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Mujeres en Lumen
Ya he dicho que —con excepción de mi padre, los empleados del almacén y tío Guillermo, que seguía trabajando a solas en el antiguo local— Lumen fue una empresa de mujeres. El único colaborador que permaneció muchos años con nosotras en las oficinas de Sarrià, ocupándose del servicio de prensa, fue Ricard Grau —un tipo encantador, hermano de una de mis mejores amigas, que había abandonado por exceso de exigencia la carrera de pianista—, y tal vez esa abrumadora presencia femenina obedeciera en parte al hecho de que muchos hombres se sienten incómodos y heridos en su vanidad si reciben órdenes de nosotras.
No existían en los sesenta, ni creo que existan hoy, muchas empresas editoriales regidas por mujeres. Hay, eso sí, muchísimas mujeres trabajando en ellas, ocupando incluso cargos destacados, pero no en la cúspide, donde se toman las decisiones realmente importantes. Las decisiones realmente importantes son en nuestro mundo las que conciernen al dinero, y es ahí donde se estrellan nuestras reivindicaciones. No tenemos apenas acceso a los puestos o a los trabajos en los que hay un capital considerable en juego. Es más fácil que escribamos un libro a que llevemos una editorial, es más fácil que pintemos un cuadro a que levantemos un puente, hagamos una película de gran presupuesto o construyamos una urbanización. Dije hace muchos años en un coloquio que, cuando una editorial era llevada por una mujer, se trataba casi siempre de un negocio familiar o se debía a que alguien la había montado para ella. Era el caso (aunque esto no lo especifiqué, porque soy poco mentirosa pero no digo todas las verdades) de las tres editoras que estábamos aquel día en la mesa. (Yo dirigí durante cuarenta años una editorial —y creo que con fortuna— porque mi padre la compró para mí. Es improbable que un consejo de accionistas me nombrara gerente de una empresa —y ni siquiera directora literaria— a los veintidós años, y más improbable todavía que me mantuviera en este cargo tanto tiempo). Recuerdo, por ejemplo, que, con motivo del Día del Libro de 1996, se hizo en Barcelona una foto de editores para La Vanguardia: en ella aparecen casi cincuenta hombres y solo dos mujeres.
Formábamos, pues, una empresa de mujeres, y esto, sin que nos lo propusiéramos, sin que fuéramos siquiera conscientes de ello, se reflejaba en el modo de trabajar, en el trato con la gente de fuera y dentro, en el ambiente de la oficina. Solo ahora, con la perspectiva de la distancia, advierto hasta qué punto era Lumen atípica (para muchos, sin duda, catastróficamente atípica; para nosotros, maravillosamente atípica). Una editorial en la que mi padre, que era supuestamente el hombre de negocios, no solo no se lamentó una sola vez de que un título o una serie fuera ruinosa, sino que entró un día en mi despacho para preguntarme: «¿Hay alguna razón para que dejes de publicar Palabra de Siempre, aparte de que no se vende?». Palabra de Siempre (casi todos los nombres de nuestras colecciones empezaban con «palabra»: Palabra e Imagen, Palabra en el Tiempo, Palabra Menor, Palabra de Siempre, Palabra Seis) era una preciosa colección de clásicos grecolatinos, dirigida por mi primo Xavier Roca, notario y escritor, al que desde niño llamamos en el ámbito familiar «el Sabio». Respondí que no. Y papá: «Pues entonces prosíguela y la financio yo». Una editorial en la que no se negó nunca un anticipo o un préstamo a un colaborador (lo curioso es que, contra lo que se pronostica, casi todos cumplían, casi todos devolvían el dinero), y en la que, lejos de ceñirse a un día de pago (nunca lo hubo), yo tenía un montón de billetes en mi cajón y, siempre que no fueran cantidades elevadas, pagaba a traductores, correctores, diseñadores gráficos e ilustradores lo que me parecía cuando me parecía. Una editorial en la que, para asistir a la Feria del Libro Infantil de Bolonia, viajábamos en uno o dos coches, nos alojábamos todos en Florencia y pasábamos en Venecia un par de días de total relajo.
Un poco caótico tal vez, pero funcionaba. Funcionó milagrosamente (dado que los milagros no suelen repetirse, no lo propondría a nadie como ejemplo a seguir) durante más de treinta años, hasta la muerte de mi padre. Hubiéramos podido, claro, y lo sabíamos, ganar más dinero, y decidimos, sin embargo, permitirnos el lujo de editar lo que nos gustaba y de trabajar a nuestro aire. No menos que en otros lugares, en ocasiones más, pero a nuestro aire. Recuerdo un día de huelga en que se decidió, sin necesidad siquiera de discutirlo, que todos la hacíamos, y, cuando pasé casualmente a media mañana por mi despacho porque se me ocurrió que había dos cuestiones urgentes que resolver, allí estaban todos, trabajando, a puerta cerrada y sin coger el teléfono, pero trabajando. Sin ponerse de acuerdo, creyendo que iban a estar solos, habían pasado como yo casualmente por allí para resolver un par de cuestiones urgentes.
En cuanto a nuestro catálogo… En ningún momento me había planteado yo privilegiar la literatura femenina, y, por otra parte, la colección más importante y representativa, Palabra en el Tiempo, era dirigida, como ya he contado, por un hombre, el profesor Antonio Vilanova. Sin embargo, comparando catálogos de distintas casas editoras, descubrí casualmente un día que el porcentaje de obras debidas a mujeres era en el nuestro más elevado.
No se trataba ni remotamente de un cincuenta por ciento, era apenas un veinte —estoy hablando de los años ochenta, y dudo que la situación haya variado mucho—, pero aun así rebasaba a los demás. Estábamos sencillamente más sensibilizadas, más receptivas, ante la literatura escrita por individuos de nuestro mismo sexo. O ¿a qué otra razón podía deberse? Pero una cosa es publicar, sin ser consciente de ello, sin habérselo propuesto, a más escritoras que otras editoriales, y otra dedicar deliberadamente una atención especial a la literatura femenina. Se me había sugerido un montón de veces, y por parte de personas distintas, que creara una colección de narrativa escrita por mujeres. Dudé durante años. En principio soy contraria a todo tipo de discriminación, y me provocan incluso cierto recelo aquellas que llamamos positivas y que tienden a compensar el carácter injusto de discriminaciones ya establecidas. Finalmente, tras discutirlo con amigos y colaboradores, nos pareció que reunir en una colección lo que estaban haciendo en el campo de la literatura (por otra parte, aquel en el que antes y mejor hemos empezado a desarrollar una actividad distinta a las que nos estaban tradicionalmente asignadas) las mujeres podía tener —para nosotras y quizá también para ellos— cierto interés. Se nos pregunta a las escritoras hasta la saciedad si existe o no una literatura femenina. La respuesta obedece en parte a la generación. Rosa Chacel —siempre rotunda, siempre apasionada, siempre tremenda— lo negaba con una vehemencia que lindaba en la indignación. Ana María Matute afirmaba que no había libros de hombres y libros de mujeres, sino libros buenos y libros malos. Pero que existan libros buenos y libros malos no excluye que haya libros escritos por hombres y libros escritos por mujeres. Y dado que, cuando uno se sienta a escribir, lo hace con todo aquello que es, cuando nosotras nos sentamos a escribir lo hacemos con todo lo que comporta de diferente (y es mucho) nuestra condición de mujeres. En unas se reflejará más y en otras menos, o nada, pero allí está.
Finalmente creamos pues la colección —primero se llamaría Femenino Singular y más tarde, cuando supimos que este nombre estaba registrado y no podíamos utilizarlo, Femenino Lumen— y establecimos un premio para novelas escritas por mujeres. Carmen Giralt y yo recorrimos buena parte de España para contarlo. La colección llegó a sacar muchos títulos —siguió hasta poco después de que yo vendiera Lumen—, y el número de originales, alguno muy bueno, presentados cada año al premio superó nuestras expectativas. Nos dio además ocasión de conocer a autoras tan interesantes como Ángeles de Irisarri o Menchu Gutiérrez. Algunos títulos de Femenino Lumen tuvieron excelentes críticas, algunos se vendieron muy bien, pero creo que se trataba de casos individuales, no creo que se debiera a la colección. Si esta consiguió un grupo fiel de lectores —me resisto a escribir «de lectoras»—, fue muy reducido.
En cambio obtuvimos un éxito rotundo con la serie infantil A Favor de las Niñas. Descubrí en una librería de París la edición francesa de un cuento —en español se llamaría Rosa Caramelo— que me encantó. Reunía a tope y unidas las dos cualidades que busco en los libros para niños: belleza formal y contenido interesante. Pertenecía a la pequeña editorial que había montado en Milán una mujer nacida en Argentina y ciudadana de todas partes (o de muchas, o de ninguna), Adela Turín. Una de las personas más inteligentes, más creativas y más «suyas» que he tenido la suerte de encontrar. Detenta el índice más alto de ideas por minuto imaginable. Un nivel de exigencia elevadísimo. Una visión personal de casi todo (sin que se lo proponga ni lo sepa). Dice, con vocecita inocua y educada, verdades terribles. A veces es agotadora, a veces te parece dura y te asusta lo que tomas por intransigencia. Pero luego descubres su delicadeza, su eficacia para cuidar de ti cuando estás mal o la necesitas, su capacidad para comprender en la práctica lo que en el plano teórico no aceptaría jamás, la exacta proporción de inteligencia y de ternura que pone en la amistad, y se te pasa el susto.
Adela ha trabajado los últimos años, ya muchos, en el campo de los libros infantiles, que considera, y coincido con ella, enormemente importantes para el posterior desarrollo de la persona. Hizo, en los setenta, unas colecciones muy bonitas, divertidas, imaginativas, diferentes. Libros que hacían hincapié en los valores femeninos, reivindicaban igualdad de derechos y posibilidades, invertían los roles asignados tradicionalmente a ambos sexos. Aparecían justo en el momento adecuado y tuvieron un gran éxito a nivel internacional. Y también en España.