III

Se sentía una terrible mezcla entre la desastrosa e ingenua Bridget Jones y la súper fantástica Carrie Bradshaw (Sex and the City) sin pretender por ello ser presuntuosa. No cabía duda de que de la segunda no tenía ni su glamour, ni el efectivo suficiente para gastarse las cantidades astronómicas de dinero que invertía ella en sus zapatos. Pero sí le sucedían situaciones en las que se identificaba poderosamente con ella. Sobre todo a lo que concernía al tema masculino… y no era una referencia a un bolso, un perfume o a un vestido, que también es masculino y se asemeja bastante a algunas de las habituales preocupaciones que suele tener la Bradshaw

Tenía la sensación de que esa educación, en la que le habían inculcado valores, como ser consecuente, justa o luchar por sus ideales, que no hiciera daño gratuitamente o al menos que lo intentara. Ser honesta, que lo que es tuyo, tuyo es y lo que no, no lo quieras. O muchas otras que había ido adquiriendo a lo largo de la vida no habían hecho más, que darle reveses de desencanto al descubrir que esa misma percepción que tenia de las cosas, en muchas ocasiones no era compartida por otros.

Un ejemplo perfecto prosiguiendo con la comparativa de la ficción del cine a su realidad diaria, sin duda sería a través de Pretty Woman donde la Roberts le resumía al adinerado Sr. Edward Lewis (Richard Gere) como cometía el error de enamorarse uno tras otro de todos los gandules habidos y por haber en cien metros a la redonda, y aunque muchos no vean más allá de que ella fuera una simple puta y él un ricachón asqueroso, de muy buen ver por cierto, pero si obviamos ese detalle el trasfondo era mucho más triste, profundo y duro.

A Olga le pasaba algo parecido; y no en referencia al tema de la prostitución por supuesto, sino al hecho de que también se iba a enamorar del menos indicado y no explícitamente gandules, que también los hubo, sino más bien con adicciones altamente perjudiciales ya no solo para ellos mismos sino también para ella.  

Una amiga de la adolescencia, acostumbraba a decirle que era una soñadora, una idealista que vivía en un mundo de color rosa y cosas similares como que el príncipe azul no existía, así que desistiera en su empeño de encontrarlo, y quizá estaba en lo cierto, soñadora, idealista y para qué negarlo también una romántica empedernida, pues ella oía violines allí donde no los había. Se planteaba el motivo por el cual debía obviar según todos, la fantasía en su vida y lo cierto es que seguía teniendo el convencimiento de que no sentía nada distinto a lo que muchas otras personas sienten pero no se atreven a confesar abiertamente y a fin de cuentas, tampoco le importaba demasiado si su príncipe era azul, rojo o morado. Simplemente seguía deseando ser la princesa del cuento y que el caballero a lomos de su caballo blanco; quién dice caballo, dice coche, moto, patinete o andando, se acercara a ella empuñando su espada y cabellera al viento rescatándola entonces de su torre.

Algo por lo que hasta la fecha apostaba porque existiera y con él compartir todos esos buenos momentos que una y otra vez había soñado y eso se convirtió en una simple necesidad de aferrarse a ello como si de una ilusión se tratara, ilusión que lentamente se desvanecía cada vez que un nuevo personaje aparecía en escena y aunque consciente de que las relaciones perfectas no existían, ansiaba que tan solo lo fueran un poco más.

Lo que sí era una realidad, es que ya había besado a demasiados sapos para su gusto y sin haber llegado a conocer a ningún príncipe realmente. Pues los conocía siendo directamente sapos y lamentablemente para ella acababan convertidos en renacuajos. Aquella era sin duda su triste realidad, pero no por ello eso la licitaba en hacer pagar a los demás algo que no les correspondiera.

No se sentía muy diferente al resto de mujeres de su edad pero reconocía que la mayoría ya habían hecho las típicas cosas, casarse, adquirir una hipoteca, tener uno o más hijos e incluso a estas alturas separarse o estar en trámites de ello. Aunque también evidentemente están quienes viven felizmente casadas, por supuesto. Pero no pretendía entrar en estadísticas que desconocía con exactitud y porque deseaba seguir siendo optimista.

A sus treinta y siete años, no había sido madre, quizá por las circunstancias, quizá por no encontrar la persona adecuada, o simplemente por haberle dado un lugar secundario en sus prioridades, la lástima era descubrir que sus prioridades se habían limitado y centrado en las prioridades o problemas de los demás. En definitiva la cuestión es que lo había ido relegando hasta el momento. Después decidió que eso no la iba a preocupar, al menos no en exceso. 

Era evidente que su subconsciente había jugado un papel más importante del que creyera y sus vivencias indudablemente influyeron en esa decisión. Pero tampoco había tenido ninguna relación como para decidirse a dar ese paso. Es más, en aquel momento esa decisión por lo pronto y visto lo visto, pensaba que había sido la correcta. Las incorrectas habían sido sin duda otras decisiones, algunas de las cuáles la seguían persiguiendo en silencio a pesar del paso de los años y sin que muchos fueran conocedores de ello. También tenía claro que decidirse a tener un hijo era porque realmente su situación se lo pudiera permitir para ofrecerle al menos lo necesario y fundamental, no era algo a decidir a la ligera o pretender posteriormente que hubiera otros quiénes lo mantuvieran. Deseaba principalmente que tuviera un padre, algo que ella no tuvo. Tampoco descartaba optar por la inseminación, aunque dadas las circunstancias, esa no era la opción que más la convencía ciertamente, pero lo que no entraba en sus planes de ninguna de las maneras era utilizar a ningún hombre convirtiéndolo en un simple cajero automático, como hacían otras aprovechando su condición natural de poder engendrar.  

Tampoco fue a trabajar como azafata de navegación como aquel que se enrola en la marina y zarpa en el primer barco, algo que durante años tras sacarse el título de azafata profesional soñó con hacer realidad, hasta descubrir que aquella titulación no le servía más allá de los congresos y de pisar tierra firme a pesar de la reiterada afirmación por parte de las directoras de la escuela privada en la que cursó los estudios de que era más que suficiente para trabajar a lo vacaciones en el mar, en cualquier lujoso crucero. Aquella escuela a la que pagó un dineral cada mes, por lo que posiblemente hubieran vendido a su propia madre con tal de seguir con unos ingresos que les venía de perlas a aquel par de directoras pretenciosas que tan formidablemente y muy bien aprendida la lección vendían su imagen de status a lo jet set de la que sin duda carecían en su totalidad.

Ni siquiera se compró un piso, como hicieron la inmensa mayoría. Esa impresión de que para ser feliz en este país era necesario casarse con una hipoteca a treinta años no la convencía en exceso, aunque llevaba muchos años independizada prefería no atarse indefinidamente a un lugar, así que optó por el alquiler. Tal vez no fuera la mejor opción, era simplemente — su opción —  la que podía permitirse y tal y como se estaban poniendo las cosas a nivel laboral y económico, difícilmente concedían hipotecas. Además ella se había convertido por las circunstancias en una experta en traslados, contabilizando siete durante un período de tres años de su vida y tres más en la última década, por lo que hacían un total de la nada desdeñable cifra de diez traslados en trece años, y no es que le apeteciera enormemente ir de aquí para allá, era una cuestión mucho más simple y es que su mayor error era confiar demasiado en las personas y creer que eran como ella; es decir, transparente y poco amiga de las mentiras. 

Siempre prefirió una verdad  por muy dolorosa que fuera a una mentira; y así era como ingenua de ella, a lo Bridget Jones, topaba una y otra vez con la misma piedra o con similares, pero siempre de tropiezo en tropiezo, tras los pasos de lo que ellos desearan y su eterna predisposición y disponibilidad en hacerles felices, desmontando su vida a placer.  

Aprendió a ver las cosas desde el lado cómico, siempre que lograra hallarlo, claro. Aunque eso a pesar de la buena predisposición jamás significó que pudiera traducirse en vivencias divertidas, algunas encerraban situaciones mucho más dolorosas de lo que a priori pudieran parecer.

Lo de casarse y separarse, eso sí lo había hecho, es más, en un tiempo record ya que la farsa de aquel matrimonio apenas duró diez meses. Pepe era el nombre de esa piedra, una de las más duras del camino, y no por lo que comporta una separación en sí, sino por toda la enorme mentira que él había ido tejiendo a su alrededor, una mentira que la engulló lentamente apoderándose de la ingenuidad y buena fe de Olga.

Por diferentes motivos creyó que con Sergio con el que adquirió el rango de segunda esposa, la etiqueta anteriormente mencionada; a pesar de sus muchos problemas, le pareció ser el hombre adecuado; y así fue durante cierto tiempo, pues nada tenía ver con Marcos el anterior novio y desde luego ni comparación a Pepe, su ex marido. Pero evidentemente de nuevo se equivocó, pues sí iba a ser un problema todo aquello que formaba parte de su entorno y la realidad diaria que acompañaba a aquella relación junto a un separado con descendencia en este caso.

Tras muchas situaciones desagradables se convertiría a ojos de muchos en una persona algo solitaria, distanciándose también de todas aquellas que se denominaron “amigas de juventud” pero que no fueron más que unas colegas de salir de fiesta y compartir noches de discoteca que verdaderas amigas; descubrió que realmente no la unía absolutamente nada a ellas. Sumamente preocupadas siempre en parecer santas inmaculadas (algo que no eran, aunque lo aparentaran a la perfección) pues de caras a la galería mostraban una cara que nada tenía que ver con la realidad.

Las cosas más simples se convertían en una historia y un problema, bastaba con pensar diferente o decidiera algo que no compartieran, para que diera de qué hablar y por supuesto nunca de forma constructiva. La mayoría contaba con carrera universitaria y una muy buena preparación académica muchísimo más elevada que la de Olga, la lástima desde su perspectiva, es que pecaran siempre de lo mismo y es estar demasiado interesadas en conocer el apellido, profesión o modelo del coche del candidato que se les acercara a que el que realmente se tratara de un buen chico, incluyendo de si disponían de alguna que otra propiedad. 

Y si pedían una copa y él, el elegido no hacía el gesto de invitarla, arrugaban la nariz. Otra de las cosas que jamás entendió de ellas, pues se las daban de mujeres modernas e independientes, en busca de una igualdad lamentablemente mal entendida pues sin embargo después no podían costearse unas copas; ahí eran ellos tachados de poco corteses, menuda ofensa, y en ese minúsculo instante, en esa décima de segundo sin ni siquiera saberlo perdían la oportunidad de llegar a ser algo más. 

Una de ellas, confesó en una ocasión que su novio le pagaba todas las copas y lo dijo sumamente orgullosa, más adelante el novio paganini se convirtió en su marido; seguramente seguirá pagándoselo todo y ella se sienta de lo más realizada. Por eso cuando Olga descubrió que él la engañaba día sí, día también, algo que además ella parecía saber y que posteriormente así constató, se dio cuenta que la mayor preocupación de aquella chica era únicamente que aquel infiel le siguiera costeando todos sus caprichos a pesar de decorarla con una ornamentación que a ella parecía no incomodarla.

También salían de cena como habitualmente sucede en todos esos grupos de amigas, el suyo por supuesto no iba a ser menos, así que se reunían en algún restaurante de la parte antigua de la ciudad, noche única y exclusiva para chicas. Generalmente frecuentaban uno al más puro estilo parisino, muy acogedor. Repleto de mesas de mármol y cómodas sillas de mimbre en el que el plato estrella sin duda eran sus postres y de entre ellos destacaba el pastel de chocolate de elaboración casera, que hacía las delicias de cualquier paladar por muy exigente que fuera. Se podían oír los grititos de euforia desencadenada según el camarero se fuera acercando a su mesa platos en mano. También acostumbraban a acompañar la cena con algún vinito y al par de copas se les desataba la lengua convirtiendo la velada en un chismorreo continuo. Curiosear como iban las relaciones de las que tuvieran pareja y conocer detalles sobre algún posible candidato y si podía llegar a ser algo más que el rollito del pasado fin de semana, a novio oficial de otras. Y ahí de vez en cuando, y entre carcajadas se brindaban las copas gritando al unísono al son de un — ¡pero qué coño! — Perdiendo todas sin excepción parte del aura de puras inmaculadas; bien, lo perdía alguna de ellas porque Olga jamás creyó que lo poseyera, aquello era un grito de reiteración a ellas mismas de que aquella noche sin duda prometía.

Ahora sin embargo y con el paso del tiempo, no podía evitar echar la mirada atrás recordando esas veladas y todas sus conversaciones de las que le era imposible no sentir cierta vergüenza, principalmente de lo chismosas que podían llegar a ser. 

Cenas en las que también descubrió que al igual que se despotricaba sobre quién no hubiera podido acudir, sucedería lo mismo cuando fuera ella la ausente. Lástima que la del marido paganini a la que sin duda hubiera puesto a caer de un burro no se perdiera ni una sola de ellas. Posiblemente sospechaba que la pondrían a parir, especialmente Olga con la que no congenió jamás, pues le tenía cierto rechazo del que nunca llegó a saber el verdadero motivo de su actitud.

Ahora llevaba ya bastantes años alejada de ellas y sin acudir a esas reuniones, sin ni tan siquiera verlas ni por casualidad, y se imaginaba que pasados los años seguirían celebrándolas igual, aunque hubieran cambiado ligeramente los temas de conversación y se hablara de maridos, de la suegra, de la hipoteca del piso, la escuela de los niños y de Olga; que al ser la ausente pringaría tanto en críticas como en  especulaciones, algo, que tampoco le quitaba el sueño a decir verdad. Además de no sentir ni un mínimo de añoranza de esos encuentros cargados de grandes dosis de hipocresía en los que se les criticaba principalmente a ellos por no ser como ellas consideraban que debieran ser, sin comprender que la razón no te la da el ser de un sexo u otro.

Olga cada vez y con más asiduidad comprobaba como se intentaba legislar al máximo muchas de las cuestiones que consideraba y creía que debían ser escogidas de mutuo acuerdo entre las parejas y no por decreto ley. Cada persona, pareja o familia debía escoger de puertas para adentro el rol que decidiera libremente sin tener que ser impuesto por nadie más que por ellos mismos. Si decidías desempeñar ese rol con libertad, tampoco tenía mucho sentido después quejarte de que aquello no era lo que querías y sino, era una simple cuestión de negociarlo o quizá pasar página, por eso existían las rupturas y los divorcios, pues ya nada te obligaba a seguir adelante con una relación que no te satisfacía. Sin duda eso se complicaba si desgraciadamente alguna de ambas partes no se comportaba como debiera pretendiendo imponerse a la otra, aunque ahí la última palabra la tenía únicamente cada uno, poniendo fin a ese tipo de situaciones y por supuesto solicitando ayuda, evidentemente quienes fueran verdaderas víctimas, las cuáles en demasiadas ocasiones por temor ni siquiera se lo planteaban disfrazando la realidad y escondiéndolo y esa era la peor decisión que se podía hacer, pues las cosas que van a mal, tan solo puede suceder que vayan a peor, algo que Olga había comprobado tiempo atrás demasiadas veces para su gusto adquiriendo por ello una gran experiencia. 

Quizá no se definiría como una experta en la materia, pero sí lo era más allá de lo que creyeran algunos; pues quien desearía serlo al menos en lo referente a vivirlo en primera persona, pero curiosamente cada vez aparecían más de esos expertos bajo las piedras, argumentando que a través de sus trabajos y su día a día conocían bien esas situaciones. Sin embargo ella afirmaba en contra de aquellos que se consideraban expertos en las temáticas del maltrato, que a pesar de visionar muchos partidos de tenis, seguía sin saber agarrar una raqueta y eso no significaba que pudiera convertirse al igual que todos ellos en experta de ese tema. Le parecía una frivolidad que se erigieran como conocedores mejor que ningún otro de lo que realmente siente una víctima, simplemente porque se les había dado una cobertura mediática de la que otros no disponían. Pues ponerse en la piel de alguien que sufre maltrato, que ha sido anulado como persona y que su autoestima a desaparecido por completo, o es una víctima en primera persona o alguien muy cercano porque comparte ese dolor al ver el daño en un ser querido. El resto, principalmente esos expertos pueden llegar a solidarizarse, mostrar cierta empatía hacia la víctima pero jamás decir que saben lo que sienten, porque no es cierto. Y lo maquillen como deseen, una víctima no acostumbra a pasearse por los juzgados, es más, eso si se consigue que sea capaz de poner una denuncia, pues lo que realmente desea es distanciarse, ponerse a salvo o sentir que lo está, aunque eso implique alejarse con una mano en cada bolsillo, perderlo todo y seguir adelante con su vida, algo que se complica si existe descendencia, independientemente de que la víctima sea hombre o mujer, porque una víctima es exactamente eso, una víctima.