XVIII

Los recuerdos regresaron a su mente, provocando dejar de oír la voz de Sonia. Se evadió sintiendo que su alma y pensamiento navegaban más allá en el tiempo. Que aunque su cuerpo permanecía allí sentado junto a ella, su mente se había alejado regresando al pasado, de nuevo en aquella cárcel sin barrotes en la que vivía por aquel entonces; día a día sumida en la que denominaba su eterna tristeza.  

Aquél bestia la zarandeaba sin control. 

— No, no, ¿qué sucede… qué pasa, qué pasa? ¡Ah! Me haces daño, ¡suéltame! — Gritó zafándose de él. 

Lo miró aturdida, la luz del dormitorio encendida y Marcos mirándola con aquella expresión fuera de sí que obviamente conocía ya tan bien. La había despertado de muy malas maneras. Ella seguía observándolo sin saber que sucedía, comprobó que el reloj de encima de la mesita marcaba recién pasadas las cuatro de la madrugada y que aquella noche como otras muchas había salido de fiesta, algo de lo más asiduo y normal en su comportamiento. 

Recordó haberse acostado alrededor de las doce de la noche, dejando una vez más; algo también habitual, su cena encima de la mesa de la cocina. Sospechó que sin duda allí seguiría con toda certeza.

— ¿Dónde estabas? — Le gritó él.

— ¿Cómo que dónde estaba? …Durmiendo, ¿o no lo ves? ¿Qué sucede? — Preguntó, acurrucada en un rincón de la cama pretendiendo así alejarse cuanto pudiera. 

Desgraciadamente para ella la pared a su espalda frenaba esa salida de emergencia, sin permitirle poner más distancia de la que deseaba.

Él prosiguió en aquel tono siempre agresivo y autoritario que solía usar cuando se dirigía a Olga, recriminándole algo de lo que a aquellas alturas ella aún no comprendía.

— ¡Estabas de fiesta! —  Afirmó entonces con rotundidad. 

— ¡Vaya! — Empezaba a descubrir lo que sucedía aunque no sabía de dónde provenía tal acusación.

— ¡No te atrevas a mentirme! — Dijo entonces haciendo ademán de golpearla.

— ¿De fiesta...? Dormía, ¿o acaso no lo ves? Eres tú, quién regresa a las cuatro de la madrugada — dijo entonces señalando el reloj.

Él seguía negando la evidencia. — Estabas de juerga — reiteró de nuevo — me encontré unos amigos tuyos y les oí comentar que te habían visto en un local de copas esta misma noche…

— Pues se equivocan, hace siglos que no voy a ningún sitio — respondió —. 

Como iba a ir algún lugar si lo que menos deseaba es que nadie la viera. Por lo que intentaba evitar totalmente las salidas nocturnas — pensó —.

— Estuve viendo una película y hacia medianoche me metí en la cama — añadió entonces —.

— ¡No te consiento, que me mientas! — Dijo alzando aún más el tono de voz y agarrándola violentamente por el cuello. 

Apestaba a whisky y a tabaco, desprendía un hedor rancio que a ella le resultaba tremendamente asqueroso de soportar cada vez más, una mezcla de olores que acabó asociando instintivamente a él. 

— No te miento — dijo a duras penas sintiendo como su mano la asfixiaba sin permitirle articular más palabra. Mientras, las lágrimas se deslizaban una a una por su mejilla.

Entonces la soltó, liberándola cómo quién libera a un pajarillo, cómo quién te recuerda que te está devolviendo la vida, una vida que él consideraba ya no le pertenecía, pues a aquellas alturas era más suya que de Olga.

Empezó a toser, recuperando poco a poco la respiración.

Lo siguió con la mirada, asustada y sin atreverse a balbucear palabra, viéndolo salir de la habitación e intuyendo que se dirigía hacia la cocina, donde segundos más tarde constató que así era pues pudo oír un sonido brusco y el posterior característico ruido del plato de la cena haciéndose añicos que definitivamente acabó muriendo estampado en una de sus paredes. 

— ¡Vaya mierda de cena! — Dijo entonces desapareciendo de nuevo tras la puerta de entrada del piso, para proseguir como no, con su salida nocturna. 

Ella Corrió hasta la ventana del comedor que comunicaba con el exterior y lo observó subir al coche, el cual tenía mal aparcado encima de la acera de debajo del edificio, en él pudo distinguir a alguien que lo esperaba en su interior pues sobresalía parte de su codo de la puerta del acompañante. 

Tan campante y victorioso, visiblemente satisfecho y posiblemente a las puertas de narrar su hazaña nocturna, haciendo cómplice de sus palabras a aquél que jamás averiguaría ella, de quién se trataba. 

Se dejó caer en una esquina abatida con ambas piernas encogidas y la cabeza agachada, las lágrimas brotaban de sus ojos sin cesar y en el interior un sentimiento de vacío, de soledad, de impotencia, una terrible mezcla de emociones se apoderaba de Olga. 

— ¡Eres una inútil! ¿Me oyes? — Le repetía una y otra vez su voz en el interior de la cabeza — ¡No sirves para nada! Ni siquiera para hacer la cena — le decía — voy a tener que enseñarte a fregar los platos, ¿quizá? Porque ni eso sabes hacer bien. ¿Quién crees que te va a querer, si no sirves para nada? ¿Quién te va a querer a ti? Y se reía, aquella voz se reía a carcajadas, y aunque él ya no estuviera allí, seguía metida en su cabeza, repitiéndole una y otra vez que todo era culpa suya, que ella tenía la culpa. Y siguió llorando allí sola y preguntándose ¿por qué? ¿Por qué? …Hizo algo mal, quizá no estuvo lo bastante atenta en algo, ¿en que se equivocó? 

Pero nunca nada, ni todo es suficiente, porque por más que quisiera contentarlo, siempre había algo que fallaba. Quizá habló antes de tiempo, quizá dobló aquel trapo y no debía, quizá no estaba suficientemente limpio todo, tal vez hizo un guiño o una mueca que mal interpretó, a alguien en aquella conversación que mantuvo más por educación; con el vecino, que porque realmente le apeteciera hablar en aquel encuentro fortuito en mitad de la escalera. Pero que finalmente sería otro más de los muchos motivos para recordarle de nuevo, que no debía, que no podía. Convirtiéndose en más de lo mismo y es que ella no era nadie, nadie para decidir cuándo y con quién hablaba, ni a quién saludaba o se atreviera a sonreír aunque realmente aquella sonrisa que simulaba ofrecer, llevara tantísimo tiempo desaparecida y muerta, perdida en algún oscuro lugar tan o más prisionera como ella se sentía. 

— No pienses, no pienses, no pienses… — se repetía —.

Realmente no supo cuánto tiempo permaneció allí a oscuras, acompañada únicamente por el sonido de los pocos coches que recorrían la calle aquella prematura y solitaria mañana, hasta el momento en que la luz del día hizo acto de presencia colándose a través de las rendijas de aquella antigua persiana semi abierta, por donde lo espió alejándose anteriormente. 

Le pesaban los párpados, más por el dolor que por el cansancio. Y siguió llorando y llorando, hasta el momento en que sin motivo aparente, sin haber siquiera hallado consuelo, simplemente dejó de hacerlo. Quizá porque ya no le quedaban más lágrimas o simplemente porque algo en su interior le dijo: ¡basta! ¡Basta, de tanta mierda! Harta de haber aprendido a compadecerse, harta de pretender convencerse de que se merecía todo aquello y que toda la lucha en intentar rehabilitar a aquel monstruo valiera la pena. Harta incluso de querer protegerlo y de aguantar los golpes que iban dirigidos a sí mismo. 

Recordó como la pateara aquella noche en la que la atrapara tras salir corriendo con las llaves de su vehículo en su afán de intentar evitar que desquiciado y descontrolado, dañara a alguien más aparte de a sí misma, y de él. Pero aquella noche, a las puertas del parking donde aguardaba su vehículo se detuvo creyendo que en plena calle le sería más fácil conseguir dialogar y hacerlo entrar en razón, que entendiera que no estaba en condiciones de conducir, que era un peligro al volante. Pero aquella noche no aparecieron héroes, desde luego ella no vio a ninguno. Ni tampoco algún esporádico transeúnte convertido en alguien solidario con su causa; tan solo halló simples mirones que se limitarían a ver el espectáculo o a pasar de puntillas sin hacer apenas ruido. Supo que aquella batalla la tenía perdida antes incluso de iniciarla, a pesar de haber puesto todo su empeño, estaba perdida.

Fue hacia la cocina donde empezó a recoger todo aquel estropicio, afortunadamente fue la cena la que se llevaría la peor suerte, para su alivio, en aquella ocasión.

Por la hora que supuso que era, ya no le valía la pena intentar acostarse de nuevo, aunque hubiera sido imposible conciliar el sueño, así que decidió poner en orden la cocina, por suerte el azulejo de la pared no había sufrido daños mayores y con una simple pasada de bayeta recuperó su estado natural.     Después se metió en la ducha donde consiguió por fin cerrar los ojos durante unos minutos, sintiendo el agua ligeramente templada recorrerle la cara aliviándole el dolor que sentía en los ojos. Siempre asoció el tacto al agua como una sensación gratificante y de bienestar que en aquellas circunstancias la relajaba deslizándose a presión y cayendo desde la alcachofa situada en lo alto de la ducha por todo el cuerpo.

Ligeramente recuperada se envolvió en un suave albornoz, cuando de pronto oyó el sonido de unas llaves que la sobresaltó, abrió tan solo unos centímetros la puerta del baño observando en dirección a la de entrada a casa, por lo que comprobó que aquel sonido provenía de la puerta de casa del vecino que con seguridad acudía a su trabajo. Aquello hizo que se percatara de la hora que era y que debía apresurarse en preparar el desayuno pues debía acudir a trabajar, pero aun así, se detuvo un instante ante el espejo empañado que con la manga del albornoz recuperó su nitidez y observó que aunque la ducha le había sentado bien, sus ojos visiblemente hinchados y rojos la delataban, pensó en acusar de su aspecto a alguna alergia, quizá esa sería la excusa perfecta. Si no simplemente utilizaría la más habitual y creíble y por lo que Marcos la había despertado tan bruscamente y era confesar ante sus compañeros de trabajo que había trasnochado saliendo de juerga, aunque no fuera cierto, y evitar así algún interrogatorio incómodo, pues estaba algo sensible y triste, y temía que más preguntas de la cuenta pudieran provocarle un repentino llanto y algunas respuestas, de las cuales no se sentía capacitada ni con fuerzas suficientes para desvelar, al menos no en aquellos momentos.   

El líquido que extrajo de las bolsitas de manzanilla que hizo en infusión, ni tampoco el recurso del maquillaje fueron útiles en esconder la prueba reflejada en su rostro. El peso de la pena que soporta el corazón, incluso el vacío que sentía en el interior, eran relativamente sencillos de ocultar, sin embargo otras no lo eran tanto.

Acabó aprendiendo a reprimir muchas emociones para que no descubrieran lo que su propia vergüenza no le permitía expresar. ¿Cómo hacer para mirar a los ojos de quiénes realmente la querían para confesarles todas aquellas cosas que no supo frenar? O, ¿cómo responder las preguntas de quiénes la mirarían sintiendo su misma pena? Si ni siquiera ella misma era capaz de darse esa respuesta.