CAPÍTULO 16
NOS LLAMABAN ASESINOS
El instinto dicta el deber y
la inteligencia da pretextos para eludirlo…
MARCEL PROUST (1871-1922)
Escritor francés
Fiestas patronales en un municipio de aproximadamente dieciocho mil habitantes, con presencia policial de dos cuerpos de seguridad pública. Una de las plantillas la conformaban dieciséis funcionarios y la otra dos. Estos últimos hacían acto de presencia en la villa solamente de forma ocasional y como parte de una patrulla comarcal periódica. Ambos cuerpos, pasado un tiempo y motivado en parte por lo que seguidamente se da a conocer, ampliaron con creces sus dotaciones humanas en la localidad.
El primer día de fiesta, durante la noche, se produjo un grave y luctuoso incidente. Dos grupos de muchachos claramente diferenciados entre ellos, por ser uno autóctono y otro foráneo (pueblo vecino), protagonizaron varios conatos de riñas en diversos puntos del municipio. El motivo: «amores de juventud», un asunto de faldas. Finalmente, como se veía venir, ambas bandas llegaron hasta el área más concurrida del recinto ferial, la zona de barras. El peor sitio para que se produjera una reyerta. En este lugar, los bares y las cafeterías más caracterizadas del pueblo montaban mostradores para servir copas, siendo aquella, también, la zona de baile. Allí fue donde, con una navaja, le asestaron cuatro puñaladas en el abdomen a un muchacho. Antes de esto, la víctima y sus acompañantes habían participado en una acalorada pelea, si bien la trifulca se produjo fuera del área de festejos (parte de los conatos referidos anteriormente). Los implicados eran, además de varones jóvenes, personas fornidas que entrenaban levantando pesas en gimnasios del entorno.
El dispositivo policial allí destacado lo conformaban dos mandos y ocho agentes en servicio de orden público, que permanecían fuera del patio del colegio público en cuyo interior se habían instalado las barras. Todos los funcionarios pertenecían al mismo cuerpo. Los agentes no patrullaban por el interior del recinto, pero sí accedían cuando detectaban algún tumulto que hiciera suponer que había problemas de seguridad. Cuando ya se hubo producido la disputa final y el consiguiente apuñalamiento y los amigos del herido lo trataban de evacuar, fue cuando la fuerza presente tuvo conocimiento de lo sucedido. No cabe duda que la algarada interior pasó inadvertida para los uniformados, dado que se hallaban en el acceso de entrada a la zona de la movida juvenil y no en el centro del bullicio con la masa. Como no se encontraba presente ninguna ambulancia y los amigos del apuñalado carecían de vehículo en las inmediaciones, los actuantes decidieron trasladar a la víctima hasta su base policial. La distancia a recorrer era mínima, sobre unos cuarenta metros, y se hicieron a pie. Una vez que llegaron al cuartel fue requerido el servicio de un vehículo de emergencias sanitarias. Nadie pudo imaginar nunca el alcance de las heridas infligidas, pues la propia víctima podía caminar y manifestaba, de viva voz, que se encontraba bien y que aquello no revestía gravedad alguna. Pero la pérdida de fluido sanguíneo era importante y poco a poco fue cambiando el panorama. Llegó al hospital con vida, pero los facultativos dijeron no poder intervenirlo quirúrgicamente: había ingerido una importante cantidad de alcohol y drogas y la operación conllevaba excesivos riesgos. Falleció dos días más tarde.
«Como pasa en demasiadas ocasiones, tan funesto suceso fue usado políticamente contra nosotros, contra la Policía», sostiene uno de los funcionarios presentes el día que se produjeron los hechos. La oposición política local acusó al alcalde de ser responsable de lo acaecido. Fue convocada una manifestación cuya consigna era conseguir la dimisión del primer edil y del jefe de policía. Teniendo conocimiento de que el acto estaba convocado, el jefe del Cuerpo se tomó unas vacaciones y dejó accidentalmente al mando a su segundo. Celebrado el evento, todo transcurrió con normalidad pero «aquello se notaba que estaba preparado contra los policías», apunta el mismo agente. Dos días después del entierro del desafortunado chaval una nueva manifestación fue convocada, pero esta vez en apoyo de la familia del finado. Se suponía que sería una tarde pacífica y de consternación, pero se enturbió completamente. Un mal jueves. Los integrantes de la manifestación, unas trescientas personas, eran en su mayoría jóvenes. Muchos de los individuos que componían la masa poseían antecedentes por delitos varios, pero casi ninguno grave. Casi todos eran policialmente conocidos por su manifiesta animadversión a las fuerzas del orden.
En un momento dado, la turba rodeó a los tres únicos agentes presentes en el acto. Estos se encontraban allí como parte del dispositivo establecido para el control, regulación y ordenamiento del tráfico, durante el recorrido vial llevado a cabo por los manifestantes. También estaban presentes dos funcionarios de la fuerza que ocasionalmente patrullaba por el término municipal, pero se hallaban en otro punto del recorrido, aunque manteniendo contacto visual con los otros policías. Los funcionarios cercados sufrieron insultos y amenazas graves y fueron víctimas de un intento de linchamiento por parte de bastantes sujetos que actuaban inmersos en aquella multitud. Entre estos funcionarios se hallaba el jefe accidental del Cuerpo, un policía con diecisiete años de antigüedad y cuarentaicinco de edad. Los otros contaban: uno con treintaicinco de edad y once de servicio y el otro con treinta y casi dos trienios en la institución. Quien aquella tarde ejercía el mando, comenta: «Nos llamaban asesinos. Estaban convencidos de que al chico lo mataron por culpa de la Policía. Nos tiraron piedras, huevos y no sé qué más. Fue el peor momento de mi carrera profesional. Ellos distaban de nosotros unos tres metros y nosotros del cuartel sobre veinte. Nos pilló muy cerca, casi en la puerta. Poco a poco, paso a paso, fuimos caminando hasta llegar a nuestras dependencias. No soy capaz de confirmar si alguno de nosotros fue agredido o zarandeado con las manos. Una vez dentro de la base nos sentimos más seguros y uno de los míos pidió apoyo a los compañeros de municipios próximos. Usó la emisora para ello y desesperadamente gritó: “¡nos matan, venid que nos matan!”. Yo le ordené que no lo hiciera, que no solicitara refuerzos, porque estaba convencido de que sería todavía peor. Pero él no me oía. Sin duda estaba atemorizado y creía que de verdad nos iban a matar. El otro policía, con sus once años de experiencia, no paraba de gritarle a la muchedumbre: “¿¡Que nos queréis matar!? ¡Por Dios! ¿¡Pero qué es esto!? ¡Matadnos, matadnos...!”. También perdió el control».
A todo esto, otros dos uniformados del mismo cuerpo estaban a solo doscientos metros del lugar y oyeron las llamadas de socorro a través de las radiotransmisiones del coche patrulla. Esos policías y los tres acorralados eran la única fuerza activa en servicio. Respondieron a la llamada diciendo que se ponían en camino a toda velocidad. Comenta el veterano policía: «Yo les pedí que no vinieran y les informé que nosotros estábamos ya a salvo. Les ordené que se alejasen de la zona y que se refugiasen en el municipio más cercano. Me costó trabajo, pero los convencí. Así salvamos el único vehículo oficial que nos quedaba operativo». Una unidad móvil fue volcada ante la misma puerta de las dependencias policiales, lugar donde se encontraba estacionada. Cuando desde varias localidades próximas empezaron a llegar policías de refuerzo, también fueron recibidos a pedradas. A la fuerza de apoyo también le destrozaron algunos vehículos.
Justo cuando los coches radio-patrulla estaban siendo volcados por los manifestantes más activos y violentos, aparecieron los dos funcionarios del cuerpo que mantenía una dotación ocasional en la demarcación municipal. Sin éxito, esta pareja de policías trató de calmar la furia dirigida hacia los agentes de seguridad del otro dispositivo. Matiza el jefe del despliegue: «Supongo que a ellos no les atacaron porque el día de las cuchilladas no estaban allí. Si los manifestantes querían reivindicar, quizá también debieron haber exigido más presencia policial, incluida la que no aportaron los compañeros de aquel otro estamento. De verdad, no lo entiendo. Al final también a su coche oficial le causaron algunos daños menores, fracturándole un espejo retrovisor y poco más».
Este policía manifiesta que todo se produjo muy rápidamente y que en un segundo se vieron rodeados por gente que, a todas luces, los quería linchar. «Yo me vi muerto», admite cuando se le pregunta qué sintió. Añade: «Me ocurrió algo extraño en el momento álgido, de pronto yo no era una persona... solo era un cerebro que pensaba y deseaba que todo terminase cuanto antes; pero a la vez quería conducir a mis compañeros hasta el cuartel, intentando engañar o confundir a los violentos. Yo no tenía cuerpo en ese momento, solo cerebro. Cuando por fin llegué a la puerta de las dependencias del Cuerpo, yo aún seguía pidiendo calma a los manifestantes. Parecía como si me negase a mí mismo la evidencia de que las palabras no servían de nada. La razón tampoco. Yo seguía tratando de hablar con esa gente y no me daba cuenta de que era muy peligroso. Uno de los compañeros me tuvo que llevar para dentro a la fuerza». Aunque todos los agentes iban debidamente armados con modernas pistolas de doble acción y gran capacidad de cargador, ninguno hizo uso de ella para dirigir disparos disuasorios al aire. También portaban defensas semirrígidas y extensibles. Según admite uno de los funcionarios, «recurrir a la pistola estaba más que justificado. Aquello era muy grave. Debimos disparar al aire, lo sé, pero yo ni me acordaba de que llevaba un arma de fuego en la cintura. Aunque no eran de mi cuerpo, creo que los dos compañeros que estaban fuera de las oficinas también debieron disuadir con sus armas o al menos hacer ostentación de las mismas. Ante ellos estaban destrozando nuestro patrullero y no hicieron nada para impedirlo. Nosotros no lo hicimos, posiblemente, por la escasa formación que teníamos en materia de control de masas, de ahí que no contemplásemos el “tirar” de pistola. Entrenábamos muy poco en el campo de tiro, dos veces al año y sin rigor alguno».
Con el transcurso del tiempo todo fue pasando y el ambiente se tranquilizó. Pero durante el primer mes los funcionarios del cuerpo vilipendiado no pudieron patrullar con normalidad: la gente los insultaba e incluso fueron objeto de nuevos intentos de agresión. Por un tiempo únicamente salían de la base si se recibía una llamada de emergencia. Los días más tranquilos del mes fueron los tres primeros después de producirse aquella calamidad: una unidad antidisturbios apaciguó los ánimos a los agitadores. La tensión salpicó también al primer edil, quien tuvo que ser protegido policialmente durante una semana. Días antes de que todo ocurriera, el alcalde fue advertido de lo que podría suceder y requirió la presencia de más dotaciones policiales, pero tal petición no fue atendida por la autoridad gubernativa correspondiente.
A día de hoy los agentes todavía evitan hablar de aquello, tratan de olvidarlo. Si algún policía de la plantilla toca el tema es porque no formaba parte de aquella terna. Aunque ninguno de los funcionarios hostigados sufrió lesiones físicas, el más veterano admite que tuvo problemas de sueño durante algún tiempo. «Nos sentimos abandonados. No recibimos apoyo institucional de ninguna clase. Ni siquiera el jefe nos llamó y para colmo continuó disfrutando de sus vacaciones. Tampoco los políticos estuvieron a la altura. Procuro no recordarlo, quizá para no tener que odiar. Diariamente tengo que tomar medicamentos tranquilizantes para dormir, pero no sé si esto es una secuela de aquellos hechos tan dramáticos».
Todo aquello derivó en denuncias, detenciones y procesamientos judiciales. No fue complicado identificar a los autores de las amenazas y los daños, casi todos eran personajes conocidos por la Policía de toda la comarca. Celebrado el juicio, algunos acusados fueron condenados e ingresaron en prisión. Significar que también el autor del homicidio fue identificado y posteriormente condenado por delito de asesinato.
Confiesa uno de los policías: «Aquello no me reportó nada positivo. Nadie me ayudó en nada. Pero la desoladora situación me empujó a estudiar una carrera universitaria y hoy soy licenciado. Esto me ha permitido ascender en el Cuerpo. Me di cuenta que había que cambiar muchas cosas y quise hacerlo yo. En algunas materias intento reforzar personalmente la formación de mis subordinados, al margen de la instrucción con la que me llegan desde la Academia u otros cuerpos. Ahora soy consciente de la importancia que tiene una adecuada instrucción en el manejo del arma y cuento con un buen instructor de tiro. Es un hombre muy comprometido. Pretendo que todos los que están bajo mi mando, treintaisiete funcionarios en la actualidad, adquieran la máxima destreza con las armas reglamentarias. Cuando los hechos ocurrieron yo solamente iba a la galería de tiro para cubrir expediente y además no ponía ningún interés en esas cosas. En estos momentos incluso poseo un arma corta particular, al margen de la que me da el Cuerpo, pero no la suelo llevar encima cuando estoy fuera de servicio».
Dada la formación y conocimientos ahora adquiridos, el nuevo jefe reconoce que hoy no actuaría del mismo modo. De entrada, ahora se realizan cacheos e identificaciones cuando anualmente se celebran las fiestas del día grande de la villa y la zona de barras se ha suprimido. Desde que el protagonista asumió el máximo mando del Cuerpo, se llevan a cabo verdaderos controles sobre los objetos portados en actos con participación masiva de personas, empleándose incluso detectores de metales por parte de los componentes del despliegue operativo. Ha creado procedimientos y protocolos de actuación, aunque como él sentencia, «tuvimos que empezar de cero. No había nada escrito o ensayado sobre qué hacer en cualquier situación. Nadie se preocupó jamás por nada. Le dimos un giro tan grande al sistema que recibimos el certificado internacional de calidad y excelencia UNE-EN-ISO 9001».
Este policía no se planteó nunca dejar el Cuerpo, pero cree que a lo largo de la carrera profesional «la pasión por la Policía se coge y se suelta muchas veces». Considera que ha luchado mucho para conseguir lo que tiene y aspira a poder jubilarse en la Policía. Como se ha referido antes, ninguno de los protagonistas suele hablar de ello, «pero a medida que he ido respondiendo a las entrevistas que nutren este proyecto divulgativo “científico-literario”, he notado como iba soltando mucho lastre. He liberado mi mente y me siento bien sabiendo que voy a dar a conocer mi experiencia, y que ella puede ayudar a otros a mentalizarse de muchas cosas. Ahora sé que las cosas pasan sin avisar».
A) VALORACIÓN DEL INSTRUCTOR
Este es un caso extremo de masa humana descontrolada. Centrarse en el apuñalamiento desviaría del objetivo de este trabajo. Pero también ese asunto merece un comentario. Hay que decir que esas acciones no siempre se pueden evitar, pues cuando alguien quiere causar daños o lesiones siempre lo consigue. Solamente es cuestión de tiempo el encontrar la ocasión propicia. Lo que sí es posible es prevenir, controlar. Esto entorpece, dificulta, retrasa y en el último momento puede impedir la ejecución de acciones a quien tiene la voluntad de perpetrar delitos. Esta fue una gran lección aprendida por el protagonista principal del capítulo. Hoy ya se llevan a cabo, con ahínco, controles de esa índole en el lugar donde se desarrollaron los hechos: han sido extinguidas las instalaciones (barras) que propiciaron el conflicto y se emplean mayores medios humanos y técnicos en la prevención. Fundamentalmente se modificaron los protocolos de actuación (en realidad se crearon) y la mentalidad de los funcionarios tomó otra deriva. No es poco.
Integrada exclusivamente por ciudadanos locales, aquella aglomeración seguramente solo contenía un minúsculo grupo humano violento. No obstante, se pudo transferir el ánimo agresivo hacia los meros observadores pacíficos insertos en la multitud. Esto es algo que los psiquiatras y sociólogos conocen y que ha sido constatado en históricos estudios de campo. Yendo al grano, si minúsculo era el grupo violento principal, más aún lo era el policial. Así pues, si un motivado y nutrido grupo de personas acorrala a otro menor y además lo amenaza, ocurre lo visto y es que casi cualquier opción de defensa, si es que la hubo, se puede ver desintegrada en su voluntad. Se neutraliza la intención. Esto es humano por propia naturaleza animal: la muchedumbre, cual manada, acorrala a su presa.
Tal y como una de las víctimas admitió, no estaba preparado para aquello. Seguramente nadie lo esté. Con los medios a su alcance, los normales y propios de un funcionario patrullero, pudo intentar algo en su favor, pero ni supo ni tampoco creyó que fuese proporcionado y ajustado a derecho. Sin embargo, adquirida una mayor formación profesional general y específica en intervenciones, cree, en la actualidad que, además de trabajar en una mayor prevención, pudieron ser usados los medios a su alcance, con la intención de disolver aquella grave situación de inseguridad ciudadana. Aun así y pese a lo allí acaecido, puede que fuese acertado no emplear aquellos medios para intimidar. Los disparos dirigidos al aire pudieron haber alentado a los menos cívicos a avanzar en sus bárbaras intenciones. Esto es algo que suele ocurrir, más todavía ante la desproporcionada fuerza uniformada presente, sin olvidar que los refuerzos iban a tardar un tiempo excesivo en acudir a la escena. Pero peor aún, aquellas remesas no solamente hicieron acto de presencia con cierto retraso (se hallaban en otra localidad y no habían sido prevenidas previamente), sino que se personaron en número reducido y sin medios y formación especial en control de masas: eran policías convencionales que llevaban consigo los mismos equipos materiales que los asediados. Acciones de esta naturaleza y perfil, con más o menos frecuencia y virulencia, se producen por toda la geografía española de modo no infrecuente.
Los sucesos obligaron a que se afrontaran grandes cambios estructurales en la plantilla del Cuerpo. Todos positivos y algunos comentados anteriormente. Amén de verse incrementado el número de policías integrantes de las unidades del cuartel, relevos jerárquicos se tuvieron que producir forzosamente. El mando, tras el pertinente ascenso natural por promoción interna, pasó a ejercerlo quien solamente lo ostentaba accidentalmente el día de autos. Esto, sin duda, ha servido para que quien le «viera las orejas al lobo» haya hecho los deberes. El suceso dejó al descubierto una grave carencia que, por suerte y con buen criterio, ha sido remendada con programas continuos de entrenamiento de tiro y de otras materias operativas.
Como ya se ha señalado, la evitación del disturbio y en su caso la represión, no pasaba por desenfundar las pistolas y soltar tiros al aire. Pero pudo ser la única opción posible con los medios disponibles en ese instante. Impensable hubiese sido disparar directamente a las personas, a no ser que la integridad física de alguien hubiera estado en grave riesgo inminente.
Según la manida Instrucción de 14 de abril de 1983, de la Dirección de la Seguridad del Estado, disparar al aire aquella tarde no hubiese sido una temeridad o ilicitud. El contenido íntegro de la instrucción, algunos matices y su análisis forman parte de otros capítulos de esta obra. Significar que muchos instructores de tiro de las fuerzas y cuerpos de seguridad hacen público su desacuerdo con determinados extremos de dicho documento. En los Estados Unidos de Norteamérica, muy posiblemente el lugar del mundo en el que se tiene más experiencia en el uso de armas de fuego por parte de los agentes de la ley (amplios y serios estudios de campo lo acreditan), está prohibido disparar al aire a tenor de lo dictado por la Ley Shannon. Este tipo de comportamiento ha producido varios muertos y heridos inocentes, a centenares de metros del punto de origen del disparo dirigido al aire. La iniciativa de esta norma jurídica nació en el Estado de Arizona en 1999, a raíz del fallecimiento de Shannon Smith, una chica de catorce años de edad que fue alcanzada por una bala perdida cuando hablaba por teléfono en el porche de su casa. En julio de 2000, con el apoyo y la colaboración de la influyente Asociación Nacional del Rifle (NRA), la ley comenzó a aplicarse en todo el país. El 31 de diciembre de 2003, el Glendale Police Department, Policía Local de Glendale (California), comenzó a trabajar con equipos y medios detectores remotos de disparos producidos en su ámbito territorial de competencias. Con ello se consigue identificar, en tiempo real, el lugar en el que se ha producido una descarga de arma de fuego hacia el aire o contra cualquier objetivo o persona. En Palestina y lugares similares en los que para los autóctonos es una tradición realizar ráfagas de disparos dirigidos al cielo, se confirman hechos de naturaleza parecida a la que acabó con la vida de la joven estudiante de Arizona.
Se percibe de modo patente el contradictorio dictado de la Instrucción de 1983, la cual obliga a los policías españoles a efectuar disparos dirigidos al aire. Mientras tanto, el cuerpo de seguridad responsable de la inspección y control de armas, municiones y explosivos, la Guardia Civil, exige a los clubes de tiro deportivo que aumenten la altura de los sistemas de seguridad parabalas horizontales, para evitar que los proyectiles alcancen el espacio aéreo, bien por rebote o por tiro directo. Incluso entre los tiradores civiles deportivos, que por cierto consumen ingentes cantidades de munición al año —infinitamente más que los policías—, casi todos los procedimientos de seguridad en el manejo de armas, dentro de las canchas de tiro, aconsejan no dirigir las bocas de fuego hacia arriba (principalmente en las modalidades de tiro dinámico).
En marzo de 2013, la Dirección General de la Policía anunció su intención de aprobar un código ético para el Cuerpo Nacional del Policía (CNP), presentando, para su estudio, un borrador ante el Consejo de Policía. El documento carecería de rango legal, como ya ocurriera con la propia Instrucción de 14 de abril de 1983. En el último artículo del código deontológico propuesto, el veintiséis, dentro del capítulo cuatro sobre el Código de Conducta, se hace referencia al uso de la fuerza con y sin armas de fuego. Los puntos cinco y seis del referido artículo dicen, textualmente:
El uso de las armas de fuego es el último recurso. Únicamente estará legitimado cuando exista un riesgo racionalmente grave para la vida o la integridad física de las personas. Su empleo seguirá el siguiente proceso:
— Se darán las advertencias necesarias y conminaciones siempre que éstas puedan hacerse en función de las circunstancias. Los avisos deben dar tiempo al agresor para que deponga su actitud.
— En caso de persistir con la agresión, el uso del arma podrá hacerse en forma de disparos intimidatorios siempre que el lugar lo permita y no se ponga en peligro a terceras personas.
— Como último recurso deberán ir dirigidos a partes no vitales.
Los responsables de las operaciones policiales en las que sea posible tener que recurrir al uso de la fuerza deberán planificar y controlar su uso para minimizar sus efectos, en especial cuando sea preciso recurrir al uso de métodos potencialmente letales».
Con acierto, responsables nacionales del Sindicato Unificado de Policía (SUP) manifestaron a Europa Press, el 4 de abril de 2013, que «si el Gobierno quiere hacer un código ético para la Policía, que refunda en un texto con rango legal, y por lo tanto de obligado cumplimiento, las disposiciones contenidas en los textos antes citados. Pero hacerlo en un documento sin ningún rango es simplemente un despropósito». Algunos de los textos citados a los que se refiere el SUP son, entre otros, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, la Constitución Española de 1978 y la Ley Orgánica 2/86. Por su parte, un día antes que este sindicato, la Unión Federal de Policía (UFP) había comunicado a sus afiliados en un documento interno que «hubiera sido menos indigesto que esta norma fuera abordada en el marco del Ministerio del Interior y que abarcara a todos los integrantes de las fuerzas y cuerpos de seguridad». También la UFP se mostró contraria a la entrada en vigor del anunciado código ético.
Estos preceptos guardan cierta similitud con los del documento de 1983, solo que ahora se excluiría al cuerpo de la Guardia Civil del ámbito de aplicación. Coinciden ambos documentos en que nacen al margen de la jerarquía normativa, pues ni tan siquiera tienen rango de reglamento. Los epígrafes reseñados mejoran en algo la instrucción de 1983. Ahora no se obligaría al funcionario (sería de aplicación en el CNP, si se aprueba) a disparar intimidatoriamente al aire y al suelo, cosa que supone un avance. El código instaría a tirar de modo disuasorio solamente si las circunstancias del lugar lo aconsejan —la vetusta instrucción lo ordena, sin valorar el entorno—, pero siempre que no se ponga en riesgo a terceros. Esto último, lo de estar seguro de que los tiros conminatorios no afectarán a personas ajenas al suceso, es ahora tan imposible de garantizar como lo era en 1983.
Se mantiene la obligación de tirar a partes no vitales, como si una hemorragia emanada de una arteria femoral (miembro inferior) o subclavia (miembro superior) no pudiera provocar la muerte en un breve espacio de tiempo, de no recibirse la debida atención facultativa. Por cierto, dirigir un disparo a un brazo u hombro, partes no vitales según los criterios más lógicos, puede resultar sumamente delicado. Un mínimo desvío del proyectil puede terminar con un impacto en el torso del objetivo o alejado del blanco con el riesgo potencial de alcanzar a un tercero, máxime si los actores están en movimiento (frecuente en la dinámica de un tiroteo). Sin duda, al funcionario de policía hay que dictarle pautas a seguir, pero también debería quedar escrito y registrado en los manuales policiales, y asimilado por todos, que las heridas de armas de fuego siempre pueden acabar con la vida humana, independientemente de donde estén colocados los proyectiles. Tal vez fuese más preciso decir «disparar a partes potencialmente no vitales», que rotundamente exigir «disparar a partes no vitales». Responder judicialmente por un homicidio, aunque éste derive de lesiones en los trenes superior o inferior, siempre acarrea problemas económicos, morales y desasosiego, incluso si los disparos estaban a todas luces justificados. Un policía debe saber, desde que entra en la academia, que aquello que tan livianamente se dice de tirar a las piernas puede provocar también la muerte. Y como se ha referido ya en otros momentos de la obra, que un disparo se dirija a un sitio no implica que con total seguridad se alcance el punto de impacto deseado.
Destacar que el Código Ético impondría, literalmente, que el uso del arma es el último recurso. Esto no es más que redundar en todo lo conocido por las fuerzas de seguridad, pues jamás se ha postulado cosa diferente dentro del ordenamiento jurídico español [LO 2/1986, art. 5.2.d)]. Por último, parece que se quiere dar capacidad decisoria a los jefes de dispositivos (siempre refiriéndose al CNP) para que sean ellos quienes, bajo su buen criterio y responsabilidad, decidan qué y cómo usar los materiales potencialmente peligrosos.
B) VISIÓN DEL PSICÓLOGO
«Una muchedumbre no es una turba, pero puede convertirse en una», escribía Raymond Momboise, uno de los estudiosos clave de la sociología de las masas.
Pocas situaciones reúnen requisitos tan angustiantes para un agente de seguridad como los descritos en este relato. Una turba liderada por un grupo de conocidos indeseables sociales manifiesta su intención de linchar a un pequeño grupo de policías. Lo cierto es que aquellos agentes estuvieron muy cerca de experimentar en sus propias carnes un desenlace que podría haber resultado fatal. Todo lo que allí ocurrió se entiende mucho mejor si profundizamos un poco en el significado y en las características de lo que se conoce como turba.
La turba es un tipo de conglomerado social (agrupación de personas en un espacio y tiempo determinado) que se caracteriza por la profunda excitación de los individuos que la integran. La turba es un aglutinamiento incontrolable (descontrolado), en ella no hay espacio para el razonamiento. La turba realiza una acción conjunta y en virtud de ello manifiesta una cierta unidad social, si bien dicha unidad es esporádica. La interacción horizontal entre sus miembros es mínima, sin embargo hay una conexión clara entre los individuos que conforman la turba y sus líderes. Además, toda turba se caracteriza por tener un enemigo común, alguien o algo a lo que perseguir o atacar (MORRIS y MAISTO, 2005).
Entre los diferentes tipos de turbas que existen, la que protagoniza este relato la definiríamos como agresiva, ya que tiene un movimiento centrípeto, dirigido contra algo o contra alguien como de protesta, de rebeldía (como el motín en una prisión), de castigo o de venganza (el linchamiento). La violencia es común y el linchamiento es el paradigma de este tipo de masas.
Una razón para el comportamiento de la turba es que la gente puede perder su sentido personal de responsabilidad cuando está integrada en un grupo, en especial en un grupo sometido a intensas presiones y ansiedades. A este fenómeno se le denomina pérdida de la individualidad porque las personas no responden solo como individuos, sino como las partes anónimas de un grupo mayor. En general, cuanto más anónimos se sientan los integrantes de un grupo, menos responsables se sienten como individuos.
Otro factor contribuyente es que, en un grupo, una persona dominante y persuasiva puede convencer a la gente de que actúe mediante el efecto de la bola de nieve: si el persuasor convence a unos cuantos, estos convencerán a otros, quienes, a su vez, convencerían a otros más hasta que el grupo se convierte en una turba irracional. Además, los grupos grandes ofrecen protección.
Esto es lo que se encontraron aquellos pocos agentes. ¿Qué más pudieron hacer ante tal escenario? Nada.
Pero una de las cuestiones a señalar en primer lugar, derivada de la situación que nos atañe, hace referencia al papel jugado por el que entonces ejercía como jefe de la Policía. Cuando conoce la intención que tiene un grupo de ciudadanos de montar una manifestación para reclamar su cese y el del alcalde, decide tomarse unas vacaciones. ¡Ejemplo patético de falta de liderazgo en momentos de crisis! Precisamente en el momento en el que más necesaria podía resultar su presencia, escapa de la situación aversiva dejando a sus subalternos que se las apañen solos. Clásica situación de mando policial en absoluto comprometido con su plantilla.
No vamos a tratar aquí el efecto que sobre la motivación de la plantilla puede tener un comportamiento de mando como el descrito. La marcha del jefe de policía, el reprobable papel jugado por la oposición política en todo este asunto y la falta de resolución del alcalde, hicieron imposible un abordaje preventivo de la situación. Tal y como acertadamente creo que señala Ernesto, una vez dentro del incidente los pocos agentes que allí se encontraban no hicieron uso de sus armas reglamentarias con buen criterio, pues todo podía haber ido a peor si cabe.
Sin embargo, a un mando policial se le supone una mínima preparación para hacer frente a incidentes graves. El jefe debería haber adoptado una actitud proactiva frente al conflicto, intentando adelantarse a él para poder neutralizarlo antes de que explotara en toda su gravedad. Una actitud contraria a la proactividad sería, aquí, marcharse de vacaciones.
El jefe del Cuerpo, por su conocimiento del medio, hubiera podido aconsejar al alcalde llevar a cabo una reunión conjunta con la familia del fallecido para intentar clarificar malentendidos, transmitir su pesar por la pérdida, explicar lo que realmente ocurrió y responder a las dudas existentes, ofrecer ayudas concretas, etc. Si esta aproximación no era posible antes de la manifestación inicial, podría haberse intentado tras su celebración.
Un buen acercamiento de comunicación empática habría sido un recurso valioso a emplear en aquella situación. El mando podría haber liderado la iniciativa, pero su actuación demostró a las claras todo lo contrario. No podemos asegurar con certeza que esta actuación hubiera evitado lo que allí ocurrió. Solamente sabemos que no hacer nada, no lo evitó.
Una vez en la Comisaría, dos de los agentes muestran un comportamiento que evidencia estrés y angustia elevada. Se palpaba el miedo. Quien actuaba como mando en aquellos momentos no pudo evitar, con sus órdenes, que uno de estos funcionarios pidiera refuerzos por teléfono. Otro gritaba a la turba cosas sin aparente sentido (“matadnos, matadnos”). Pero, ¿por qué no obedeció el policía cuando se le ordenó que no solicitara apoyo? Probablemente, porque no oyó la orden. Literalmente.
Los estudios realizados sobre el estrés de supervivencia (MILLER, 2011) indican que a partir de 145 latidos por minuto (lpm), se desactivan las áreas del cerebro que son responsables de la audición. Cuando esto ocurre, el agente puede afirmar con rotundidad tras el incidente que, por ejemplo, no escuchó una serie de disparos (que ocurrieron realmente), obviándolos así en el posterior atestado o informe policial.
Ya hemos comentado en otro capítulo que en situaciones críticas nuestro cerebro tiene mucha tendencia al ahorro, desconectando unos recursos y potenciando otros. En este proceso de conexión/desconexión suele ganar el sentido de la vista y perder el auditivo. El policía no escucha porque fisiológicamente no puede escuchar. Sus recursos se van a concentrar en mantenerlo vivo, dejando a un lado todo lo demás.
El comportamiento de este policía «sordo» puede solaparse en buena medida con el mostrado por el otro agente cuando grita a la turba. Ambos se encuentran en modo estrés de supervivencia. Durante este estado, al alcanzar entre 185 y 220 lpm, la víctima puede entrar en una fase que se conoce como de hipervigilancia. Si observamos a una persona en estado de hipervigilancia, nos llamará poderosamente la atención que se mueve mucho pero de forma poco productiva. También puede quedarse totalmente inmóvil. En su deambular de aquí para allá, puede hacer cosas que objetivamente pueden resultar irracionales y sin sentido. El elemento común a todas estas conductas, o a la total ausencia de las mismas, es que no resuelve el problema. Más aún: el mismo policía puede empezar a formar parte del problema si persiste en este estado.
Sometido a un estado de hipervigilancia, el comportamiento del actor puede volverse errático e impredecible, pudiendo tomar incluso decisiones que pongan en peligro su propia integridad física. Tomando el caso presente, una de estas conductas podría haber consistido en salir solo de la comisaría y enfrentarse a la muchedumbre, con el riesgo que ello hubiese comportado.
También tenemos en este relato un posible caso de disociación, habitual en situaciones de estrés elevado. Encontramos esta distorsión perceptiva en la experiencia narrada por el jefe de policía en funciones aquel fatídico día. Cuando se replegaba hacia dependencias policiales con sus subordinados, refiere que notó algo extraño: «de pronto yo no era una persona... sólo era un cerebro que pensaba […] Yo seguía tratando de hablar con esa gente y no me daba cuenta de que era muy peligroso».
Al ser estas experiencias muy comunes en situaciones de intenso estrés, los estudios que se han realizado concluyen considerando la disociación como una respuesta adaptativa de nuestro organismo al trauma que puede, en algunos contextos, facilitar un funcionamiento de alto nivel.
Las situaciones en las que puede existir un peligro real o una amenaza grave para la integridad física, no resultan ajenas a los quehaceres de los policías. La disociación es habitual en estas situaciones, teniendo efectos importantes en la capacidad de respuesta del policía durante el incidente. Este estado disociativo podría servir al agente para alejarse emocionalmente del incidente y ser capaz de tomar decisiones más efectivas y menos sesgadas por las experiencias del momento. Al mismo tiempo, la experiencia disociativa se encuentra estrechamente relacionada con el Trastorno de Estrés Postraumático que pudiera devenir posteriormente.