CAPÍTULO 21

OLOR A CARNE QUEMADA

Ningún hombre es más grande que el que se vence a sí mismo,

por cumplir con su deber.

EUGENIO M.ª DE HOSTOS (1839-1903)

Pedagogo y escritor puertorriqueño

Era un agente vocacional que apenas llevaba un mes pisando las calles tras haber recibido la placa. A sus treintaiún años de edad tenía tanta ilusión por el oficio que para ser policía había abandonado un próspero y fructífero trabajo, en el que percibía un sueldo que doblaba la nómina del Cuerpo. Tan importantes emolumentos provenían de su desempeño en una gran empresa privada, en la que había obtenido un empleo gracias a su titulación universitaria. Todo esto no atenazó a nuestro colaborador pese a las lógicas reticencias familiares: estaba casado y tenía dos hijos. En la actualidad, no mucho tiempo después del incidente, se ha convertido en cabeza de familia numerosa al aumentar la prole a cuatro. Concluyó brillantemente el periodo académico, obteniendo las máximas calificaciones generales de su promoción. Primeraco, en la jerga. Era un número uno con madera de líder que, con total seguridad, hubiese ascendido por promoción interna en muy pocos años. Pero su carrera policial se truncó a eso de las 16:30 horas de un día de invierno, cuando patrullaba con quien hoy es, más que un antiguo compañero, su hermano de sangre y pólvora. Aquella tarde formaba pareja con un policía que acababa de superar el trienio de antigüedad y que le sacaba dos años de edad. También este disfrutaba con la profesión que había elegido.

El destino laboral no era malo, ambos eran naturales de la ciudad de casi seiscientos mil habitantes en la que prestaban servicio y donde además residían. Pertenecían a una unidad radio-patrulla uniformada de seguridad ciudadana, que tenía asignada un sector concreto de la población. Cuando por la emisora del coche se oyó que un varón había agredido a su hija y al novio de esta con un arma blanca y que dicho sujeto estaba huyendo en un turismo de marca, modelo y color conocidos, todos los policías de la localidad agudizaron el sentido de la vista con la intención de localizar al susodicho. Siempre se hace así, el funcionario que no conduce se encarga de mantener el enlace vía radio con la Central y con las demás dotaciones, para solicitar la máxima información posible y coordinarse con el resto de equipos en servicio. En este caso ese rol le correspondió al novato. Es habitual que los datos de interés facilitados sean anotados en un papel que se sujeta al salpicadero del automóvil, mediante una pinza, a fin de que estén visibles durante todo el turno de trabajo.

«Estábamos identificando a un muchacho para levantar acta por consumo de sustancias estupefacientes en la vía pública. Se estaba fumando un cigarrillo de hachís, un porro, en una parada de autobuses —manifiesta el novato—. En ese momento oímos por la emisora que un hombre había intentado matar a cuchilladas al novio de su hija y que al parecer el chico tenía una puñalada en una pierna. El comunicado también decía que el agresor vivía en la casa contigua a la que había sido escena de lo anterior y que incluso había efectuado un disparo contra la puerta. Al parecer era aficionado a la caza y llevaba consigo una escopeta del calibre doce. Pero lo cierto es que esta información la fuimos conociendo segundo a segundo, porque el primer aviso solo hacía mención a un posible caso de malos tratos en el ámbito familiar. No conocíamos bien aquella zona, pero no eludimos el compromiso». Normalmente el sector de la ciudad donde se estaban produciendo los hechos era patrullado más frecuentemente por agentes de otra fuerza pública, pero los protagonistas informaron a su central de que se iban a trasladar al punto indicado. La pareja se dirigió de inmediato hacia aquella barriada. Estaban algo alejados, pero para ganar tiempo y eficacia se coordinaron con otros agentes a través de la emisora.

Continúa exponiendo el mismo policía: «Por el camino íbamos comentando que sería bueno ponernos los chalecos antibalas que llevábamos en el maletero. Pero la verdad es que justo después de entrar en la zona donde era previsible localizar a ese hombre, unos compañeros dijeron por radio que ya lo habían visto por allí. Iba en el mismo utilitario que la familia había comunicado en su llamada de socorro. A los pocos segundos nos lo topamos delante de nosotros. ¡Lo teníamos enfrente! Estaba como a quinientos metros de distancia e iba circulando por una rotonda. Ya no había tiempo para pararnos y sacar los chalecos. Era imposible que nos los pudiéramos poner a tiempo. Di la novedad y nuestra posición a toda la malla. No queríamos seguirlo, pues se estaba adentrando en una zona que no conocíamos bien. No sabíamos si estábamos siendo conducidos a algún lugar que le fuese favorable. Por ello decidimos cortarle el paso interponiendo nuestro coche en su camino. Lo interceptamos. Yo me tiré del coche casi en marcha para intentar hacer algo. No funcionó, nos dio esquinazo y prosiguió la huída. Ni que decir tiene que desde que lo vimos y nos pegamos a él íbamos con los pirulos puestos, o sea con la sirena y las luces del puente prioritario. Volví a dar por la radio la posición que ocupábamos y la ruta que seguíamos en la persecución. Después de eso tomamos la decisión de embestirle con nuestro patrullero. No quedaba otra opción». Lo consiguieron: lo sacaron de la vía de circulación mediante una colisión lateral por roce negativo (circulando en el mismo sentido de la marcha) y ambos vehículos quedaron parados y pegados uno al otro en el arcén.

Tan pronto el agente más veterano (que conducía) se pudo apear del coche, se apresuró a conminar al contrario. Dirigiendo su pistola hacia el conductor, le ordenó que pusiera las manos sobre el volante para hacerlas visibles y lo instó a que se entregara. Esto se produjo a una distancia de aproximadamente cinco metros, mientras progresaba en dirección al hostil. Sin dejar de encañonarlo, se acercó hacia su objetivo buscando el ángulo que le permitiera llegar hasta su puerta sin ser un blanco fácil. Alcanzados los dos metros de separación entre ambos, el policía detectó que el hombre empuñaba una escopeta repetidora que, en parte, asomaba por la ventanilla del piloto. Comenta el policía recién estrenado como tal: «En ese momento oí un tiro. Traté de salir del coche, pero mi puerta no podía abrirse como consecuencia de la colisión que provocamos contra el otro automóvil. El lateral derecho de nuestro patrullero estaba en contacto con parte del costado izquierdo del otro coche. Con mucha dificultad me desplacé hasta al asiento vacío de mi compañero. No fue sencillo: me iba quedando enganchado al freno de mano y a la palanca de cambio, con la defensa, los grilletes y el radiotransmisor. A todo esto, yo todavía no sabía cómo se había producido el disparo que había sonado, ni sus consecuencias. Al final conseguí descender por aquel lado, por el contrario al mío. Nada más poner un pie en el suelo me topé de cara con el agresor. Lo tenía a dos metros de mí, casi encima. Sin mediar palabra dirigió la escopeta hacía mí y me disparó dos veces. Aunque me protegí con la puerta del coche, que era lo único que tenía a mano, me alcanzó en ambas ocasiones. Los plomos de los cartuchos atravesaron la puerta. Caí al suelo, pero rápidamente me levanté, desenfundé mi pistola e intenté repeler el ataque».

La reacción del policía fue súbita, pero no eficaz. Aunque de inmediato se irguió y se desplazó hacía la parte trasera de su patrullero para protegerse, aquel hombre siguió encañonándolo desde no más de cinco metros de distancia a la vez que profería amenazas de muerte e improperios. Durante este breve desplazamiento el funcionario apretó el disparador (gatillo) de su pistola sin necesidad de consumir tiempo en alimentar la recámara, pero el arma no hizo fuego aunque estaba presta en doble acción. Volvió a presionar el gatillo… y nada: los tiros no salían. A la vez que esto se producía, el atacante avanzaba hacía su objetivo intentando recortar distancia. Pero el agente tampoco permanecía estático y casi que daba vueltas circundantes sobre los dos vehículos, procurando mantener siempre una barrera física (sendos coches) entre él y el otro hombre. Se lo puso más difícil a su antagonista, al no ser un blanco inmóvil. En un momento dado consiguió vislumbrar que el problema de la pistola estaba en que, aunque llevaba un cartucho alojado en la recámara, había olvidado desactivar el seguro manual situado en la corredera. «Cuando fui consciente de cuál era el contratiempo, subí la palanca hasta la posición de fuego. Por fin, ahora sí pude soltar siete disparos rápidos justamente cuando me descerrajó el tercer tiro. No me dio, pero yo logré colocarle cuatro proyectiles en el pecho. No apunté con claridad, pero sí es verdad que el arma estaba perfectamente centrada en su torso. Murió allí mismo. Fueron unos segundos irrepetibles y brutales. Sentía como la adrenalina fluía dentro mí. El nivel de estrés era lo siguiente a máximo y parecía insuperable. Todo era muy confuso y cierto grado de incertidumbre se apoderó momentáneamente de mi cabeza. Fui consciente de mis heridas desde el principio. Nunca olvidaré el olor a carne quemada y la sensación de humedad que la sangre me producía al emanar e impregnarme el uniforme. Pero a pesar de todo, en mí floreció un “chispazo” de orgullo y euforia cuando abatí a ese tipo. Después, cuando todo pasó, sentí ardor guerrero y coraje a partes iguales. Durante algún tiempo pensé mucho en cómo sucedieron los hechos y me preguntaba continuamente si se hubiera podido hacer frente a la intervención de otro modo». El funcionario empleó la munición semiblindada que oficialmente le había sido adjudicada junto al arma y dos cargadores de gran capacidad, y todo ello iba sujeto al cinturón dentro de las correspondientes fundas reglamentarias confeccionadas con cuero.

Aquella primera detonación que el agente oyó desde dentro del coche, cuando aún no había descendido de él, se produjo mientras su compañero se aproximaba, pistola en mano, al turismo del sospechoso. Este policía sostiene que su propósito era hacerse con la escopeta, para dejar inerme al individuo. «Cuando ya estaba casi abordando el coche, me percaté de que el cañón de su arma asomaba por la ventanilla. Por un segundo pensé que podría tirar del tubo hacia fuera para apoderarme de la escopeta. Pero por suerte me di cuenta de que tenía metido un dedo dentro del guardamonte. Todo indicaba que iba a dispararme en cualquier momento. Su intención al esgrimir la escopeta estaba clara: no se iba a entregar. Yo no podía seguir allí delante por más tiempo, así que di unos pasos hacia atrás para evitar un tiro directo a cañón tocante. Casi no me dio tiempo... cuando sonó un disparo. Tuve suerte y no me alcanzó, hubiese sido casi a bocajarro. El impacto afectó a la barrera que nos separaba, o sea la propia puerta del coche. De todos modos, al apartarme lateralmente me salí un poco de la trayectoria de tiro, así que seguramente no me hubiese tocado plenamente. Ahí fue cuando definitivamente supe que tenía que disparar para defenderme. Lo hice. Gané algo de distancia y tiré directamente contra la puerta del conductor, donde justo detrás estaba sentado aquel hombre vestido con ropa de cazador».

Pero los astros estaban mal alineados ese día y la casualidad quiso que a este policía le ocurriera lo mismo que a su binomio: tenía el seguro de la pistola activado y aunque también trabajaba con la recámara alimentada no pudo hacer sonar su arma. Lo intentó en alguna ocasión más, mientras se ocultaba al otro lado del parapeto (los propios coches). Finalmente alcanzó a discernir que tenía algún problema con el funcionamiento del arma. Como él mismo no oculta, «los nervios me hicieron olvidar que la pistola ya estaba cargada. En la errónea creencia de que tenía que alimentar la recámara, tiré de la corredera varias veces hacia atrás. En cada una de aquellas acciones extraía un cartucho de la recámara, que era eyectado a través de la ventana de expulsión. Estas balas sin percutir acabaron tiradas en el asfalto, cerca de mí. Pero por más que dejaba una bala dentro, no salía el disparo al apretar el gatillo. Al final reaccioné y me percaté de que solamente había que quitar el seguro. Es increíble que algo tan evidente y sencillo se me pasara por alto. Mientras realizaba todo eso, perdí un tiempo muy valioso que se tradujo en que me disparara nuevamente. El tiro afectó al cristal de la ventanilla de la puerta del acompañante, precisamente donde yo me había puesto para protegerme y mantener cierta distancia. Fui alcanzado en el costado izquierdo, pero logré efectuar un disparo a dos manos, que no tocó el cuerpo del individuo. Cuando vio que yo estaba generándole un peligro, se dirigió a nuestro coche para atacar a mi compañero que en ese instante estaba intentando abandonar el patrullero». Como consencuencia de esto, el policía solamente sufrió lesiones leves consistentes en el enrojecimiento de la piel, en forma de pequeños puntos ensangrentados. Ni un solo perdigón penetró su piel tras pulverizar el cristal, aunque parte del uniforme quedó chamuscado por la deflagración, dado el escaso rango de tiro.

Como resultado final de la refriega, el policía que resultó herido de mayor gravedad tuvo que ser intervenido quirúrgicamente en dos ocasiones. Fueron dos los impactos recibidos, afectando uno a la parrilla costal derecha y el otro a la cadera del mismo lado. Gracias a que la munición empleada por el tirador era de la que se utiliza habitualmente para cazar aves y pequeños mamíferos, la posta proyectada se componía de perdigones de plomo de perfil muy fino. Aunque se recuperó físicamente lo suficiente como para poder llevar una vida normal, el agente tuvo que ser evaluado facultativamente para que se dictaminase si las secuelas derivadas le permitirían seguir en servicio activo. Muy a su pesar, el tribunal médico que estudió su caso decretó que los trece proyectiles que aún seguían alojados en su organismo —todavía están ahí— le impedían llevar a cabo una vida profesional saludable, eficaz y de calidad. Tuvo que abandonar el Cuerpo tras catorce meses de baja médica. Con cierta periodicidad es sometido a controles sanitarios de toxicidad, dado que un plomo permanece localizado en el hígado. Además de todo esto, sufre dolores musculares e hipersensibilidad en las áreas afectadas y presenta queloides (exceso de cicatrización exterior). También le ha sido diagnosticada una afección por granulomas, dada la existencia de cuerpos insolubles —los proyectiles— en varios órganos.

El fallecido resultó ser un lugareño de algo más de cincuenta años de edad, al que ninguno de los policías intervinientes había visto con anterioridad al incidente. Durante las posteriores pesquisas se supo que carecía de antecedentes policiales y penales. Trabajaba normalmente como albañil, si bien cuando se produjo el enfrentamiento se encontraba en situación laboral de desempleo. Era titular de la Licencia de armas tipo E, con la cual tenía guiada la escopeta protagonista del suceso y que normalmente usaba para realizar actividades lúdico-deportivas cinegéticas. De hecho, durante el levantamiento del cadáver le fue descubierta en la cintura una canana de cazador, «que estaba repleta de todo tipo de cartuchos del doce: de bala, de postas y de perdigones como los que nos disparó a nosotros. De todas formas, los de Policía Científica me dijeron que el tercer tiro que me dirigió, el que falló, posiblemente era de bala o de posta gorda». Fue precisamente un cartucho balero (con una sola bala) el que utilizó, minutos antes, contra la puerta de la vivienda de su hija. El finado procedía del mundo y la cultura rural y personas de su entorno familiar y vecinal lo definieron como un hombre muy rudo y terco. Se constató que horas antes había ingerido cierta cantidad de bebidas con alto contenido etílico. Las lesiones que los cuatro disparos del funcionario le infligieron fueron mortales de necesidad: afectaron directamente al corazón y a las áreas adyacentes. Todos los proyectiles produjeron orificios de salida, sobrepenetraron.

El más joven de los agentes confiesa que «no fui capaz de articular palabra con mi compañero mientras el tiroteo se estaba produciendo. Experimenté sensaciones nuevas, porque aunque yo sabía que él estaba ahí... no lo veía. Yo no quitaba mis ojos del cazador. Centré en él todos mis sentidos. Es más, cuando todo se acabó y llegaron más efectivos y las ambulancias, descubrimos que un ciudadano que pasaba circulando detuvo su marcha al ver lo que estaba pasando. Fue testigo de todo y posteriormente declaró en el juzgado, pero ninguno de nosotros llegamos a verlo en la escena durante el intercambio de tiros. Menos mal que ese muchacho en ningún momento se metió en las líneas de tiro, porque sin conocer su presencia en el lugar hubiésemos podido acabar hiriéndolo o matándolo. Pero sin embargo, sí que hubo un momento en el que mi binomio me habló, o sea que fue capaz de mantener la comunicación y el contacto visual conmigo. Recuerdo que gritó varias veces seguidas que me fuese para donde él estaba en ese instante, que era detrás del turismo del atacante». Como quiera que el incidente se produjo en un escenario diáfano y agreste, una carretera pedánea no transitada a esa hora, ni las balas perdidas de los agentes (cuatro en total) ni las que se excedieron en la penetración del torso del homicida (otras cuatro) pudieron llegar a producir lesiones a terceros.

En cuanto al entrenamiento que ambos policías poseían en relación al manejo de armas de fuego, el más veterano admite que aunque el programa anual de reciclaje contemplaba algunas sesiones más de tiro, él solamente pasaba dos veces al año por la galería para realizar sobre unos treinta disparos. Pero así y todo, cree que estaba debidamente adiestrado y mentalizado de que llegado el caso podría tener que disparar a alguien en su quehacer profesional. De lo vivido aquella tarde saca en conclusión que siempre merece la pena gastar un minuto en colocarse el chaleco de protección. Comenta que nunca ha ido armado en horas ajenas al servicio y que tampoco se ha planteado adquirir una pistola o revólver a nivel particular. No es una persona especialmente atraída por el armamento, la balística y el tiro. Pero piensa que de haber contado con un arma larga en sus manos ese día, tal vez hubiese conseguido intimidar a su adversario. Eso sí, a su vez reconoce que carecía de pericia en el manejo de las armas largas disponibles en su institución. «Las usé solamente una vez durante mi paso por la academia y de eso hacía ya cuatro años», señala. Al margen de las prácticas periódicas impuestas por la Administración (Jefatura del Cuerpo), en alguna ocasión había intervenido en jornadas extraoficiales de tiro.

El novato, por su parte, en su haber únicamente contaba con la experiencia académica. Dado que escasamente hacía un mes que había jurado el cargo y que estaba estrenando destino, no había tenido tiempo material para participar en las tiradas de reciclaje de la plantilla. Pero resulta significativo el dato de que tampoco intervino en ejercicio de entrenamiento alguno, durante los meses de prácticas previos a alcanzar definitivamente la plaza de funcionario. En lo que sí coinciden el ahora policía retirado y su ex compañero, es en que adoptaron la inmutable decisión de nunca más usar el seguro exterior de la pistola.

El protagonista que permanece en el Cuerpo en situación de activo se encuentra en la actualidad relativamente alejado de la calle. Ahora presta servicio en la Unidad de Atestados tomando denuncias y practicando diligencias. Pese a ello sigue portando el arma en condición dos, pero ya sin seguro. Significar que el cambio de unidad se produjo dos años y medio después del acontecimiento, tiempo durante el cual el funcionario siguió encuadrado en la misma unidad de patrullaje. Cuando con curiosidad es interpelado por los compañeros, les habla de las extrañas percepciones que experimentó: «La gente no se imagina lo violenta que es la dinámica de un tiroteo. Algunos muestran extrañeza al oírme decir que mi capacidad auditiva se redujo desde incluso antes de poder realizar mi disparo. Hay quien pone cara rara cuando le digo que todo lo viví como a cámara lenta. Quizá por ello recuerdo algunos pequeños detalles de la escena (agudización visual). Antes de poder disparar noté el “subidón” de adrenalina y justo después un bestial instinto de supervivencia se apoderó en mí. En las primeras veinticuatro horas no se me caía del pensamiento el delicado estado de salud de mi compañero. Durante la primera semana, cuando ya salió del peligro, me acompañó un extraño sentimiento que no me permitía conciliar el sueño con facilidad. A veces la angustia me hacía estar ausente. En alguna ocasión tuve conocimiento de comentarios y críticas nada halagüeñas que procedían de otros policías. Opinaban sobre la forma en que afrontamos la intervención. Con el tiempo asimilé y comprendí que era lógico y normal que la gente elucubrara y sacara sus propias conclusiones. Seguramente todos lo hacemos alguna vez. Es algo que debemos tolerar y que no debería molestarnos, porque insisto, todos pecamos de lo mismo cuando observamos cómo intervienen otros. Supongo que la prudencia en este sentido se obtiene cuando uno acumula experiencias reales de este calado y dramatismo».

Volvió al trabajo tras serle concedidas varias semanas libres para reponerse emocionalmente. Pero pasados tres meses del atentado, la ansiedad, la falta de apetito y algunos pensamientos y recuerdos persistentes de lo superado le hacían complicado, a veces, el día a día. Aun así no recurrió a ningún profesional especializado en salud mental. El apoyo familiar fue crucial para que pudiera salir del bache anímico en el que se encontraba. Le resultó muy positivo hablar de lo acaecido con sus seres queridos. También compartió sus sentimientos y experiencia con algunos compañeros y jefes, e incluso con amigos muy allegados que no pertenecían a la comunidad policial. «Detecté que entre mis amigos había algunos que no comprendían lo sucedido. Creo que es natural, ellos no son policías. No eran capaces de empatizar con nosotros, pero sus puntos de vista no afectaron a nuestra relación de amistad».

El otro funcionario, el que aquella tarde vio segada su carrera profesional y tantas ilusiones, padeció aflicciones muy similares a las del otro agente, pero a estas sumó cuitas particulares. Refiere: «Aunque mi esposa y los demás miembros de la familia me arroparon a la par que muchos compañeros, me sentí muy dolido con los comentarios vertidos por algunos medios de comunicación y por los amigos y parientes del hombre que murió. Me denunciaron por haber acabado con quien antes trató de arrebatarnos la vida a mí y a mi compañero. Por suerte fui asesorado jurídicamente a lo largo de todo el proceso. Durante meses me costó trabajo descansar por las noches. No solo me molestaban los dolores propios de las lesiones, principalmente la del hígado, sino que llegué a temer por mi seguridad y la de mi familia. Tuve que recurrir a los servicios de un gabinete de Psicología Clínica. También me quitaba el sueño el posible resultado judicial del caso, pero me convencí de que aquello no podía acabar mal: a todas luces fuimos proporcionados y actuamos conforme a la ley. Finalmente fui absuelto de todo cargo y nos premiaron y reconocieron, a los dos, con una condecoración con distintivo rojo. Lo cierto es que ni siquiera hubo juicio: el caso por la muerte se archivó al mes y medio durante las prácticas judiciales de Diligencias Previas».

A) VALORACIÓN DEL INSTRUCTOR

¿Qué decir, para empezar? Estamos ante otro incidente al que se le intuyen escenas espectaculares como las que habitualmente se reproducen y distribuyen en canales de televisión y medios digitales y que, casi siempre, muestran imágenes de policías americanos. Con el visionado de esos vídeos la gente, aquí, refuerza su distorsionada idea de que esas cosas nunca ocurren en España, que aquí jamás pasa nada, como se suele decir entre los propios policías. Recurrentemente se acude al «esto no es Brasil o Estados Unidos, ¿adónde vas con el chaleco antibalas puesto?». Por suerte en unos casos y por desgracia en otros, efectivamente esto no es Norteamérica. Pero en España, como ya se ha descubierto a lo largo de muchas páginas, se dan más incidencias armadas entre policías y delincuentes de lo que los propios integrantes de la comunidad policial imaginan.

Una de las muchísimas cosas que nos diferencian con aquel país es, en lo policial, el uso habitual y masivo que allí se hace del chaleco de protección. Como ya se expuso en el capítulo quince, aunque en América del norte (Canadá incluida) todos los policías se protegen con chalecos balísticos, también caen abatidos por armas de mayor potencia que la tolerada por las corazas o por impactos que interesan zonas desprotegidas del cuerpo. No obstante, son muchos más los que anualmente salvan sus vidas gracias a estas prendas. En España son muy pocos los policías que se dan una segunda oportunidad autoprotegiéndose contra las balas. En unos casos porque sus organizaciones no surten de blindajes a todas las unidades y, cuando lo hacen, suele ser de un modo tan escaso que no todos los integrantes disponen, siempre, de una prenda adecuada a sus características antropomorfológicas. En ocasiones, aunque sí se cuente con la opción de utilizar un chaleco digno, muchos renegarán de él por comodidad, dejándolo en el cuartel. Otros, como los agentes del caso que estamos desgranando, sí que deciden llevar consigo los accesorios de protección, pero no colocados sobre sus cuerpos sino depositados en el portamaletas del coche patrulla. Esto ya es algo, aunque poco. Luego están, y esto también se ha comentado en otros apartados de este libro, quienes los usan de modo intermitente para evitar ser escarnio de los comentarios de algunos compañeros y jerarcas. Pero lo cierto es que estos, los que más frecuentemente portan sobre sus cuerpos este tipo de complementos, suelen ser policías que han adquirido las prendas a título personal. Aunque particularmente lo mismo se procuran modelos exteriores que interiores, cada vez es más habitual ver versiones internas serigrafiadas con la leyenda «Policía». Esto permite el empleo visible y exterior de la prenda, lo que proporciona más confort que cuando se utiliza exclusivamente bajo la ropa.

Respecto al tallaje de las protecciones corporales balísticas colectivas (no asignadas individualmente), decir que la talla que en verano se amolda a un cuerpo puede que en invierno, con los ropajes propios de la estación, resulte excesivamente pequeña para el adosamiento al tronco del mismo usuario. En la misma cuenta se ha de caer cuando se adquieran blindajes diseñados para uso interior, pero que definitivamente se dotan de caracteres externos identificativos para darles uso exclusivo de visibilidad pública. En estos casos, la prenda cuya talla queda perfectamente ceñida a un tronco directamente sobre una simple camiseta (uso interior), resultará incómoda de portar cuando sea asignada a un empleo táctico exterior sobre la vestimenta habitual de servicio. Como es sabido, lo más común es que durante el tiempo que permanecen en servicio los chalecos, entre cinco y diez años por indicación general de los fabricantes, las personas destinadas a su empleo suelen ganar peso y volumen, por tanto también talla. Cuando no, en según qué casos, tales conceptos se pueden ver reducidos.

Los dos funcionarios heridos en este capítulo pudieron llevar colocados sendos chalecos desde que iniciaron el servicio, pero no lo hicieron. Seguramente actuaron así por hábito y comodidad, dado que el tiroteo se produjo en invierno e iban abrigados, como poco, con un par de prendas sobre las que hubiesen tenido que ponerse los chalecos exteriores reglamentarios. Destacar que ninguno de ellos era propietario de un complemento de esta clase, quizá porque creyeron que siempre dispondrían de tiempo suficiente para abrir el portaequipaje, si la situación se tornaba adversa. O tal vez porque en el área geográfica donde prestaban servicio no se producían habitualmente enfrentamientos armados. Pero no es del todo correcto esto último: la provincia en la que acaecieron los hechos no es el Chicago de Al Capone, pero anualmente se producen numerosos incidentes con armas de fuego. Es más, en este volumen se plasman varios tiroteos producidos por aquellas tierras y por otras limítrofes. Pero si bien es cierto que algunas zonas del país son más propensas que otras a regalar noticias sobre armas y muertes en confrontaciones armadas, no es menos verdad que las personas matan en cualquier esquina de cualquier pueblo, llueva, nieve o deslumbre el sol todo el año.

Rememorando los capítulos precedentes, un número muy reducido de policías admitió haber estado protegido balísticamente el día de su incidente. Una cifra algo mayor reconoció que en el coche de servicio transportaba al menos un chaleco, pero que por comodidad no lo llevaba colocado. Y los funcionarios del presente análisis manifiestan que los llevaban en el coche y que querían ponérselos, pero que no tuvieron ocasión de ello antes de que se desatase el intercambio de disparos. Es lo que tantas veces se ha dicho: los criminales no avisan con una campanilla de la hora y el lugar en el que van a atentar. Las cosas pasan, normalmente, cuando menos se esperan y el estudio que comprime estos veintidós capítulos es una buena muestra de ello. Por cierto, la inmensa mayoría de los encuestados no se planteó nunca protegerse para el servicio que prestaba. De cuantos policías han sido sometidos a entrevistas para completar este proyecto editorial, solamente uno fue alcanzado por un proyectil en el chaleco que lo cubría. Este funcionario es de los que siempre lo utiliza, sin importarle los comentarios injuriosos que a veces ha tenido que soportar de algunos compañeros, sobre todo cuando estuvo destinado en una plantilla distinta a la que pertenecía el día que se enfrentó a su homicida particular (este suceso no es titular de un capítulo del libro, si no que se comenta ampliamente en el cuerpo del análisis de uno de los enfrentamientos estudiados).

A tenor de la zona anatómica en la que ambos policías fueron alcanzados, de haber tenido los chalecos sobre sus cuerpos, y no en el maletero, no hubiesen resultado heridos. Especial énfasis hay que poner en el caso del agente que debió abandonar la Policía por imperativo legal, al perder capacidades físicas para permanecer en servicio activo, como consecuencia de las secuelas derivadas de los dos impactos recibidos. Independientemente de quién hubiese diseñado y fabricado las prendas que fueron discriminadas, éstas hubieran detenido, con total seguridad, los perdigones que contenían los cartuchos del calibre 12 que provocaron las lesiones. Cualquier confección homologada de nivel IIIA (el más usado en todo el mundo), como era la que estos policías no pudieron utilizar aquella tarde ante la premura de la intervención, habría absorbido eficazmente la energía de los proyectiles. En el capítulo que cierra la obra se reseña un incidente con este positivo resultado.

Prácticamente todos los fabricantes mundiales de armaduras balísticas publicitan que sus productos, al margen del material con el que estén construidos (existen diversas fibras y métodos de ensamblaje), protegen de las consecuencias de los disparos de escopeta, siempre que el nivel de homologación sea IIA, II o el anteriormente descrito. Por descontado que los niveles III y IV se comportan eficacísimamente ante esta munición, toda vez que están científicamente estudiados y destinados para absorber la energía de los proyectiles de fusilería, incluso de tipo perforante (nivel IV). Algunas de las fibras textiles desarrolladas para estos fines son: Kevlar, Spectra, Dyneema, Dragón Skin, GoldFlex, Twaron, etcétera. Reseñar que estos niveles de protección están definidos y establecidos por el National Institute of Justice (NIJ), un organismo norteamericano dependiente del Departamento de Justicia; pero países como Reino Unido y Alemania han creado sus propios sistemas, e incluso existe otro europeo.

Como norma general, se suele decir que los cartuchos semimetálicos de caza generan energías y velocidades similares a las de algunos calibres metálicos de rifle a cortas distancias, sin perjuicio de que los primeros sean de perdigón fino, posta o bala. Normalmente en estos rangos, entre cero y siete metros, la masa de postas y perdigones contenidos en el taco, todavía no ha iniciado su dispersión y se comporta como un proyectil compacto y macizo. Esto depende, básicamente, de la longitud del cañón del arma y de si ha sido instalado en él algún choke (elemento que estrecha o abre el ánima, en la boca, para variar el agrupamiento de los perdigones). Para hacernos una idea de lo que es capaz un cartucho semimetálico de cacería o de tiro al plato, vamos a reflejar algunos datos técnicos de la munición estándar más extensamente usada para caza menor en casi toda España. Las cifras serán comparadas, salvando diferencias y matizando algunos extremos, con las que arroja el calibre 9 mm Parabellum (cartucho metálico), que es el más ampliamente declarado reglamentario para las pistolas de las fuerzas del orden; y con el calibre 5,56 x 45 mm OTAN (.223 R), de uso oficial en los fusiles de asalto de nuestros ejércitos.

La munición del calibre 12 que más se consume entre los aficionados a la caza es, muy probablemente, la de 34 gramos del número 7. Esto puede variar según a qué región se asome uno, en virtud del tipo de piezas a cobrar más habitualmente en los cotos, lo que puede hacer que el usuario opte por un peso y número mayor o menor. Estamos ante un cartucho cargado con un promedio de 360 esferas de plomo, de 2,5 milímetros de diámetro cada una, que en conjunto alcanzan un peso de 34 gramos. Entacados sin iniciar su diáspora, los proyectiles pueden abandonar el cañón a una velocidad media de 405 metros por segundo (m/s). Alcanzado de lleno y a corta distancia un cuerpo humano por una de estas cargas, sin barreras intermedias que atenúen la velocidad y energía terminal, las lesiones podrían ser devastadoras independientemente del órgano afectado. Eso sí, a mayor separación entre el origen del fuego y el objetivo, las postas o perdigones se separan casi en desbandada, perdiéndose de ese modo, poco a poco, la energía inicial. Esto implica que a partir de los quince metros de distancia, aproximadamente (depende de las características del cañón montado en el arma), se vayan separando los proyectiles unos de otros en el espacio, dividiéndose la energía, así, por toda la superficie de impacto y por cada perdigón. En el supuesto real presentado, los dos policías fueron alcanzados previo impacto en la puerta del conductor y en una ventanilla (policía levemente herido), lo que sin duda redujo la gravedad de las lesiones, pese a que uno fue intervenido a causa de importantes desgarros internos.

Lo cierto es que es una verdad a medias que un disparo del doce genere la misma velocidad y energía que, por ejemplo, un cartucho del 5,56 x 45 mm OTAN (.223 R): 405 m/s y sobre 2.059 julios de energía (J) en el caso del calibre semimetálico que nos ocupa, frente a 950 m/s y 1.700 J en la versión M193 del cartucho militar. Con la punta SS109 de 5,56 mm (62 grain, gr) se aumenta insignificantemente la energía y se reduce del mismo modo la velocidad, cuando no se mantiene igual. Señalar que el proyectil OTAN para fusil y ametralladora ligera cuenta con un peso estándar de 55 gr, lo que equivale a algo más de 3,56 gramos (g). En cuanto al parangón con el Parabellum, éste, en su versión más normalizada, proyecta balas de 8.03 g (124 gr) a unos 350 m/s y 500 J de energía en boca.

Como ya hemos apuntado, la importante energía que desarrolla el cartucho del doce se reduce notablemente a poco que los proyectiles se distancian de su origen e infinitesimalmente entre sí, pudiendo calcularse que, en el caso del cartucho aquí tomado como referencia, cada uno de los 360 perdigones abandona el arma con 5,72 J de energía. Esto es lo netamente matemático, pero dado que en boca y durante un breve periodo espacial los perdigones permanecen cohesionados, desde el punto de vista balístico y a tenor de las experiencias estudiadas la masa actúa cual cuerpo macizo.

Aunque los actuantes fueron conociendo poco a poco algunos extremos sobre la incidencia que iban a atender, la primera información solamente hacía mención a un caso de presuntos malos tratos en el ámbito familiar. Este tipo de requerimiento, como los de las riñas familiares o vecinales, son muy habitualmente atendidos a lo largo de una jornada de trabajo policial normal. Si no se participan datos más profundos a los intervinientes, como sí ocurrió paulatinamente en este acontecimiento, los policías se personan en el punto comisionado sin adoptar mayores medidas de autoprotección que las que toman para cualquier otro llamamiento ciudadano.

Muchos servicios de este orden y perfil finalizan con desagradables desencuentros. Por mencionar alguno que acabara con disparos efectuados por los agentes de la autoridad, o contra ellos, referiremos la noticia que se produjo el 9 de mayo de 2010 en Güeñes (Vizcaya). A las once de la mañana dos policías de la Ertzaintza, cuerpo dependiente del Gobierno Vasco, acudieron a un domicilio donde una mujer solicitaba presencia policial, ante la conducta violenta que su marido estaba mostrando hacia ella. Una vez que la pareja de funcionarios llamó a la puerta de la vivienda, el marido de la requirente les abrió en actitud violenta y, sin pronunciar una palabra, se abalanzó sobre ellos con dos cuchillos en sus manos. Los funcionarios, por su parte, consiguieron responder al ataque con disparos de pistola, alcanzando al agresor en una pierna. Incluso herido de bala, el hombre pudo refugiarse en su casa. Minutos después fue apresado y atendido de sus heridas in situ, gracias a que la esposa facilitó a los policías las llaves de su morada (ella se había guarecido en la casa de una vecina).

Algo más reciente en el tiempo, el 17 de diciembre de 2011, también en la Comunidad Autónoma del País Vasco, en San Sebastián, agentes del mismo cuerpo de seguridad acudieron a un bloque de pisos donde una mujer se encontraba muy nerviosa porque su ex marido, con quien ya no convivía, le había amenazado de muerte a ella y a una vecina. La intimidación se produjo, según sostuvo la señora, exhibiendo una escopeta desde una ventana de la cuarta planta del edificio. Ella, en ese momento, se encontraba en la calle. Quien sí tenía residencia allí, con su progenitor, era la hija de ambos. Personados en el lugar varios ertzainas de Seguridad Ciudadana, éstos mantuvieron una conversación con el hostigador en el descansillo de la planta. El hombre, que permanecía dentro de la casa, estaba siendo convencido para que se entregase a la fuerza presente. En un momento determinado el varón entreabrió la puerta y, asomando brevemente la boca de fuego de una escopeta de caza, disparó. Como consecuencia del tiro, un agente de veintinueve años de edad, y uno de permanencia en el Cuerpo, fue alcanzado de lleno en el muslo izquierdo. El impacto se produjo casi a bocajarro y propició una herida de extrema gravedad, al afectar a la arteria femoral. El agente salvó la vida tras cuatro horas de intervención quirúrgica urgente, en la que se le practicó un baypass en la femoral y una transfusión sanguínea de cinco litros.

El tirador, que tenía cuarentaiocho años de edad, se atrincheró posteriormente en la vivienda, desde donde disparó más de treinta veces contra la Policía a través de una ventana que daba a la vía pública. Al menos un coche patrulla fue atravesado por un cartucho de bala, concretamente en el que había llegado a la escena el agente que resultó herido. Al parecer, desde un principio manifestó abiertamente su intención de atentar contra la vida de una vecina, a la que dirigía continuas amenazas de muerte. Sobre las cinco de mañana, tres horas después de iniciarse el tiroteo, la unidad especial de intervención de la Ertzaintza, la BBT (Berrozi Berezin Taldea), consiguió detener al homicida. Se da la circunstancia de que el arrestado era trabajador de la construcción en situación laboral de desempleado, como el fallecido en la historia protagonista del presente capítulo. Eso sí, este contaba con antecedes y había estado en prisión tiempo atrás. También, como el otro, tenía fama de violento entre quienes lo conocían y poseía licencia de armas para cazar. Destacar que contaba con antecedes por haber encañonado, también con una escopeta de caza, a una pareja del Cuerpo Nacional de Policía.

Recuperado emocional y físicamente, el ertzaina confiesa que no tuvo tiempo material para disparar: «Yo me encontraba completamente dispuesto a abrir fuego contra aquel hombre si la situación lo requería. Me había mentalizado para ello y por ese motivo portaba la pistola empuñada con ambas manos. Naturalmente, ya llevaba un cartucho en la recámara. Pero nada, no pude, no me dio tiempo a reaccionar de modo congruente. Recuerdo que vi como la puerta se abría breve y levemente para dejar asomar, por un segundo, la boca de fuego de la escopeta. Eso es lo que duró, un segundo y no más. Fijé toda mi atención en aquello. No pensé en nada. No hice nada, no pude: el cañón hizo que toda mi atención se concentrara en él. Focalicé mis sentidos en lo que me generaba riesgo». Este entrevistado sostiene que la acción lógica, y legalmente proporcionada, hubiese sido disparar nada más ver aparecer el cañón del arma del contrario, opinión que este autor comparte. Pero, como él mismo nos manifiesta, no pudo responder con coherencia, pese a tener meditada la posible respuesta y encontrarse con el arma presta en las manos. No solamente no disparó él sino que del mismo modo actuaron los demás intervinientes. En unos casos porque no tenían ángulo y en otros directamente por las mismas razones que el herido. Tampoco usaron sus armas los policías apostados en el exterior, quienes desde el edificio fueron tiroteados. «Creo que había miedo a devolver el fuego», sostiene el por aquel entonces novato policía. La esposa fue levemente herida por uno de estos disparos.

Sigue apostillando el agente lesionado: «Yo era el único que llevaba puesto el chaleco de protección balística. Era el de dotación en el Cuerpo. Pero el disparo vino directamente a mi pierna. ¡Qué mala suerte tuve! Tal vez porque iba protegido, me encontraba el primero de todos, a tres metros de la puerta. El impacto lo sentí, tras ver el fogonazo, porque lo vi perfectamente, como un brutal y violento desplazamiento del tren inferior. Noté como si me arrancara un trozo de carne. Todo esto envuelto, en aquel reducido rellano, de un ambiente de gritos y de olor a pólvora. Mis compañeros rápidamente empezaron a comunicar por radio, a grito limpio, que había un agente herido. Era como una película, pero de verdad. Todo lo percibía de un modo muy intenso». Comenta que debido a lo poco espacioso del lugar, amén de por ser un sitio cerrado, la detonación fue tan sorpresiva que dejó a todos los actuantes con un desagradable y ensordecedor pitido en los oídos. «Quedamos ahogados por el sonido».

El policía fue consciente desde el principio del alcance de su herida: «Vi como en el uniforme había un agujero y tras él, en mi muslo izquierdo, otro más. Veía salir un enorme chorro de sangre rojísima. Durante el periodo académico recibí cocimientos muy básicos sobre estas cosas, pero me sirvieron aquella noche: taponé la herida con mis propias manos. Sabía que la femoral estaba afectada, pero aunque metí los dedos ahí dentro... no era capaz de pinzarla. Sí que pude agarrar, con un fuerte pellizco, toda la zona carnosa adyacente. Parece que dio resultado porque se redujo la hemorragia. Sin medios es lo único eficaz que pude hacer. Así permanecí durante veintidós minutos, hasta que una patrulla me evacuó en un coche blindado hasta un punto acordado en el que una ambulancia me estaba esperando. No olvido la sensación de calor que desprendía mi sangre en contacto con mis manos. De no haber sabido qué estaba pasando, me hubiese preguntado qué demonios sería ese líquido tibio que me estaba empapando la ropa. Es un recuerdo inevitablemente imborrable, que me acompañará toda la vida. Tampoco olvidaré aquel chorro de fuego (el fogonazo) al que le clavé mis ojos». Sabía cómo aplicarse un torniquete (autoayuda médica urgente, muchas veces la mejor ayuda), pero optó por no hacerlo ante el riesgo de propiciar una inevitable amputación del miembro lesionado. «Me lo estaba haciendo un compañero con su cinturón, pero le dije que no presionara tan fuerte. Le temblaban tanto los brazos, por la fuerza que aplicaba y por los nervios, que seguro que no aguantaría mucho tiempo así. No obstante, tenerlo allí junto a mí me ayudó a sobrellevar la situación. Siempre estaré en deuda con él. Mientras nosotros estábamos tirados en mitad de un charco de sangre, otro policía no dejaba de apuntar con su pistola hacia la puerta, por si el atacante reaparecía». Cuando llegó al hospital, «agarré a un médico y le rogué que no me cercenara la pierna, que procurara salvármela. El doctor me dijo: Tranquilo, hoy en día para que haya que cortar una pierna tiene que estar realmente mal. Lo cierto es que eso me tranquilizó».

Señala que pocos días antes del suceso se había matriculado en un curso privado de tiro policial. Dada su escasa experiencia profesional (un año), no estaba mal: ya iba a realizar su primer curso de tiro y acababa de finalizar uno de defensa policial, cacheos y engrilletamientos, otro sobre bandas juveniles y uno de tipología delictiva en la sociedad actual. Recalca que si ya en aquel momento se preocupaba por su instrucción, en la actualidad no duda en cruzar el país para participar en eventos formativos. Sin duda alguna, aquella noche derrochó mucho valor y coraje. Demostró, pese a todo, gran determinación. Afortunadamente fue justamente condecorado.

Es sabido por todos, o debería serlo por pura lógica y sensatez, al margen de por el conocimiento científico, que ante la detección de un estímulo externo capaz de generar estrés severo, como es verse ante un persona desquiciada que con una escopeta dispara y amenaza de muerte, cualquier ser humano manifiesta cuatro grupos básicos de signos y síntomas de estrés: físicos, cognitivos, emocionales y conductuales. La aceleración del ritmo cardiaco y la elevación de la presión sanguínea son, posiblemente, de los primeros signos físicos que la propia víctima puede autoidentificarse. Tras estas señales se desencadenan, en serie, otras muchas, siendo la sequedad bucal una de las más sencillamente apreciables.

Para los lectores no es nuevo, a lo largo de tantas páginas se ha ido viendo: si los agentes estresantes son demasiado grandes o se prolongan en el tiempo, se producirán dificultades visuales, auditivas e incluso problemas respiratorios. A la par que todos esos cambios fisiológicos autónomos se ponen en marcha, el sistema hormonal del cuerpo se dispara de forma muy compleja pero eficaz. En los primeros instantes en que las hormonas y esteroides toman protagonismo tras su liberación, quien está experimentado la metamorfosis —un policía atacado en este caso— se hallará en un momento óptimo para tomar decisiones oportunas y acertadas, amén de que su memoria acumulará una buena cantidad de información relativa a lo que está sucediendo. Esto es lo que el austrohúngaro nacionalizado canadiense Hans Selye definió, en 1975, como eustress o estrés positivo.

Por el contrario, si la exposición a esas sustancias segregadas por el organismo es continua y extendida en el tiempo, la memoria se verá negativamente afectada propiciando posibles lagunas en la explicación de lo ocurrido. Este es un evidente signo cognitivo de estrés, como otros tantos que casi coetáneamente se podrían manifestar: pérdida de concentración, dificultad para tomar decisiones, pobre pensamiento abstracto, pérdida de orientación temporal y pensamientos fugaces y alterados. Esto quedó descrito por Selye como angustia o distress: mal momento para tomar decisiones importantes (estrés negativo). La conjugación de varios de estos signos hace complicado que la víctima coordine la información que conoce por aprendizaje con la que está percibiendo en la escena y, por tanto, las decisiones que tome pueden ser lentas y fuera de tiempo, a veces, cuando no inapropiadas y contrarias a su propio beneficio. Estas reacciones están asociadas a los síntomas emocionales y conductuales del estrés.

Para cuando se presentan momentos tan adversos, como los superados por los funcionarios atacados en la narración de este capítulo, existe en el reino animal una respuesta natural instintiva que busca la supervivencia mediante el combate o la fuga: «mecanismo de lucha o huida». Los Homo sapiens, como miembros de ese reino, no escapamos a ello. En 1932, el fisiólogo norteamericano Walter B. Cannon fue el primero en acuñar la expresión «lucha o huida». Pero recientes estudios llevados a cabo por la Universidad de California (Estados Unidos), publicados por la Asociación Americana de Psicología, demuestran que esto es así en todas las especies animales, incluida la nuestra, cuando el espécimen en cuestión es macho. «Hace miles de generaciones, huir o luchar en situaciones estresantes no era una buena opción para una mujer que estuviera embarazada o cuidando a sus hijos. Estas desarrollaban y mantenían alianzas sociales para conseguir suficiente capacidad para cuidar a múltiples crías en momentos estresantes», dice Shelley E. Taylor, director investigador del estudio. Esto viene a demostrar que la biología de las hembras es tan diferente a la de los varones, que las predispone para soportar mejor las emociones y los episodios altamente estresantes. Ellas no huyen o luchan tan fácilmente como ellos, sino que se adaptan para sobrevivir. Las hembras responden protegiendo y cuidando a sus crías y buscando el contacto y apoyo social de otros seres, particularmente de otras hembras. El estudio llama a esta respuesta, «cuidar y ser amigo». Los investigadores creen que esta actitud es un resultado de la selección natural.

En virtud de las pistas anteriores, los funcionarios que fueron víctimas del cazador no respondieron coherentemente en un principio, aun cuando desenfundaron con suficiente celeridad: olvidaron desactivar el seguro exterior de sus pistolas, cuando esta acción únicamente requería de una sencilla maniobra de elevación dactilar. Resaltar que sendas armas llevaban los seguros puestos a voluntad de sus usuarios. Los dos policías trabajaban habitualmente con la recámara alimentada y con los mecanismos de disparo en posición de doble acción. Esto es lo que se denomina condición dos de portabilidad, tanto si se usa el seguro manual como si no, dado que muchas armas carecen de él. En evitación de embarazosos despistes de este tipo, muchos instructores recomiendan no emplear el seguro o directamente adquirir armas carentes de dicho dispositivo. Por cierto, algunos de estos modelos de pistolas desprovistas de seguros exteriores son los más usados por la Policía de medio mundo. Infinidad de cuerpos locales españoles también los emplean, junto con alguno autonómico, amén de varias unidades especiales.

Estos agentes no solamente no controlaban sus respuestas en relación a aquello que sabían y que tenían aprendido, sino que llegaron a verse atrapados por un importante grado de desorientación. Eran conscientes de que articulando mínimamente hacia arriba el dedo pulgar de la mano fuerte —la que empuña—, sobre la aleta del seguro, inmediatamente hubiesen obtenido disponibilidad de fuego. Era algo que habían entrenado en el campo de tiro y sobre lo que habían meditado. Hacer lo contrario supondría una temeridad. Nunca es acertado usar mecanismos o herramientas que no se conocen y dominan, sería violar una norma básica y fundamental de seguridad y sentido común. Pero cuando aquel hombre los tiroteó a corta distancia, a la vez que los insultaba y amenazaba, no pudieron resolver la situación con la misma eficacia y celeridad que en los entrenamientos contra siluetas inanimadas de papel. Como ellos mismos nos han contado, consumieron unos segundos esenciales. Montar varias veces la pistola para alimentar la recámara cuando ya lo estaba (el novato solamente lo hizo una vez), hasta que por fin dedujeron cuál era el problema a solventar (quitar el seguro), supuso que uno de los policías resultara gravemente herido. Ejercicios de manipulación en seco son siempre aconsejables para ganar destreza manual y mental, a la vez que seguridad personal y conocimiento del arma.

El policía que presentó heridas de escasa relevancia sostuvo ante varios compañeros, como él mismo puso de manifiesto en los cuestionarios y las entrevistas concedidas a estos autores, que sintió la irreal percepción de que lo acontecido se produjo ante él a «cámara lenta». Este fenómeno se presenta frecuentemente en personas que han sobrevivido a situaciones en las que sus vidas se encontraban seriamente amenazadas, tanto en el curso de enfrentamientos como con ocasión de accidentes fortuitos. Varios policías de los que han aportado sus experiencias para la elaboración de esta obra experimentaron este fenómeno. La explicación se encuentra relacionada con aspectos funcionales del cerebro, que ya fueron plasmados en el capítulo nueve y que ahora se amplían (Fernando se explaya al respecto en otras páginas, brindándonos un punto científico mucho más cualificado). Cuando obramos cognitivamente, o sea en momentos exentos de peligro, la información captada sigue varios pasos en su proceso de asimilación hasta que la amígdala cerebral actúa tomando decisiones. Son pasos lógicos y meditados, por así decirlo, que siguen un camino predeterminado, ordenado y cronológico por diversas estructuras y terminaciones cerebrales: órgano sensorial detector (los ojos normalmente), el tálamo, la corteza cerebral y la amígdala.

Sin embargo, frente a una persona hostil y armada, como el escopetero que encontró el final de sus días en este capítulo, el cerebro de este policía —también el del otro, aunque a este respecto no respondiera nada significativo en las entrevistas— ordenó a los cuatro órganos reseñados que ahorrasen tiempo, recortando el camino, para que la función amigdalina se manifestara antes. En estos casos, se dice que la respuesta cerebral deja de ser cognitiva para convertirse en emocional: ante la premura de responder a un acto desfavorable, el tálamo asume la competencia que hasta ese momento ejercía la corteza cerebral, también llamada córtex. La vía de respuesta es ahora más rápida, es la llamada del camino corto o camino bajo. Es un procesamiento urgente de la información obtenida. Debido a esto, y dado que los acontecimientos realmente se producen exteriormente a un ritmo normal, la persona estresada experimenta esa percepción de «cámara lenta». Pero lo cierto y verdad es que la activación cerebral es tan elevada e intensa (velocidad), en momentos de esta naturaleza, que esa diferencia es la que provoca la falsa sensación de ralentización.

Ya resulta una pesadez insistir, pero no por ello se puede obviar: las balas semiblindadas que emplearon estos funcionarios provocaron exceso de penetración, en el cuerpo del individuo objeto de los disparos. En realidad solamente produjeron este negativo efecto los proyectiles de uno de los agentes, pues solamente fue él quien consiguió impactar sobre el destinatario de las descargas. El agresor falleció como consecuencia de cuatro tiros del total de siete que efectuó el policía, frente al único cartucho consumido por su compañero, el cual no tocó el blanco. Si peligrosas para terceras personas fueron las balas que mataron y abandonaron el cuerpo, más todavía pudieron serlo el resto, las que no alcanzaron su fin. Balas perdidas. Ocho proyectiles volaron por la escena en busca de un punto de impacto definitivo. La mitad llegaron donde debían, pero prosiguieron un errático camino con algo menos de energía que el resto, aunque, en cualquier caso, todos conservaban capacidad lesiva. Por suerte, el escenario no fue una calle peatonal urbana, plazoleta o centro comercial cualquiera y se mostró ideal para una confrontación de esta dimensión. Y no hay que olvidar otra cosa, también el abatido efectuó un disparo de escopeta que no tocó a los agentes. De haber querido el azar que los hechos se produjeran en plena urbe, ¿adónde hubieran ido a detenerse tantos proyectiles?

B) VISIÓN DEL PSICÓLOGO

Cuando un policía se imagina a sí mismo participando en un enfrentamiento armado, seguramente son muchas las imágenes y los escenarios que pasan por su cabeza, en los que puede verse interactuando con mayor o menor fortuna. En las posibles escenas que toman forma en su mente, el agente se verá más o menos seguro o respondiendo mejor o peor a la situación. Sin embargo, de lo que podemos estar casi convencidos es que en esa «preparación mental» no se verá corriendo, intentando ocultarse para salvar la vida o siendo incapaz de disparar al haber olvidado quitar el seguro del arma.

La realidad de lo que ocurre en la calle sorprende al propio policía, al que en ningún momento se le ha explicado que no se pueden diseñar, a priori, los escenarios en los que van a tener lugar los enfrentamientos armados. Recordemos que la sorpresa ha sido una de las emociones más comúnmente verbalizadas por los protagonistas de esta obra. Tal vez esto sea así porque en esa primera confrontación se ha producido una disonancia entre lo que el policía esperaba que ocurriera (y, sobretodo, cómo iba a ocurrir) y lo que realmente sucedió. No es lo mismo verse en la línea de tiro de la galería, que en la línea de fuego de la realidad de la calle.

Cuando las expectativas que manejamos sobre un evento (lo que esperamos que vaya a ocurrir) difieren significativamente de lo que posteriormente ocurre, ello funciona en detrimento del tiempo que tardamos en encontrar y poner en práctica respuestas rápidas y eficaces que hagan frente a las nuevas demandas que se presentan.

En el presente capítulo, dos policías se ven inmersos en un encuentro armado con características que no hubieran imaginado ni en sus peores pesadillas. Es un enfrentamiento cuerpo a cuerpo en el que la prioridad la protagoniza salvar la vida a toda costa, algo que consiguen gracias a fuertes dosis de buena fortuna.

Si un enfrentamiento armado a distancia genera un estrés considerable, el combate en una situación de proximidad como la que expone este capítulo colapsa a los protagonistas una vez que se disparen todas las alarmas y se produzcan las reacciones psicofisiológicas necesarias para intentar conseguir salvarse.

Teniendo todo esto en cuenta, hay un comentario curioso en este capítulo. Uno de los protagonistas comentó, durante las entrevistas privadas concedidas a estos autores, que su jefe se había sorprendido cuando éste le dijo que durante la intervención había sentido miedo. Imagino que este tipo de comentarios responden al clásico cliché sobre el valor que se le supone o se le debería suponer a un policía. El funcionario policial, como cualquier otro ser humano, teme por su vida en situaciones críticas. Tampoco sabe qué va a sentir cuando se encuentre en el trance. Lo más lógico es, por tanto, que sienta miedo.

Se suele valorar la vivencia del miedo como algo negativo, como una lacra que no debería constar en el vocabulario de un policía. Error. El miedo, su conocimiento y manejo, son conceptos importantísimos que deberían formar parte del entrenamiento policial. Esto no es algo de lo que no haya que hablar o, que si se hace, solo se haga en términos «hormonales».

Otro comentario corto, pero muy interesante, que realiza uno de los funcionarios es: «Hay quien pone cara rara cuando le digo que todo lo viví como a cámara lenta. Quizá por ello recuerdo algunos pequeños detalles de la escena». Muchas personas que han vivido situaciones críticas en las que su vida estaba en juego refieren, posteriormente, que habían experimentado los acontecimientos como si pasaran ante ellos a cámara lenta. Los participantes en una confrontación armada no son una excepción. ¿Cómo se produce esta distorsión temporal que conocemos como cámara lenta?

Las personas miramos las escenas de forma activa. Los ojos se mueven buscando las partes interesantes de una escena y construyendo un mapa mental referente a ella.

La percepción de cámara lenta supone una percepción subjetiva del tiempo en donde las cosas parece que transcurren o se mueven a una velocidad más lenta de lo normal. Para el espectador de un enfrentamiento armado, por ejemplo, todo el incidente transcurre a una velocidad normal, mientras que al agente que se encuentra inmerso en él puede que le parezca que el tiempo está transcurriendo muy despacio. Actualmente se desconoce todavía si la percepción de cámara lenta es el resultado de una ilusión al recordar posteriormente un incidente cargado de emociones importantes o el resultado de otros procesos cognitivos.

Las investigaciones de David Eagleman sugieren que el tiempo no va a cámara lenta para una persona durante el curso de un incidente en el que se encuentra en riesgo su vida, sino que es únicamente la evaluación retrospectiva del evento lo que lleva a la persona a esa conclusión. Él y otros autores argumentan que los sucesos peligrosos y atemorizantes están asociados a recuerdos más densos y ricos. Cuanto más sean los recuerdos que tengamos de un suceso, más tiempo pensaremos que ha durado. Este fenómeno de la experiencia del paso del tiempo podemos observarlo en la velocidad con la que un niño valora que pasan las cosas y la forma en que lo hace un adulto. Cuando somos niños acumulamos infinidad de recuerdos de todas nuestras experiencias, mientras que la novedad se pierde cuando alcanzamos la edad adulta, guardando menos datos de cada experiencia. Esta es la razón por la que cuando llega el final del verano al niño le parece que ha pasado muchísimo tiempo y, en cambio, el adulto tiene la percepción de que ha pasado volando.

Eagleman y otros colegas también opinan que no hay razones para creer que el tiempo subjetivo corra a cámara lenta durante un suceso peligroso. Especulan con que la participación de la amígdala en la memoria emocional puede hacer que valoremos el tiempo pasado con una duración más dilatada de lo que realmente fue y ello debido a que probablemente realizamos una codificación secundaria más enriquecida de los recuerdos. Esto significa que al volver a recordar el incidente crítico añadimos emociones e información que lo hacen más denso, llevándonos posteriormente a la errónea conclusión de que el suceso duró mucho más tiempo.

David Eagleman, profesor de neurociencias y psiquiatra en el Baylor College of Medicine de Houston, llevó a cabo un interesante experimento sobre la posible naturaleza de la percepción del paso del tiempo a cámara lenta. Junto con sus alumnos buscó una atracción de parque ferial que causara realmente miedo en los participantes de la prueba. La encontró: consistía en lanzar a una persona de espaldas al vacío desde una altura de casi cincuenta metros, aterrizando en una red de seguridad. Los participantes no iban sujetos a cuerda de seguridad alguna, mientras alcanzaban una velocidad de ciento doce kilómetros por hora, en una caída de tres segundos de duración.

El experimento tenía dos partes. En una, el investigador pedía a los participantes que calcularan, con un cronómetro, el tiempo de caída del resto de los saltadores. Después pidió que reprodujeran el tiempo que estimaban que habían durado sus propias bajadas. En general, cada participante calculaba que su caída había durado un treintaiséis por ciento más que las del resto.

Sin embargo, para determinar si durante la percepción de cámara lenta las personas somos capaces de ver más cosas a la vez, Eagleman y sus colegas diseñaron un mecanismo llamado «cronómetro perceptual» que colocaron en las muñecas de los voluntarios. Unos números luminosos parpadeaban en la pantalla del reloj. Los científicos ajustaron la velocidad a la que parpadeaban los números hasta que iban demasiado rápido como para poder verlos.

Eagleman y sus colaboradores postularon la teoría de que, si la percepción del paso del tiempo realmente se ralentizaba, el parpadeo de los números parecería lo suficientemente lento como para que los participantes pudieran leerlos durante la caída libre.

Encontraron que los saltadores eran capaces de leer los números durante la caída, cuando se presentaban a velocidad normal; pero que no podían hacerlo cuando la velocidad de presentación numeral era mayor de la normal. La paradoja del experimento era que, aunque no pudieron leer ningún número a mayor velocidad de presentación, a todos les pareció que su caída había durado más de lo que realmente había durado. La respuesta a esta paradoja se encuentra en que la estimación temporal y la memoria se hallan entrelazadas, según explica Eagleman: los voluntarios simplemente pensaron retrospectivamente que su caída había durado más.

Este estudio permitió a los investigadores deducir que la percepción del tiempo no es un fenómeno único que va más rápido o más lento. Lo que ocurre es que cuando miramos atrás recordando un suceso, nos parece que ha durado más.

Tras una experiencia como la vivida por los dos agentes del presente caso, no resulta extraña la presencia de consecuencias psicológicas y físicas. El paso del tiempo, y en ocasiones la ayuda profesional, son suficientes para aliviar estos síntomas. Se ha comprobado que la recuperación psicológica de los policías se dificulta, fundamentalmente, por la incomprensión demostrada por los mandos y compañeros del afectado. Cuando las fuentes de apoyo más relevantes fallan, las dudas del agente se multiplican, haciéndole dudar de su actuación, repasándola y preguntándose una y otra vez si obró correctamente.