CAPÍTULO 6
NO SÉ POR QUÉ NO TIRÉ
El coraje no se puede simular:
es una virtud que escapa a la hipocresía.
NAPOLEÓN I (1769-1821)
Emperador francés
Otoño. Zona comercial en una ciudad fronteriza de ciento veinte mil habitantes. Era miércoles. Sobre las 18:00 horas una pareja de policías motoristas fue requerida por varios ciudadanos, eran trabajadores de un edificio público cercano, comerciantes y viandantes. A los funcionarios se les participó que una persona de apariencia extranjera, visible desde el punto del requerimiento, llevaba un buen rato deambulando sospechosamente por las calles aledañas. Fue sorprendido mirando el interior de los vehículos estacionados, a través de las ventanillas cerradas. Esto es lo que hizo recelar a quienes solicitaron la presencia policial.
Sin descender de sus vehículos, los agentes se aproximaron al hombre y verificaron que su actitud era realmente extraña y sospechosa, pero no su aspecto: lucía vestimenta normal, ordenada y limpia. Al efecto de proceder a su identificación, los funcionarios le pidieron verbalmente que detuviera su marcha (caminaba). Lejos de obedecer al legítimo mandato policial, aquel hombre emprendió veloz huida por diversas calles, algunas peatonales. De inmediato, los agentes trataron de alcanzarlo, pero dada la ordenación vial del tráfico y otras circunstancias —bastantes peatones en el entorno—, uno de ellos optó por continuar la persecución a pie. El individuo, al final, penetró en un callejón sin salida de aproximadamente cincuenta metros de fondo por siete de ancho, con aceras de no más de un metro a cada lado. En el margen izquierdo había varios vehículos turismos estacionados en línea y dos puertas de garaje en la otra parte. No tenía sencilla escapatoria: el perseguido se introdujo hasta el fondo del callejón.
Fueron algo más de ciento cincuenta metros los recorridos, realizando los agentes gran parte de ellos con las motocicletas (uno llegó al callejón subido en su vehículo). Cuando los policías se aproximaron al fugado, a fin de sujetarlo para impedir un nuevo intento de huída, éste extrajo de entre sus ropas un cuchillo de doce centímetros de longitud de hoja puntiaguda y serrada. El arma blanca fue blandida contra los dos policías, pero el cuchillero no avanzó abiertamente hacia ellos: permaneció casi estático con el arma asida por una mano que mantenía cerca de su cadera. Solamente daba pasos vagos en dirección a la salida de la calle. Uno de los funcionarios, «primer agente» desde ahora, que contaba con tres años de antigüedad en el Cuerpo (el que llegó a bordo de la motocicleta), fue el primero en desenfundar su pistola Beretta Cougar-8000, del calibre 9 mm Parabellum, para dirigirla hacia la amenaza. Previamente alimentó la recámara. A una distancia de entre tres y cuatro metros, el policía acabó encañonando con las dos manos al hostil, a la vez que le gritaba que soltara el cuchillo en el suelo. Manifiesta este funcionario: «Me llevaba unos veinte metros de ventaja cuando entró en el callejón. Yo llegué hasta el final de la calle con la moto y cuando se giró hacia mí con el cuchillo en la mano derecha sentí que el tiempo se detenía. No me pareció un cuchillo muy grande, era de esos de trinchar, de los que ponen en los restaurantes. Recuerdo que tenía el mango de madera. Me bajé de la moto y saqué la defensa extensible metálica de dotación. Aquello no amilanó al hombre, al revés... avanzó en mi dirección dando un paso. Fue entonces cuando desenfundé la pistola y la preparé para disparar. No sé cómo pude hacer tantas cosas. Saqué un arma, la guardé, saqué la otra, la preparé... y todo sumido en un verdadero estado de nervios. Mucha tensión. En esas manipulaciones pude consumir dos segundos, pero el tiempo se me hizo eterno. Aun así, todo se produjo muy rápidamente. Pero en honor a la verdad, creo que sentí más miedo cuando inicié la persecución que cuando tuve que sacar la pistola».
Ante la actitud negativa mostrada por quien estaba siendo legítimamente conminado, el otro motorista, desde este momento «segundo agente», que había jurado el cargo tres meses antes, procedió a imitar a su binomio: los dos uniformados quedaron encañonando al delincuente. También tuvo que montar su pistola introduciendo un cartucho en la recámara. Mientras los policías insistían en el intento de que aquello no pasara a mayores, vía radio requirieron refuerzos en el lugar. Varias dotaciones se personaron rápidamente. Llegaron a ser cuatro o cinco los policías presentes en la escena. Hubo un momento en que todos dirigían sus pistolas hacia el «acorralado». Comenta el «segundo agente»: «Antes de que se personaran los compañeros de apoyo, llegué a devolver mi pistola a la funda y extraje la defensa semirrígida reglamentaria. Pero al cabo de unos segundos, solamente porque vi que mi compañero seguía “pipa” en mano, volví a desenfundar la mía. Yo estaba muy nervioso, solamente hacía tres meses que había salido de la Academia, aunque mi compañero llevaba en el Cuerpo tres años y eso me daba cierta seguridad. Cuando llegaron los refuerzos, todos acabamos apuntando a ese hombre con las armas en situación de disparo de simple acción. Nadie llevaba el arma preparada para disparar, todos tuvimos que cargarla. Le gritábamos que soltara el cuchillo y se tirará en el suelo. Creo que mis nervios se convirtieron en miedo, porque esa persona nos buscaba el frente a cada uno de nosotros. Traté de avanzar lateralmente por aquel callejón sin salida, pero él se giraba y me miraba con clara actitud de avanzar y clavarme la hoja. Di marcha atrás y volví a situarme a unos tres metros de él. Quizá hoy, con la experiencia que tengo, actuaría de otro modo desde el principio. De aquello aprendí mucho: en mí, y en mis propios compañeros, detecté reacciones extrañas y contrarias a lo que se nos había enseñado en la escuela de policía. En realidad ni nos habían hablado de ello». Este agente reconoce que sobre aquellas nuevas sensaciones encontró respuestas en textos relacionados con el tiro policial y los enfrentamientos (libros y artículos profesionales).
Cuando aquellos refuerzos y los primeros actuantes se encontraban en tan complicada y adversa situación, el sujeto hizo ademán de avanzar hacia la línea de tiro que tenía ante sí. Estaban solamente a tres metros de distancia los unos del otro. Cuando el gesto se convirtió en un paso firme al frente, uno de los policías que llegó en la remesa de apoyo, llamémosle «tercer agente», abrió fuego. Con cinco años de antigüedad en el Cuerpo y treintaitrés de edad, el funcionario realizó un único disparo deliberado, dirigido al tren inferior: «Yo tenía la intención de herir a esa persona en las extremidades inferiores, pero no apunté. Tiré a una pierna porque pensé que podría alcanzarla fácilmente y la lesión no sería de mayor importancia. El disparo lo hice a la par que él avanzaba, pero también a la vez que yo daba un paso hacia delante, hacia él. Mi disparo, sorprendentemente, no tocó el cuerpo de aquel hombre. El proyectil era semiblindado y no fue localizado: dio en el asfalto y rebotó. Cuando la bala tocó el piso, unos pequeños trozos de material del suelo fueron proyectados hacia atrás, yendo a parar a la cara de uno de mis compañeros (“segundo agente”). Aquellos fragmentos no produjeron lesiones, pero creo que de haberle alcanzado los ojos se hubieran podido producir lesiones oculares. El tiro nunca se me ha dado bien, pero me gusta. En los años que llevaba en la Policía solamente me habían llevado a la galería tres veces, quizá cuatro. Eran entrenamientos muy cortos, pero creo que bien programados y dirigidos».
Este mismo policía sostiene que antes de disparar y mientras conminaba verbalmente a esa persona, desenfundó la pistola y la montó ante él. No disparó a la primera. Agotó todos los recursos legales a su alcance, recursos exigibles y demandados por la jurisprudencia, «pensé que eso iba a resultar muy intimidatorio. Algunos veteranos e instructores dicen que el sonido de cargar el arma asusta, pero que va... ese tipo ni se inmutó. Ni pestañeó». Incluso cuando se produjo el disparo tuvo que conminar nuevamente al delincuente. Literalmente, le dijo: «“¡Te pegaré un tiro en el pecho, si sigues avanzando!” Eso sí lo convenció y pasados unos segundos, quizá dos, soltó el cuchillo y se tumbó en el suelo. De inmediato procedimos a su detención».
Aquel disparo no llegó a producir las lesiones pretendidas y encaminadas a neutralizar el potencial avance lesivo del sujeto, pero al final se consiguió el propósito de la captura sin soportar lesiones en la fuerza actuante. Manifiesta el «primer agente»: «Aquel muchacho se bloqueó ante la detonación. Creo que pensó, “¡joder, esto va en serio!” En ese momento bajó su guardia y dos segundos después arrojó el arma blanca al suelo. Tras ello, tal como se le había ordenado, se tiró boca abajo en la carretera. Seguramente no daba crédito a que una pistola hubiese sido usada contra él. Tengo que decir que el compañero que disparó parecía tener claro que volvería a tirar si hacía falta. Como consecuencia de los nervios y la rabia, creo que todos tratamos de engrilletarlo a la vez. Pienso que el primer instante fue el más peligroso y ese lo viví yo. Seguramente debí ser yo quien disparara. Fue un momento muy duro. No sé por qué no tiré. De todos modos, el resultado final fue positivo». Este policía admite que no se veía técnicamente preparado para realizar aquel disparo, pero se sintió gratamente sorprendido por la velocidad con la que consiguió desenfundar y montar el arma. Calcula que en la Academia de Policía disparó entre cincuenta y setenta cartuchos, pero aunque el profesor parecía estar muy preparado durante las clases teóricas, «con la visión que hoy tengo de las intervenciones con armas, sé que aquel instructor estaba desfasado y obsoleto. Desde aquella tarde trabajo con cartucho en la recámara, pero lo cierto es que no entreno lo suficiente en tal condición de porte. En aquella época acababa de estrenar una funda anti-hurto para la pistola y pensé que por ello no merecía la pena llevar el arma lista para disparar. Pensaba que la funda estaba destinada exclusivamente a evitar la sustracción o caída del arma, pero ese día comprendí algo más. Después de todo no saqué la pistola a pasear y si el del cuchillo hubiera avanzado más, pienso que hubiese abierto fuego contra él. No obstante, incluso ahora me surgen dudas sobre la proporcionalidad jurídica en estos casos y situaciones».
Todos los intervinientes fueron objeto de burla y escarnio por parte de algunos mandos y compañeros. Esto se prolongó en el tiempo durante meses. «Quienes no estuvieron esa tarde allí y además jamás se han expuesto en cualesquiera actuaciones, fueron muy rápidos con la lengua. Es cosa de la ignorancia y la vagancia, pero también de falta de interés y compromiso. Demasiados se apresuraron a decir que ellos hubiesen desarmado al delincuente con sus propias manos y que nunca hizo falta sacar la pistola; que eso nunca hay que hacerlo y que disparar siempre es un error. Peor todavía: se mofaron del compañero que no consiguió impactar en el pie del atacante. Durante meses me pregunté qué habría pasado para errar aquel disparo a tan escasa distancia, parecía fácil. Pero con el tiempo conocí y estudié las reacciones fisiológicas que sufrimos los seres humanos ante estas situaciones, aunque seamos policías. Únicamente quien ha pasado por ello puede saber bien qué se siente, cómo se percibe todo y lo complicado que es hacer casi cualquier cosa. Cualquier plan preconcebido puede variar completamente», sostiene el «segundo agente». Alguno de los que gratuitamente criticó a los actuantes llegó a decir: «Pegarle un tiro es un marrón, yo le hubiera tirado la defensa y me hubiese ido corriendo».
Según manifiestan los tres policías protagonistas de la narración de estos hechos, los jefes del turno no se acercaron a la escena del suceso en ningún momento. Recuerdan que el segundo jefe del Cuerpo —plantilla con más de doscientos policías— sí se personó en el lugar. También estuvo presente durante la instrucción de diligencias y apoyó totalmente la reacción de sus policías. Pese a ello, ninguno de los funcionarios recibió felicitación o reconocimiento oficial alguno. Fue durante esa fase, la de comparecencia policial ante el instructor del atestado, cuando se supo que el detenido era un enfermo mental que no había tomado su medicación diaria.
El uniformado que disparó manifiesta que «lo más positivo que saqué de todo aquello fue que nadie salió herido y que pude comprobar que era capaz de disparar a una persona, llegado el caso. Yo siempre me había cuestionado cosas al respecto y creo que es algo que muchos más hacen. No es fácil apretar el gatillo contra otro ser humano». Señala como lo más negativo algo que todos los directamente implicados ya han referido: las críticas de jefes y compañeros. Los comentarios destructivos siguen vivos a día de hoy, pese a que han pasado por encima algo más de cuarentaiocho meses. «Algunos siguen diciendo que me precipité al usar la pistola, pero ellos no solo no acudieron al lugar sino que ni vieron la cara del tipo durante su estancia en dependencias policiales». Los momentos iniciales de la actuación, hasta el instante del disparo, no son fáciles de recordar o recomponer por este funcionario. «Recuerdo que en el callejón había algún garaje y el hecho de pensar que se introdujera en uno y hubiera que entrar a buscarlo... me provocó un plus de estrés. No he vuelto a vivir experiencias tan tensas como aquella, pero he meditado y recapacitado mucho sobre todo lo vivido aquel día».
A) VALORACIÓN DEL INSTRUCTOR
Aunque todos los policías participantes en la detención extrajeron sus pistolas de las fundas y encañonaron al atacante, solamente uno disparó. Todos tuvieron que preparar sus pistolas in situ para hacer fuego: trabajaban con la recámara vacía, condición tres de portabilidad. Algo muy positivo es que nadie perdió la cabeza pese a la apabullante ostentación armada, teniendo en cuenta que la situación era realmente delicada y desconcertante a la par. Tampoco se produjo ningún accidente por descarga involuntaria, cosa que cuando ocurre suele ser como consecuencia de encontrarse con las pistolas preparadas para disparar en simple acción (con los revólveres sucede lo mismo), en el curso de una intervención estresante. Una leve pulsión sobre el disparador (gatillo) provoca el disparo en simple acción, pero bajo determinadas presiones emocionales incluso en el instante de montar el arma se pueden producir detonaciones no deseadas. Esto es harto complicado que ocurra si las armas se emplean con los mecanismos de disparo en doble acción, toda vez que el recorrido dactilar a ejercer sobre el dispositivo de disparo requiere de una presión como mínimo del doble que en simple acción, a veces incluso más. Como es obvio, en estas situaciones no hay que realizar maniobra alguna para alimentar la recámara, pues ya estará ocupada por un cartucho. Naturalmente la explicación es válida solamente para armas que disfrutan de la posibilidad de ambos mecanismos a la vez, o sea de acción mixta, y la Beretta Cougar-8000 es una de ellas.
Siguiendo con lo anterior, estas pistolas se podían haber llevado alimentadas y en doble acción con garantías de seguridad: poseen seguro interno o automático de aguja. Cuentan incluso con un seguro manual o exterior, lo que a determinados usuarios les refuerza subjetivamente en cuanto a su seguridad si trabajan con la recámara alimentada. Tal vez por miedo y sobre todo por desconocimiento supino, este refuerzo subjetivo llega a crear subconscientemente dependencia del mecanismo manual de seguridad en algunos usuarios que trabajan con la recámara vacía.
Significar que del mismo modo que se estudian y analizan las descargas involuntarias, los disparos por contagio también han de ser tenidos en cuenta. No son pocos los incidentes en los que un policía ha disparado deliberadamente o por accidente y ha sido seguido o imitado por quienes le acompañaban, sin que estos últimos hubieran detectado motivo alguno para ello. Simplemente imitaron lo que vieron. En este suceso casi se llegó a ello: uno de los funcionarios admite que desenfundó y encañonó al agresor solamente porque vio que su compañero lo estaba haciendo.
El cuchillo al que se enfrentaron no era un arma especialmente contundente en cuanto a envergadura, pero sin duda alguna sí podría haber producido lesiones graves, incluso incompatibles con la vida. El policía que primero encañonó al agresor admite que, incluso hoy, ignora si es proporcionado el empleo del «fuego frente al filo». Preconcebidas ideas, nacidas tras oír miles de comentarios negativos procedentes de desconocedores de todo cuanto rodea al enfrentamiento, le hacen nadar en un permanente mar de dudas. Esto es muy frecuente en toda la comunidad policial. Aun así, ahora trabaja con la recámara alimentada (doble acción) y con el seguro manual sin activar: le ha sido entregada una pistola nueva que carece de seguro exterior, la Walther P-99.
Como hemos dicho, el arma blanca esgrimida contra la fuerza actuante no era de entidad mayor en nada, su tamaño era medio y su calidad baja. Era un cuchillo barato, de no más de dos euros, de los que se compran sin licencia, registro o impedimento alguno en miles de establecimientos abiertos al público general. Éste es el tipo de arma de filo más frecuentemente empleada en acciones delictivas en nuestro territorio: si no se compra ex professo, se coge de la cocina de casa o de un bar. Las herramientas baratas son, precisamente, las que en mayor medida se aprehenden en registros de coches y personas en las diarias actividades preventivas de la Policía. Esto contrasta, sin embargo, con la calidad de los útiles de corte que normalmente se procuran los funcionarios que optan por llevar consigo un respaldo de este tipo, ya sea para defensa extrema o como útil de rescate. Esto es lo que en el argot anglosajón se llama back-up (en el capítulo siete se amplía más sobre este concepto). Entre los miembros de la comunidad policial es habitual adquirir navajas tácticas de elevada calidad y de prestigiosas marcas.
Para producir lesiones importantes en el curso de ataques desesperados, o para causar miedo durante la perpetración de robos con intimidación, cualquier instrumento afilado y cortante puede hacer un buen papel. La letalidad natural e instintiva del cuchillo está por encima de la de las armas de fuego, por ello casi cualquier cosa vale. No precisa de mantenimiento y tampoco se requiere un adiestramiento especial para usarlo (su uso es instintivo desde hace miles de años), tan solo hay que acercarse lo suficiente al objetivo. Numerosos expertos coinciden en que el sesenta por ciento de las personas agredidas con armas blancas fallece, mientras que sobrevive el mismo porcentaje de victimas de armas de fuego.
Se impone a este autor la necesidad de destacar un luctuoso suceso acaecido mientras se presentaba la primera edición de este libro, en la Escuela Nacional de Policía, el 21 de mayo de 2014. Justo en el mismo instante en que el acto se estaba desarrollando fue asesinado, en Málaga, un funcionario de la Escala Básica del Cuerpo Nacional de Policía (CNP). Francisco Enrique Díaz Jiménez tenía treintaitrés años de edad y pertenecía a la Unidad de Prevención y Reacción (UPR) de la Comisaría Provincial. Este agente perdió la vida tras recibir una puñalada cuando procedía a la identificación de un indigente de origen germánico. La cuchilla del arma fue clavada en su pecho e interesó zonas vitales. Pero este policía no estaba solo aquella tarde sino que le acompañaban tres agentes más. Dos de ellos llegaron a disparar sus pistolas reglamentarias cinco veces contra el homicida. Como consecuencia de los disparos efectuados, el agresor resultó herido. Se da otra lamentable circunstancia: los tres proyectiles semiblindados que lesionaron al hostil atravesaron su cuerpo continuando su trayectoria en el espacio. Otros dos disparos no llegaron a impactar en el objetivo y, como resultado de todo, dos ciudadanos ajenos al suceso fueron heridos de bala cuando, a más de cien metros de distancia, realizan labores particulares y laborales que nada en absoluto tenían que ver con el incidente.
Relacionado con lo sucedido en Málaga, no puede obviarse una información que fue noticia durante varias jornadas: el asesino, días antes de perpetrar este crimen, había procedido de igual modo contra un funcionario de la Policía Local. En aquella ocasión las consecuencias de su ataque no produjeron tanto mal y la autoridad judicial, con su mejor juicio y en aplicación del Derecho Positivo (esto no va con segundas intenciones, porque ocurre diariamente en toda España), decretó su puesta en libertad. ¡Al final mató! Durante algunos días también ocupó páginas de prensa la información referente a decenas de chalecos de protección balística, que fueron localizados en la Comisaría Provincial de la Costa del Sol, días más tarde del entierro de agente. Chalecos que, no se sabe por qué, no habían sido asignados a los policías a quienes debieron ser entregados. Si bien es cierto que una prenda que detiene balas (según tipo y calibre) no tiene por qué repeler cuchilladas, seguramente al finado le hubiese protegido más que la fina camisa del uniforme.
Aunque se conoce la existencia de un rebote que no produjo lesiones o daños conocidos, en el suceso protagonista del capítulo, el potencial riesgo de alcanzar a personas ajenas al incidente siempre hay que contemplarlo. Esto está muy documentado y estudiado en física, efecto ricochet. Pero los agentes obraron bien, también el que disparó. La actuación se desarrolló en un entorno urbano colmado de edificios, más concretamente en un callejón sin salida con viviendas en uno de sus flacos (puertas, ventanas y balcones). Pero además tras el muro final que cerraba la calle había una zona poblada de la urbe (justo detrás: un edificio repleto de ventanas, balcones, carteles y farolas). El proyectil pudo acabar, con facilidad, en una barriada alejada del punto de origen del suceso. Quizá por ello no fue localizada la bala. No es baladí el asunto. Todos los proyectiles pueden acabar siendo protagonistas de rebotes. Todos. Pero algunos son más propensos que otros a la vez que letales tras el efecto ricochet. Estos son, por ejemplo, los blindados, semiblindados y de plomo desnudo, precisamente los que la mayor parte de las fuerzas de seguridad utilizan reglamentariamente.
No vaya a creer nadie que fue del todo temeraria la acción de disparar así, allí. ¿O quizá sí? Cada uno tiene una teoría a tenor a sus propias experiencias. Aunque por suerte no todo el mundo las tiene (experiencias de este orden). Sigamos. Pese a que algunos dijeron que fue una locura haber disparado, en realidad lo exteriorizaron por el hecho en sí de desenfundar y encañonar a una persona, no necesariamente por el resultado final de haber efectuado un tiro, toda vez que se consiguió el fin pretendido sin herir a nadie. Pero no hay que olvidar que en realidad el objetivo era impactar al sujeto, solo que la impericia o las circunstancias emocionales del tirador dieron al traste con la intención. Deben conocer todos los integrantes de esta amplia comunidad profesional, integrada por funcionarios de todos los cuerpos de policía del país y personal privado, que el propio Estado español, mediante la Instrucción de 14 de abril de 1983 emanada de la Dirección de la Seguridad del Estado, aconsejaba actuar de este modo amén de usar otros de similar naturaleza. Hoy se sigue aplicando como se vio en el capítulo precedente.
Vista la anterior instrucción que el propio Gobierno de España daba ya en democracia, debemos preguntarnos si realmente en entornos urbanos, cargados de superficies verticales, horizontales e inclinadas, construidas con materiales susceptibles de producir rebotes, es conveniente ejecutar esa clase de intimidaciones. No olvidemos que todos los proyectiles pueden rebotar en virtud del material contra el que colisionen y también en atención al ángulo de impacto, velocidad de la bala en el momento del choque y composición de esta. Una bala puede rebotar incluso en el agua, según el ángulo de impacto y lo calmada o plana que esté la superficie acuosa.
Las normas nacionales más actualizadas, en relación al empleo de las armas por parte de los profesionales armados, no se extienden en pormenores de esta naturaleza. Al revés, muchos cuerpos locales y autonómicos subsumen la Instrucción de 1983 y la introducen como normas marco en sus reglamentos internos y demás normas reguladoras propias. Otros textos, como el que seguidamente se citará, no entran en detalles. Así pues, la Ley Orgánica 2/86 de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad —no solamente del Estado sino de todos los cuerpos— dice en su artículo cinco:
a) «En el ejercicio de sus funciones deberán actuar con la decisión necesaria, sin demora cuando de ello dependa evitar un daño grave, inmediato e irreparable; rigiéndose al hacerlo por los principios de congruencia, oportunidad y proporcionalidad en la utilización de los medios a su alcance».
b) «Solamente deberán utilizar las armas en las situaciones en que exista un riesgo racionalmente grave para su vida, su integridad física o las de terceras personas, o en aquellas circunstancias que puedan suponer un grave riesgo para la seguridad ciudadana y de conformidad con los principios a que se refiere el apartado anterior».
Conforme a esto, mucha congruencia y sentido común. Para ello los policías deben ser advertidos sobre los riesgos que pueden conllevar los disparos dirigidos al aire y al suelo. Es sabido que tirar al piso puede propiciar un rebote, en virtud del ángulo de impacto. Pero que los disparos intimidatorios dirigidos al aire también pueden finalizar en efecto rebote, ha de ser contemplado siempre en medios urbanos: el tirador nunca alcanzará un ángulo de noventa grados exactos, respecto al suelo y el cielo, con la boca de fuego de su arma. Esto implicaría que el proyectil podría acabar impactando, por ejemplo, en paredes, fachadas, balcones, techos o ventanas, allí mismo o a cierta distancia. También directamente en personas situadas en tales espacios.
No obstante, todo lo que sube acaba bajando. Es pura física, es la Ley de la gravitación universal, una ley física básica descrita y presentada por Isaac Newton en 1687, en su libro Philosophiæ naturalis principia mathematica (Principios matemáticos de la filosofía natural). Recientes estudios balísticos ofrecen la teoría de que si un proyectil de 9 mm Parabellum (124 grain/8,0351 gramos, V0 338 m/s) es disparado hacia el cielo en un ángulo de noventa grados exactos, toca el suelo a una velocidad aproximada de 50 m/s, devuelto por la gravedad. Esta velocidad no otorga suficiente energía al proyectil como para poder producir lesiones graves en un cuerpo humano adulto. Eso sí, aquellos noventa grados de ángulo exigidos nunca serán alcanzados por un tirador en el fragor de una acción. Solo se pueden lograr usando aparataje técnico-científico. Esto implicaría que cualquier otra angulación proporcionaría a la bala la posibilidad de describir una parábola que, en el descenso, le permitiría conservar o acelerar la velocidad con los consiguientes riesgos de provocar lesiones importantes, o pérdida de vidas.
Aprovechando la ocasión, queremos dar un toque épico al asunto:
Puede que el primer rebote balístico policial conocido sea el que acabó con la vida del agente de la ley James W. Bell. Ocurrió en Lincoln, Nuevo México (Estados Unidos), el 28 de abril de 1881. Bell estaba a las órdenes del mítico sheriff Pat Garrett (también era marshal de los Estados Unidos), uno de los más célebres agentes del orden en la era del Salvaje Oeste Americano, en los territorios de la Frontera. Pero si conocido era Garrett, mayor fama alcanzó el asesino del ayudante Bell: William H. Bonney, apodado Billy el Niño (Billito). James Bell se encontraba custodiando a Billy en los calabozos del Juzgado del Condado de Lincoln, y aprovechando que Garrett y el otro ayudante, Bob Oliger, se hallaban ausentes —el primero fuera de la ciudad cobrando impuestos gubernamentales y Bob vigilando al resto de presos durante la cena, en el comedor de un hotel cercano—, el Niño trazó un plan de huida. La fuga en circunstancias complicadas era su especialidad.
Billy el Niño convenció al carcelero para que le permitiera ir al retrete, cosa a la que el agente accedió. De regreso a su celda —el escusado estaba en la calle—, el pistolero, que se hallaba preso en espera de ser ahorcado el 13 de mayo por el asesinato del sheriff anterior, William Brady (faltaban diecisiete días para ejecutar la sentencia), arremetió contra Bell. El preso estaba engrilletado, pero consiguió partirle el cráneo al policía con un certero y fuerte golpe propinado con las esposas (quizá fueron dos los impactos). Ambos cayeron al suelo y lucharon. Sea como fuere, Billy se apoderó del revólver de su custodio. El ayudante Bell se defendió bien, pero percatado de que el otro ya había asido su arma trató de huir escaleras abajo. Billy disparó contra él. Algunos ciudadanos dijeron haber oído tres disparos, mas solamente uno alcanzó al policía. Pero ahí va lo curioso, la anécdota que motiva el rescate de esta historia: la bala que mató a James W. Bell cruzó su cuerpo de costado a costado, tras haber rebotado en una pared de adobe (masa de barro secada al sol). Billy era un experto tirador, pero entre lo precipitado del acto y las esposas que le inmovilizaban las muñecas, erró el disparo directo. El otro, por su parte, estaba en movimiento mientras huía. Seguramente se desplazaba a trompicones (no era un blanco estático y seguramente tampoco erguido a causa de la grave lesión de la cabeza). Tras la refriega, el asesino se hizo fuerte en el Juzgado desde donde disparó al ayudante Olinger que ya había abandonado el comedor del hotel. A Olinger lo mató con su propia escopeta, una Whitney del calibre 10, con la que esa misma mañana había intimidado al recluso. Se da la circunstancia de que a este ayudante lo odiaba desde hacía años, pero a Bell siempre pareció tenerle cierta estima, pues lo trataba con más dignidad que el otro funcionario. Naturalmente, se evadió.
William H. Bonney, el Niño, murió de un tiro el 14 de julio de ese mismo año en Fort Sumner, Nuevo México. Garrett y su equipo lo acorralaron en las inmediaciones de la vivienda de quien era considerada su novia. El Niño se vio cara a cara frente a Garrett, pero dado que se hallaban a oscuras en una habitación —era de noche y no lucía vela o candil alguno—, no se reconocieron con certeza. Pese a ello, Garrett sí identificó su voz y disparó dos veces. Billy, que sostenía un revólver en la mano derecha y un gran cuchillo en la otra, se desplomó: había sido alcanzado cerca del corazón, entrando una bala por un costado de lado a lado. El sheriff disparó dos veces, pero incluso él que era otro rápido y virtuoso tirador falló un tiro. El célebre bandido no consiguió disparar pese a llevar su arma empuñada.
Encontramos otra curiosa circunstancia y es que Pat usó un revólver de simple acción, un Colt Single Action Army modelo 1873 (Peacemaker o Pacificador) del calibre .44-40 Winchester, y el fallecido otro Colt pero de doble acción y calibre .41 Long Colt (muy similar al Lightning que había usado en sucesos anteriores). Pese a la ventaja técnica que proporciona un arma de doble acción, su portador no tuvo suerte esa noche. Esta muerte está rodeada de dudas, incógnitas y especulaciones que han hecho crecer infinitas historias.
Estas referencias históricas son aquí muy desconocidas, pero en Estados Unidos han sido estudiadas hasta la saciedad. En ellas se dan ingredientes a valorar con sentido común. Cuando alguien tiene miedo a perder su vida y prisas por evitar tan trágico final, todo cambia. Si Billy el Niño no fue capaz de disparar contra Garrett en aquella habitación oscura (un dormitorio) y el sheriff falló uno de sus tiros, siendo ambos personajes verdaderos expertos en armas, ¡cómo no iba a poder errar el policía de este capítulo! El miedo, el estrés y la fisiología de combate no conocen de placas o uniformes. Del mismo modo, se ha visto que también el Niño erró disparos durante su fuga de Lincoln, pese a la escasa distancia que le separaba del agente Bell.
B) VISIÓN DEL PSICÓLOGO
Varios policías se encuentran en un callejón apuntando con sus armas de fuego a un sujeto que porta un cuchillo. Es una situación tensa. El presunto delincuente no obedece las órdenes de los agentes; no suelta el arma. Y no solo eso, sino que realiza gestos inequívocamente amenazadores con objeto de desanimar cualquier intento de aproximación por parte de los funcionarios. Nadie se decide a emplear su arma reglamentaria.
Uno de los agentes realizó varios movimientos (guardar la defensa y desenfundar la pistola) sin apenas ser consciente de ello; estaba funcionando en modo piloto automático: «En esas manipulaciones pude consumir dos segundos, pero el tiempo se me hizo eterno». Este mismo motorista fue el primero en llegar a la escena y refiere que tuvo la sensación de que el tiempo se detenía cuando vio al malhechor con el cuchillo.
Ya hemos comentado en otro momento que tres cuartas partes de los agentes implicados en una confrontación armada experimentan algún tipo de distorsión perceptual. La sensación de que se ha conectado el piloto automático podría ser el resultado de una acción adaptativa de nuestro organismo, cuando el cerebro intenta reducir la hiperactivación que se produce durante un incidente crítico —como el enfrentamiento armado—, de forma que el sujeto pueda funcionar a través de la experiencia que está viviendo, empleando sus respuestas mentales de funcionamiento automático. Todos los mecanismos neurológicos actúan para mantener al individuo con vida.
Hay varios hechos relevantes en este relato. Ninguno de los dos agentes que llegan primero al callejón se decide a abrir fuego con sus armas reglamentarias. Lo hace un tercer policía que se incorpora como refuerzo y que —otro hecho relevante— falla su disparo desde apenas unos metros de distancia del blanco. Por último, todos los que no dispararon sus armas tuvieron que soportar el escarnio de algunos de sus compañeros y superiores jerárquicos, que se mofaron de su actitud. Tampoco quedó libre el funcionario que sí disparó y erró el tiro, que también fue objeto de burla y crítica. A toro pasado, todo el mundo sabe lo que hubiese hecho y además cree que le hubiera salido impolutamente.
Los compañeros y mandos de aquellos dos primeros agentes les regalaron un verdadero recital de mofas y chanzas. Todos tenían su propia teoría de lo que ocurrió allí y, por ende, de lo que seguramente hubieran hecho en caso de ser ellos los protagonistas. A ninguno de aquellos mal llamados «compañeros» se les ocurrió ponerse por unos instantes en el lugar de los policías afectados. Aquí se hace verdad ese dicho de que la ignorancia es atrevida.
Tratemos de visualizar aquella situación tal y como ocurrió. Esos dos agentes no habían disparado nunca sus armas contra ninguna persona. Es decir, que jamás se habían visto frente a la terrible elección que mentalmente se plantea cualquier policía (psicológicamente normal) de tener que abrir fuego contra otro ser humano y además mirándole a la cara. ¿Seré capaz de disparar contra alguien cuando llegue el momento? Duda habitual en los agentes de policía antes de su primera confrontación armada.
La teoría dice que todo policía debe estar mentalizado para emplear su arma. Pero ya hemos visto en el relato anterior que el proceso para prepararse mentalmente es un trabajo complejo que requiere tiempo y entrenamiento, algo que muchos agentes de la autoridad no encuentran durante su instrucción. Incluso disponiendo de grados variables de mentalización, el policía se encuentra ante una disyuntiva moral muy importante que debe resolver: decidir pasar por encima de todas las normas sociales y morales aprendidas que nos han condicionado a ver la vida de los demás como algo sagrado a preservar.
Muchos agentes experimentan sentimientos de culpa, dudas intensas sobre sus actos, depresión, etc., en los días y meses posteriores a disparar y acabar con la vida de otra persona en acto de servicio. ¿Diríamos que esos policías estaban preparados para actuar como tales? Rotundamente, no. Muestran los síntomas clásicos derivados de todo su aprendizaje social. Diferentes estudios recogidos en una obra fundamental de Dave Grossman, On Combat, demuestran cómo los agentes de policía son reticentes a emplear sus armas incluso en situaciones en las que peligra su propia vida y que muchos terminan haciéndolo solamente después de que el agresor haya abierto fuego primero. Este comportamiento se produce incluso sabiendo que si no disparan primero pueden ser ellos las víctimas.
Otro elemento que influye es el temor a las consecuencias legales que pudieran derivarse del empleo del arma. Ese miedo a las represalias judiciales interfiere en la toma de decisiones rápidas que debe efectuar el agente frente a una amenaza potencial, convirtiéndose en un blanco más fácil durante esos segundos de demora a la hora de emplear su arma.
En todo enfrentamiento armado se genera un cúmulo de emociones que impactan en el agente, interfiriendo en su percepción y evaluación del peligro y también en su capacidad de reacción. Especialmente, uno de los agentes que no empleó su arma habla del fuerte nerviosismo que experimentó y que fue transformándose en miedo a medida que era más consciente de la amenaza. También dice: «Detecté (en él mismo y en sus compañeros) reacciones extrañas y contrarias a lo que se nos había enseñado en la escuela de policía. En realidad ni nos habían hablado de ello». Este enfoque, un tanto «machito» e «hiperviril» de los cuerpos de policía, hace que algunos temas simplemente se obvien en la instrucción. ¡El miedo hay que afrontarlo «con dos huevos»! Valiente ayuda para el policía que se ve en la línea de fuego. No solamente no se ilustra al agente sobre la realidad que va a vivir, que experimentará miedo, nerviosismo, dudas, etc., y que eso es normal en una situación crítica, sino que se castiga socialmente cualquier demostración o reconocimiento de estas emociones. Este tipo de políticas —que calan por igual entre mandos y agentes, la mayoría de los cuales no ha participado nunca en una confrontación armada— refuerzan el mutismo del policía, que prefiere sufrir en silencio su angustia y su malestar antes de ser objeto de la burla de quienes, en teoría, más deberían apoyarle.
El miedo es real y esperable en un tiroteo. En palabras de J. Ledoux: «El miedo es una respuesta mental que ha sido diseñada para mantener a un organismo vivo en situaciones peligrosas». Las áreas cerebrales en las que se localiza la percepción del miedo se encuentran en las estructuras cerebrales filogenéticamente más antiguas en nuestra evolución. Y esto es así porque es una emoción básica que funciona disparando en nosotros las conductas necesarias para afrontar el peligro. Quedarse quieto puede ser una de estas respuestas (no entro aquí, por ahora, en si tales reacciones son efectivas o no en un contexto determinado).
El miedo es una emoción que activa el Sistema Nervioso Simpático y la médula suprarrenal, segregando hormonas como la adrenalina y la hidrocortisona, que hacen que aumente el ritmo cardiaco. Cuando se producen estos cambios en el organismo, las habilidades motoras finas que se requieren para la coordinación viso-motora comienzan a deteriorarse, ya que los recursos disponibles se dirigen al empleo de la musculatura gruesa, más eficaz para correr o luchar. El ojo y el cerebro trabajan coordinados, ayudándonos a prestar atención a la información que es importante para nosotros en ese instante. A medida que el estrés aumenta, y/o la tarea se vuelve más compleja, nuestro cerebro estrecha el foco de atención y excluye información que estima como no importante.
Esta podría ser una posible explicación para el fallo en el disparo del agente, aun encontrándose tan cerca del objetivo. Como muy acertadamente suele remarcar Ernesto, una cosa es disparar a un blanco sin «exigencias» del entorno y otra muy distinta es hacerlo en un escenario real.
Participar en una confrontación armada no es una experiencia que pase de largo por la psique del policía. Existe evidencia empírica suficiente para poder afirmar que muchos agentes experimentan diferentes síntomas tras un día, semanas o incluso meses del incidente. Por suerte, en la mayoría de los casos el malestar desaparece y no deja secuelas. Uno de los factores «terapéuticos» más eficaces en estos incidentes es el apoyo de compañeros y jefes. El funcionario que encuentra un clima de confianza y aceptación en la comisaría tras un episodio especialmente estresante, se recupera más rápidamente y mejor, pudiendo retomar su actividad laboral cotidiana en un plazo de tiempo más corto. Cuando las reacciones que encuentra el policía son de rechazo, crítica, aislamiento o burla, los síntomas pueden agudizarse al producirse el fenómeno de la doble victimización: por un lado, el agente es víctima del delincuente y, por otro, del propio sistema judicial o policial. Las actitudes de burla, cinismo, etc., de los miembros del colectivo pueden entenderse como una forma simbólica de «matar a quien tiene éxito», minimizando o rechazando sus logros, actitudes que tratan de esconder una profunda envidia por la experiencia vivida por otro agente. No queremos más héroes que nosotros mismos.