CAPÍTULO 12
TUVE QUE REPTAR VARIOS METROS
Cuando bordeamos un abismo y la noche es tenebrosa,
el jinete sabio suelta las riendas y se entrega al instinto del caballo.
ARMANDO PALACIO VALDÉS (1853-1938)
escritor y crítico literario español
Sobre las 05:00 horas de una madrugada estival, en una ciudad costera de sesentaiocho mil habitantes, una pareja de policías decidió identificar al conductor de un vehículo extranjero. Los funcionarios iban uniformados en un vehículo con distintivos policiales externos. El agente conductor poseía dos años de antigüedad en el Cuerpo y treintaiuno de edad, y el otro policía sumaba ocho y treintaiséis, respectivamente.
Todo comenzó cuando la dotación policial patrullaba por una populosa barriada y un vehículo tipo turismo cruzó ante ellos a gran velocidad, sin detenerse o reducir la velocidad en una intersección. Los policías optaron por no iniciar persecución alguna, consideraron que no tenían opción de alcanzarlo. Contemplaron la posibilidad de provocar un accidente al intentar detenerlo. Como quiera que los agentes sabían que las demás unidades en servicio estaban ocupadas, no pasaron la información a otros equipos. Sin embargo, sí que patrullaron en su búsqueda por la zona en la que lo vieron introducirse: una barriada marginal en la que se traficaba con todo tipo de drogas, amén de otros géneros ilícitos.
Una vez que la patrulla accedió a aquel sector de la ciudad, los funcionarios escudriñaron su interior con las luces apagadas y el motor a ralentí. Ya era jueves. Dada la hora que era no existía tráfico alguno que pudiera dar pie a un accidente, por ello circularon por algunas vías en sentido contrario al reglamentariamente establecido. Pretendían sorprender al conductor buscado. En un momento determinado, cuando llevaban por allí entre tres y cinco minutos, tal vez menos, detectaron la presencia del susodicho coche. Se encontraba estacionado en doble fila, quizá solamente parado. Tenía dos ocupantes en su interior, ambos en los asientos delanteros. El vehículo en cuestión era un deportivo de alta gama y máxima motorización. La ubicación exacta y concreta era una muy conocida por la pareja actuante. «Allí mismo habíamos actuado muchas veces incautando drogas y armas, además de haber intervenido en riñas graves con heridos e incluso en incendios. Sobradamente sabíamos que estábamos en una zona en la que no éramos bien recibidos», comenta el policía más veterano.
Creyendo los actuantes que habían localizado el coche sin ser detectados por quienes lo ocupaban, procedieron a acercarse con su vehículo. Los sospechosos estaban posicionados en doble fila dentro de una plaza con forma de «ele» (L), encontrándose concretamente en el ángulo. Por la propia configuración del lugar y para aprovechar la iluminación que proporcionaba el alumbrado público, el agente conductor se situó en paralelo al automóvil extranjero. En el lado izquierdo. De ese modo el conductor al que pretendían identificar no tendría posibilidad de fuga más que hacia atrás, pues hacia delante era materialmente imposible: había vehículos correctamente estacionados, al igual que en el margen derecho. A su vez el lado izquierdo quedaba «sellado» con la propia presencia del coche patrulla.
Cuando el policía acompañante descendió de su vehículo se encontró a menos de dos metros de distancia de los ocupantes del otro coche. Ambos automóviles se hallaban en paralelo y casi a la misma altura. El agente conductor seguía sentado en su asiento cuando el otro ya estaba solicitándole la documentación al infractor. «La luz interior del coche estaba encendida y sus ocupantes se hallaban afanados en algo, creo que en la preparación de unas rayas de cocaína para consumo in situ. No lo recuerdo bien. Tal vez ni lo vi. Me centré en las manos del conductor, ahí puse toda mi atención». Pese a que la zona estaba suficientemente iluminada y el alumbrado interior del propio automóvil lucía, el policía hacía uso de una linterna profesional adquirida a título particular. Así y todo, nunca pudo ver si los asientos traseros estaban ocupados por más personas: el coche tenía láminas adhesivas oscuras en los cristales de tales zonas y se trataba de un tres puertas.
Solicitado el pasaporte al piloto, éste lo entregó al funcionario. En principio la intención de los policías era denunciar la infracción de tráfico que originó la intervención y seguramente realizar el test de alcohol, si hubiesen sido detectados indicios de ingesta etílica. «Mientras buscaba el documento requerido, ese muchacho no dejaba de mirar hacia todas partes. Mostraba una actitud de claro nerviosismo. A la vez que me entregaba el pasaporte siguió mirando descaradamente en todas direcciones. Esa forma de actuar me hizo aumentar el nivel del alerta: el conductor buscaba una posibilidad de huida. A todo esto mi compañero estaba descendiendo aún de nuestro patrullero. Para recortar tiempo y evitar que el conductor pudiera seguir meditando un plan de actuación, observando, orientándose y decidiendo cómo actuar, le ordené que descendiera del coche. La orden se la di a la par que le abría la puerta del turismo, a fin de agilizar el trámite. Pero el sospechoso mantuvo, incluso en ese momento, la nerviosa actitud de búsqueda de opciones de fuga. Aquello hacía indicarme que la intervención iba a terminar mal. Pero todo fue fugaz, muy rápido», manifiesta el funcionario.
Cuando el conductor inició el descenso del vehículo siguiendo las legítimas órdenes recibidas, el policía mantenía entreabierta la puerta. Lo cierto es que el sospechoso solamente hizo ademán de apearse. Significar que el cristal de la ventanilla de esa puerta se encontraba completamente bajado. Justo cuando parecía que el sujeto iba a poner los pies fuera del coche, éste arrancó el motor e introdujo la marcha atrás iniciando una veloz salida en esa dirección. Refiere el agente: «Puede que el motor estuviese arrancado y la marcha engranada, pero no pude precisarlo en caliente y ahora menos todavía». Tal cual era la posición y situación escénica del policía, éste quedó atrapado entre el bastidor y la puerta del turismo que él mismo había mantenido abierta. El brazo izquierdo del funcionario se agarró de modo no deliberado, como si fuese un gancho, al hueco de la ventana abierta. «Fue instinto en estado puro», asegura el protagonista. El auto circuló marcha atrás a gran velocidad durante unos sesenta metros. En esa distancia las piernas del agente quedaron en lugares distintos: la izquierda bajo el coche y la derecha dentro del habitáculo. El pie izquierdo nunca salió de ahí abajo, al menos no recuerda cosa contraria el policía, y el derecho no le fue fácil mantenerlo a buen recaudo dentro de la cabina. «Perdí la linterna que sostenía en mi mano izquierda. Tal cosa debió ocurrir cuando quedé enganchado, pero de esto me percaté en el centro sanitario muchas horas después. No recuperé nunca aquella herramienta», sostiene el funcionario.
A la vez que la fuga se inició marcha atrás, también fue descrito un violento giro sobre la dirección. El golpe de volante le era necesario al fugado para salir completamente de la plaza en la que se encontraba encajonado. Como consecuencia del giro y dada la velocidad de evasión, la fuerza centrífuga «cerraba» el cuerpo del funcionario contra el bastidor del automóvil. Según señala el interfecto, «yo era la “bisectriz” del ángulo que formaba la puerta con el bastidor del coche. Me encontraba ahí en medio y mi brazo derecho no lo podía usar, lo notaba aplastado contra el coche».
Dado que todo ocurrió tan súbitamente, el policía que manejaba el vehículo patrulla no pudo hacer nada para ayudar a su compañero. Casi no lo vio. El coche puso fin a su marcha atrás con un brusco frenazo. El policía, que aún permanecía asido al coche, interpretó aquella ruda detención como una colisión de la parte trasera del automóvil contra alguna pared o vehículo. Fue el segundo policía quien le aclaró, tiempo después, este y otros extremos. Finalizado el recorrido a retaguardia —en realidad el coche no estuvo estático más de un milisegundo—, el funcionario seguía aferrado a la puerta. El otro agente tuvo una imagen muy breve y fugaz de todo: «Solamente veía a mi compañero enganchado a la puerta y lo percibía de un tamaño enorme. Mis ojos se fijaron solamente en él. Lo vi frontalmente cuando el coche finalizó la fuga hacia atrás y empezó a circular hacia delante sin detenerse previamente. En ese momento desenfundé mi pistola pero la llevaba sin cartucho en recámara y no me dio tiempo a montarla. Fue todo tan rápido y violento que creo que no hubiese tenido tiempo ni de apuntar, aunque la hubiera llevado cargada. Para colmo ni siquiera podía ver al conductor, al menos no recuerdo haberlo visto con claridad». Posteriormente admitió que no pudo disparar y que de haberlo hecho hubiera podido alcanzar fácilmente a su compañero o al acompañante del asiento delantero (segundo ocupante del coche), aunque tampoco tuvo una imagen nítida de él. Reconoce que desde aquel día se concienció sobre los beneficios y virtudes que ofrece el empleo del arma en condición dos (recámara alimentada): «por ello, ahora, siempre llevo mi pistola preparada y aunque entreno muy poco, porque en el Cuerpo nunca me llevan al campo de tiro, siempre que practico por mi cuenta hago ejercicios de tiro en doble y simple acción».
Así las cosas y sin demora alguna, el coche continuó circulando velozmente en el sentido reglamentariamente establecido en aquella vía. Tal recorrido se inició con el agente todavía asido a la puerta a través del hueco de la ventanilla. Para encarar la calle por la que iba a proseguir la fuga, el automóvil tuvo que desviarse hacia la derecha, instante en el que otra fuerza física estudiada se manifestó: la fuerza centrípeta (contraria a la centrífuga). De este modo, aunque su pierna izquierda siguió atrapada en los bajos del coche, el cuerpo del funcionario fue despedido hacia el exterior junto con la puerta. En ese momento, por la inercia, el brazo derecho se liberó de la presión que ejercía contra el bastidor, pero el izquierdo pudo seguir anclado al marco de la ventana.
Al existir vehículos estacionados en el lado izquierdo de la vía de escape y no tener el delincuente intención de detener la marcha —jamás lo hizo—, éste colisionó lateral y deliberadamente contra aquellos automóviles aparcados. Estos choques pusieron al policía ante una peor situación: su cuerpo, en cada una de las embestidas, quedaba aplastado entre el coche homicida y los estáticos. «Casi sin darme cuenta sentí como si conmigo estuviesen haciendo un sándwich», ha referido más de una vez el funcionario. Tras la pertinente inspección técnico-ocular policial efectuada en el lugar pocas horas después, se constató que el cuerpo del policía había sido arrastrado y golpeado contra ocho de aquellos coches estacionados. Todos presentaban evidentes indicios de que un cuerpo humano, amén de una máquina, había producido considerables daños en el lateral derecho de todos ellos. El agente sostiene que, pese a que pueda parecer una contradicción, la maldad con la que el homicida colisionaba, además de la velocidad con la que lo hacía, fue la causa por la que no se produjeron más lesiones graves o incluso la muerte. En su memoria guarda imágenes claras, flashes en realidad, de algunos de aquellos choques laterales, lo que le ha llevado a esta conclusión y esa es la idea que perdura en él. Dijo: «Debido a la agresividad con la que giraba el volante para chocarme contra los vehículos aparcados, la parte delantera de su automóvil era la primera que tocaba a los otros. Cuando eso ocurría se amortiguaba el impacto entre los coches y mi cuerpo no era el que directamente se llevaba la peor parte. Así y todo, con mi espalda y cabeza fui abollando puertas y rompiendo cristales y espejos retrovisores del lado derecho de ocho turismos. Si aquel individuo hubiese actuado con más calma, hubiera hecho una larga pasada de fricción sin colisión y habría acabado conmigo». Tras estos movimientos y el giro anterior para tomar la calle, el brazo derecho del policía seguía liberado.
En algún momento que el agente no puede determinar con exactitud, ni siquiera pasado el tiempo, desenfundó con la mano fuerte su arma reglamentaria y efectuó cuatro disparos en doble tap, lo que en el argot supone hacer series rápidas de dos tiros. El funcionario no es capaz de recordar con precisión, pero sabe que lo hizo cuando el coche huía hacia delante. Con total seguridad afirma que los efectuó mientras estaba siendo aplastado contra los coches, pero insiste en que no recuerda cuándo o contra qué automóvil. Cree que los dos primeros disparos los realizó en el instante en que empezó a sentir las primeras sacudidas de aplastamiento, tal vez en la segunda embestida —lagunas de memoria—. Desde el primer momento sí que manifestó, con rotundidad, que los «soltó» hacia el volante. Creyó, según dijo en su declaración y también a estos autores, que si disparaba dentro del habitáculo hacia una zona en la que no produjera lesiones, aquello se detendría por miedo o pánico del piloto. Se equivocó. El homicida persistió en su intento de deshacerse del agente y realizó nuevos envites tras sonar esas primeras detonaciones.
Dado que aquello parecía no acabar nunca y que el brazo derecho seguía libre y con la pistola empuñada, volvió a descargar otros dos tiros metiendo la mano armada en el interior del coche. Usaba una pistola Heckler & Koch USP-C del calibre 9 mm Parabellum, en una funda Radar 3D modificada artesanalmente por él. Sobre ambas series de descarga, el policía no puede aclarar si su mano entró en el automóvil por el hueco de la ventanilla o por el espacio existente entre el bastidor y la puerta —lagunas de memoria—. Sí que asevera algo: «En la segunda serie de dos disparos, deliberadamente dirigí la boca de fuego hacia las piernas del conductor, aun cuando no podía verlas. Mi cuerpo había quedado por debajo del perfil de la ventanilla y era imposible ver al conductor y mucho menos sus piernas».
Consumidos esos dos últimos cartuchos, el piloto cesó en sus aplastamientos y embestidas laterales. Lo que siguió a estas acciones fue una fuga en línea recta a mayor velocidad que la desarrollada hasta el momento, que tampoco había sido baladí. El policía, en un momento determinado, dejó de estar asido al vehículo y cayó al asfalto. «No me solté conscientemente, al menos no recuerdo haberlo hecho... hubiese sido suicida», asegura el funcionario. Añade: «Varios años antes, también de noche, fui testigo de un suceso muy similar al mío, solo que en aquel caso únicamente existió huída hacia delante. También fue menos violento y acelerado. Fue como un, “suéltate antes de que te mates, porque yo no voy a parar”. Yo era totalmente novato y me quedé impactado. Al coche le pude fracturar la luna delantera con la defensa extensible, pero se fugó. El policía que fue arrastrado jamás en la vida había entrenado con su pistola. Ni siquiera sabía usarla, aunque él creía que sí. Era una Star modelo S del 9 mm Corto, con guía particular (no reglamentaria), que presentaba un estado deplorable de conservación. Poco tiempo después comprobé que llevaba cartuchos con moho, fechados treinta años atrás. Pienso que no hubieran detonado de haber intentando dispararlos. Tuvo mucha suerte, solamente sufrió lesiones leves».
Tras todo esto, el policía quedó aturdido, desorientado y tendido en una calle que era intersección con la de escape. Algunos de los datos ahora expresados no fueron recordados por la víctima hasta pasadas horas en unos casos y días o semanas en otros. En cualquier caso, para recomponer al máximo posible en su mente el suceso, necesitó ser apoyado por el compañero que aquella noche patrullaba con él. «Algunos detalles nunca los he recuperado. A veces me vienen cosas a la cabeza que me hacen dudar si son recuerdos o invenciones involuntarias de mi cerebro. Mi binomio, desde fuera, lo vio todo mejor que yo», comenta el protagonista del incidente.
El agente permaneció solo en el asfalto por espacio de algunos minutos, toda vez que su compañero inició la persecución del coche evadido. El perseguidor creyó en todo momento que el otro policía había conseguido «trepar» e introducirse dentro del automóvil, pues la escena del delito —el propio coche— se había desplazado desapareciendo momentáneamente del alcance de su vista. Esta errónea apreciación fue transmitida por la emisora del radio-patrulla, a la vez que se informaba que se habían producido disparos. Como quiera que este funcionario no conocía la procedencia de las detonaciones, transmitió que se podrían haber realizado contra su compañero. Todas las unidades en servicio, de los tres cuerpos policiales existentes en la demarcación, se activaron.
Mientras todo eso se estaba comunicando vía radio, el herido trataba de recomponer su radiotransmisor, el cual había quedado desmontado como consecuencia de los golpes recibidos. Por suerte quedó pendido del uniforme por el cable del micrófono. Pese a que el automóvil ya no estaba al alcance de su vista, el funcionario oía con exagerada claridad el sonido del motor circulando por diversas calles adyacentes. Ese sonido perdura todavía en la memoria del policía y lo define «como un trueno continuo». Manifiesta el funcionario: «Temí que el vehículo reapareciera y me arrastrara otra vez o pasase por encima de mí. Por ello me aparté de la vía principal hasta quedar tendido bajo la iluminación de una farola de alumbrado público. Para llegar hasta allí me puse en pie, pero me caí tan pronto apoyé la pierna izquierda en el suelo. Tuve que reptar varios metros».
Una vez recompuesta la emisora portátil, el policía pudo oír la frenética actividad existente en la frecuencia de radio de su unidad, motivo por el que no encontraba el momento de intervenir verbalmente para dar su posición y estado. «Yo no sabía con certeza en qué lugar exacto me hallaba y eso que conocía la zona perfectamente. Me sorprendió la enorme bondad y humanidad de algunas de las personas que me socorrieron. La cara del primer varón que se personó me era muy familiar, pues muchas veces le había incautado sustancias estupefacientes. A otro le había realizado pruebas de alcoholemia. Estos vecinos me taparon con una manta y apoyaron mi cabeza sobre una almohada. Yo estaba temblando y agitándome de frío como si debajo de mí hubiese un suelo helado. Parecía que estuviese sufriendo un delirium tremens».
Los lugareños que auxiliaron al policía le informaron, a petición del mismo, del punto preciso en el que se encontraba. Estos ciudadanos, vía teléfono, participaron a la central del Cuerpo lo que estaba pasando y así fue como algunas dotaciones se desplazaron de inmediato en su socorro. Cuando ya estaban próximas aquellas unidades, el policía consiguió hacer valer su voz por la radio, informando que se encontraba herido y que había efectuado varios disparos con su pistola.
El médico de la ambulancia comisionada al lugar detectó, desde el principio, una fractura importante en la extremidad inferior izquierda, la que siempre quedó atrapada bajo el vehículo. También se intuían lesiones graves a nivel de la cadera y la columna, amén de evidenciarse otras por todo el cuerpo. Las externas resultaron ser todas leves, aunque llamativas. Tras la estabilización y trasladado al hospital, fue confirmada una fractura distal de tibia y peroné (huesos y ligamentos del tobillo) y descartada la de cadera. La lesión principal requirió de intervención quirúrgica, llevándose a cabo casi veinticuatro horas después en un centro especializado. A resultas de aquello, en el tobillo fueron implantados cuatro tornillos de titanio, dos a cada lado. Aunque el agente siempre se quejó de un persistente y fuerte dolor en su columna vertebral, le fue descartada, sin practicársele prueba diagnóstica especial, cualquier lesión grave a ese nivel. Permaneció de baja médica durante siete meses, realizando ejercicios rehabilitadores durante ese periodo y caminando con muletas los cinco primeros. Se incorporó al servicio en funciones de atención al ciudadano, pero aunque aquel desempeño no era de fatiga, el funcionario recayó en episodios de dolor en la pierna y la espalda. Nuevamente tuvo que ser dado de baja temporal durante dos meses. Pese a que el médico forense le recomendó visitar a un psicólogo, el policía no acudió hasta pasado mucho tiempo. Fue diagnosticado como paciente con estrés postraumático crónico de varios años de duración.
Cuando el informe de alta médica fue definitivo por haberse señalado fecha para ser sometido a un estudio médico de secuelas, al agente le fue diagnosticada una hernia discal dorsal. La dolencia se ubicaba, no por casualidad, en el mismo punto de la columna vertebral que durante meses señaló como de dolor permanente. Presentado ante el Equipo de Valoración de Incapacidades, fue declarado Incapacitado Permanente en grado de Parcial. «Esto me permitió seguir ejerciendo mis funciones profesionales que es lo que yo pretendía, aunque supe que siempre estaría limitado físicamente y que sufriría dolores de por vida. Pude conseguir esta valoración gracias a que hice rehabilitación extra, al margen de la oficial».
Volviendo unos pasos atrás en el relato de los hechos: los dos primeros disparos efectuados por el policía —intimidatorios— no acabaron en el lugar que él tenía previsto y donde siempre creyó haberlos colocado. Estaban en un punto del coche totalmente diferente. En dirección opuesta. Uno se encontraba en el bastidor y el otro muy cerca del primero. Ambos describían idéntico ángulo de incidencia, pero el segundo estaba en la rueda reguladora del respaldo del asiento del conductor. «Se ve, por la ubicación y ángulo de entrada de los proyectiles, que cuando presioné el disparador recibí un manotazo que me desvió el arma». Hay que recordar que el tirador pretendía alcanzar el volante para asustar a su homicida y así evitar males mayores. «Creo que el conductor pudo propinarme un manotazo en la pistola, en un desesperado intento de no ser alcanzado por las balas. Por el paralelismo visto en la ubicación de los impactos y por presentar casi idéntica orientación de entrada, fueron con total seguridad los primeros que efectué. Así lo expresa el informe balístico de la Policía Científica. Hicieron un trabajo sorprendente», sentencia el protagonista.
Los otros dos disparos sí alcanzaron su objetivo: el tren inferior. Estos proyectiles penetraron en el cuádriceps izquierdo y abandonaron el miembro por diferentes puntos de la extremidad. En esta ocasión las balas no produjeron cavidades permanentes con ángulos y trayectorias similares entre sí, cosa que sí ocurrió con los tiros intimidatorios (los impactos disuasorios no produjeron cavidad temporal alguna, dado que no hirieron). El ser disparos «a la desesperada» seguramente fue el motivo por el que entraron separados y con trayectorias dispares, aunque en el mismo miembro. Una de las puntas produjo un orificio de salida muy cerca de la rodilla y alcanzó, por sobrepenetración, el músculo gemelo de la pierna contraria (la que manejaba el pedal de aceleración y freno). La otra abandonó la masa muscular por la cara posterior, por el bíceps femoral. Los proyectiles, que eran de tipo semiblindado, no tocaron zonas óseas. Esto permitió la transmisión de movimiento a los pedales del automóvil, motivo por el que el sujeto consiguió huir. En un momento de la fuga fue interceptado y perseguido por un coche camuflado, un «K» alertado al efecto. «Según comentaron los policías que iban en el coche camuflado, durante parte de la persecución dispararon unos diez cartuchos contra los perseguidos. Puede que incluso quince. Nunca declararon por escrito nada al respecto y a día de hoy rehúyen hablar de ello. El coche, que fue recuperado minutos después, presentaba varios impactos de bala en su parte trasera».
El vehículo fue abandonado dentro de la misma demarcación, pero a varios kilómetros de donde había caído el agente. Allí mismo fue detenido el acompañante, pero no el conductor. El arrestado presentaba lesiones leves en el rostro (epistaxis o hemorragia nasal), heridas que según su propia manifestación le fueron infligidas por su compinche. Como el piloto trataba de matar al policía aplastándolo, el pasajero —amigo personal del homicida— tiró del volante rogándole que no lo hiciera. Por ese motivo quien manejaba el coche agredió con un puño a su colega, a la vez que le decía, «¡lo mato, lo mato, déjame que lo mato!». Significar que durante la hospitalización, en la cabeza del agente resonaba una frase sin sentido que siempre creyó dirigida a él: «lo mato, lo mato, déjame que lo mato». El funcionario creía que esas palabras no tenían sentido porque creyendo que se las brindaban a él, hubieran debido decir «te mato, te mato». Meses después, cuando tuvo acceso a las diligencias del atestado, conoció el sentido de aquellos gritos: esas expresiones, tal cual, fueron manifestadas y reconocidas ante el juez por el detenido y testigo principal de todo lo acaecido.
Cuando el acompañante fue capturado, un rastro de sangre fue tomado como inequívoca señal del itinerario seguido a pie por el conductor, tras abandonar su turismo. Pero no fue localizado. Resaltar que la detención del convertido en testigo la ejecutó un agente de policía en prácticas, que además se encontraba franco de servicio. En el coche fueron hallados varios teléfonos móviles y un enorme charco de sangre que cubría el asiento del conductor. El delincuente estaba plenamente identificado desde el primer instante: su pasaporte y otros documentos personales fueron localizados en el interior del automóvil. Resultó ser un violento traficante de drogas de origen extranjero, que contaba con numerosas detenciones en su país y una en España. A fecha de hoy no se tiene certeza del modo en que el delincuente herido apareció, seis horas después, en un hospital fuera de territorio español. La Policía de aquel lugar contactó con la española a fin de informarla sobre el alcance de las heridas, así como de que el sujeto estuvo a punto de morir desangrado. Pasados unos días fue dictada una orden internacional de detención para ingreso en prisión, que no podrá ser ejecutada hasta que el susodicho no finiquite numerosas causas pendientes en su país de origen.
Se da la circunstancia de que el agente herido es instructor de tiro y defiende, siempre que se esté debidamente entrenado, el uso del cartucho en recámara en condición dos de portabilidad. Este policía siempre practicaba el tiro a nivel privado. El cuerpo al que pertenece jamás lo sometió a instrucción alguna. La plantilla sigue careciendo de plan de entrenamiento. Es el propio protagonista quien a veces adiestra a algunos compañeros de su plantilla, pero siempre a requerimiento personal de los interesados. Sostiene: «Casi todos los que entrenaban conmigo empleaban cartucho en la recámara y los que estando ya adiestrados no lo hacían todavía, empezaron a hacerlo a partir de aquella fecha. Comprobaron que esa noche pude hacer uso de la pistola por llevar el arma preparada. Yo había imaginado mil supuestos y los había entrenado en la galería, pero jamás se me pasó por la mente verme en uno como este y eso que años atrás fui testigo de algo parecido».
De todo lo vivido en aquellos escasos segundos en los que fue arrastrado ciento sesenta metros, estuvo recordando «momentos sueltos» a lo largo de mucho tiempo. Aquellas rememoraciones aparecían en su cabeza como flashes intermitentes. Cree que no llegó a sentir miedo, «no tuve tiempo para ello. Todo fue muy rápido. Fue más rápido y violento de lo que nadie puede imaginar». Recuerda que lo que estaba sucediendo lo creía estar viendo en tiempo real desde otra perspectiva, «parecía que estaba viéndome en una película con una cámara situada sobre mí». Mientras sucedía, por su pensamiento pasaron algunas imágenes de distintos momentos de su vida. Aquellos recuerdos no fueron necesariamente negativos. Comenta: «Durante meses, a mi mente acudía el recuerdo de cuando con desesperación le gritaba al conductor, “¡para, para, para!”». Aunque debió realizar los disparos con el arma relativamente cerca de su cuerpo y rostro, no recuerda haber visto los fogonazos en la boca de fuego (era de noche), ni oído sus propias detonaciones. Sin embargo, desde los primeros instantes supo que había disparado cuatro veces en dos series de dos disparos, cosa que refirió a los primeros policías personados en la escena y a su propio jefe en el centro hospitalario. «Pese a que durante años entrené la realización de un cambio de cargador tras finalizar un incidente armado simulado, aquel día no fui capaz de hacerlo. Más aún, de ello me di cuenta días después. En realidad sé que no era necesario recargar, pues era consciente de que había consumido pocos cartuchos, pero era algo que tenía muy interiorizado y aun así no me salió... Lo que sí hice del mismo modo que en la galería, fue disparar series rápidas de dos tiros».
A los pocos minutos aparecieron en sus brazos amplios y llamativos hematomas de los que se percató en el interior del vehículo sanitario cuando era trasladado. Durante los días de ingreso clínico su aparato vegetativo estuvo severamente paralizado. Añade: «Cuando me introdujeron en la ambulancia me di cuenta del hedor que desprendía mi cuerpo. Yo mismo no lo soportaba. Me daba vergüenza. Olía a algo parecido a la orina, pero yo notaba como lo expelía mi cuerpo cual sudor pegajoso. Le pedí disculpas a la doctora y ella me dijo que estuviese tranquilo, que eso era el efecto de una fuerte descarga de adrenalina y que gracias a ello no era todavía consciente del dolor».
Un recuerdo o pensamiento estuvo durante más de un año dando vueltas en la cabeza del policía. Creía recordar que el conductor le había propinado golpes directos en la cara y en la boca. Aunque jamás lo había comentado con nadie, por no estar seguro de ello, siempre creyó que las heridas que presentaba en los labios le fueron causadas con los puños en los primeros momentos de la intervención —cuando iba asido a la puerta y circulaba marcha atrás—. Transcurrido cierto tiempo, una confidencia policial llegó a sus oídos: el delincuente presumía, en su entorno, de haber «reventado la boca» al policía. Se regocijaba y jactaba cada vez que decía que le había atizado varios puñetazos, cuando lo llevaba agarrado a la puerta (el fugado practicaba boxeo y tenía treintaitrés años edad).
El arma utilizada por el policía fue requerida judicialmente para realizar sobre ella el pertinente estudio científico-forense. Su HK permaneció retenida durante meses. El agente podía haber seguido entrenando con alguna de las demás pistolas que poseía a nivel particular, pero no pudo hacerlo durante algún tiempo: «Sentí fobia a las armas. Cuando convaleciente acudí una vez al campo de tiro, no fui capaz de disparar más que unos cuantos cartuchos, pero sin ánimo e interés alguno. Si me lo hubiesen dicho antes no lo hubiera creído: yo soy muy aficionado a tirar y a las armas. Hasta que no transcurrieron ocho meses no pude volver a manejar las armas con soltura y ganas. Fui víctima de un intento deliberado de acabar con mi vida, pero sentí remordimiento por haber disparado a un semejante. Este sentimiento desapareció al poco tiempo, cuando me convencí de que no hubo más remedio que hacerlo». Razones morales y religiosas le hicieron sentirse mal durante algunas semanas, pero también, aunque en menor medida, temía al potencial reproche judicial por haber producido lesiones a una persona.
El funcionario jamás se ha sentido apoyado institucionalmente por sus jefes y compañeros. Si acaso unos cuantos policías amigos se dignaron a llamarle o visitarle en casa y durante la hospitalización. Lejos de sentir calor, lo que sintió fue desprecio. Sostiene el funcionario: «Sé, con certeza, que algunos policías de mi plantilla inventaron, por oscuros y bastardos motivos, una historia paralela a la vivida aquella madrugada. Comentarios del tipo, “él se lo ha buscado por estar todo el día enredando”, “si no fuese tan listo no le hubiera pasado nada”, “siempre se ha creído que iba a salvar al mundo”, “¡quién le mandará identificar a tanta gente, acaso va a heredar la Policía!”, han ido forjando en algunos la idea de que nadie podía disparar tal y como yo lo hice. No en vano nuestra jefatura carece de interés por el entrenamiento. Admito que cuando mi compañero se detuvo en paralelo junto al coche debí ordenarle que se colocara detrás, así hubiera evitado cualquier posible fuga. ¿¡Por qué no lo haría!? Aunque creo que lo hice, pero él dice que no fue así. No lo sé, la verdad, seguramente tenga razón él». Sabe que aquellos que divagaron y elucubraron sobre qué y cómo pasó, son policías que jamás han manejado la pistola ni siquiera en la galería de tiro. «Me consta que incluso no conocen el manejo básico». Sentencia: «Por todo lo anterior y por la supina ignorancia acreditada, no pueden imaginar que exista gente capaz de manejar el arma eficazmente en tan adversas circunstancias. Es lo de siempre, destruir cobardemente. Usaron aquello del “difama, que algo queda”».
Nunca fue reconocido profesionalmente con homenaje o reconocimiento alguno. Todo lo contrario. Varias peticiones formales para condecorarlo, impulsadas por su jefe, fueron rechazadas por algunos políticos y mandos que reconocieron falta de afinidad personal con el funcionario. Esos mismos dirigentes negaron, por ulteriores motivos profesionales, otros reconocimientos propuestos. «Sé que estas cosas son verdad, el propio jefe me las confesó en varias ocasiones: “no quieren reconocerte mérito alguno, fulanito te odia y no se esconde para decirlo”. Hasta el abogado que me asignaron para ir a declarar ante el juez, cosa que ocurrió meses más tarde, me aconsejó que mintiese. Me dijo que defendiera la idea de que me entró miedo y que se me disparó la pistola accidentalmente, que yo no quería disparar y que no sabía lo que hacía. Ni que decir tiene que declaré la verdad, cosa en la que mi jefe me apoyó desde el primer momento. Todos los extremos de mis primeras manifestaciones verbales, tanto en la ambulancia como en la residencia sanitaria, fueron evidenciados y plasmados por la Policía Científica en sus informes periciales. El mando que aquella noche ejercía de jefe del turno estuvo a mi lado, hasta que la ambulancia me trasladó desde debajo de aquella farola. El superior que ostentaba la titularidad del turno estaba de vacaciones y jamás se puso en contacto conmigo durante los meses de baja. Cuando un año después me vio, solamente me saludó con un, “¡hola!, ¿cómo estás?”».
Quien tiene asignada la inactiva función de instructor de tiro en la plantilla, llegó a criticar la acción del policía, incluso cuando sus disparos acabaron en el cuerpo de quién quiso, sin producir daños a terceros. «Ese hombre se dedicó a comentar entre los policías que yo debí intentar asustar al conductor con el “ruidito” que hace el arma al cargarla. Se ve que no conocía los pormenores de mi situación o quizá quiso ignorarlos para poder decir algo que creyó magistral. Otros me aconsejaron que omitiera el hecho de que trabajaba con la recámara cargada, alegando que estaba prohibido por normas estatales. A veces no sé si era ignorancia o maldad, pero comentarios de este corte fueron alimentando leyendas sobre una nefasta actuación. Ninguno de los que tan a la ligera opinaron, sobre lo que tuve y no tuve que hacer, había leído el atestado. Ninguno. Tampoco podrían darle a una vaca con su pistola a tres metros, ni en cinco segundos», comenta con cierta ironía el policía.
Todo esto ha afectado sobremanera a la vida personal del funcionario, tanto la experiencia de creer que iba a morir como el olvido y desprecio mostrado por los suyos. Una de sus pasiones era la práctica del ejercicio físico con carreras de medio fondo, actividad que no pudo volver a practicar debido a las secuelas sufridas, teniendo que recurrir a otras actividades físicas sustitutorias. Una vez que sintió el ostracismo y éste caló en él, surgió una especie de fobia: «Lo paso muy mal cuando tengo que volver a aquella ciudad para realizar gestiones ajenas al servicio». Asume que al trabajo tiene que acudir y responde bien a ello, pero cuando por otras razones debe trasladarse a la localidad sufre sudoración extra, temores, ansiedad y nerviosismo.
A) VALORACIÓN DEL INSTRUCTOR
Incidentes de esta naturaleza no son muy frecuentes, pero haberlos, haylos. Aunque un policía fue objeto de una acción hostil grave, no fue empleada un arma convencional en el atentado. Aun así, no son pocos los casos conocidos de agentes que son arrollados deliberadamente por vehículos. Estos atropellos suelen producirse, como el que nos ocupa, durante la identificación de conductores infractores de normas de tráfico o incluso en dispositivos estáticos de control al tráfico rodado (controles).
Con funesto resultado acabó un suceso cercano en el tiempo con el aquí presentado. Se trata de aquel en el que un agente de la Ertzaintza (Policía del Gobierno Vasco), de cuarentainueve años edad, falleció en Baracaldo (Vizcaya) el 20 de febrero de 2009, tras ser conscientemente atropellado por una furgoneta durante un Dispositivo Estático de Control (DEC). El funcionario pertenecía a la Unidad de Tráfico de Vizcaya y sobre las 00:30 horas él y varios compañeros se hallaban en plena actividad realizando controles de alcoholemia. Al ser requerido el conductor de una furgoneta, éste desobedeció las órdenes policiales y abandonó a toda velocidad la zona de registro del DEC. En su huida arrolló al agente, siendo arrastrado durante aproximadamente trescientos metros (quedó atrapado en los bajos de la furgoneta). El resto de componentes del dispositivo consiguió alcanzar y detener la fuga del conductor homicida. Para ello dispararon varias veces. El cuerpo del policía tuvo que ser recuperado por los bomberos.
El conductor resultó ser un varón de diecinueve años de edad con antecedentes penales, que carecía de permiso de conducción. Su acompañante, una mujer, tenía veinticinco años. Ambos fueron trasladados con heridas de bala hasta el hospital, él con un impacto en la pierna derecha y ella con otro en el tórax. Posteriormente se supo que el vehículo había sido sustraído dos días antes.
Regresamos a nuestro caso principal. Como el propio agente admite, su compañero no debió detener el coche en paralelo con el que se trataba de identificar. Él, sin duda, debió pedir al funcionario que conducía que colocara el vehículo policial detrás del sospechoso, no en vano era más veterano y por tanto jefe de pareja. Pero no lo hizo (a día de hoy no lo tiene claro), pensó que como los ocupantes no habían advertido su presencia tendrían a su favor el factor sorpresa. Fue así, pero salió mal. Aunque el policía se posicionó en el ángulo correcto para solicitar la documentación al conductor, la propia distribución de los vehículos «actores» hizo que aquello se convirtiera en una ratonera; más aún desde que la puerta quedó entreabierta, cosa que se produjo por la propia acción del funcionario. Como el policía expuso, si facilitaba el descenso rápido del piloto, antes «inutilizaría» el arma de mil cuatrocientos kilogramos de peso en que podía convertirse el coche. No lo consiguió. El conductor quería huir a toda costa y lo hizo.
Cuando alguien ha resuelto en su mente actuar siempre lo consigue, aunque el resultado final de la acción no necesariamente dependerá de él. Aquí no funcionaron los disparos intimidatorios y tampoco los que alcanzaron las piernas. Sin embargo, todavía hay gente que cree que el sonido que hace la pistola al ser cargada puede subvertir el ánimo y la intención de cualquiera. Quien oficialmente tenía atribuida la función de instructor en la plantilla del protagonista así lo manifestaba tiempo después, con frases similares a estas: «Debió montar la pistola, el sonido paraliza a la gente. Esa es la correcta actuación». Esta persona, el instructor que no instruía, ignoraba cualquier aspecto relativo a lo que entraña física, psíquica y fisiológicamente un enfrentamiento armado.
Aunque el policía herido estaba entrenado en el uso reactivo del arma, la circunstancia que le tocó vivir no le permitió reaccionar antes de lo que lo hizo. Habría que hacerse una pregunta, ¿hubiese estado justificado el empleo del arma, si los disparos los hubiese realizado antes? Quizá no. En cualquier caso su brazo fuerte estuvo momentáneamente inutilizado y el izquierdo era el único punto de apoyo que lo mantenía en la superficie, para no ser abducido por los bajos del automóvil. La cuestión es que al final pudo acceder al arma y la utilizó. El hecho de que portara la pistola con cartucho en la recámara (doble acción), sin seguro manual activado y en una funda pistolera de calidad y customizada, fue fundamental para poder efectuar los disparos. Conocía y entrenaba técnicas para alimentar la recámara con una sola mano, pero, tal cual era la situación, complicado o imposible hubiera sido llevar a la práctica alguna de esas maniobras. En cualquier caso, es imprescindible recurrir a ellas cuando el arma tiene la recámara vacía (condición tres y cuatro de portabilidad), y no es el caso, e incluso si se detecta una interrupción mecánica simple (encasquillamiento).
La omnipresente sobrepenetración también se manifiesta en este capítulo. Ya es una constante. Aquí se conoce un caso poco frecuente de exceso de penetración al que podría llamarse sobrepenetración positiva: proyectil que abandona el blanco impactado y deseado, pero alcanza otro órgano externo del mismo objetivo o a otro adversario. Con dos proyectiles semiblindados se produjeron tres impactos. Los disparos dirigidos al tren inferior afectaron al muslo izquierdo, dos, y a la pantorrilla derecha, uno. Pero tres heridas no fueron suficientes para detener el ataque.
Respecto a los otros disparos, aquellos primeros que de modo intimidatorio refiere el policía haber efectuado (fueron constatados científicamente), finalizaron en sentido contrario al que el tirador había decidido e intentado. Esto pudo producirse por diversas causas. Podría haber ocurrido que justo cuando el disparador (gatillo) era presionado, el conductor estuviese realizando una de las muchas colisiones laterales descritas, lo cual pudo alterar la trayectoria final de los proyectiles. Pero el homicida también pudo dar un manotazo a la mano fuerte del agente en el momento definitivo de presionar los mecanismos de disparo. Sea como fuere, la casi idéntica trayectoria que describieron las balas que no produjeron lesiones, acredita que fueron los ejecutados en primer lugar. Sin duda alguna, cuando dos disparos rápidos presentan tanta similitud en la descripción de sus trayectorias —casi agrupados, además—, es porque fueron realizados con cierta calma, serenidad o tranquilidad, por tanto fueron los primeros. El policía aún no estaba ante una situación desesperada o al menos no era consciente de ello, como sí lo fue instantes después. Por el contrario, aunque los dos impactos en el muslo estaban en el mismo órgano y presentaban orificios de entrada relativamente cercanos, sus trayectorias eran muy diferentes: uno abandonó la pierna por la cara anterior del cuádriceps (bíceps femoral), casi en noventa grados respecto al suelo; y el otro entró y salió por un punto muy próximo a la rodilla (cabeza del cuádriceps). Esta última bala fue la que llegó hasta la otra pierna con un ángulo muy diferente al descrito por la anterior.
Es sabido que las capacidades cognitivas y habilidades motoras se ven seriamente mermadas en situaciones graves como esta. Pero incluso aunque se produjeron lagunas de memoria, algunos detalles son sobresalientemente recordados y controlados por la víctima. Pudo mantener la frecuencia de tiro de dos en dos, tal como entrenaba. Pero una vez a salvo, bajo la referida luz que proyectaba una farola, no fue capaz de recordar y ejecutar un cambio de cargador como también siempre había practicado cuando simulaba el fin de un tiroteo. En cualquier caso era innecesario: el cargador principal todavía contenía sobre diez cartuchos. Así mismo, no recuerda con precisión el instante en que abrió fuego, pero sí la frase que hablaba de matarlo y que, en realidad, se dirigía al otro ocupante del vehículo homicida. En resumen, uno presta atención a lo que de verdad teme y en este caso eran las manos que manejaban el arma: el policía admite que fijó sus ojos en ellas mientras pudo y su cerebro tampoco pudo discriminar la frase aquella de, «lo mato, lo mato».
Salvando las distintas necesidades que generan las sociedades norteamericana y española, en cuanto a demanda policial armada se refiere, al margen de las tradicionales diferencias culturales, costumbristas y legislativas de ambas naciones, significaremos una anécdota «bilingüe» al hilo de lo que el protagonista del suceso pone de manifiesto: en su plantilla jamás se realizaban entrenamientos oficiales de tiro. Esto es algo en lo que también enfatizó el policía que conducía y que resultó ileso. Ninguno había sido evaluado o adiestrado nunca por el cuerpo, hasta la fecha del suceso, y tampoco posteriormente (trece años de servicio el protagonista, cuando la obra vio la luz).
Vamos con la anécdota. En 2012 llegó a España S. C., agente civil de un departamento municipal de policía del Estado de California (Estados Unidos), para cursar un Máster en Criminología por una universidad privada. Durante el año de estancia en la península Ibérica, el cadete (civil que trabaja con la Policía, sin la consideración oficial de agente de la ley) tuvo ocasión de conocer a varios instructores de tiro autóctonos, con los que practicó en numerosas ocasiones. Aunque para el servicio aún no portaba armas de fuego (únicamente lleva consigo un espray de gas irritante y un chaleco de protección balística), entrenó varias veces con José Romero Mateo, instructor de tiro de la Policía Local de Blanes (Gerona), y con varios policías autonómicos catalanes.
En algunas de las sesiones de entrenamiento y charlas mantenidas en el campo de prácticas que gestiona el instructor blandense (el Cuerpo cuenta con su propia cancha de tiro), el norteamericano dio a conocer a sus interlocutores algunos aspectos del entrenamiento de su departamento y de otras agencias de seguridad en las que ha prestado servicio. A preguntas de estos autores, el norteamericano manifestó que «durante dos años estuve comisionado, como estudiante en prácticas, en tres agencias federales, la Drug Enforcement Administration (DEA), el US Marshals Service (USMS) y el US Department of Homeland Security (DHS). En las dos primeras ayudaba durante las clases prácticas que recibían otros agentes, normalmente desempeñando el rol de chico malo. Cuando había algo de tiempo libre me enseñaban a manejar armas de fuego. Sin embargo, con el DHS realicé prácticas especiales, algunas de ellas poco comunes. Estaba trabajando en el FLETC (Federal Law Enforcement Training Center), la academia a la que recurren casi todas las agencias y departamentos federales. Allí tuve la oportunidad de pasar por el curso básico de tiro. Fue algo excepcional. Fueron algo así como cincuentaicinco horas de entrenamiento, en las que consumí muchísimos cartuchos, unos dos mil. Pero los agentes de pleno derecho continúan la formación asistiendo a cursos secundarios específicos para cada agencia». El californiano ya había cursado estudios universitarios antes de unirse a su departamento de policía, concretamente obtuvo el grado en Liderazgo y Comunicación. A sus veintitrés años de edad, ya lleva un quinquenio ejerciendo.
Sobre el plan anual de entrenamiento en su institución, un cuerpo local o metropolitano que da cobertura a unos ochenta mil ciudadanos, el futuro agente comenta: «Se entrena una vez al mes. El primer mes del año se dedica a prácticas de tiro con la pistola reglamentaria. Tenemos una amplia gama de modelos de la marca Glock del calibre .40 S&W. Según sea el tamaño de la mano del policía se le asigna un modelo grande, mediano o pequeño. Se da mucha importancia a que el arma sea cómoda y eficazmente manejada y controlada por el funcionario. En el segundo mes se entrena con el fusil de asalto AR-15 del calibre .223 Remington (5,56 × 45 mm NATO) y con la escopeta Remington modelo 870, del calibre 12. El tercer periodo es empleado para disparar con las tres armas en situaciones de nula o reducida visibilidad, poniendo en práctica técnicas de tiro con linterna. Cuando se termina el ciclo se vuelve a empezar con el arma corta y así sucesivamente se completa el programa de formación continua de todo el año». El gringo, con razones más que justificadas, se vanagloria de los esfuerzos que se dedican para mantener bien formado al personal. Aunque desde los veintiún años ya podría ser poseedor de una licencia de armas para portar una pistola o revólver en su estado (desde los dieciocho años para el caso de las armas largas), no se lo ha planteado. Tampoco sabe qué clase de arma adquirirá a título personal cuando sea oficial de policía, pero le gusta la firma austriaca Glock, «es la preferida de innumerables agencias de seguridad de mi país, tanto a nivel local y estatal, como gubernamental».
Ante tan apabullante, comprometido, serio, amplio y exquisito entrenamiento planteado por el cadete S. C., los españoles que acudían al campo de tiro con él procedieron a informarle cuál es en España la mentalidad general de las administraciones, de los jefes y de los propios funcionarios con respecto a estas cosas. El joven y futuro policía no dio crédito a lo que oyó. «Le referí a nuestro amigo los promedios de consumo anuales de munición por agente, tanto en los dos cuerpos que estábamos allí representados en ese momento, como en la generalidad nacional, así como la periodicidad de las prácticas de tiro y la configuración de los ejercicios. No pude ocultarle que, como norma general, entrenamos estáticamente a distancias que nada tienen que ver con la realidad que nos marca el día a día de la calle. En Blanes llevamos algún tiempo intentando alejarnos de esos anticuados convencionalismos. Por suerte, cada día son más los cuerpos locales que optan por otra filosofía de entrenamiento», comenta José Romero.
Otra circunstancia relativamente frecuente es, en casos como el analizado, el hecho del escaso o nulo reconocimiento profesional. Peor todavía. Se intuye sibilina intención de destruir la imagen y credibilidad del funcionario y este suceso pudo presentar una buena ocasión para ello. El dato referido a que el abogado del Cuerpo aconsejó no decir verdad, alegando una descarga involuntaria, supone un claro ejemplo del supino desconocimiento que existe sobre la legítima defensa en cuanto a la proporcionalidad de medios empleados. Pero si la víctima está en lo cierto respecto al desprestigio personal interno, quizá el desacertado consejo del letrado pudo formar parte ello. ¿Factor humano?
B) VISIÓN DEL PSICÓLOGO
Han sido muchos los casos revisados para poder escribir este libro. Todos los policías protagonistas se vieron envueltos en situaciones límite que hicieron peligrar sus vidas. Ya hemos visto que, en mayor o en menor medida, cada uno de estos agentes ha experimentado alguna consecuencia tras el incidente: problemas psicológicos o físicos. Pero un buen número de ellos expresa una queja constante y que sobresale de las demás: el poco o nulo apoyo recibido por parte de los compañeros y/o mandos. Sin embargo, no acaba ahí la queja de los funcionarios.
Además de no recibir el apoyo o reconocimiento de quienes, paradójicamente, mejor deberían comprender la experiencia por la que han atravesado, por desgracia también suelen ser objeto de escarnio, burlas, desprecio o ninguneo. Es el mundo al revés. Y nuestro estudio confirma estos datos. Hay policías que en privado reconocen un sufrimiento que no han dejado aflorar públicamente por temor. Esta aflicción, aunque tuviera su origen en el enfrentamiento por la supervivencia, alcanzó su punto álgido como consecuencia de las reacciones de compañeros y mandos. Esta es la realidad.
Si leemos con atención la primera parte del presente capítulo, terminaremos concluyendo que el infierno por el que pasó el policía protagonista merecía no una, sino varias medallas y reconocimientos. El funcionario reconoce estar vivo de milagro después de una intervención angustiosa y sangrienta. En esas circunstancias, el agente todavía tuvo la sangre fría de disparar su arma reglamentaria desde una posición imposible, consiguiendo frustrar al asesino.
Pocos relatos, como el que ahora nos ocupa, me han causado tanta vergüenza y desazón por su desenlace. ¿A qué situación más extrema debe enfrentarse un policía para ganarse el reconocimiento oficial por su entrega? ¿Hay que acabar muerto para recibir una medalla? Probablemente, ya que los vivos despiertan muchas envidias. Ninguna medalla, ningún reconocimiento. Lo único que recibió este agente fue el desprecio de parte de sus compañeros y jefes, dudas sobre su proceder, el tener que escuchar incluso que se lo tenía merecido y el linchamiento de algunos medios y políticos. Y no es el único policía que ve cómo su abnegación cae en el olvido. Frases como «lo que más me dolió fueron los comentarios de mis compañeros…», han sido habituales en nuestro estudio.
Este capítulo dispone de material interesante sobre cómo el estrés de supervivencia afecta a la percepción y la memoria. Pero no entraré en el plano intelectual de la intervención, sino en el humano, en el policía que se encuentra detrás de la intervención, el elemento más valioso y, sin embargo, el más vapuleado. Un símbolo de la situación en la que se encuentran muchos agentes de la autoridad que han expuesto sus vidas por vocación de servir y que solamente han recibido, en el mejor de los casos, el olvido más estrepitoso.
Muchos mandos policiales —probablemente la mayoría— no se han encontrado nunca en medio de una confrontación armada. Desconocen las emociones y circunstancias peculiares que rodean este tipo de intervenciones. Cuando alguno de los policías a su cargo se ve obligado a disparar su arma para salvar la propia vida o la de terceros, el mando puede reaccionar de dos formas: reconociendo y apoyando a su subordinado o ignorando, cuestionando o despreciando el trabajo realizado. ¿Envidia? ¿No soportar que un agente adquiera el protagonismo que al superior jerárquico le gustaría tener para sí? Lo mismo podemos decir de los compañeros. Son las pasiones humanas jugando ese papel que tantos problemas causan a las relaciones interpersonales.
Cuando un policía solamente recibe desprecios, críticas o ninguneo por parte de los suyos, lo primero que debemos tener presente es que en esa unidad o cuerpo no existe un liderazgo adecuado. Aunque algunos compañeros puedan responder negativamente al comportamiento valiente de un agente, es el superior jerárquico el responsable último de que ello ocurra. Ese superior no está fomentando y transmitiendo los valores adecuados al funcionamiento cotidiano de su plantilla. En su lugar, permite que florezca el rumor y se premie el amiguismo. Un liderazgo ineficiente y negativo es un auténtico cáncer en la organización y solamente estimula a mandos intermedios encargados de trasmitir la mediocridad y convertir esta manera de proceder en la cultura de esa unidad.
Podemos imaginar el efecto que causa un acto de valor en un desierto moral como el descrito. Rechazo. Envidia. Enseguida surgen voces que cuestionan la actuación del funcionario, que claman cómo deberían haberse hecho las cosas o, más divertido aún, lo que ellos hubieran hecho de encontrarse en la misma situación. Lo triste es que muchas de esas dosis de ignorancia salen, a veces, incluso de la boca de quienes están encargados de la formación de los policías.
Todas estas situaciones dejan bien a las claras que no se toma lo suficientemente en serio el que un policía se vea envuelto en un enfrentamiento armado. Esa mentalidad de que «liarse a tiros» y «echarle huevos» forma parte del trabajo policial impregna gran parte de la mentalidad de los mandos y agentes. Esta ignorancia supina de cómo son las cosas realmente —que un incidente armado es algo excepcional y afecta a un reducido número de policías— tiene una consecuencia devastadora: no existen protocolos adecuados para abordar los incidentes en que se hace uso del arma reglamentaria y las repercusiones que ello tiene para el policía.
Dicho protocolo no solamente debería abordar la manera de hacer frente a las necesidades psicológicas de los funcionarios implicados, sino también proporcionar orientación para resolver otras cuestiones derivadas de la confrontación armada, como los requerimientos legales, medios de comunicación, actuación de compañeros y superiores, etc.
Tan pronto como fuese posible, habría que facilitar que el agente implicado en un tiroteo se pusiera en contacto con otros policías que hubieran pasado por una experiencia similar. El apoyo de los compañeros es fundamental, y más cuando se conoce de primera mano la experiencia por la que se ha atravesado. Se aconsejaría al agente hablar del tema únicamente con aquellas personas que sabe que pueden resultarle de ayuda.
Es conveniente dejar pasar un tiempo de recuperación antes de que la víctima proporcione un informe completo y detallado del incidente. Dependiendo de la naturaleza e intensidad del suceso, este lapso de tiempo puede ser de horas o días.
Tras una situación crítica en la que la vida ha estado en juego, la víctima suele estar más preocupada por cómo ha reaccionado conductual y emocionalmente y por si esas reacciones fueron normales. Un protocolo para este tipo de incidencias podría enfocar las intervenciones inmediatamente tras el tiroteo desde una perspectiva educativa para reducir la preocupación, la ansiedad y las autoevaluaciones negativas.
Algunos agentes de seguridad experimentan vergüenza o algún tipo de sentimiento de culpa tras una confrontación armada. Otros pueden intentar vender la idea, de cara a la galería, de que el incidente no les ha afectado en absoluto, por temor a que los compañeros piensen que no ha tenido valor, que está verde, etc. Estos individuos necesitan un espacio en el que poder ventilar sus dudas e inseguridades. Asistir obligatoriamente a una consulta con un profesional de la salud mental (psicólogo o psiquiatra) puede dar la oportunidad a ese agente de transmitir sus temores, sin haberlo solicitado formalmente, aportando esto un mínimo de habilidades para afrontar posibles reacciones adversas futuras.
Un enfrentamiento armado suele llevar asociada una intensa carga emocional y física. Son momentos muy ambiguos, que se desarrollan con mucha rapidez y peligro. Hay policías que, por una razón u otra, deciden no disparar su arma y policías que, contra todo pronóstico, fallan el blanco encontrándose a escasos metros de él. Tras esto, nos encontraremos con un agente que se martiriza pensando que no actuó adecuadamente, que no ha estado a la altura de las circunstancias, que pagaría por una segunda oportunidad para hacer las cosas de manera distinta. Otros se encontrarán satisfechos de cómo han resulto la situación, agradecidos por la dosis de suerte que se ha posado sobre ellos.
¿Cómo se puede dejar pasar de largo una experiencia como esta? ¿Cómo se puede frivolizar un evento tan duro y difícil? ¿Cómo se puede castigar, ridiculizar o pontificar sobre el comportamiento de un agente enfrentado al que posiblemente puede ser el momento más complicado y duro de su vida? Es ya momento de tomar en serio lo que pasa en las calles cuando un policía tiene que utilizar su arma reglamentaria. Tomarlo en serio significa elaborar los protocolos de actuación necesarios y adecuados a la realidad de lo que ocurre. Significa también crear una cultura de valores y compromiso que estimule a los policías a apoyarse entre ellos en los momentos difíciles. Y significa, por último, formar un nuevo tipo de mandos que motiven a sus plantillas y sean un verdadero apoyo y estímulo para los funcionarios que están bajo su dirección.
Lo que compañeros de escala, superiores, políticos y medios de comunicación hicieron con el agente de esta historia es una vergüenza, y es más habitual de lo que pensamos. Es el mundo al revés. Ahora tenemos la experiencia; solo falta la voluntad de hacer que las cosas sean diferentes, de lograr que el policía vea en su sacrificio un sentido y una dirección que realmente merezca la pena.