CAPÍTULO 10

ME SENTÍ SOLO

La vida consiste no en tener buenas cartas,

sino en jugar bien las que uno tiene.

JOSH BILLINGS (1842-1914)

Humorista estadounidense

A media mañana de un día de verano, una unidad policial especializada en asaltos y misiones de alto riesgo fue activada: un varón español, de veintitrés años, estaba atrincherado pistola en mano en el interior de un edificio público. Con treintaiún años de edad y seis de antigüedad en el Cuerpo, un integrante del equipo de intervención admite que al recibir las primeras referencias del suceso que motivó la activación, sintió sensación de incertidumbre. Según todos los indicios el hostil podría tener rehenes y, además, ya había disparado contra un policía al que no provocó lesiones. Buena forma de empezar la semana, era lunes.

Durante el trasladado al lugar de los hechos, una localidad de aproximadamente sesenta mil habitantes, a treinta kilómetros de distancia de la base del equipo de asalto, «noté que las ganas de realizar alguna intervención importante se imponían al miedo que iba sintiendo. A medida que nos acercábamos al pueblo noté como mis pulsaciones iban aumentando. Me sentía inquieto. Mi cabeza era invadida por mil pensamientos». Personados ya en el lugar de la operación, el jefe de la unidad informó al equipo especial sobre algunos aspectos de la intervención, si bien todo dato era vago o impreciso todavía. No fue participado qué tipo de arma portaba el hostil, ni su edad, ni estado emocional. Tampoco la descripción física del sujeto era conocida, así como la distribución detallada del edificio o sala en la que se estaba perpetrando aquello. Lo que sí se conocía con rotundidad era que había un único hombre armado y que no tenía personas retenidas. Este último apunte parece que varió desde que en un principio fue requerida la intervención operativa: la primera llamada recibida hablaba de posibles rehenes, algo que siempre comporta riesgos extra.

Con tal información la unidad recibió la orden de prepararse para realizar un posible asalto, ataviándose los agentes con cascos y chalecos de protección balística. Posteriormente se posicionaron para la entrada táctica. En las inmediaciones del punto de acceso al inmueble adoptaron la clásica formación de línea. Todo quedó listo en espera de la orden final de penetración. Aunque algunos funcionarios portaban armas largas para la misión, el protagonista de este episodio únicamente utilizó su pistola de 9 mm Parabellum, con quince cartuchos de capacidad en el cargador. Aun existiendo en el Cuerpo escudos de resistencia balística ideados y diseñados para misiones de este calado, el equipo carecía de ellos en ese instante.

«Comprobé mi equipo personal y preparé la pistola. No me podía creer que nos estuviésemos preparando para entrar en aquel matadero. Íbamos justos de medios, sin información suficiente y sin órdenes claras sobre qué hacer. Pero mantuve la compostura y no me atenazó el miedo. Las pulsaciones me subieron bastante y comencé a entrar en un estado como de irrealidad: me veía a mí mismo como el espectador de una película en la que yo estaba actuando. Aun así, fui capaz de pensar y mantuve el control», reconoce y confiesa.

La formación de asalto la componían cinco funcionarios, ocupando la posición «número dos» el agente que se compromete con este estudio. En un momento dado, un policía ajeno a la unidad especial se aproximó a la entrada de la estancia ocupada por el pistolero, abrió la puerta y arrojó hacia el interior un producto de consumo solicitado anteriormente por el hostigador. Como quiera que la puerta quedó entreabierta, quien ocupaba el puesto «número uno» del cordón de entrada pudo efectuar una primera ojeada del interior. Así las cosas y tras realizar un oportuno movimiento táctico, el «número dos» también obtuvo una mediana visión de la sala en la que iba a introducirse. Finalmente, ambos policías permutaron el orden final de ingreso. En esas estaban cuando se oyó: ¡Adentro, adentro, adentro! Era la orden de asalto que estaban esperando. Iniciados los primeros pasos de la progresión por aquel espacio cerrado, «noté como aumentó en general mi agudeza sensorial. Mis sentidos iban al ciento cincuenta por ciento y aunque me acompañaban cuatro policías más, sentí que toda la responsabilidad era mía. Me sentí solo».

De inmediato el agente se percató de lo diáfano del lugar, no encontrando fácilmente un objeto que pudiera servirle de parapeto u ocultación a él, al resto del grupo o incluso al propio tirador activo. En un momento dado de la incursión en aquella amplia sala, se detectó la presencia de un varón a una distancia no superior a nueve metros. Éste se encontraba sentado tras un mostrador, «con un teléfono blanco en una mano, fijó su mirada sobre mí. Yo pensé que podría tratarse de un empleado del edificio, alguien que se hubiese quedado rezagado horas antes cuando aquello comenzó y se ejecutó la evacuación y desalojo; pero la verdad es que me extrañó que eso hubiese podido ocurrir», sostiene el, ahora, policía «número uno» del equipo de entrada.

Cuando la distancia entre los asaltantes y aquel sujeto se redujo a entre seis y siete metros, el civil se giró sobre la silla que ocupaba, soltó el teléfono y agarró una pistola que se encontraba sobre la mesa: elevó el arma con una mano, la dirigió hacia el «número uno» y disparó una vez. «Vi el fogonazo con total claridad. Clavé mi mirada sobre la boca de fuego de su pistola. Pensé que el proyectil podía haberme alcanzado de lleno. Rápidamente me lancé al suelo y dirigí una fugaz mirada a mi chaleco: no pude evitar buscar en él un impacto. Quedé parapetado tras un mostrador, de modo que desaparecí del alcance de la vista del tirador. No fui capaz de comunicarme con mis compañeros, solamente pensaba en cómo salir de aquella situación. Según pasaron escasas décimas de segundo, vi como el sujeto se aproximaba a mi posición. Solamente veía sus piernas a través del mueble, siendo dos metros los que nos separaban en ese instante. Escuché a mis compañeros gritar: “¡Tira la pistola, tira la pistola!”».

El resto de operadores que conformaban el equipo efectuó varios disparos contra quien ya, antes, había atacado al policía «número uno». El agresor posiblemente tiró una vez más contra los agentes, pero la segunda vaina no fue hallada durante la realización de la inspección técnico ocular policial. En ese momento y en un acto coetáneo al de los demás policías, a través del mueble mostrador el agente realizó tres disparos asiendo el arma con las dos manos, desde la posición de tendido lateral. Aquellos tiros fueron dirigidos, casi en deflexión, hacia la zona que el funcionario calculó que podría llevar la trayectoria de avance del agresor: el pistolero caminaba en dirección a la línea policial. «Se me han “borrado” algunos recuerdos, pero creo que cuando cesó el fuego me levanté lentamente y me acerqué al cuerpo yaciente de aquel muchacho. Posteriormente salí del local y pedí que entraran los servicios médicos». Como resultado de la refriega el individuo recibió cuatro impactos de bala que le hicieron perder la vida, si bien en total los policías realizaron once disparos. La escena posterior fue dantesca: compresas impregnadas de sangre, guantes de látex y vainas regaban el suelo. Agentes de otras unidades y equipos sanitarios entraban y salían del lugar. «Recuerdo mucho desorden posterior».

Más tarde, cuando se reconstruyeron los hechos, el policía «número uno» supo cómo y cuándo actuó el resto de los funcionarios de la célula. La posterior investigación acreditó que el arma empleada por el fallecido era una pistola detonadora (fogueo), una perfectísima imitación de un arma de fuego real. Procedente de esa pistola solamente fue hallada una vaina, pero los agentes sostuvieron que se produjo un segundo disparo siendo ese el momento en que los policías respondieron con sus armas. Señala el funcionario, «yo fui el primero en ver la pistola. Vi como disparaba y oí su detonación, ¡por Dios, disparó contra mí! Nunca albergué duda alguna: aquella pistola parecía real».

El armamento empleado por la unidad de asalto fue: escopeta Franchi SPS-350 calibre 12, el agente «número dos». Solamente efectuó un disparo y fue con un cartucho de gas a una distancia de entre seis y siete metros. Este policía disparó desde la izquierda según el orden de entrada y marcha y casi parapetado tras unas taquillas. Un subfusil HK-MP5 del calibre 9 mm Parabellum usó el funcionario «número tres», quien realizara un único disparo con munición semiblindada, a una distancia de entre dos y cinco metros. Este agente se desplazó hacia la derecha según progresaba por la sala. Tiró desde detrás de un pilar existente en el escenario. Y el «número cuatro», que disparó siete veces desde la misma distancia que el anterior, empleó la pistola y munición semiblindada del calibre 9 Parabellum. El policía que cerraba la formación, el «número cinco», portaba en sus manos una pistola idéntica a las referidas, pero no disparó en ningún momento. Es más, este funcionario se quedó estático en la puerta de entrada a la escena y no reaccionó. Significar que los dos agentes que usaron armas cortas abrieron fuego en doble acción (dado que el arma era de acción mixta, solo el primer disparo de cada tirador pudo hacerse de ese modo).

El análisis médico-forense efectuado sobre el cuerpo del interfecto arrojó estos datos, respecto a las heridas sufridas: dos impactos en el muslo derecho a distintas alturas del miembro; uno en la región tercio-superior derecho casi central del abdomen y el último en la zona tercio-medio del flanco dorsal derecho, a nivel torácico. Todos los proyectiles produjeron orificios de salida por exceso de penetración y describieron trayectorias levemente ascendentes. Los impactos se ubicaban principalmente en las zonas bajas del cuerpo. Pero la bala que produjo la muerte trazó una caprichosa trayectoria, penetró en el cuerpo justamente en el instante en que el pistolero caía hacia el suelo en una determinada posición (cuarta herida descrita).

Manifiesta el agente: «Si el enfrentamiento armado fue una situación estresante y complicada, lo que vino después no lo fue menos. En las horas posteriores al tiroteo intenté recordar el mayor número de datos posibles, pues tenía que reflejarlos en las diligencias policiales con la mayor exactitud posible. Resultaba muy difícil ordenar mis ideas. Conforme pasaban los días, la cosa se puso peor: sufrimos un verdadero linchamiento popular. Los periodistas nos masacraban y los partidos políticos manipulaban todo, incluso se personaron como acusación particular hasta el final del proceso. El Cuerpo se comportó excelentemente con todos nosotros, menos mal. Finalmente, y pese a ser imputados por homicidio imprudente, fuimos judicialmente absueltos. Era imposible saber que aquella pistola no disparaba munición de verdad».

El fallecido carecía de ficha criminal, pero padecía trastornos mentales. De él se supo, a posteriori, que era un gran aficionado a las armas y a los grupos especiales de la Policía y del Ejército. Presentaba una ostensible secuela física derivada de un accidente de tráfico (cojera), pero ninguno de estos datos fue facilitado al equipo de entrada por quien tenía la responsabilidad de dar la orden de asalto. Posiblemente buscó el suicido a través de la acción policial, suicidio policial. También había advertido previamente a sus conocidos su intención de quitarse la vida, manifestando haber ingerido barbitúricos y lejía.

Aunque este funcionario poseía una capacidad media-alta de destreza en el manejo de armas y en tiro —palabras suyas—, por practicar semanalmente en su unidad, tras aquella intervención debió modificar algunos de los principios de su entrenamiento: recibieron escudos de protección balística para el equipo, lo que implicó adoptar nuevas técnicas y tácticas. Aunque es titular de un arma corta particular, jamás va armado cuando se encuentra franco de servicio.

Comenta el policía: «Con el paso del tiempo creo que he ganado aplomo y control de las situaciones. No sufro secuelas psíquicas y no tuve que seguir tratamiento alguno, tampoco se me presentaron problemas de sueño. Nunca me ha costado trabajo hablar de lo ocurrido cuando se me ha preguntado. Por parte de mi más íntimo círculo de amigos y compañeros recibí el apoyo esperado, el suficiente. Desde la institución policial el apoyo fue aceptable, pero de mi jefe inmediato recibí un trato muy injusto y decepcionante».

A día de hoy este policía sigue desempeñando sus funciones en puestos operativos, aunque en otro destino. Cree que de aquello salió positivamente reforzado: se ha demostrado a sí mismo que es capaz de enfrentarse a situaciones extremas y de sobreponerse a ellas. De hecho, ha superado ulteriores enfrentamientos armados. Como contrapunto, la presión judicial por la imputación de homicidio solía aparecer en su cabeza de modo recurrente. Sin que llegara a ser una obsesión que le quitara el sueño, lo pasaba muy mal cuando «la pena de banquillo» reaparecía en su mente. Admite: «Si volviera a vivir la misma situación o pudiera dar marcha atrás, no sé de qué modo actuaría. Cada situación es irrepetible». De todos los instantes vividos aquel día, le cuesta trabajo manejar la imagen que tiene grabada del momento posterior a caer abatido el agresor. «Jamás me planteé dejar el Cuerpo».

A) VALORACIÓN DEL INSTRUCTOR

El protagonista de este incidente es un funcionario con seis años de servicio, que había desempeñado gran parte de ellos como integrante de un grupo especial muy bien adiestrado. Después del suceso permaneció activo en el mismo equipo de trabajo. Cuando los hechos se produjeron, él y el resto de los intervinientes disparaban semanalmente con todas las armas de fuego que tenía asignada la unidad. Tenían todos, por tanto, un exquisito entrenamiento para llevar a cabo misiones del perfil de la descrita.

Destaca el hecho de que un policía con tal experiencia y entrenamiento, además de especialmente bien equipado con medios de protección pasiva (casco y chaleco blindado), admita y reconozca su miedo mientras se desarrollaba la intervención a la que se enfrentó. Para quienes de verdad conocen los pormenores y entresijos de las acciones de riesgo, el miedo es una constante que está siempre presente. Pero dado que la mayoría de profesionales no ha vivido situaciones límite, recibiendo «fuego», no cuesta nada y es cómodo pensar que el miedo se controla siempre y con facilidad. Más aún. Existe la creencia general de que un funcionario adscrito a una unidad especial no pasa por ello. Puede que sea lógico pensarlo, se ha idealizado a esos policías y debe seguir siendo así, solo que desde ahora se ha de admitir que todo el mundo huele el miedo alguna vez. El hecho de ir provisto de indumentaria extra para la autoprotección no necesariamente envalentona. Solamente protege llegado el caso y siempre que las circunstancias sean propicias. Hablamos de la realidad y no de un juego divertido. Por cierto, ese equipamiento (casco y chaleco balístico) es, precisamente, al que casi nunca tienen acceso los agentes convencionales de seguridad ciudadana.

¿Qué decir sobre el quinto agente del equipo? Era el policía de cola en la formación de entrada, el que la cerraba y el último en acceder al cubículo, pero nunca entró. No reaccionó cuando empezaron a sonar las detonaciones. Se bloqueó emocionalmente. Esto no es nuevo, está estudiado y analizado. En Estados Unidos, país en el que se desarrollan importantes estudios de campo sobre lo que este volumen aspira a presentar, se estima que el 7 por 100 de los policías que pasan por enfrentamientos armados sufre parálisis temporal o bloqueo emocional. Pero también es cierto que esto suele ocurrir cuando se trata de agentes con poca experiencia y moderado entrenamiento; no es el caso. A veces incluso se teoriza en el sentido de que el exceso de posibles respuestas aprendidas impide al cerebro seleccionar una con rapidez y eficacia, pero tampoco es el caso. Al no llegar a irrumpir en la sala en la que se encontraba el atrincherado y se desarrollaron los hechos, el funcionario no tuvo que tomar decisiones sobre cómo y dónde dirigir sus disparos o qué otra cosa hacer.

Pese a que dispararon un total de once veces, los policías únicamente acertaron en el objetivo en cuatro ocasiones. No hay que olvidar que se trataba de funcionarios que entrenaban con sus armas de fuego una vez a la semana, durante años. La inmensa mayoría de policías españoles entrena una media de tres veces al año y dispara unos cuantos cartuchos por cada una de esas sesiones. No obstante, no se puede obviar: existe algo de generosidad al exponer que los policías entrenan mayoritariamente tres veces al año. El mayor número lo hace una o dos veces y otros nunca durante lustros. Es cierto. Esta es otra cruda y dura realidad. Abundan las plantillas en las que no se cumplen los planes anuales de instrucción. Pero otras están todavía peor, directamente carecen de programación alguna.

La munición empleada por estos funcionarios era una muy común y extendida, la más fácilmente localizable en todos los cuartos de armas del país: la semiblindada. Poseían de otro tipo, pero usaron esa. De este proyectil se ha dicho durante años que es el ideal para uso policial y defensivo. Todos los alumnos de las escuelas de policías han sido convencidos de que la bala semiblindada se deforma tras el impacto contra un cuerpo humano, produciéndose así importantes desgarros en su interior. Es falso. Aquellas lecciones académicas estaban cargadas de gravísimas imprecisiones, pero se siguen impartiendo. Los proyectiles semiblindados, en arma corta, rara vez se comportan como fueron descritos. Lo más habitual y frecuente es que actúen como los blindados: sobrepenetrando los cuerpos y conservando suficiente energía, como para producir lesiones o daños posteriores a otros cuerpos cercanos. También propician rebotes. En este suceso pasó un poco de todo ello. Todos los proyectiles que alcanzaron al pistolero, cuatro, entraron y salieron de su cuerpo.

Existe multitud de bibliografía que defiende la tesis de que la Policía debe usar cartuchería montada con proyectiles expansivos. Esto es extrapolable a cualquier usuario de armas que, sin ser agente de la autoridad, las porte para su defensa personal (profesionales de la seguridad privada con Licencia de Armas clase C y ciudadanos autorizados a llevar armas cortas, amparados por la Licencia clase B). Son proyectiles expansivos, entre otros, los de punta hueca. Lejos de lo que las leyendas urbanas difunden, esta clase de munición es completamente legal en España. Cualquier funcionario armado puede usarla en el ejercicio de sus funciones, siempre que la administración de la que dependa se la haya entregado oficialmente para el servicio (en el capítulo cuatro se profundizó más en el tema).

Como antes se refirió, existe una gran variedad de artículos técnicos y libros en los que poder consultar qué ventajas ofrece la munición expansiva, sea hueca o de otro género (deformación forzada o expansión controlada). Las Primeras Jornadas de Policía Científica celebradas en Algeciras (Cádiz), entre el 27 y 29 de mayo de 2013, bajo el título «El CSI español», organizadas por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) en el Campo de Gibraltar y por el Cuerpo Nacional de Policía (CNP), ofrecieron en su segundo día una conferencia sobre Balística Forense. El encargado de deponer sobre tal materia fue el inspector jefe del CNP Ovidio Adolfo Busta Olivar, perteneciente a los laboratorios centralizados de la Comisaría General de Policía Científica (Madrid). Finalizada su exposición y abierto el turno de preguntas para los asistentes, Ángel Gutiérrez Villalobos, intendente mayor de la Policía Local de Algeciras, segundo jefe del Cuerpo, preguntó abiertamente y en público al inspector jefe Busta, cuál era para él, desde su punto de vista policial y científico, el tipo de munición ideal que los policías deberían emplear en sus quehaceres profesionales. Gutiérrez, en su pregunta, dejó entrever cierto temor a las consecuencias de los rebotes y al exceso de penetración. La respuesta del conferenciante fue rápida y aclaratoria, y no tuvo necesidad de entrar en mayores detalles: «Aquella que más se deforme y se expanda en el momento del impacto. Esto garantiza, en un alto porcentaje de ocasiones, que una bala no dé más que a quien se quería dar. Con esto podemos conseguir que muchos proyectiles no salgan del cuerpo alcanzado, evitando, así, que le demos al que está tendiendo la ropa limpia en un séptimo piso, a cien metros de la escena. Esto pasa, créanlo. Muchas veces incluso se reducirán los rebotes que, en ocasiones, también matan o hieren a inocentes». Esas son las ventajas que precisamente ofrecen los cartuchos de punta hueca, cuando se dan las circunstancias apropiadas.

La respuesta recibida seguramente le resultó muy familiar al intendente mayor, toda vez que desde 2011 la Policía Local de Algeciras empleaba de modo reglamentario munición de punta hueca Golden Saber, de la firma norteamericana Remington. Esta cartuchería, considerada entre las de su clase como una de las más efectivas del mercado, les fue entregada a los funcionarios algecireños a la par que las actuales pistolas de dotación Walther P-99, del calibre 9 mm Parabellum. Por cierto, jamás hay que confundir punta hueca con carga hueca. Esta última denominación hace referencia a una técnica de fabricación de proyectiles militares explosivos, que dispone la carga explosiva de un modo concreto dentro de la propia ojiva. Hablamos de material bélico militar diseñado para destruir protecciones blindadas y acorazadas. No es infrecuente oír cómo la gente mezcla ambos conceptos.

Contra los funcionarios de este capítulo fueron ejercidas acciones judiciales por acabar con la vida de quien, antes, trató de hacer lo mismo con ellos, porque eso fue lo que percibió el cerebro de cada uno de los policías presentes. Cierto es que tras finalizar el suceso se averiguó que el arma esgrimida y disparada contra la fuerza actuante no era real, pero la réplica era de tal calidad que nadie hubiera podido detectar tal circunstancia. Las calles están inundadas de armas de este tipo. Según expone la sentencia judicial, que finalmente fue absolutoria para todos los agentes, tanto los integrantes de la célula de intervención como el patrullero que se personó en el lugar, cuando éste fue asaltado por el hostil, creyeron estar ante un arma de fuego real. El sonido del disparo y el aspecto de la pistola no indicaban ninguna otra cosa. Merece la pena apuntar que estas armas detonadoras pueden producir la muerte, incluso cuando no se hayan alterado o modificado sus entrañas mecánicas. Se han investigado casos de suicidios perpetrados con pistolas y revólveres de fogueo que, a cañón tocante, se dispararon con cartuchos de salvas contra zonas concretas del cráneo.

Una vez que el agente especial fue consciente de que estaba siendo agredido con un arma de fuego (apuntado y efectuado un disparo), éste se lanzó al suelo y cayó tras un improvisado parapeto. Hizo aquello que normalmente no se entrena en las academias. Algo que tampoco se comenta en los ejercicios periódicos que todos los cuerpos deberían hacer anualmente: moverse y quitarse de en medio. El policía hizo eso, se desplazó, desapareció de la línea de tiro del atacante. Trató de ponérselo difícil. Fue algo instintivo y no entrenado. Sentido común. Pero por más sencillo y razonable que sea, que lo es, no es practicado. Todo lo contrario, es algo que no solamente no se inculca en las canchas de tiro, sino que ni tan siquiera se menciona. Incluso surgen detractores de la opción de salir del frente del agresor. Únicamente se hacen ejercicios estáticos y si alguno incluye dinamismo suele ser de avance o repliegue hacía la línea de blancos o de tiro, pero nunca con desplazamientos que busquen abandonar la línea de riesgo del atacante hacia algún parapeto. Si se adiestra al instinto se obtendrá más eficacia. De eso se trata.

Tan instintivo fue el impulso que llevó al policía a lanzarse tras el mostrador, que admite que no pudo informar a sus compañeros de lo que estaba viendo desde la posición de vanguardia que ocupaba. Muy probablemente perdió parte de sus capacidades cognitivas. Entraría en el punto de deterioro de habilidades motoras complejas: no pudo hacer varias tareas a la vez. No pudo «quitarse de en medio», disparar y transmitir lo que observaba y ocurría ante él. De hecho reconoce que no fue capaz de comunicarse con sus compañeros, porque solamente pensaba en cómo salir de aquella situación.

Los disparos efectuados por este funcionario se realizaron a menos de tres metros de distancia. Esos rangos de tiro los ponía en práctica en sus habituales sesiones de galería y además entrenaba técnicas de tiro a una mano para tales supuestos. Sin embargo, no pudo actuar como tenía previsto en sus entrenamientos: aquí disparó con las dos manos. Las circunstancias son caprichosas y nunca dos situaciones son iguales, por más que se parezcan.

B) VISIÓN DEL PSICÓLOGO

Usted que lee esto, imagínese la siguiente situación. Se encuentra frente a una puerta cerrada. Le han informado de la presencia de un sujeto armado en la habitación de al lado. Desconoce su posición exacta (podría estar esperándole al otro lado de la puerta), qué tipo de armas lleva y si hay rehenes implicados. Dispone de muy poca información, pero tiene que entrar en esa estancia sí o sí. ¿Cómo cree que se sentiría? ¿Cuál cree que sería la emoción predominante en esos momentos?

Esta es la escena que se encontraron y a la que se tuvieron que enfrentar los policías del presente capítulo. Será uno de ellos el encargado de poner voz a lo que ocurrió aquel aciago día.

Es costumbre entre los policías —aunque no privadamente— no reconocer que han tenido miedo durante una confrontación armada. «No queda bien» en los viriles estándares del Cuerpo. También existe una suposición muy extendida de que los miembros de determinadas unidades especiales no experimentan miedo y que para ello han sido entrenados. Falso. A los cuerpos especiales no se les entrena, o no se les debería entrenar, para no experimentar el miedo, sino para controlarlo una vez que éste hace acto de presencia.

Las emociones dominan nuestras vidas. Un ejemplo claro del papel que juegan las emociones en nuestra relación con el entorno lo representan el miedo y la ira. Son emociones básicas que han evolucionado de forma que adquieren una función elemental en nuestra supervivencia y seguridad. Ante una situación de peligro no podemos mostrarnos indecisos, por eso nuestro cerebro procesa rápidamente la información disponible a través de las partes más antiguas y reactivas de nuestro cerebro «sin pensárselo» demasiado. Estas primitivas áreas se conectan con el resto del cerebro y del cuerpo para crear señales que no podemos ignorar con facilidad: síntomas y emociones intensas.

El miedo es una emoción normal que experimentamos ante un peligro o una amenaza. En estos casos se produce la respuesta normal de ataque o huida, e incluso la de quedarnos congelados (una forma primitiva de convertirnos en objetivos menos visibles), como maneras de actuar más apropiadas. La ansiedad es una compañera inseparable del miedo. Esta ansiedad es la que nos moviliza frente a las señales de peligro.

Pero no solamente existe un tipo de ansiedad, sino varias. Según Marks, la utilidad de las diferentes clases de ansiedad depende, en parte, de las cuatro formas en la que ésta puede proporcionarnos protección. Dos de ellas son paralelas a las maneras en que el cuerpo trata el material extraño: (1) El escape, o la evitación, aleja al sujeto de determinadas amenazas de igual forma que el vómito, la náusea, la diarrea, la tos o el estornudo crean un espacio físico entre un organismo y un patógeno. (2) La defensa agresiva (sentir ira, arañar, morder o lanzar sustancias tóxicas) daña la fuente del peligro de la misma forma que el sistema inmunológico ataca a las bacterias. (3) El congelamiento/inmovilidad puede beneficiarnos: (a) añadiendo localización y evaluación del peligro, (b) con la ocultación o (c) inhibiendo el reflejo de ataque del depredador. (4) La sumisión/aplacamiento es útil cuando la amenaza proviene del propio grupo al que pertenece el sujeto. La inhibición de los impulsos probablemente encaja mejor en esta categoría.

Los subtipos de ansiedad probablemente existen por los beneficios que supone disponer de respuestas especializadas frente a peligros concretos. El entrenamiento nos prepara para situaciones que se salen de lo común (un hombre apostado con un arma en una habitación). Nuestro cerebro no dispone de una respuesta específica que proporcione la acción adecuada frente a esa amenaza. Debe aprender posibles alternativas de respuesta.

El policía de este relato reconoce haber experimentado miedo. ¿Es esto una noticia? No. La noticia hubiera sido lo contrario; que el agente hubiera afrontado esa situación sin experimentar la ansiedad propia del incidente crítico. Cuando los policías se acercan a la puerta cerrada que comunica con la habitación, disponen de muy poca información sobre las posibles amenazas a las que se podían enfrentar. Es la clásica situación impregnada de incertidumbre.

Enfrentados a diferentes posibilidades ocultas tras aquella puerta, la incertidumbre se convierte en la amenaza más importante. En ese momento, en la mente de los integrantes del equipo de asalto se recrean muchas situaciones cambiantes, cada una de ellas provista de su carga emocional correspondiente. Todos los miedos posibles toman forma y se hacen reales. El desasosiego solamente termina si se dispone de un plan factible para enfrentarse a la situación temida.

¿Qué pudo alimentar la sensación de inquietud? Sin duda, las comunicaciones recibidas desde la superioridad. Los policías se presentaron en el lugar de la intervención sin apenas información o con información contradictoria. Podríamos argumentar que, perteneciendo a un equipo especial, estos hombres deberían estar mentalizados para poder enfrentarse al peor de los escenarios posibles. Pero aquí cabe hacernos otra pregunta: ¿se representaban mentalmente todos los policías presentes el mismo peor escenario posible? Si la respuesta es no, entonces podemos hablar de incertidumbres y no solo de incertidumbre. El plan de acción no estaba claro; demasiadas contingencias quedaban al azar. Y si tu vida depende del azar…

En esta situación, el miedo es una emoción esperable que genera esa ansiedad que activa todas nuestras alertas hacia una amenaza indefinida. Un buen número de nuestros encuestados ha asegurado haber experimentado miedo durante la confrontación armada. La mayoría también añade que únicamente lo ha reconocido en este estudio porque aseguraba el anonimato. Esta es una consecuencia de un entrenamiento deficiente, que enfoca el miedo solo como un enemigo a batir y no como parte de las emociones lógicas y esperables que acompañan a momentos muy difíciles —como ver la propia vida en peligro— y que trabajadas adecuadamente suponen un aliado imprescindible en el trabajo policial.

A medida que la ansiedad aumentó, nuestro policía refiere que: «Las pulsaciones me subieron bastante y comencé a entrar en un estado como de irrealidad: me veía a mí mismo como el espectador de una película en la que yo estaba actuando. Aun así, fui capaz de pensar y mantuve el control». Este funcionario experimentó lo que se conoce como el fenómeno de la disociación. Es ésta una palabra que se utiliza para describir la desconexión entre cosas generalmente asociadas entre sí. Todos hemos experimentado algún tipo de disociación alguna vez, como cuando estamos ensimismados con algún pensamiento mientras nuestro cuerpo se encarga de conducir un vehículo. A veces se describe como sentirse pasajero del propio cuerpo o estar en el papel de espectador, tal y como narra nuestro protagonista.

En diversos estudios sobre las distorsiones perceptuales que experimentan los policías que han participado en un tiroteo, se menciona la disociación como una de las habituales. La disociación puede afectar a la subjetividad de una persona en forma de pensamientos, sentimientos y acciones que parecen provenir de ninguna parte, o se ve a sí misma llevando a cabo una acción como si estuviera controlada por una fuerza externa («me veía a mí mismo como el espectador de una película en la que yo estaba actuando»). Este sentimiento de irrealidad es también habitual en las situaciones con elevada carga de ansiedad. El cerebro se satura de datos y emociones y necesita tiempo para organizar la información de forma que sea mínimamente coherente. El hombre que narra los hechos consigue evitar que sus emociones (miedo) lo desborden y emprender un curso de acción.

El policía vivencia esta situación como de estar funcionando con el piloto automático. Diferentes investigadores han considerado este tipo de conducta como una respuesta adaptativa ante la presencia de una amenaza. Este comportamiento reflejo, derivado de funcionar con el piloto automático (también llamado memoria muscular), puede permitir que el sujeto emplee respuestas motoras aprendidas de supervivencia sin dejar que los pensamientos y/o las emociones dificulten su desarrollo, lo que le proporcionaría más posibilidades de salir con vida del lance.

Por último, ya hemos visto que una de las maneras en las que respondemos frente a una amenaza puede parecer a simple vista poco efectiva, como es el quedarse paralizado o congelado. Esto es lo que le ocurrió a uno de los policías del grupo de intervención, que se quedó estático en la puerta de entrada a la escena y no reaccionó. El miedo bloqueó a un agente que se suponía entrenado (mucho más que la media). Por alguna razón que desconocemos, su cerebro decidió que la mejor acción a seguir era quedarse quieto.

Frente a una situación en la que el miedo es intenso y la ansiedad controla nuestras acciones, el sistema primario del miedo intentará detener todo movimiento razonando para que, de quedarmos quietos, pasemos desapercibidos. Es uno de nuestros sistemas de defensa más básicos y primitivos.

Pasaron muchas cosas durante la intervención de esta unidad de élite: incertidumbre, falta de un plan de acción concreto, sentimientos de disociación, congelamiento, una proporción bajísima de blancos en proporción a la cantidad de munición empleada… ¿Se encontraba mentalmente preparado aquel grupo para traspasar aquella puerta?