía una novia tan lista como él, y además muy guapa. Se estableció muy pronto una amistad y una lealtad que duraría para siempre jamás. Y su ayuda ha sido inestimable a lo largo de más de cuarenta años. Él se llama Miguel García; su mujer, Mari Paz, y la empresa se llamaba entonces Visor Libros.
El otro título de Cela, Toreo de salón, partía de las fotos que había sacado Maspons a unos pobres rapaces que soñaban con llegar a toreros y se entrenaban en el parque de Montjuic. Aquí sí, más que en el libro de las putas, eran los textos ofensivos y groseros, demoledores. Y, si Colom había sacado las fotos a hurtadillas, Maspons se había hecho amigo de aquellos chicos. Pedimos, pues, a Cela, que eliminara los términos más sangrante de dos de los textos.
Respuesta: «Culpo a Oriol Maspons —y a vosotros subsidiariamente— de no haber trabajado con seriedad. A mí se me dieron unas fotos tópicas para que, sobre ellas, escribiera un texto literario, cosa que hice. Me esforcé en mi tarea, puse mis cinco sentidos al servicio del texto —como siempre procuro hacer— y ahora me encuentro con que mi labor requiere una poda cuyo origen es la frivolidad ajena. Si Puer Tarraconensis es amigo de Oriol Maspons, ¿por qué este no se acordó a tiempo? Es demasiado cómodo esperar a que el prójimo trabaje para después, sobre el trabajo del prójimo, hacer objeciones amistosas o pintorescas o legales. Además de cómoda, esa actitud no es propia de un profesional y hiede a amateurismo y a improvisación».
Cela propuso que Maspons hiciera firmar a los torerillos un papel que nos cubriera legalmente. Y creo que así se hizo. Me avergüenzo todavía hoy de haberme prestado a ello.
Mi amistad con Cela siguió, aunque deteriorada, todavía un tiempo. Hasta que él participó en una nueva editorial, Alfaguara, y quiso publicar toda su obra en ella. Con Lumen tenía firmado un contrato para tres títulos, de modo que nos debía uno. Lo reconocía así, pero nos advirtió que se acogería al pretexto legal de que habíamos incumplido nosotros el contrato —al no haber inscrito los dos títulos ya editados en el registro de la propiedad intelectual— para no tener que escribir el tercero. A mí me daba casi lo mismo ese tercer libro —nunca, en cuarenta años, he editado a un autor que no quisiera editar conmigo—, y hubiera entendido y aceptado sin problemas que prefiriera publicar en su propia empresa, pero el modo de plantearlo era burdo y feo, y las cartas donde lo exponía no eran las cartas que se escriben a un amigo.
Así pues, no protesté, ni recurrí, ni me quejé. No dije nada. Tampoco dejé de tratarle en público. Pero cuando me citó, en su próximo viaje a Barcelona, tal día y a tal hora, en el Colón, decliné la invitación. No hubo más recados mañaneros en mi coche, ni almuerzos en el restaurante del hotel, ni gloriosas y disparatadas veladas en su suite. Ni siquiera fui a visitar la fastuosa mansión, llena de obras de arte, que se había construido en Palma.
Era un buen escritor, pero detrás de la aparatosa fachada no había —dijeran lo que dijesen Alós y Matute, y por mucho que le gustaran los animales y que fraternizase con los jóvenes poetas aún no prostituidos por la vida— un ser que humanamente pudiera interesarme.