CAPÍTULO 20

SOLO PENSABA EN SALIR VIVO

El ánimo que piensa en lo que puede temer,

empieza a temer en lo que puede pensar.

FRANCISCO DE QUEVEDO (1580-1645)

Escritor español

Verano. Solamente había pasado una hora desde que se hubo iniciado el turno de tarde de aquel jueves tan caluroso. La ciudad contaba con una población de algo más de veinte mil habitantes y gozaba de los servicios que prestaban dos cuerpos de seguridad. Uno disponía de veinticinco agentes y el otro sumaba una fuerza efectiva de cuarenta funcionarios. Una ratio aceptable, teniendo en cuenta los escasos índices de criminalidad realmente conocidos en la localidad, al margen de las cifras estadísticas dadas a conocer por la Administración. Con dos trienios de antigüedad en la Policía y veintiocho años de edad, este funcionario no se podía imaginar lo que minutos después le depararía el servicio. La organización a la que pertenecía disponía, a esa hora, de ocho agentes uniformados de servicio. Seis estaban destinados a labores de radio-patrulla, pero dos de estos policías se hallaban circunstancialmente en las dependencias policiales, cuando se precipitaron los hechos. Uno de ellos era él. El otro cuerpo de seguridad también contaba con varias unidades uniformadas desplegadas en el turno de la tarde.

Sobre las 16:00 horas el agente fue requerido por funcionarios de la otra fuerza con competencia en la demarcación, quienes le participaron, al igual que al resto de compañeros de su cuerpo —por la emisora se comunicó a toda la malla—, que una persona se había fugado de prisión y que estaba localizada en las inmediaciones. La información parecía totalmente veraz, algo que no siempre ocurre en circunstancias de naturaleza similar. A veces la información es errónea porque se suministra extemporáneamente, o porque alguien elucubra o conjetura precipitadamente. Esto es algo que ocurre con relativa frecuencia. La comunicación de un cuerpo al otro se convirtió en requerimiento de apoyo, para que ambos colaborasen, mutuamente, en la detención del evadido. Sostiene el agente, ahora mando en la misma institución, aunque con destino en otra plantilla: «Nos llamaron por teléfono a la Sala Operativa de Servicio, a la Central. Solamente nos dijeron que se trataba de un varón de aproximadamente cuarenta años de edad, que conducía un coche. Según el informante el sujeto posiblemente se encontrara cerca de nuestra base, donde yo estaba precisamente en ese momento. Salí rápidamente a la calle con mi compañero. Allí nos encontramos con un mando del otro cuerpo. Estaba pateando la zona, tras haber aparcado su patrullero en las cercanías. En eso que una persona nos requirió, dijo haber visto a un hombre sospechoso saltar un puente e introducirse en un aparcamiento. Era un parquin descubierto, de dos plantas, que distaba de nuestra posición unos quinientos metros. Constituimos dos parejas mixtas, cada una con un agente del otro cuerpo. Yo me fui con el que mandaba, con el jefe del turno. Ambos accedimos a pie al recinto por zonas distintas, uno por la entrada y el otro por la salida. Divididos abarcábamos más área. De pronto alguien nos comentó que había visto al individuo dentro de un turismo de una marca concreta. Yo fui el primero en verlo, estaba estacionado bajo una enorme higuera. Cuando le di el alto policial fue cuando el otro compañero se percató de que yo lo tenía ya localizado. No nos comunicamos entre nosotros, a esos efectos». Esto de la no comunicación con el partner es muy normal. Quien se encuentra ante una potencial fuente de peligro se centra tanto en ello que no es capaz de coordinarse, muchas veces, ni consigo mismo. Mientras pasaba eso dentro del aparcamiento, en los exteriores del recinto patrullaban, en coche, agentes de ambos cuerpos.

A estas alturas de la intervención, los requeridos como refuerzo del dispositivo de búsqueda no conocían la identidad del fugado, ni el motivo por el que se hallaba cumpliendo la condena quebrantada. Datos que sí poseían los compañeros que habían girado la llamada petitoria de apoyo. Los otros tampoco pidieron razón de tales extremos, colaboraron… y punto. Con la precaución que el sentido común dicta en estos casos, los dos policías desenfundaron sus armas, revólver del calibre .38 Especial el patrullero que dio primero el alto al sospechoso y pistola semiautomática de 9 mm Parabellum el mando intermedio del otro cuerpo. «Después de hacerle conocer mi presencia en el lugar, con el consabido “alto Policía”, le pedí que me mostrara las manos. Se encontraba sentado en el asiento del conductor, pero tumbado, de lado, sobre el del acompañante. Trataba, así, de impedir ser visto desde el exterior. Me clavó una mirada que aún no he podido olvidar hoy. Seguía sin obedecer la orden que, presa de los nervios, le estaba dando a grito limpio. Yo estaba posicionado en un lado del coche, en el de la izquierda, cerca de la puerta del conductor. Continuaba viendo perfectamente al sujeto, pero no sus manos. Repetidamente le seguí ordenando que me las enseñara. Solamente quería que aquello no pasara a mayores, y de repente empecé a temer por mi vida. Solo pensaba en salir vivo de lo que allí pudiera pasar. En ese instante me di cuenta de que no sabía nada sobre esa persona, por ello surgió en mí el temor de que pudiese portar un arma de fuego. Todo esto ocurrió mientras lo tenía encañonado, a dos manos, desde no más de dos metros de distancia. Yo no quería que me dispararan, pero también me preocupaba tener que disparar yo». Había transcurrido sobre cinco minutos desde que entraron en el parquin, hasta que el hombre fue conminado para que se entregara.

Mientras eso ocurría, el otro funcionario se había situado casi a la misma altura que su compañero, solo que en el lado opuesto del coche, en el de la derecha. Haciendo ostentación de su pistola, también este policía ordenaba al evadido que mostrara las dos manos y descendiera del automóvil. Caso omiso es lo que hizo, algo a lo que los policías a veces se acostumbran, pero que siempre genera sentimientos de rabia y frustración en el desobedecido. Ante tal situación, y visto que el delincuente trataba de poner en marcha el motor de arranque del coche para huir marcha atrás —única trayectoria posible de escapada, tal cual era su ubicación en el recinto—, el funcionario que portaba la semiautomática comenzó a disparar intimidatoriamente al aire, para seguidamente hacerlo también contra el capó del turismo. Por las mismas causas, pero seguramente también por imitación —este efecto está estudiado—, el otro descargó tres veces su cuatro pulgadas contra el coche: «Disparé las tres veces con el revólver en simple». Esta característica denominación que hace referencia a la longitud del cañón, cuatro pulgadas en este caso, se utiliza en la definición de los revólveres para catalogarlos dentro de un segmento. Como si no estuviesen viéndose mutuamente, estando casi frente a frente el uno del otro, los dos disparaban sus armas contra el automóvil en dirección el uno del otro, aunque desde ángulos que en principio hacían indicar que no provocarían impactos directos más que en el chasis del utilitario.

No oculta y reconoce que «no me percaté fehacientemente de la presencia del otro policía hasta que inició su serie de disparos. Seguramente ya estaba allí situado antes de que su pistola sonase, pero yo estaba tan centrado en el conductor que hoy sé que fui víctima de lo que se denomina efecto túnel. Lo fui durante la realización de los disparos y en los instantes inmediatamente posteriores a finalizarlos. No sé si sería por este efecto, o quizá porque ciertamente fue así, pero no recuerdo que en el entorno existiera presencia alguna de civiles en ese momento. Menos mal. Sí que pude ver como el otro agente fracturaba el cristal de la ventanilla delantera de su lado. Para ello usó la empuñadura de su pistola, una de doble acción (DA) con cargador de quince cartuchos. Tras varios golpes consiguió hacerle un agujero al cristal, introduciendo parte de su cuerpo por él, a fin de tratar de agarrar al individuo. Todavía hoy lo sigo viendo como una tremenda temeridad. Finalizado todo esto, este compañero necesitó asistencia médica por las lesiones menos graves que presentaba en uno de sus brazos. Manifestó que se las había producido el conductor con una navaja, pero la verdad es que yo no vi ni el arma blanca ni la agresión».

Un vehículo estacionado en la misma planta de la escena del suceso fue alcanzado por un disparo. Según era la ubicación del coche dañado se pudo garantizar que el tiro lo recibió por la acción del agente que portaba la semiautomática, pero el proyectil no fue hallado. «Lo que no se consiguió asegurar, a ciencia cierta, es si los daños se produjeron por un rebote o por un impacto directo —puntualiza el agente—, porque el compañero también disparó cuando el coche estaba ya circulando y abandonando el lugar». Si bajo la influencia del coctel de hormonas que generan estas situaciones ya es complicado acertar sobre un objetivo estático, más aún lo es si el blanco se mueve.

Este policía reconoce que desde que pasó por aquello tomó más conciencia del peligro. Empezó a extremar las medidas de seguridad y autoprotección, siempre que cualquier situación le hiciera sospechar que estaba ante una posibilidad más o menos cierta de tener que emplear su arma. Hasta entonces no había reparado en ciertos detalles o factores que desde ese momento, ya sí, identificaba como caracteres de riesgo. Con posterioridad incluso participó en otra intervención en la que tuvo que intimidar, a sospechosos, con disparos dirigidos al aire. «Una noche nos llamaron porque se habían visto movimientos extraños en una gasolinera que estaba cerrada al público en ese momento. Solo expendía en horario diurno. A toda velocidad nos acercamos al lugar, con las luces apagadas. En la pista de la estación de servicio entramos con el motor en punto muerto —sin engranar marcha alguna con la palanca— para no hacer ruido. Encontramos un butrón por el que salieron, en ese preciso momento, dos hombres que resultaron ser ciudadanos extranjeros. Emprendieron veloz huída y saltaron por la parte posterior de la gasolinera. Se adentraron en una zona de matorrales. Mi compañero y yo los perseguimos. En vista de que estaba perdiendo el contacto visual con uno de ellos, que era el que había enfilado desde el principio, y que aquello estaba oscuro como la boca de un lobo... efectué dos disparos al aire: mi perseguido se tiró al suelo de inmediato y pudimos detenerlo, pero el otro huyó». El funcionario matiza que no tuvo pudor por realizar los disparos porque dada la hora que era, madrugada, y el lugar, despoblado, era muy improbable que existieran civiles merodeando o transitando por las inmediaciones. Tampoco casas o áreas urbanizadas. Del mismo modo, manifiesta que ha intervenido en al menos dos servicios más en los que otros agentes, pero no él, dispararon sus armas. En la actualidad sus desempeños y quehaceres profesionales están alejados de la calle.

El sospechoso del primero de los casos aquí narrados consiguió, definitivamente, poner en marcha el vehículo y huir raudo del lugar. Aunque se intentó perseguir al individuo, sin perder el contacto visual con él, no fue posible. Fueron ordenados controles de carretera en todos los puntos de salida de la ciudad y en otras vías interurbanas cercanas, pero fueron infructuosos. Una vez que se asumió que la detención ya no era posible en la localidad, por tenerse la certeza de que el individuo se encontraba ilocalizable fuera de ella, todos los integrantes del improvisado dispositivo se desplazaron a dependencias policiales, a fin de instruir las pertinentes diligencias para su posterior remisión a la autoridad judicial. Tomaron especial protagonismo en estas actuaciones —la toma de declaración, en sí— los dos policías que hicieron uso de sus armas de fuego. Fue en los momentos previos al inicio de las manifestaciones ante el instructor del atestado, «cuando mis compañeros y yo conocimos la identidad del tiroteado». La relación entre los dos cuerpos policiales no era especialmente buena o brillante, solían darse episodios de envidias y celos profesionales. A nivel de jefes continuamente se discutían temas competenciales, «eso siempre afectaba al buen entendimiento entre los que estábamos en la calle. Nos manipulaban... y nos dejábamos manipular, todo hay que decirlo». Hasta ese instante los datos de filiación del huido habían sido obviados u omitidos por quienes los conocían. Se trataba de un peligroso individuo que años atrás había acabado, a puñaladas, con la vida de su exesposa. El asesinato lo cometió dentro del establecimiento abierto al público en el que la víctima trabajaba dispensando mercancía. El hecho de que ese día se encontrara en la localidad obedecía a que allí vivía su hija, a la que tenía intención de visitar: no la veía ni tenía contacto con ella desde que fuera apresado y encarcelado por el abyecto crimen.

Comenta el agente: «Aunque estoy seguro de que los disparos intimidatorios estaban legalmente justificados, y que ningún reproche judicial se podría desprender de ellos, el compañero del otro cuerpo me dijo, justo antes de comenzar la toma de declaraciones, que no se me olvidara decir que yo era el que había disparado. No tengo claro si es que quería escurrir el bulto ante cualquier eventualidad, o es que el estrés que la situación nos generó le hizo olvidar que fue él quien primero abrió fuego, y además de forma superior a mí. Yo solamente disparé tres veces con mi Llama Martial —marca y modelo del revólver, fabricado en Vitoria, empleado por él—. Tuve que recordarle, más bien convencerlo, de que él también había disparado en al menos cuatro ocasiones. Menos mal que oficialmente no lo negó u ocultó, porque cuando el automóvil fue recuperado y entregado a la Policía Científica, esta lo procesó y halló en su interior proyectiles blindados de 9 Parabellum y de plomo del .38 Especial (en el primer caso se usaron puntas de 124 gr. de peso y en el segundo de 158, lo estándar en sendos calibres), disparados con nuestras armas. Mi revólver fue requerido por los compañeros de la científica, a fin de efectuar los oportunos análisis de balística comparativa».

El agente que había agotado el 50 por 100 de su munición, el del revólver —el arma tenía una capacidad de seis balas—, admite que no cayó en la cuenta de reponer los tres cartuchos que había gastado. Por suerte no tuvo que disparar nuevamente tras finiquitar este servicio: se antoja contrario a toda lógica hacer frente a cualquier situación con únicamente tres disparos posibles. «Por aquel entonces llevaba un cartucherín —bolsita cerrada y sujeta al cinturón— con otros seis cartuchos de repuesto», apunta el funcionario. Cree que el otro compañero tampoco recargó su arma, cambio de cargador por tratarse de una pistola. En cualquier caso, el segundo policía no se encontraba en situación precaria. De haberse iniciado una nueva situación hostil grave, o reiniciado súbitamente la anterior, contaría con una cantidad interesante de cartuchos en el cargador, toda vez que su arma podía albergar hasta quince balas y solamente había consumido cuatro. No obstante, muchos policías no alimentan sus depósitos con el máximo de munición que pueda entrar en ellos («depósito» es otra forma de denominar al cargador, al igual que magazine, en algunos países), según las especificaciones del fabricante. Algunos profesionales trabajan con una o dos balas menos en los cargadores, para aliviar así la tensión del muelle. Es triste y vergonzoso, pero hay quienes los llevan al 50 por 100, alegando en defensa de tal costumbre que el arma pesa demasiado. Esto último es muy frecuente entre quienes han recibo armas pesadas y de doble capacidad, tras llevar años trabajando con pistolas más livianas que usaban cargadores monohilera, normalmente de ocho cartuchos.

Durante algún tiempo, el episodio vivido por este funcionario fue objeto de interés por parte de sus compañeros, los cuales insistentemente le hacían preguntas sobre qué sintió, cómo actuó, dónde apuntó, etc. Él nunca tuvo reparo en conversar de ello con los policías que lo interpelaban, ya que estos y sus jefes siempre le mostraron buenas dosis de apoyo y comprensión. No se sentía mal hablando de ello. De hecho se incorporó con normalidad a su turno de servicio al día siguiente. «A mi jefe le conté que pasé miedo. Se sorprendió. Me dijo que me tenía por un tipo duro, pero no lo dijo jocosamente ni con sorna, sino derrochando interés por conocer mi estado físico y emocional. Fue muy humano y educado».

A este policía le llama la atención el hecho de que al compañero del otro cuerpo, que accidentalmente alcanzó con un disparo un coche ajeno al incidente, le otorgaran una felicitación pública por su actuación. Pero no por ello cree que él también la mereciera, porque de hecho no la recibió. Aunque en la institución se sintió arropado, en el seno de su familia es donde más calor encontró. Lo que se ve en las películas es falso, nunca es plato de buen gusto disparar contra alguien, aunque esto se haga de modo disuasorio. Para colmo, no había hecho sonar su revólver ante cualquier caco —del griego kakos, malo— de tres al cuarto, se trataba de un convicto evadido que, además de haber acabado con la vida de su antigua compañera sentimental, todo hacía indicar que también había herido a un funcionario. «Pasé las primeras veinticuatro horas repasando lo que había sucedido. En mi cabeza todo aparecía como un álbum de imágenes diapositivas de la intervención. Sí que viví malos momentos cuando presté declaración en sede judicial, en presencia del abogado defensor del acusado y de su señoría. Pese a que fui asesorado sobre cómo responder, la forma de preguntar del letrado, su tono al dirigirse a mí y el hecho de verme ante un juez, me hizo pasar muy mal rato. Por la forma en que me preguntaba el letrado, y por los comentarios de otras personas, tengo claro que el que no se ha visto en una situación drástica, con disparos de por medio, no se puede imaginar qué y cómo se siente un policía en esas situaciones».

Igual que cuando se produjo el uxoricidio, parricidio en el argot y tratamiento jurídico, esta operación policial fue ampliamente seguida por los medios de prensa locales, regionales y nacionales. En la radio y en los periódicos se dijo que el asesino había huido hacia alguna provincia limítrofe, situada en una comunidad autónoma también fronteriza. Pero lo cierto y verdad es que el criminal fue detenido en la misma ciudad en la que segó la vida de la madre de su hija, dentro de su propia comunidad y muy cerca del lugar donde se produjo el suceso aquí expuesto. El arresto lo llevaron a cabo agentes de otro cuerpo de seguridad distinto a los que hasta el momento habían actuado. Para ejecutar esta definitiva intervención se extremaron las precauciones, dado que ya se sabía, con hechos contrastados, hasta dónde era capaz de llegar el requisitoriado. Fue empleada una unidad especial de asalto. Después de todo lo que había hecho, este hombre resultó ser un obrero que carecía de antecedentes antes de matar a la señora. «Aunque antes de este incidente nunca había visto a esta persona, y el homicidio solamente lo conocía a través de la televisión, radio y prensa escrita, en sede judicial tuve ocasión de conversar con los tíos carnales de la hija de la interfecta, quienes ejercían como tutores legales de la menor».

El policía todavía se pregunta si realmente pudo hacer algo diferente a lo que hizo aquella tarde. Cree que no. Cada vez que ese pensamiento recurrente aparece en su cabeza se responde a sí mismo que no pudo hacer otra cosa, dado los medios materiales de que disponía en ese instante. «Recuerdo todo lo que pasó como si hubiese ocurrido ayer. Y tengo claro que hoy volvería a intervenir del mismo modo», sentencia. También piensa que el haber tenido en sus manos un arma larga de fuego no hubiese variado el resultado final del incidente. Portar escopetas, u otro tipo de armas largas, no es la solución divina que a veces reclaman algunos sectores de la comunidad policial.

Apunta el funcionario, «no sé si aquello fue un detonante, o qué, pero lo cierto es que desde que acaeció el suceso me conciencié y busqué mayor formación general y profesional. Me impliqué más en el ejercicio profesional. En este tiempo he cursado estudios universitarios, lo que me ha permitido ascender en el Cuerpo y tomar posesión de un cargo de mando con cierta responsabilidad. Con respecto a mi entrenamiento con el revólver, debo admitir que no era todo lo bueno que se podía desear. Era deficitario: solamente entrenábamos dos veces al año, consumiendo unos cincuenta cartuchos por convocatoria. Se podría haber hecho mucho más, puesto que teníamos galería de tiro propia. De todos modos, yo tenía un arma particular con la que varias veces al año entrenaba por mí cuenta, unas cuatro o cinco. Hacía, y sigo haciendo, un poco de tiro deportivo de recorrido, pero cada vez dispongo de menos tiempo para ello. Soy árbitro de tiro y he arbitrado competiciones policiales a nivel internacional. Empecé con una Glock 17, pero ahora uso una Steyr que he cambiado a un compañero de otro cuerpo, por una Glock 26 que también tuve». Aunque todas las armas de titularidad personal que ha poseído son perfectamente válidas para defensa, también la actual, jamás las llevó encima hallándose franco de servicio, «soy de los que piensa que no es necesario ir armado cuando no se está trabajando. Por cierto, poco tiempo después de este suceso nos renovaron el armamento en todo el cuerpo y se nos suministró una moderna pistola del calibre 9 mm Parabellum, con cargador de quince cartuchos de capacidad. Tampoco llevo nunca el arma reglamentaria si no es en mi horario laboral».

A) VALORACIÓN DEL INSTRUCTOR

En este capítulo son varios los aspectos que pueden y deben ser analizados, aunque alguno de ellos muestre, quizá, una cara un tanto chirriante, amarga y políticamente poco correcta. Como el propio policía protagonista del episodio manifiesta, el efecto túnel hizo presa en él. En otros pasajes de este volumen (capítulos tres y nueve) ya se señalan numerosas connotaciones de funcionalidad negativa que afectan al sentido de la vista, cuando las situaciones de estrés de supervivencia hacen que la fisiología tome el control de las acciones del ser humano. ¿Es lo que pasó aquí con respecto a la presunta agresión con navaja, dentro del habitáculo del coche? La respuesta no se conoce, al menos no cuenta con ella quien dice que jamás vio ni la navaja ni la agresión. Cierto es que su ángulo de visión no era el más oportuno para ver, desde la posición que ocupaba, lo que estaba ocurriendo en el otro margen de la escena. ¿Mintió el funcionario que dijo que sus lesiones le fueron infligidas con una navaja? Seguramente no, toda vez que un médico forense (médico legal que estudia y valora toda lesión o enfermedad que tenga alguna implicación judicial) debió examinar el brazo del agente. La demostración de compatibilidad de una herida con un tipo concreto de arma, es una de las importantes funciones de apoyo judicial que prestan estos facultativos.

Teniendo presente que el agente que no resultó herido sí recuerda perfectamente que el otro uniformado introdujo su tronco en el interior del automóvil y que tal acto lo pudo realizar tras romper con su pistola (se trataba de un modelo que pesaba más de un kilogramo) uno de los cristales, cualquiera podría pensar que las heridas localizadas en la extremidad superior pudieron ser provocadas por restos o fragmentos del susodicho cristal violentado. Pero lo dicho, seguramente cualquier especialista en medicina forense podría certificar si la herida se pudo producir, o no, con la hoja de un arma blanca o accidentalmente con algún material circunstancial (cristales, por ejemplo).

Por cierto, los disparos dirigidos contra vehículos, tanto a las lunas como a sus componentes chapados, perfectamente pueden producir rebotes con capacidad lesiva e incluso letal. Como contra casi cualquier superficie sobre la que se tire se podrían presentar rebotes, según fuese el ángulo de impacto. El tipo de proyectil empleado no determina nada en este sentido, aunque pueda parecer otra cosa. Esto es fácilmente constatable mediante la creación del escenario oportuno en el campo de tiro. Pocos cursos de tiro policial o intervención demuestran esto a los alumnos, pero al menos debería hacerse referencia a ello en las lecciones teóricas académicas. El proyectil blindado que afectó a un vehículo presente en la escena de este episodio, y que no tenía implicación alguna con el sujeto objeto del servicio, pudo perfectamente proceder de un rebote aunque también de un impacto directo, como el propio agente sugirió.

¿Adoleció de falta de cooperación policial esta operación? Podría parecer que no, a tenor de que los dos agentes primeramente requeridos para prestar apoyo en el improvisado despliegue se entregaron totalmente. Tanto es así que uno de estos funcionarios disparó contra el coche del criminal que había quebrantado su condena por homicidio, siendo este, además, el primero en conminar al susodicho delincuente. Fue el que lo localizó. El principio de cooperación recíproca al que se refiere el artículo 3 de la Ley Orgánica 2/86 de 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpo de Seguridad, obliga a todos los cuerpos de seguridad a cooperar los unos con los otros y los otros con los unos: «Los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad ajustaran su actuación al principio de cooperación recíproca y su coordinación se efectuará a través de los órganos que a tal efecto establece esta ley». Tal principio, el de cooperación recíproca, ha de ser exigido y aplicado no solo por imperativo normativo, sino por ética y eficacia en aras del bien de la sociedad, del bien común. La misma norma jurídica vuelve a incidir en la cooperación en su artículo 12.2, pero esta redundancia se circunscribe, exclusivamente, a las fuerzas estatales: Guardia Civil (GC) y Cuerpo Nacional de Policía (CNP). No en vano ambos cuerpos se entroncan en el mismo ministerio, el del Interior. Además, hasta hace relativamente poco tiempo compartieron incluso director general: desde de 2006 a 2012.

Nuestro policía se queja, subliminal y tácitamente, de que pese a que desde el principio fueron informados de que el buscado se encontraba en un área determinada y se compartieron los datos obtenidos in situ sobre las características del coche, el grado de peligrosidad del sujeto fue hurtado, distraído. Ocultado. ¿Por qué no se transfirió tan importantísimo detalle? Se podría especular con dos motivos. Quizá tres, pero la tercera razón, que sería el olvido o despiste, no es verosímil. En cualquier caso, el manido principio de cooperación recíproca debió imperar, por el bien de la comunidad. Esto, el participar todos los datos conocidos que legalmente pueden compartirse con otras fuerzas, por no existir secreto en las actuaciones, no siempre se produce. Sí, la cooperación recíproca no siempre se da entre las distintas fuerzas de seguridad, en operaciones menores o domésticas. Aunque ante los medios de comunicación siempre se diga todo lo contrario por parte de los políticos y los altos mandos policiales, la realidad es que se miente, se confunde y se oculta o camufla la verdad, en casi todas partes con casi todos los cuerpos.

En este episodio puede que se ocultara la verdadera naturaleza criminal del reclamado judicial, por dos razones fundamentales: celo de que los otros policías se entregaran fervientemente a la captura para anotarse el tanto, apareciendo como héroes ante la prensa y la sociedad; o recelo de que si los otros agentes conocían la peligrosidad del sujeto estos se vieran retraídos en su compromiso, por miedo a resultar heridos durante la detención. Que cada cual se agarre a la tesis que más le convenza, pero una de ellas es tan improbable como la tercera y potencial teoría expuesta en el párrafo anterior (el olvido). Esto es, como se suele decir, «pisarse la manguera entre bomberos».

Dicho lo anterior, y para que esto no parezca una cruzada de los autores contra nadie, porque no lo es, no se puede ocultar que cuando de operaciones de gran trascendencia se trata sí que se suman esfuerzos entre todos los cuerpos, compartiendo información y medios humanos y materiales. Por nombrar dos sonados sucesos, frescos en la memoria de todos, en los que cuerpos estatales y autonómicos se unieron eficazmente para resolver homicidios, recordaremos el caso de las dos mujeres asesinadas en Hospitalet de Llobregrat (Barcelona) el 5 de octubre de 2004; y el del hombre muerto a golpes el 11 de abril de 2010 en Tudela (Pamplona).

En el caso de Hospitalet de Llobregrat, dos agentes en prácticas del CNP fueron violadas y brutalmente asesinadas en el mismo apartamento. Se trataba de Silvia Nogaledo García, de veintiocho años de edad, y de María Aurora Rodríguez García, de veintitrés. Ambas eran oriundas de la provincia de León, de Noceda del Bierzo, la mayor, y de Toral de los Guzmanes, la otra. Compartían apartamento. Silvia estaba destinada en la comisaría de Castelldefels y Aurora en el distrito barcelonés de La Verneda. Joan Unió, mayor de los Mossos d´Esquadra y máximo responsable del cuerpo, al que le correspondió la investigación de los dos crímenes, informó de inmediato a José López Rodríguez, jefe superior del CNP en Cataluña. Aunque en esa localidad la competencia policial investigadora (Policía Judicial) ya estaba asumida por el cuerpo autonómico catalán, Unió ofreció al cuerpo estatal su participación en todas las diligencias indagatorias. La colaboración acreditó humanidad y profesionalidad por las dos partes, obteniéndose de ello la máxima eficacia. Incluso la GC participó, dado que a un sargento del Cuerpo, destinado en Toledo, le llegó una confidencia que le daba con precisión el paradero del violador homicida. Este resultó ser Pedro Jiménez García —dato conocido por los investigadores desde muy pronto, del que desconocían su paradero—, quien tenía treintaicinco años edad y había pasado parte de su vida en prisión por numerosas violaciones a mujeres. No había trascurrido tres días desde que se consumaran los crímenes de las dos agentes cuando ya había sido apresado. El arresto lo llevaron a cabo unidades de la Benemérita de Gerona y del cuerpo catalán, produciéndose físicamente el arresto, de forma conjunta, por un guardia civil y un mosso. La detención oficial se la anotó la GC, para posteriormente entregar el detenido a la Policía Autonómica. (Carlos Berbell y Leticia Jiménez: Los nuevos investigadores, Ed.: La esfera de los libros, Madrid, 2012).

En la madrugada del 10 al 11 abril de 2010 fue asesinado, en localidad navarra de Tudela, Javier Martínez Llort. Tenía treintaidós años de edad. El crimen se produjo con un listón de madera, arrancado de un banco en una céntrica plaza de la localidad, con el que la víctima fue varias veces golpeada en la cabeza. La escena del crimen fue procesada por la Policía Científica de la Policía Foral (cuerpo autonómico de la Comunidad Foral de Navarra). El caso le correspondía a ellos, pero como el CNP contaba con la declaración de algún testigo, cosa que también los autonómicos tenían, ambas fuerzas cooperaron estrechamente en las pesquisas. Como resultado de todo lo actuado, tres varones de origen magrebí fueron detenidos: Mourad Kamla, Abdelkader Guelta y Jaled Houcine. Finalmente fueron condenados a penas de dos años y medio Mourad, quien vigilaba mientras los otros robaban y quitaban la vida a Javier Martínez; Jaled a once años y medio, por sujetar a la víctima mientras el tercero le daba un cabezazo; y Abdelkader a dieciocho años y medio, como autor material de los golpes que acabaron con la existencia terrenal del tudelano. (Carlos Berbell y Leticia Jiménez: Op. Cit.).

Como quiera que han sido mencionados los nombres de dos cuerpos de seguridad competentes en concretas comunidades autónomas, y estas organizaciones policiales generalmente son menos conocidas que los cuerpos estatales y locales, vamos a detallar algo sobre este tipo de instituciones armadas de naturaleza civil, especialmente de la Policía de Cataluña y de la de Navarra.

El cuerpo de los Mossos d’Esquadra tiene un nostálgico pasado histórico, pero nos centraremos muy someramente en su existencia durante el siglo XX y el actual (desde 1721 ya existían ciertas organizaciones catalanas de seguridad, no profesionalizadas). En 1939, cuando finalizó la Guerra Civil Española (1936-1939) con la victoria del bando nacional o del general Franco, el cuerpo fue disuelto. Antes de ello, la institución sobrevivió a los numerosos cambios políticos de España y de la propia Cataluña: durante el reinado de Alfonso XIII (1886-1931) la institución vio peligrar su futuro. Durante la dictadura del general Primo de Rivera (1923-1930) el cuerpo se mantuvo activo e incluso estuvo bien visto como una «expresión catalanista bien entendida». En octubre de 1934, cuando se proclamó el Estado Catalán, el Cuerpo de los Mossos d’Escuadra fue fiel al presidente de la Generalitat y el Ejército desarmó a sus agentes y se renovó totalmente el cuadro de mando.

En 1950, en plena era franquista, los mossos resurgieron mediante la creación de una unidad tipo sección. El cuerpo renació para cubrir la vigilancia de las instalaciones y edificios propios de la Diputación Provincial de Barcelona. La sección fue puesta en marcha bajo disciplina militar, mediante un decreto del Ministerio de la Gobernación, actual Ministerio del Interior. En 1980, ya en la España constitucional, la sección de los mossos que pertenecía a la Diputación fue transferida al Gobierno catalán. Esa minúscula unidad fue, en 1983, el embrión del que nació el actual cuerpo de Policía de Cataluña. El Estatuto de Autonomía de Cataluña, de 1979, ya preveía la creación de un cuerpo propio de seguridad.

Navarra es otra de las comunidades autónomas que poseen un cuerpo propio de policía y que, como los cuerpos de Cataluña y País Vasco (Ertzaintza), cuenta también con un pasado preconstitucional. La Diputación Foral venía asumiendo la competencia de la vigilancia, control y ordenación del tráfico desde 1841. Cuerpo de Policía de Carreteras fue la denominación que le dio la Diputación Foral de Navarra, en 1928, a la corporación que ahora estamos tratando, la actual Policía Foral. Entre 1941 y 1960, en pleno régimen del general Francisco Franco, la organización varió su nombre y competencias. En 1964 ya obtuvo la denominación hoy vigente, pero siempre fue un exiguo cuerpo con no más de veinte funcionarios.

Poco a poco esta institución armada y civil fue perdiendo competencias y sentido de existencia, pues sus funciones policiales fueron asumidas, plenamente, por la Guardia Civil a través de sus unidades de tráfico. Fue en 1985 cuando la Policía Foral despegó hasta ser, pasito a pasito, un cuerpo de policía integral. No pudo ser antes, a la par que los otros cuerpos referidos, por asuntos de aplicación de normas jurídicas en las que no vamos a entrar ahora.

Más recientemente, en 2010, se creó la Policía General Canaria, un cuerpo de seguridad dependiente completamente del Gobierno de esa comunidad autónoma. Hay que significar que la Ley Orgánica 2/86, mencionada en páginas anteriores, dispone que las comunidades autónomas podrán recabar, del Cuerpo Nacional de Policía, unidades policiales de adscripción a los gobiernos regionales. Esto podrá hacerse incluso cuando los propios estatutos de autonomía contemplen la posibilidad de crear cuerpos autóctonos. Se podría recurrir a este mecanismo cuando se careciera de capacidad financiera suficiente para fundar una fuerza propia, o bien si no se contara con cultura policial genuina en la comunidad. Numerosas comunidades poseen actualmente unidades adscritas, si bien tienen reducidas sus competencias a menores (traslado de menores detenidos), medio ambiente, ordenación del territorio, protección de autoridades y edificios propios de la comunidad, juego y apuestas. Andalucía, Aragón, Principado de Asturias, Galicia y Valencia son las comunidades autónomas que, a día de hoy, se sirven de la opción de poseer policías que funcionalmente dependen de ellas, pero que orgánicamente lo hacen de la Dirección General de la Policía. Aunque la ciudadanía llama a estas unidades «cuerpos autonómicos», no lo son.

Continuando con lo que se desprende de las manifestaciones del policía recogidas en este capítulo, este admite que aunque siempre ha poseído armas particulares válidas para funciones de seguridad personal, tales como varios modelos de la marca Glock, en calibre 9 Parabellum, jamás las ha portado consigo. Las adquirió para emplearlas, exclusivamente, en actividades deportivas. Pero además, significa, con cierta vehemencia, que no considera que él, como policía, tenga necesidad de ir armado en horas ajenas al servicio. Ciertamente tiene razón, cada cual sabe si tiene o no una especial necesidad de protegerse, más allá de hacer uso de las normas básicas de autoprotección que cualquier particular puede poner en práctica, aunque no se arme con una pistola. Como ya se refirió en el capítulo uno de esta obra, ir o no armado en horas externas al trabajo es un derecho y no una obligación.

Sin embargo, el artículo 5.4 de la Ley Orgánica 2/86, dice: «Dedicación profesional.—Deberán llevar a cabo sus funciones con total dedicación, debiendo intervenir siempre, en cualquier tiempo y lugar, se hallaren o no de servicio, en defensa de la Ley y de la seguridad ciudadana». Si en virtud de este artículo, amén de otros y de la ética profesional, un funcionario de policía debe actuar ante cualquier ilícito que detecte, incluso encontrándose fuera de servicio, y hasta de su demarcación territorial, será más seguro para todos, especialmente para el actor, que el que se entregue a la obligación legal impuesta por el Estado lo haga con las máximas garantías. Esto, a la par, redundará en una mayor eficacia. Es aquí, en estos casos, cuando algunos instructores entonan la cita que dice: «Mejor llevarla y no necesitarla, que necesitarla y no llevarla».

Se hizo un apunte al inicio de la exposición de los hechos (primera parte del capítulo) en el que se tocaba la ratio policial. Quedó señalado que los sesentaicinco policías de ambos cuerpos cubrían, aceptablemente, las necesidades de los veinte mil habitantes del municipio. Significar que hasta el momento no existe en España ninguna regulación normativa que de forma explícita asigne una ratio policial aunque, por el contrario, se conocen varias recomendaciones. Una de ellas proviene de una Directiva de la Unión Europea que recomienda una ratio de dos policías por cada mil habitantes; y otra emana de la Federación Española de Municipios y Provincias, la cual sugiere una proporción de un agente por cada seiscientos sesentaisiete ciudadanos.

Lo cierto y verdad es que cada núcleo geográfico poblado disfruta y padece circunstancias concretas que no tienen por qué ser iguales a las de otras zonas de la misma región. Así pues, lo recomendable sería estudiar pormenorizadamente cada situación, en atención a los siguientes factores fundamentales:

a) Geografía, dispersión urbana y demografía del municipio.

b) Estudio socioeconómico.

c) Características de las vías y del tráfico.

d) Estudio de la plantilla policial existente.

e) Número de cuerpos policiales que operan en la localidad.

El agente expone que, de haber tenido en sus manos un arma larga durante la operación, no hubiese variado el resultado final del incidente. Es posible. Pero todo hubiese dependido del tipo de arma y también de qué clase de munición hubiese disparado, y hacia dónde. Carabinas, subfusiles y fusiles de asalto seguramente hubiesen sobrepenetrado casi cualquier parte del coche (con mayor dificultad la zona del motor), dando pie, muy posiblemente, a importantes rebotes. Incluso dirigiendo los disparos a los neumáticos, y acertándolos, se hubiesen podido producir descontroladas trayectorias secundarias de los proyectiles. Una escopeta, sin embargo, hubiera hecho mejor papel a la hora de neutralizar el correcto funcionamiento de las ruedas. Con la adecuada munición, incluso convencional de nueve o doce postas, y dirigiendo bien el fuego a los neumáticos —cosa relativamente fácil dado que los policías estaban a distancia de contacto con el coche—, se hubiese ralentizado mucho la escapada del fugitivo.

Pero lo lamentable no es solamente que los policías no dispongan con facilidad de armas largas durante el servicio diario (excepción hecha cuando se trata de unidades especiales, antidisturbios o convencionales de contadas plantillas), sino que con estas se entrena muy poco, incluso en aquellas instituciones que cuentan con ingentes cantidades de ellas. Si de por sí se acude pocas veces al campo de tiro a entrenar con las armas principales, las cortas, y se consume poca o muy poca munición con ellas; con las largas, las horas y cartuchos a consumir en las prácticas se reducen notablemente. Encontrar agentes de policía hábiles y seguros en el manejo de sus pistolas es harto complicado, pero encontrarlos así con las largas es una quimera.

El Plan Nacional de Tiro (PNT) del CNP,  en vigor desde el 10 de julio de 1989, cuenta con cinco niveles de pericia, según la destreza de cada funcionario. Desde el nivel uno hasta el cuatro se describen ejercicios destinados a policías adscritos a unidades convencionales. Todas las prácticas oscilan, según nivel, entre los tres y los quince metros de distancia del blanco. El último nivel, el cinco, es específico para unidades cuyas características operativas requieran adecuar las prácticas a la problemática propia de su labor, uniformidad, armas, fundas o cualquier otra peculiaridad que les diferencie del resto. Aunque ha existido un intento de renovación del PNT, este no se ha llevado a término. El plan actual establece cuatro llamamientos anuales de entrenamiento con pistola (trimestrales), reduciéndose a tres en el estéril proyecto de sustitución. En cada sesión de reciclaje han de consumirse veinticinco cartuchos por tirador.

Con respecto a la escopeta del calibre 12, se prevén dos tiradas al año, pero esto no se refleja en el PNT, así como tampoco el consumo de munición por ejercicio y agente. El instructor de tiro de uno de los agentes del CNP que protagonizan este volumen, manifiesta: «El Plan Nacional de Tiro no es malo, pero ha de ser renovado en muchos aspectos. Lo peor de todo es que no se cumple al cien por cien en casi ninguna plantilla. Hay que ir abandonando algunas técnicas anticuadas y obsoletas y actualizar a muchos instructores. Es primordial incluir ejercicios de tiro en movimiento. También la combinación de fuego y el uso de la linterna hay que entrenarlos. Tampoco tiramos con guantes, cuando lo cierto es que muchos de los casos reales se producen en circunstancias que previamente han obligado al policía a llevarlos colocados. Es preciso entrenar en posiciones como las que adoptamos cuando estamos dentro de un vehículo, pero no se hace. Los jefes no se meten con que a veces a algunos compañeros les enseñemos cosas que se apartan de lo reglamentario, pero esto es algo que solamente hacemos unos pocos. Eso sí, quieren que tengamos recursos para poder explicar cualquier eventualidad que pudiera presentarse durante las prácticas»En la misma dirección incidía el Trabajo Fin de Máster que, en noviembre de 2010, presentó ante la Dirección del Centro de Formación del CNP Antonio M. Vílchez Torres, en la fase final de evaluación de su ascenso a miembro de la Escala Ejecutiva del Cuerpo.

Por seguir orientando sobre los programas anuales de prácticas de tiro en las fuerzas del Estado, significar que en la Guardia Civil esta materia se regula mediante la Orden General del Cuerpo n.º 9, dada en Madrid el día 10 de julio de 1995 (en junio de 2003 se modificó un punto que no viene a colación). Este documento obliga a todos los miembros del Cuerpo a participar obligatoriamente en cuatro ejercicios anuales de tiro con pistola y arma larga, en los que se consume una media de veinticinco cartuchos por agente y jornada de arma corta (noventa anuales) y bastantes menos cuando se dispara con subfusil o fusil de asalto (cuarentaicinco). En este caso existen tres niveles de tirador: básico, medio y selecto. Con la pistola las prácticas se realizan en rangos de siete, diez, quince, veinte y veinticinco metros, y con el resto de armas desde veinticinco, cincuenta y cien. Como no escondió líneas más arriba un instructor de tiro del CNP, tampoco aquí se cumple al completo la orden (varía, por diversas causas, según la comandancia y zona del país). Por ser el Cuerpo Nacional de Policía y la Guardia Civil las fuerzas que más miembros aglutinan de toda España, no se harán más referencias como éstas respecto a los demás cuerpos. Pero merece la pena apuntar que en número de agentes les siguen los cuerpos locales y autonómicos, respectivamente.

Resulta significativo y curioso que aunque el día del incidente el policía portaba su revólver en condición dos de portabilidad (recámaras alimentadas y en DA), disponiendo así de la ventaja de poder disparar de modo muy rápido y seguro, optó por amartillar para tirar las tres veces en simple acción (SA). Para obtener un disparo en DA, sobre el gatillo hay que ejercer, como poco, el doble de presión que en SA. Asimismo, el recorrido de los mecanismos internos es también mucho mayor, pero incluso así se consigue hacer fuego en menor tiempo que cuando se decide llevar el martillo hasta la posición retrasada de SA. El funcionario, obviamente, no se planteó usar la DA porque no se hallaba ante una situación de vida o muerte, toda vez que para retroceder el martillo invirtió unas décimas de segundo que, ante casos de máxima y total premura, nunca se pueden derrochar. A día de hoy trabaja con una pistola de acción mixta en condición tres, esto es, con la recámara vacía. Ahora, con la semiautomática, tiene que operar de modo similar a como lo hizo el día de autos, solo que en este caso no contará con más opciones. Para disparar tendrá que montar el arma, o sea hacer retroceder la corredera para posteriormente liberarla y que ésta introduzca el primer cartucho del cargador en la recámara, en su recorrido de obturación. Algo que sin duda no siempre podrá conseguirse de modo súbito, ante ataques imprevistos.

Por otra parte, no es infrecuente detectar casos de agentes que, sin problemas, prestaron servicio durante años con todas las recámaras del revólver alimentadas (cinco o seis como norma general en armas de defensa), y cuando les ha sido renovado el armamento y se les ha dotado de una pistola, que solamente cuenta con una recámara, alegan temor a llevarla con un cartucho presto para el disparo inmediato. Tampoco es anormal ver como algunos usuarios del arma de tambor dejan vacía una de las cámaras, concretamente la que corresponde al primer disparo. Una medida temeraria. Algo en lo que, sin duda, nunca pensaron con verdadero conocimiento sobre la dinámica de una confrontación. Con esto solo se consigue reducir más todavía la de por sí limitada capacidad de tiro del revólver, en aras de una irreal sensación de seguridad del propio usuario, ante la hipotética sustracción del arma por parte de un hostil. Quienes actúan de esta forma creen que si les es arrebatado el revólver, el delincuente tendrá menos opciones de dispararle con él, que perderá mucho tiempo (décimas de segundo) en volver a presionar el disparador para alcanzar la percusión del siguiente cartucho. Esto solamente otorga seguridad subjetiva al policía, un sentimiento falso de seguridad.

Por último, en la narración de los hechos se plasma que en el coche al que dispararon los dos agentes fueron hallados proyectiles de sendas armas utilizadas. En el caso concreto del revólver, dice el policía que proyectiles del calibre .38 Especial fueron encontrados tras ser procesado el automóvil por la Policía Científica. Sin duda, la balística identificativa-comparativa pudo poner de manifiesto que tales balas habían salido del ánima de su arma. Pero es digno de resaltar, por lo confuso y desconocido que puede resultar para los policías no expertos, que los proyectiles que monta la munición del calibre .38 Especial, son totalmente compatibles con los que se usan para cargar cartuchos del potente calibre .357 Magnum. Es más, literalmente son los mismos. El diámetro de estas balas es de 0,357 pulgadas, lo que trasladado al sistema métrico decimal equivale a 9,06 milímetros. Ahora un poco de historia sobre esta famosa y tan difundida munición. Ocurre que este calibre .38 nació mucho antes que el otro, concretamente en 1902 el de dos cifras y en 1935 el de tres. Como quiera que el mercado del recién nacido siglo XX estaba plagado de calibres con la popular denominación «treintaiocho» (.38 S&W Short, .38 Colt Short CF, .38 Long Colt, .38 Merwin-Hulbert, etcétera), los directivos de la casa Smith and Wesson (S&W), diseñadora del cartucho, decidieron redondear y acortar la cifra «357» —calibre o diámetro real de la bala— hasta la ya introducida en los circuitos deportivos y estamentos policiales, «38». Una cifra más corta y conocida resultaba más comercial, debieron pensar los responsables de la firma. Eso sí, le dejaron un nombre reconocido y familiar pero le cambiaron el apellido, bautizándolo como Especial para diferenciarlo del resto de cartuchos de igual denominación numérica.

Antes y durante la sangrienta época de los gansters norteamericanos, el calibre .38 nacido en 1902, el Especial, empezó a mostrarse débil en los numerosos enfrentamientos que los agentes de la ley libraban contra la delincuencia. Los impactos de estos proyectiles no siempre producían lesiones interesantes en los objetivos alcanzados. Esto hizo que los ingenieros de S&W se pusieran a trabajar para lograr algo más potente, pero a la vez fácilmente controlable en revólveres de los mismos pesos y tamaños que los que usaban cartuchos del .38 Especial. En 1935, de la mano del revólver S&W modelo 27, salió al mercado el primer arma que disparaba el nuevo y potente calibre .357 Magnum. Un cartucho tan apreciado hoy como en aquella época. Este superaba con creces al otro (hoy también, naturalmente). Podría decirse que el .357 es el hermano fuerte del anterior, o como algunos dicen bromeando, «es un treintaiocho ciclado con esteroides y anabolizantes».

En la mayor parte de los revólveres modernos recamarados para disparar cartuchos del .38 Especial, puede usarse munición marcada como .38 Especial +P y .38 Especial +P+. Estos son cartuchos del .38 Especial que han sido dotados, en fábrica, de una carga de proyección extra, minuciosamente estudiada. Sin que lleguen a ser tan potentes como los del .357, sí que superan con sus cargas picantes a los cartuchos estándar del centenario treintaiocho. Algunos expertos sustituyen los tambores del .38 por otros del .357, para de ese modo garantizarse la supervivencia del arma, ante el uso continuo de las suplementadas cargas del .38 Especial de potencia extra (+P y +P+). Tal vez fue Jim Cirillo, agente de la Policía de Nueva York, quien pusiera de moda esta práctica en los años setenta del siglo pasado, cuando entre otras armas utilizaba un revólver S&W modelo 10 al que cambiaba el tambor por el del modelo 19, del .357 Magnum.

El .357 Magnum nace del alargamiento de la vaina del .38 Especial, dándole ahora tres milímetros más de longitud. Monta exactamente el mismo proyectil, solo que para la carga de proyección se utiliza otro tipo de pólvora. Sus diseñadores, Elmer Keith y Phil Sharpe, tomaron el nombre Magnum de las botellas de champán de gran capacidad así denominadas. Es importante señalar que si bien en todos los revólveres fabricados para el .357 es perfectamente compatible el uso de cartuchos del .38 Especial, no es así a la inversa. De entrada, rara vez un arma del .38 permite cerrar el tambor con munición del otro calibre en él introducido: la mayor longitud del cartucho lo impide. No obstante, también es verdad que algunas armas diseñadas exclusivamente para emplear el .38 permiten el alojamiento de los largos cartuchos del .357, pero aun así no es recomendable dispararlos.

B) VISIÓN DEL PSICÓLOGO

En capítulos anteriores hemos tenido la oportunidad de conocer, de cerca, los efectos que tiene el estrés sobre el comportamiento del policía durante el curso de un enfrentamiento armado. A lo largo de las experiencias expuestas en este libro las distorsiones perceptuales se han presentado de manera consistente en todas y cada una de las historias narradas. ¿En cuántos entrenamientos policiales se hace referencia al papel tan decisivo de estas distorsiones en el desempeño policial durante incidentes críticos?

En el presente capítulo el policía protagonista desenfunda su arma reglamentaria para conminar a un sospechoso a abandonar el vehículo que ocupaba. Este agente fue consciente, a posteriori, que durante la intervención experimentó una distorsión perceptiva muy habitual, la visión de túnel, centrándose únicamente en el objetivo valorado como más peligroso e ignorando otra información presente en la escena. Él mismo lo comenta: «No me percaté fehacientemente de la presencia del otro compañero hasta que inició su serie de disparos. Seguramente ya estaba allí situado antes de que su pistola sonase, pero yo estaba tan centrado en el conductor […] pero no recuerdo que en el entorno existiera presencia alguna de civiles en ese momento».

La teoría del estrechamiento perceptual sugiere que a medida que el nivel de demanda de atención aumenta hacia un objetivo central y directo, se produce una correspondiente disminución en el área de visión que rodea el objetivo principal, perdiéndose la información que se encuentra en la periferia de dicho target. Cuando aumenta la excitación como consecuencia del estrés, también se produce un mayor estrechamiento en el foco de nuestra atención y la eliminación progresiva de la información procedente de zonas más periféricas del campo visual.

Para entender por qué se produce la visión de túnel, merece la pena que nos detengamos en lo que se conoce como la Reacción de Alarma Corporal (RAC) y que se refiere a las respuestas que se producen en el cuerpo como reacción a un cambio súbito e inesperado en el entorno, algo que generalmente tiene su inicio en las primeras fases de la amenaza a la propia vida. La RAC suele estar asociada al combate o a los encuentros violentos, como son los enfrentamientos armados. El cambio más inmediato que se produce en la visión, como respuesta a la RAC, es que el sistema de enfoque visual (acomodación) pierde su capacidad para mantener una focalización clara sobre objetivos que se encuentran a corta distancia. Durante los primeros segundos de la RAC no es posible, por ejemplo, enfocar claramente los elementos de puntería del arma. La atención y el enfoque visual del agente se dirigen hacia la visión lejana, hacia el infinito. Esta modificación de enfoque visual tiene un protagonista claro: el Sistema Nervioso Parasimpático (SNP), que deja de tener el control cediéndole el testigo al Sistema Nervioso Simpático (SNS). Este cambio en el equilibrio del Sistema Nervioso Autónomo (SNA) es el responsable de las modificaciones que se producen en el cristalino. Durante las primeras fases de la RAC, la forma de lente del cristalino se vuelve menos convexa, lo que hace que solamente los objetivos que se encuentran alejados puedan verse con claridad.

El SNA tiene dos ramas: el SNS y el SNP. Generalizando diremos que el SNS prepara al cuerpo para un enfrentamiento directo, incrementando la tasa cardiaca y transportando más sangre a los grandes grupos musculares. También aumenta el diámetro de las pupilas y se relaja el músculo ciliar (la contracción muscular ciliar tiene como consecuencia que el cristalino aumente su capacidad de refracción para poder enfocar objetos cercanos), forzando al policía a enfocar a larga distancia, tal vez porque esto le prepara para las amenazas que pueden venir desde rangos superiores.

El SNP nos permite estar relajados y equilibrados disminuyendo la tasa cardiaca y dejando que nuestra visión se enfoque en distancias cada vez más cercanas. El SNP nos ayuda a recobrar la homeostasis (el equilibrio del organismo).

Durante la RAC se producen una serie de cambios bioquímicos y hormonales. Un ejemplo lo tenemos en las glándulas adrenales, que segregan un grupo de hormonas, entre las que se encuentra el cortisol. De importantísimo valor es el aumento de los niveles de azúcar en la sangre que produce el cortisol. Este incremento de cortisol en el torrente sanguíneo también tiene como consecuencia una disminución de la memoria y del aprendizaje, además de propiciar anomalías en la atención. Estas variaciones en los niveles de cortisol pueden explicar, en parte, por qué en la memoria visual y atencional se producen cambios perceptuales, como el efecto túnel. Los seres humanos tenemos la tendencia innata a estrechar (centrar) la atención ante una amenaza y durante un episodio de estrés intenso.

Resultado de todo esto, las pupilas se dilatan para poder tener una visión más nítida, más agudizada en el centro del campo visual donde suele situarse el peligro, para poder discriminar mejor las amenazas o para saber por dónde hay que huir.

Cambios conductuales asociados a elevados niveles de estrés, como los que se observan en la RAC:

1. Estrechamiento del rango de atención y del abanico de alternativas percibidas.

2. Reducción en la capacidad de resolución de problemas.

3. Valoración pobre de las consecuencias a largo plazo.

4. Poca eficiencia en las estrategias de búsqueda de información en el entorno.

5. Dificultades para mantener la atención en los detalles finos discriminativos (muy importante para que un agente se anticipe a una posible amenaza).

6. Frente a un miedo intenso se puede llegar a perder, temporalmente, la coordinación viso-motora (por ejemplo, la coordinación ojo-mano). Pensemos en las consecuencias que ello tiene para el manejo de un arma de fuego.

La investigación actual describe el procesamiento visual —el viaje que la información hace desde la retina al cerebro— como un sistema de dos procesos: la Vía M y la Vía P. La Vía M es la más sensible a las formas visuales más grandes y a las imágenes que se mueven con rapidez. La Vía P es más susceptible a los detalles espaciales finos de las formas que se encuentran estáticas o que se desplazan muy despacio. Parece que la Vía P de procesamiento de información visual realiza un etiquetado central y detallado de los datos, mientras que la Vía M se encarga de la visión periférica de consciencia del movimiento, orientación y localización de las imágenes. Se supone que estas vías trabajan de forma sincronizada para procesar de manera eficiente la información visual, pero también cuando existe un estrés elevado se produce un desequilibrio entre ambas vías, de forma que una de ellas anula a la otra. La visión de túnel puede que esté más relacionada con el dominio de la Vía P y la inhibición de la Vía M.

La correcta identificación de señales en el entorno (como el comportamiento del sospechoso, por ejemplo) resulta fundamental para que un policía pueda anticiparse a una posible agresión. A raíz del incidente vivido, el protagonista de nuestro relato se implicó más en su entrenamiento, consiguiendo reparar en detalles y factores del entorno que le ayudarán, en el futuro, a identificar situaciones de riesgo potencial. Esto es algo que debería contemplar todo entrenamiento policial: mejorar las habilidades de atención de los agentes en situaciones de estrés.