CAPÍTULO 4
NUNCA VI EL ARMA
No basta saber, se debe también aplicar.
No es suficiente querer, se debe también hacer.
JOHANN WOLFGANG GOETHE (1749-1832)
Poeta y dramaturgo alemán
Un agente de policía de una ciudad de ciento setenta mil habitantes, con treintainueve años de edad y diecinueve de servicio, fue víctima de un atraco en una localidad vecina (cien mil habitantes). El peor lunes de su vida. El funcionario estaba franco de servicio e iba armado mientras se encontraba realizando gestiones personales en una entidad bancaria, vistiendo ropas de paisano: pantalón vaquero y camisa ligera de manga corta (casi estaba finalizando la primavera y hacía calor). Poco antes de las 14:00 horas salió del banco portando en sus manos una suma superior a los veinte mil euros. El dinero había sido retirado de su cuenta personal y estaba siendo trasladado, por él mismo, hasta otra entidad próxima al lugar (escasos metros de distancia). Su arma particular, una Glock 23-C calibre .40 S&W, siempre era portada por el funcionario en horas ajenas al servicio. La pistola solía ocultarla en la zona trasera del pantalón, casi siempre sin hacer uso de funda pistolera alguna. Como quiera que para acceder a la primera de las oficinas bancarias tuvo que dejar su arma en el cajero de seguridad existente a tales efectos en la entrada, el policía la volvió a recuperar justo en el instante en que abandonaba la sucursal para salir a la vía pública. Por las prisas y dado que en ambas manos portaba dos sobres repletos de dinero (apoyados sobre su torso), optó por recortar tiempo alojando el arma en la zona delantera de su cintura, bajo la camisa: región pélvica o del apéndice.
Tan pronto salió de la sucursal portando aquel capital, para tratar de acceder a la segunda entidad financiera, fue violentamente abordado por dos varones, uno de ellos de cierta corpulencia y envergadura. Ambos atacantes eran de nacionalidad extranjera y compatriotas entre sí. El primero de los sujetos agarró una de las bolsas contenedoras de dinero, a la par que el policía fue asido por detrás por el segundo agresor, el corpulento. Cuando la víctima advirtió fehacientemente que estaba siendo objeto de un robo con violencia, «me encogí sobre mí mismo, a fin de ponérselo difícil a los atracadores. En esa posición me encontraba cuando fuertemente fui tronchado por el asaltante de mayor tamaño. Sentí en ese momento un fortísimo dolor en la columna vertebral, a nivel lumbar. Mientras esto ocurría, el primero de ellos inició un nuevo ataque frontal contra mí». Al fuerte dolor percibido se le sumó una insoportable sensación de asfixia, que hizo que su visión se viese seriamente afectada: «Solamente veía puntos blancos y grises, acompañados de hormigueo en la cabeza y espalda». Nada se detuvo ahí. Al mismo tiempo le fueron infligidas heridas cortantes en el pecho, por parte del otro ladrón. Manifiesta al respecto: «Nunca vi el arma. Posteriormente supe que se trataba de un destornillador de quince centímetros de longitud».
Pese al violento asalto sufrido, el agente no soltó el dinero y lo protegió haciendo giros de cintura y metiendo codos. El forcejeo se prolongó por demasiados segundos. En un momento determinado el policía consiguió alcanzar su pistola y asirla a la vez que gritaba, «¡soy policía, soy policía!». Los atracadores, lejos de abandonar la hostil acción, aumentaron la intensidad de la misma y propinaron al funcionario nuevos cortes en el torso y cuello. La víctima recuerda que una voz menuda y femenina decía, «¡mátalo, mátalo, mátalo!», pero cree que nunca llegó a ver a la mujer. En ese instante culminó la extracción de su arma y efectuó dos disparos. La pistola era portada en condición dos, o sea con cartucho en la recámara y con los mecanismos de disparos preparados para hacer fuego (esa pistola carece de seguro manual). Tras esto, el policía perdió estabilidad y verticalidad cayendo al suelo por los peldaños de una escalera tipo grada (piso de dos niveles). Mientras caía al piso realizó otro disparo. En esta melé no solamente el agente fue asido con virulencia, sino que también la propia pistola le fue agarrada con clara intención de serle arrebataba —algo siempre posible en las distancias «íntimas» de contacto—. El policía terminó golpeando el suelo con su cuerpo, pero con él cayó, también, quien le estaba sujetando el arma. «Tras ese último disparo sentí que el tipo que me agarraba la pistola había dejado de hacerlo. Yacía inerte a mi lado», refiere el agente.
Aturdido, pero libre de presiones físicas, el funcionario consiguió erguirse. Una vez que pudo permanecer en pie observó como uno de sus atacantes huía, a la carrera, hacia la acera de enfrente. Aquel delincuente subió a un vehículo turismo del que la víctima recuerda color, marca y modelo. El policía persiguió al coche por la calzada y a punto estuvo de ser arrollado cuando el auto se marchaba a gran velocidad. Reconoce: «Intenté que el vehículo detuviera su fuga, por ello volví a disparar varias veces más, una de ellas a una rueda y otras tantas al aire. Fueron siete los disparos totales que hice, pero no conseguí inmovilizar o entorpecer la huida del turismo. Recuerdo que todos los tiros los realicé a una mano. Aquel deportivo, al final, se perdió de mi vista por las calles aledañas».
A resultas de todo aquello, uno de los atracadores resultó muerto por un impacto en la cabeza (el que intentó apoderarse de la pistola). La munición empleada era de punta hueca (PH) y la herida describía una trayectoria ascendente. El proyectil no abandonó el cráneo. Pasado un tiempo fueron detenidos el otro varón agresor y la mujer de voz menuda que instaba a matar al policía, aquella fémina que el agente no llegó a ver nunca en la escena, o al menos no la recuerda. Los dos fueron condenados a penas privativas de libertad. El hombre presentaba una herida por arma de fuego en un hombro, con orificio de entrada y salida. El día de autos el sujeto huyó herido por una bala. La víctima del robo, el policía, presentó lesiones leves inciso-contusas en el cuello y tórax, contusiones en casi todo el cuerpo, leve traumatismo craneoencefálico y desplazamiento del disco vertebral L5-S1 (hernia discal). «Por la hernia discal tuve que ser intervenido quirúrgicamente. Aunque siempre usaba en el trabajo un chaleco antibalas con protección anticuchillas, ese día no lo llevaba por no encontrarme de servicio. Los hombres contaban en su ficha policial con multitud de antecedentes por robos violentos e incluso homicidio. El fallecido tenía treintaicinco años de edad y el herido treinta. No recuperé más que unos pocos billetes de los que llevaba conmigo en el momento de iniciarse el ataque. También perdí algunos abalorios de oro que lucía en el cuello y las manos». La víctima confiesa que cuando se inició el asalto quedó desorientado y sorprendido por lo que estaba pasando, reaccionando posteriormente. Experimentó incredulidad.
Aunque es instructor de tiro policial y posee un alto nivel de entrenamiento con armas de fuego, no reaccionó súbitamente pero sí a tiempo. Hacia sus agresores siente animadversión y odio y desde aquello trata de mantener siempre un elevado estado de alerta. Vive, desde entonces, con cierta obsesión por la seguridad familiar. «Mi esposa y mis padres sufrieron mucho, estaban muy preocupados», añade el policía. No ha tenido problemas de sueño, pero permaneció un año de baja médica (trescientos cincuentaisiete días). De aquellos momentos, «recuerdo el aturdimiento que me producían los golpes propinados y la propia situación. No daba crédito a lo que estaba pasando. A la mente me vienen pertinazmente aquellos instantes de perturbación emocional e incredulidad. También me invaden pensamientos del momento en el que se inició el suceso. Hoy lo recuerdo todo con bastante claridad. Aunque con los compañeros no tuve problemas a la hora de comentar lo vivido, sí que soy reticente a hablar de ello con mis padres e hijos. Me sentí apoyado por mis jefes y compañeros, pero el abogado de los acusados me hizo sentir muy mal durante la instrucción de las diligencias previas y el día del juicio. Pese a todo, creo que soy mejor persona desde ese día. Crecí y maduré. Aprendí a confiar en la gente de mi entorno».
Considera positivo el haber acabado con una banda organizada de criminales y haber aprendido de una situación tan vital. Pero por el contrario, encuentra negativo el desembolso económico que conllevó su defensa jurídica, así como la lógica presión psicológica por temor al reproche judicial. Finalmente fue exonerado judicialmente de cualquier cargo contra él.
Las secuelas físicas que soporta son estéticas en el pecho y de carácter doloroso en la espalda, pero se encuentra orgulloso de su actuación. Manifiesta que volvería a responder del mismo modo si se encontrara con una situación de índole similar. Comenta: «Jamás he pensado en dejar el Cuerpo y estoy más motivado para seguir desempeñando mi trabajo. Pero desde aquel día, a veces me planteo si volveré a salir airoso de cuanto me depare el futuro. Quienes no han pasado por algo así, o sea disparar a alguien para seguir vivo, no tienen la más remota idea de lo que es eso. Ahora comparto experiencias y sentimientos con otros compañeros que han sobrevivido a situaciones graves como la mía. El Cuerpo no me había preparado para estas cosas, menos mal que por mi cuenta llevo años entrenando y practicando el tiro».
Se siente satisfecho con el tratamiento recibido por parte de los policías que participaron en la investigación del caso, así como con la autoridad judicial que instruyó el procedimiento. Refiere: «Se produjo una circunstancia paradójica, y es que cuando ingresé en el hospital aparecieron los compañeros del Grupo de Homicidios, con los chicos de la Científica, para realizarme el pertinente test de la parafina. Increíble, ¡dio negativo! Esta es una prueba pericial que revela la presencia de residuos de pólvora en las manos, para confirmar la ejecución de disparos o la manipulación de armas; pero en mi piel no había restos del propelente. Por estar provista mi pistola de un compensador de serie —aperturas en el cañón y la corredera, cerca de la boca de fuego, para reducir la reelevación del arma mientras se dispara—, posiblemente escaparon por allí los delatadores residuos, quedando estos mínimamente alejados de la mano. Mi pistola fue intervenida temporalmente para realizar las lógicas pruebas balísticas».
También cree que fue correcta y justamente tratado por los medios de comunicación y la opinión pública en general. Aunque los compañeros de la plantilla recaudaron una interesante cantidad económica para sufragar parte de la pérdida monetaria y gastos de representación jurídica, sus jefes no vieron acertado recompensar al policía con un reconocimiento o mención oficial: no fue condecorado o reconocido profesionalmente.
A) VALORACIÓN DEL INSTRUCTOR
Estamos ante otro caso de agente de policía atacado mientras se hallaba libre de servicio. En este suceso el protagonista hizo conocer su condición de policía ante un robo perpetrado contra su propia persona. Legalmente todo ser humano tiene derecho a defenderse de una agresión ilegítima, usando los medios a su alcance. Esos medios al alcance del defensor y empleados contra el agresor, han de ser también proporcionados a los usados contra él (art. 20.4.1 del Código Penal). Eso es lo que hizo este agente fuera de servicio, solo que él, además, se identificó como agente de la autoridad. Sin duda existió proporcionalidad: mientras un hombre sujetaba a la víctima, otro trataba de arrebatarle los sobres con el dinero, a la par que le asestaba mandobles con un instrumento incisivo. La sentencia absolutoria por homicidio avala la tesis de la proporcionalidad en el medio empleado. Fue legal el empleo del arma de fuego. No se exigió que las lesiones del agente fuesen finalmente graves (una realmente lo fue), pues de no haberse usado la pistola las heridas hubiesen acabado siendo, posiblemente, incompatibles con la vida.
La víctima tuvo mucha suerte. Dos contra uno en tan extrema distancia y el factor sorpresa de parte de los agresores, no es fácil de superar. Dada la especial formación de este policía en el uso de las armas de fuego, la balanza se inclinó a su favor. También se da la circunstancia de que el funcionario entrenaba frecuentemente situaciones límite de enfrentamiento. Estaba mentalizado de que en su diario quehacer profesional se le podría presentar un ataque a distancia de contacto; por ello en la galería de tiro siempre incluía, en su entrenamiento, ejercicios con cierta similitud al caso que ilustra el capítulo. Pero pese a todo lo anterior, si no hubiese portado su pistola ese día seguramente no hubiera salido vivo. Siempre llevaba consigo el arma por si le hacía falta: mejor llevarla y no necesitarla, que necesitarla y no llevarla…
Es cierto que este robo se produjo contra la persona de un funcionario de la seguridad pública, pero los policías no siempre van armados en horas externas al servicio para defenderse de ataques personales. Aunque es verdad que todos los agentes pueden ser víctimas de agresiones vengativas, como consecuencia de legítimas acciones llevadas a cabo durante su horario de trabajo, son otros motivos los que generalmente empujan a los policías a intervenir cuando no están trabajando. Como la propia legislación establece: «Deberán llevar a cabo sus funciones con total dedicación, debiendo intervenir siempre, en cualquier tiempo y lugar, se hallaren o no de servicio, en defensa de la Ley y de la seguridad ciudadana» (art. 5.4 de la Ley Orgánica 2/86, de 13 de marzo. Principios Básicos de Actuación —dedicación profesional—). Esta es la causa principal por la que muchos funcionarios de policía van armados en horas ajenas a los turnos de servicio. Si la norma exige que se actúe ante cualquier ilícito detectado, mejor llevar un arma aunque finalmente no se utilice, que necesitar hacer uso de ella y no tenerla encima. El legislador no puede exigir a nadie que intervenga, sin facultar al que actúa a portar y emplear medios adecuados para no solo culminar con garantías profesionales la intervención, sino también para salvaguardar la integridad del actor y de terceros.
Seguramente cueste trabajo creer esto a quienes no pertenecen a la comunidad policial, pero en España no termina de verse con buenos ojos el hecho de que un agente de la autoridad porte su arma en horas ajenas al servicio. Esto es cierto. Pero viene a ser más asombroso saber que dentro del mismo colectivo surgen comentarios, críticas y hasta miradas extrañas hacia los compañeros que, de paisano, deciden portar su pistola o revólver. Esto se incrementa si el agente lleva su arma full time o a tiempo completo. Si además entrena y se preocupa por su instrucción no escapará jamás de los apelativos de pistolero, rambito, pirado o friki. Por desgracia, muchos funcionarios tienen que justificarse frecuentemente ante algunos policías y jefes, que no entienden la legítima decisión de estar armado y entrenado. De poco sirve razonar con ellos los motivos.
El Anuario Estadístico del Ministerio del Interior del año 2011 arroja las siguientes cifras: de las 9.751 personas titulares de la licencia de armas tipo B, 9.599 poseían una pistola o revólver guiado (licencia que se renueva cada tres años y que solamente ampara un arma corta). Esto supone que esos casi nueve mil seiscientos ciudadanos pueden circular libremente, por el territorio nacional, portando consigo un arma para defensa personal. Muchos de ellos son jueces, fiscales, joyeros, políticos, funcionarios de prisiones, empresarios, etc. En poder de los cuerpos locales de policía consta que había 102.745 armas cortas, siendo la cifra de licencias relacionadas con esos cuerpos de 68.362 (más armas que policías).
Respecto a las 26.361 licencias en poder de los cuatro cuerpos de seguridad pública dependientes de las comunidades autónomas (Mossos d’Esquadra, Ertzaintza, Policía Foral y Cuerpo General de Policía Canaria), son 34.118 las armas de cinto guiadas. Amparadas en las 710 licencias de armas que posee el cuerpo de Vigilancia Aduanera (Agencia Tributaria del Ministerio de Hacienda) están 917 pistolas. El propio Ministerio del Interior también expone la cantidad de armas guiadas que tienen los tres ejércitos y los cuerpos comunes que componen las Fuerzas Armadas, 62.836 armas en total.
Como es de suponer, el Anuario hace lo propio con los dos cuerpos de seguridad del Estado: la Guardia Civil (GC) y el Cuerpo Nacional de Policía (CNP). El primero de ellos, la GC, cuenta con 74.225 armas cortas y el CNP 46.062. No obstante, hay que señalar que el último dato ha de estar equivocado en el Anuario Estadístico, toda vez que dicha fuerza cuenta con un número muy superior de funcionarios en situación de activo y que cada cual tiene asignado, como poco, una pistola (aproximadamente 70.000 miembros). Apuntar que todos los funcionarios de los cuerpos e instituciones referidas son titulares de la licencia de armas tipo A (con matices en cuanto a los militares, según empleo). La licencia tipo A, que es el propio carné o tarjeta de identidad profesional, otorga a su titular, al igual que la B, la facultad para moverse libremente, por todo el país, con un arma oculta bajo la ropa (incluso más de una los titulares de la tipo A).
Este es el único caso de cuantos sucesos documentan e ilustran este trabajo en el que se empleó munición no convencional o tradicional. En España se utiliza mayoritariamente cartuchería que monta proyectiles proclives al exceso de penetración en cuerpos humanos, muebles y objetos urbanos habituales. Este es un serio problema que puede provocar lesiones a terceras personas ajenas a los encuentros armados (sonado caso el referido en la introducción de la obra). Unas veces por impacto directo y otras por rebote, los proyectiles que entran y salen de un cuerpo suelen conservar energía con capacidad lesiva a distancias cortas y medianas. Aquí se dispararon proyectiles a los que se les suponía un comportamiento balístico terminal distinto a los anteriores. Fueron empleados cartuchos de PH. De ellos se esperaba parte de lo conseguido: buena transferencia de energía en el impacto y que no sobrepenetraran. Ambas cosas se consiguieron, al menos en el caso del disparo que acabó con la vida de uno de los atracadores. La mayor transferencia de energía quedó acreditada con la total expansión del proyectil recuperado en el interior de la cabeza del interfecto. Una punta del calibre empleado (.40 S&W) posee diez milímetros de diámetro, una vez efectuada la correspondiente operación aritmética de conversión al sistema métrico decimal. Estas cotas se elevaron por encima de dieciséis milímetros, hecho que fue constatado cuando el proyectil se extrajo del interior la bóveda craneal por el médico forense (dato no referido en la narración del suceso). Esta expansión de la masa de la bala fue la que, en gran medida, redujo el exceso de penetración impidiendo que abandonara el cuerpo.
Sobre la legalidad del uso de los cartuchos que montan proyectiles de PH suelen surgir dudas. A decir verdad, siempre que se menciona la cartuchería de PH salta a la palestra el debate de su ilicitud en cuanto a la mera tenencia o empleo. Las cosas no están claras ni entre los propios policías, habiéndose extendido durante décadas el bulo de que dicho tipo de munición está totalmente prohibido en España, incluso para los profesionales de la seguridad. No es cierto. Conozcamos qué establece al respecto la normativa legal principal.
El Real Decreto 976/2011, de 8 de julio, modifica el Real Decreto 137/1993, de 29 de enero, el cual aprobó el vigente Reglamento de Armas, que en su artículo 1.4 dice textualmente:
Quedan excluidos del ámbito de aplicación de este Reglamento, y se regirán por la normativa especial dictada al efecto, la adquisición, tenencia y uso de armas por las Fuerzas Armadas, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y Centro Nacional de Inteligencia. Para el desarrollo de sus funciones también quedan excluidos los establecimientos e instalaciones de dichas Fuerzas y Cuerpos y del Centro Nacional de Inteligencia.
También resulta de interés el artículo 2.29 del mismo texto legal: «A los efectos del presente Reglamento, en relación con las armas y su munición, se entenderá por munición de bala expansiva: Munición con proyectiles de diferente composición, estructura y diseño con el fin de que, al impactar estos en un blanco similar al tejido carnoso, se deformen expandiéndose y transfiriendo el máximo de energía en estos blancos».
Clave y fundamental resulta, como el primero de los citados, el artículo 5.f) del Reglamento. Dice textualmente:
Queda prohibida la publicidad, compraventa, tenencia y uso, salvo por funcionarios especialmente habilitados, y de acuerdo con lo que dispongan las respectivas normas reglamentarias, de: Las municiones para pistolas y revólveres con proyectiles Dum-Dum o de punta hueca, así como los propios proyectiles.
De todo lo anteriormente expresado, literalmente extraído del Reglamento de Armas, se desprende sin género de dudas que:
1.º En España la cartuchería de PH únicamente está prohibida cuando se emplea en las armas cortas (pistolas y revólveres), así pues en las armas largas se puede usar lícitamente; de hecho es la más consumida en cierta modalidad cinegética (monterías o caza mayor con armas largas rayadas). No obstante, en España existen armas largas recamaradas para calibres tradicionalmente de pistola o revólver. Por ello es muy habitual ver a personas que, en cacerías o clubes de tiro, disparan con carabinas monotiro, semiautomáticas accionadas manualmente mediante cerrojo o palanca y semiautomatizadas de calibres tales como 9 mm Parabellum, 9 mm Largo o .357 Magnum, por ejemplo. Ergo, en esas armas largas sí se pueden usar legalmente los cartuchos que montan balas de PH.
Podría darse la circunstancia de que un tirador de arma larga también lo fuese de arma corta (muy frecuente). En ese caso el usuario podría adquirir munición de PH para su rifle o carabina, aunque ésta fuese del mismo calibre que alguna de sus pistolas o revólveres. Eso sí, no podrá usar esos cartuchos más que en las armas largas. En cualquier caso cometería, si la utilizara, infracción administrativa y no penal.
2.º Otro aspecto que debe quedar claro, tras el análisis de los artículos precedentes, es que los funcionarios especialmente habilitados sí pueden portar y usar los cartuchos de PH. Llegados a este punto se genera otro dilema: ¿quiénes son esos funcionarios especialmente habilitados de los que habla el Reglamento de Armas en el artículo 5.f)? La respuesta es sumamente sencilla. Demasiados son los que consideran que solamente los agentes de unidades especiales y antiterroristas están facultados para el uso de esa munición. Grave error. La verdad es que todo funcionario público —policía en este caso— está obligado a usar el material que le es entregado por la Administración, así pues, y por ejemplo, será obligatorio que un agente de la GC utilice la munición que de dotación le sea entregada por sus jefes o responsables de armamento y material. Del mismo modo ocurre en el CNP. Y como no podía ser de otro modo, también pasa igual en los cuerpos locales y autonómicos. Todos son integrantes de las fuerzas y cuerpos de seguridad, todos. Entre ellos solamente existen diferencias administrativas en lo concerniente a la adscripción de dependencia gubernativa y competencias, además del ámbito territorial para ejercer las últimas.
Así las cosas, si un Ayuntamiento adquiere munición con punta de plomo y la suministra a sus funcionarios (Cuerpo de Policía Local, PL), esa debe ser la munición a emplear de modo oficial y reglamentario por aquellos agentes que la reciben. Pero si el Ayuntamiento (Equipo de Gobierno que lo dirige), por consejo de un especialista bien instruido, decide hacerse con munición de PH para dotar a sus agentes, ese es ya, con todas las consecuencias, el material reglamentariamente adjudicado. Así de fácil es, no hay más vuelta de hoja.
3.º El punto anterior está directamente ligado con el artículo 1.4 del Reglamento. Aquel epígrafe dejó meridianamente despejado lo siguiente: las fuerzas y cuerpos de seguridad (CNP, GC, cuerpos dependientes de las comunidades autónomas y PL) —amén del Centro Nacional de Inteligencia— están excluidas de la aplicación del Reglamento de Armas, en lo que concierne a la adquisición, tenencia y uso de armas. Eso incluye, por naturaleza y analogía, a un vital componente de las armas: su munición.
De todo lo anterior se desprende, y así ha de ser entendido, que cada cuerpo dictará normas internas al respecto de qué tipo de munición emplearán sus integrantes. Por tanto, los cuerpos de policía que con buen criterio decidan adquirir cartuchos de PH podrán hacerlo sin ningún tipo de temor o cortapisa por parte de las intervenciones de armas de la Guardia Civil (unidades competentes para todo lo concerniente a licencias y autorizaciones para la adquisición de armas, municiones y explosivos).
Son muchos los cuerpos locales que emplean reglamentariamente cartuchos de punta hueca o similar, como los expansivos de deformación forzada o controlada. Por mencionar alguno: PL de Algeciras, PL de Tomares, PL de Alcázar de San Juan, PL de Leganés, PL de Alcobendas, PL de Blanes, etcétera (Golden Saber casi todos). A nivel autonómico es sabido que el cuerpo de seguridad de la Generalitat de Cataluña, los Mossos d’Esquadra, utiliza de un tiempo a esta parte una interesante munición expansiva en sus armas cortas de 9 mm Parabellum (SeCa). A nivel estatal también la GC y el CNP consumen diversos tipos de proyectiles de esta naturaleza, si bien únicamente en unidades especiales de asalto y equipos de protección de personalidades.
Aunque este funcionario entrenaba cuanto quería con sus armas, admite, y se queja, que el nivel de entrenamiento institucional era escaso. Esto es una constante en todas las fuerzas de seguridad del país.
B) VISIÓN DEL PSICÓLOGO
Un ataque imprevisto nos sitúa inicialmente en una posición de desventaja. El policía franco de servicio de esta historia sale del banco con una cantidad importante de dinero y sufre el brutal ataque de unos delincuentes que se abalanzan sobre él, sin que apenas tenga tiempo de saber qué está ocurriendo. En estas circunstancias, la capacidad de reacción del policía puede quedar seriamente mermada, como así ocurrió.
Podemos definir el tiempo de reacción, como el lapso de tiempo que le lleva al agente percibir una amenaza y responder adecuadamente con una acción motora. Cuanto más rápida sea la respuesta, mayores serán las posibilidades de supervivencia. El tiempo consumido en la respuesta depende de la habilidad del policía para procesar las etapas que integran una situación de toma de decisiones. Estas etapas son:
1. Percepción.
2. Análisis y evaluación.
3. Preparación de una respuesta.
4. Iniciación de una respuesta motora.
La existencia de cualquier problema en la secuencia descrita —que suele durar segundos— puede conducir a un incremento en el tiempo de reacción o a una posible «no reacción», lo que se conoce comúnmente como «quedarse paralizado». La investigación ha demostrado que el procesamiento de las etapas en la toma de decisiones se deteriora cuando el ritmo cardiaco del agente sobrepasa los 145 latidos por minuto (LPM).
Los primeros segundos tras el ataque fueron de desorientación para el funcionario. Él mismo comenta que quedó sorprendido por lo que estaba sucediendo, experimentando incredulidad. Su cerebro necesitó unos segundos para poder situarse en el nuevo contexto de lo que estaba acaeciendo, ya que la realidad que estaba viviendo unos instantes antes había cambiado abruptamente. Por esta razón, uno de los primeros sentimientos aflorados fue el de incredulidad. El agente no esperaba que aquello le ocurriera a él en el ámbito privado (al igual que vimos en el capítulo uno de este libro).
Se puso en marcha un intenso trabajo de procesamiento de la nueva información entrante para poder afrontar la etapa 1, la percepción de lo que estaba aconteciendo, y dar paso así a la fase de análisis y evaluación. El violento abordaje fue acompañado desde el principio de golpes, gritos y cortes con un destornillador, lo que dificultó aún más la correcta evaluación de la situación.
Uno de los primeros cambios fisiológicos que se producen fruto del estrés generado en situaciones de este tipo (reacción de estrés de supervivencia), es el aumento del ritmo cardíaco, causado por la activación del Sistema Nervioso Simpático (SNS). La activación del SNS también tiene un efecto directo sobre la capacidad para percibir el entorno y las posibles amenazas existentes hacia nuestra supervivencia. En circunstancias normales, todos nuestros sistemas sensoriales funcionan por igual, pero bajo condiciones de estrés el cerebro escoge el sentido que cree le puede aportar más información. En muchos casos suele ser la vista, pero en el caso que nos ocupa, y debido a la cualidad del ataque y la postura adoptada por el policía para defenderse (encogerse sobre sí mismo), la vista no fue de gran ayuda. No recuerda haber visto el arma, ni a la mujer que acompañaba a los delincuentes. Cuando nuestro cerebro elije uno de los sentidos, deja de procesar la información procedente de otros sentidos.
El funcionario fue plenamente consciente de que le querían robar el dinero, por lo que se aferró a él con todas sus fuerzas y lo protegió haciendo giros de cintura y metiendo codos. Es decir, que durante los primeros instantes del asalto la respuesta motora del agente fue, tras superar la sorpresa e incredulidad inicial, proteger el dinero y mantenerse a la defensiva. Tras el primer embate, las únicas armas de defensa y ataque de que disponía eran las extremidades, especialmente las manos y los brazos, ¡pero la respuesta instintiva le lanzó a emplearlos para proteger el dinero!
En una confrontación física a tan corta distancia, agacharse, proteger la cabeza o intentar soltarse retrocediendo de la amenaza no suele ser una buena idea, ya que el agresor terminará desplazándose más rápidamente hacia adelante que la víctima alejándose. El fenómeno de retroceder cuando el individuo se encuentra bajo un fuerte estrés tiene la función de ampliar el campo visual, para obtener una mayor información de la amenaza a la que se enfrenta (analizar y evaluar).
El funcionario protagonista de este relato dirigió su respuesta a protegerse y a asegurar el dinero y, posteriormente, a sacar el arma que portaba. Demasiadas acciones de resultado incierto, que podrían haber acabado fatalmente. ¿Por qué?
Las investigaciones realizadas sobre los efectos en el organismo de la reacción bajo estrés de supervivencia (RES) aportan otros datos que son relevantes para el caso que nos ocupa. Cuando se alcanza una frecuencia cardiaca de 115 LPM, se pierden las destrezas motoras finas y complejas, que son las que se emplean, por ejemplo, para apretar el disparador (gatillo) del arma. En su lugar se activan y optimizan las destrezas motoras gruesas. Es precisamente en el rango de entre 115 y 145 LPM que tanto el tiempo de reacción como las habilidades necesarias para la pelea (confrontación cuerpo a cuerpo) se encuentran maximizadas. Para una mayor optimización en la ejecución de estas habilidades es fundamental el entrenamiento físico y mental del policía, de forma que su respuesta en una situación de RES sea automática.
Según la Ley de Hicks, el tiempo de reacción promedio para una respuesta ante un estímulo es de alrededor de medio segundo. La respuesta automática del policía, adecuada al tipo de amenaza, no puede superar este intervalo. Nadie puede negar el valor y coraje del protagonista de esta historia, pero posiblemente debe su vida a la suerte e ineptitud de sus atracadores. Ya hemos visto que la respuesta motora que inicialmente empleó —la que puede decidir la supervivencia— contradijo la fisiología del agente en aquel momento. Soltar el dinero y emplear sus extremidades para atacar o defenderse hubiera sido la acción natural para la que su SNS le había preparado.
Sabemos que siempre resulta sencillo hablar a toro pasado, pero al igual que la mayoría de los profesionales armados, este hombre no había recibido oficialmente el adiestramiento necesario para afrontar una situación como aquella. Mostró un valor fuera de toda duda.