La chica de los ojos grises
Prólogo
¿ESTÁS aquí?
Oh, mierda, está aquí.
The dreams in which I’m dying are the best I’ve ever had.
¿Por qué has vuelto? ¿Acaso me echabas de menos? ¿Echabas en falta el sabor dulzón de la sangre inundando tu lengua?
El tiempo pasa pero, de nuevo, me has encontrado. Una nota repentina en mi cartera. Es una hoja arrancada de un libro. Rayuela. Sé que eres tú, no puede ser otra. Nadie sabe como tú hacerme rezar por mi alma. Te rogaré, si te encuentro, que me olvides. Estoy casado, tengo hijos y una prematura calva. ¿Qué quieres de mí después de tantos años? ¿No es posible que pueda enterrar todos mis pecados?
Pero no. No podré, porque sé que has estado siempre ahí. Navegando por mis sueños como un súcubo maldito, toqueteando mi corazón hasta forjarlo tan podrido como el tuyo.
Y yo..., y yo... ¿qué cojones debo hacer? Porque salí de mi casa, como un loco, intentando salvar a mi familia. Porque ahora mismo caería de rodillas en un camposanto suplicando al cielo que los dejases en paz. No. No. Ellos no. Sólo yo, yo soy el maldito. Ven a por mí, zorra, a por mí.
Camino por las solitarias calles, tan oscuras, tan silenciosas, tan peligrosas. Como tú. La luna en el cielo me vigila, cómplice de mi locura. Porque sabe que en el fondo deseo verte, contemplarte una vez más, acariciar tu rostro. ¡Mierda! ¡Joder! No. No quiero ver ese rostro. Ni esos ojos, grises como el humo. Ni ese cabello tan rojo como un atardecer. No quiero observar esos labios perversos. No quiero escuchar los latidos de ese corazón corrompido.
Atravieso la ciudad como un sonámbulo. En cada escaparate me parece ver tu cara, sonriéndome, mordiéndote los carnosos labios, con un destello demoníaco en los ojos. Y entonces... un olor que me hace trastabillar.
Márchate. Márchate antes de que suceda todo otra vez. ¿Qué coño pretendes con esto? ¿Acaso quieres sostener en tus brazos una cáscara vacía otra vez? Márchate. No mires sus ojos. Su embrujo es demasiado fuerte, su poder primitivo siempre te vencerá. A ti, un simple humano...
La felicidad —y el miedo, oh sí, el miedo, Jesucristo, si estás ahí no la cruces otra vez en mi camino- inunda mi corazón cuando te descubro. El prodigio de tu presencia me aterra a la vez que me fascina. Es como si el tiempo no hubiera pasado para ti. ¿Y por qué tendría que haber pasado, maldita sea? Estás igual que la última vez que te vi: la misma figura delgada, el mismo cabello, el mismo rostro, los mismos ojos del color de la niebla. Las farolas de la avenida parpadean mientras te acercas flotando a mí. Tan pálida, tan espectral. Y siento que en cualquier momento se me van a aflojar las tripas porque estoy aterrado. Porque mientras se apagan las luces tu rostro va cambiando. Ahora eres bella; ahora una criatura salida del averno. Ahora eres joven; ahora marchita como una pasa reseca. Ahora tus ojos son grises como la niebla que nos envuelve; ahora me lanzan destellos flamígeros que me hacen temblar.
Quién eres. Qué quieres de mí. Me envuelves. Me envuelves con tu abrazo oscuro, mortal. Y el olor de lirios aumenta, casi hasta ahogarme. Están descompuestos. Y el dolor de cabeza que sentía al salir de casa aumenta, y aumenta, y aumenta. Y me voy a volver loco. ¡Deseo morir aquí y ahora! Y suplico que tus labios susurren un «deseo concedido». Que tus manos se posen en mi cuello y lo aplasten. Pudrirme bajo tierra... Sí, gusanos que disfruten con mi carne fofa, una carne que ya no sirve más que para pecar.
¿Por qué estás aquí? ¿Cómo me has encontrado? Está claro que sabes todo sobre mí, que mientras tus ojos del color del asfalto invernal estén posados en mí jamás estaré libre de pecado, nunca podré vivir sin estremecerme, imaginando que por la noche te cuelas en mi casa sigilosamente y con tu aliento arrancas el alma de mis hijos o el espíritu de mi mujer. Y sin embargo, en el fondo, no me importaría, mientras pudiese contemplar tus ojos una vez más, esos ojos que me hechizaron. No sé si pensar que eres el ser más bondadoso del universo o el más cruel. Pero yo si sé que soy el más desdichado.
Me estremezco bajo tu abrazo. Cada vez hace más frío y el olor a lirios aumenta... Entiendo a qué has venido.
1
—Eh, tío, ¿lo has oído?
Me giré hacia el lugar de donde provenía la voz aflautada de mi mejor amigo. Bostecé antes de contestar. Era bien sabido que a Jaime le encantaban los cotilleos.
—¿El qué debería haber oído?
—Hay una chavala nueva en la facultad. Según dicen está buenísima.
—Vaya, pensaba que eras gay —respondí, abriendo el refresco que me había comprado unos minutos antes de que llegara Jaime.
—¡Eres un gilipollas! —exclamó este, asestándome un juguetón puñetazo en el hombro—. Debe de ser alguna Erasmus porque no tiene aspecto de española.
Me encogí de hombros. En realidad no quería mostrar ante mi amigo el interés que sentía por conocer a aquella chica. Por aquel entonces, yo tenía la fama de ligón. La mayoría de mis compañeras de clase habían pasado por mis brazos, y por tus piernas también, recuérdalo, colega, y también de otras clases y cursos superiores e inferiores.
Di un trago a la bebida y le pregunté a Jaime:
—¿Sabes cómo se llama?
—Qué va. Al parecer llegó hace ya unas semanas y, sin embargo, casi nadie la conoce. Parece ser que no se junta mucho con la gente... —contestó Jaime, quitándome la bebida de las manos y dándole un sorbo.
—¿Pero va a alguna de nuestras clases?
—Al parecer sí. —Levantó una mano para saludar a unas cuantas chicas que pasaban por su lado, pero ellas sólo tenían ojos para mí—. Esta vez lo vas a tener chungo, colega.
—¿Qué dices, imbécil?
Jaime se echó a reír mientras hacía una serie de gestos obscenos. Unos cuantos chicos también sonrieron al verle.
—Germán, estás deseando follártela. Ni siquiera la has visto pero te da igual. Aunque fuera fea te acostarías con ella. Ya sabes, ninguna mujer es fea si...
—¡Cállate ya! —exclamé, fingiendo que me sentía ofendido. En realidad mi amigo tenía mucha razón. Me había acostado con tantas mujeres que ya me daba igual que fueran unas modelos o tan feas que no se las pudiese mirar. Sólo era sexo, sólo quería disfrutar. Dicen que la época de estudiante es la mejor, aquella en la que tienes las mejores oportunidades de tu vida y debes aprovecharlas. Eso estaba haciendo yo.
—De todos modos, yo no la he visto todavía. A lo mejor es una trola.
Observé a mi amigo de reojo. Él era todo lo contrario a mí. Era desaliñado y casi escuálido. En su cara todavía se podían ver las marcas de un ataque de acné adolescente. Tenía la nariz ganchuda y llevaba unas gafas que posiblemente su madre había comprado hacía treinta años. Sin embargo, yo era alto, de cuerpo atlético y con un rostro atractivo. Las mujeres suspiraban por mí y deseaban que me metiese entre sus bragas y los hombres sentían cierta envidia, aunque en el fondo me admiraban. Mi vida se reducía a salir de fiesta y conocer mujeres. No estudiaba apenas y lo cierto es que no me iba muy bien. Nos quedaba un año de carrera pero yo sabía que posiblemente a mí me quedase un par más. Había pensado buscar un profesor particular para que me ayudara, pero no tenía mucho dinero y me daba cierta vergüenza que estando en la facultad necesitase ayuda de alguien. Se suponía que si había llegado hasta ahí era porque al menos algo de inteligencia tenía.
—¿Germán? —escuché la voz de mi amigo un tanto lejana.
—Mmmm... —murmuré, todavía pensando en lo fascinante que era mi vida. Y en lo guay que era yo, por supuesto.
—¿En qué cojones pensabas, en las tetas de esa chica? —Jaime dio otro trago de mi bebida y luego la echó a la papelera que teníamos al lado.
—Sólo pensaba en lo guapo que soy yo y lo feo que eres tú —respondí, entrecerrando los ojos y observando a mi amigo.
Jaime puso los ojos en blanco y suspiró. Recogió un par de libros que había esparcido sobre la mesa y los metió en su mochila.
—Tal vez, ¿pero quién será el año que viene licenciado y quién estará pringando todavía en esta mierda de facultad?
Me llevé las manos al vientre y solté un gemido, como si me hubiese golpeado. Lo cierto es que me había dado un golpe bajo. Sabía que el quedarme sin él el año que viene me preocupaba. A pesar de todo, éramos los mejores amigos desde la guardería y jamás nos habíamos separado. Pasábamos incluso las vacaciones juntos, ya fuese en el pueblo de uno o del otro.
—Tienes razón, Jaime. Este cuatrimestre pienso estudiar como un loco. —Me di un par de golpecitos en el pecho, como para reafirmar que yo era un hombre de palabra.
—Eso no se lo cree nadie. Llevas tres asignaturas del primer cuatrimestre y unas siete de este segundo. ¿De verdad crees que vas a poder con todas? —Se levantó de la mesa y se dirigió a paso rápido a la puerta de la cafetería. Ya se acababa la hora de comer y los estudiantes se apresuraban a llegar a sus próximas clases.
—Sólo tienes que ayudarme un poquito —le grité, alzándome yo también y siguiéndole a toda prisa. Un par de chicas me miraron, esbozando una sonrisita que no dejaba lugar a dudas de lo que quería decir. Germán, esta noche estoy libre, ¿te apetece venir a mi casa? Les dediqué una de mis mejores miradas de galán sin detenerme. Logré alcanzar a mi amigo al pie de las escaleras—. Vamos, eres de los mejores alumnos de nuestra carrera.
—Ya, pero es que tú no te dejas ayudar, Germán. Todas las veces que hemos quedado para estudiar juntos tú te has marchado con alguna chica.
—Esta vez te juro que no.
—Paso. Lo que tienes que hacer es apuntarte a clases de repaso o algo. Tal vez te vendría bien un profesor particular.
La 201 todavía se encontraba medio vacía. Nos sentamos en la segunda fila, como a Jaime le gustaba. Sacó los apuntes de Literatura Latinoamericana y se puso a repasarlos. Suspiré. Sabía que ahora ya no podría convencerle para que me ayudase, y en realidad él tenía mucha razón.
—La verdad es que sí había pensado en lo del profesor particular —reconocí, un poco avergonzado. No me gustaba que los demás supiesen que necesitaba ayuda. Germán Martínez nunca la necesitaba, se valía por sí mismo para todo... Menos para aprobar, claro.
Jaime me miró con el ceño fruncido.
—Mira, Germán, haz lo que quieras, pero creo que deberías centrarte un poquito. Eso de las fiestas, de las chicas, del alcohol... está muy bien. ¡Ya ves que sí lo está! Pero... llega un momento en la vida de todo hombre en el que debe madurar. Ya sabes: conocer una chica de esas con las que te casarías, sacarte la carrera, encontrar un buen trabajo, casarte con esa chica...
—Joder, Jaime, pareces mi padre —me quejé.
Saqué mis apuntes para que dejase de hablarme. Me di cuenta de que él tendría el doble de apuntes que yo, que me dedicaba a perderme en mis pensamientos durante las clases. En realidad, filología me gustaba, y mucho. No podía quejarme de mis padres, demasiado me aguantaban. Entonces, ¿por qué me comportaba como un perdido? Había hecho callar a Jaime porque todo lo que decía era muy cierto. Teníamos veintidós años y era hora de madurar, aunque fuese un poquito. Mónica, la profesora de Latinoamericana, apareció en ese momento ante mis ojos. Era becaria y lo cierto es que muy atractiva. ¡Ya estaba haciéndolo otra vez! Vamos, Germán, porque te la imagines una vez más desnuda y cabalgándote no pasa nada... Todo drogadicto debe desengancharse poco a poco...
—Germán, ¿podrías decirme por qué Rayuela, de Cortázar, es tan importante para la literatura latinoamericana? —me preguntó, al darse cuenta de que yo estaba pensando en a saber qué cosas.
—Eh, pues... —Miré de reojo a Jaime, para ver si me echaba una mano, pero este tenía la cabeza ladeada, como rumiando la respuesta.
—En realidad, podríamos decir que Rayuela es una antinovela. —Una voz de mujer resonó en el aula medio vacía. Era una voz suave, armoniosa, tan dulce que incluso me provocó escalofríos.
Mónica se adelantó unos pasos y buscó a la persona que había hablado.
—¿Puedes decir tu nombre y explicar un poco más eso que has dicho?
—Me llamo Eva.
Una docena de cabezas se giraron de nuevo hacia la voz. Fue entonces cuando la descubrí: con el cabello más rojo que había visto nunca, el cual parecía soltar destellos flamígeros cada vez que asentía o movía la cabeza al dar su explicación. Tenía los ojos grandes y grises, del color de la niebla. Su nombre me hizo pensar en manzanas y, sobre todo, en el pecado. Ella misma era un pecado andante. ¡Si así fue la Eva original, normal que Adán mordiese la manzana!
Jaime me dio un codazo y me susurró que esa era la chica de la que me había hablado, pero se había quedado corto. Eva era la mujer más bella que yo había visto jamás y, sin embargo, no estaba pensando en tirármela. Sólo podía contemplar esos ojos y esa cascada de pelo.
Una vez acabada la explicación, Mónica murmuró algo sobre mí, como que yo debía atender más porque si no, iba a suspender el otro parcial. Se despidió de nosotros y comenzamos a recoger. Yo seguía pensando en Eva y en sus ojos.
—Tío, ¿has visto qué mujer? —me preguntó Jaime en voz bajita.
Asentí con la cabeza. Quería mirarla, pero no me atrevía. ¿Cómo podía ser que yo, el tío más popular y osado de la facultad, no se atreviese a mirar a una chica que encima era nueva?
—¿Te pasa algo?
—No, no. Sólo estaba pensando en lo que me había dicho Mónica —mentí.
Jaime se encogió de hombros y nos dirigimos a la salida. Vi que Mónica le decía algo a la chica nueva, que se quedara unos minutos para hablar o algo así.
Pasó por nuestro lado. Su melena ondulaba al viento a pesar de que nos encontrábamos en un aula cerrada. El color rojo parecía llenarlo todo. Y entonces llegó a mis fosas nasales un perfume que me hizo entrecerrar los ojos para disfrutarlo. Olía a lirios recién cortados. Al abrir los ojos, me encontré de lleno con los de Eva. Me miraba profundamente y me sentí desnudo. No de una forma erótica, sino desnudo del alma, como si Eva me conociese tanto que ninguno de mis secretos estuviese a salvo con ella. Vi algo en sus ojos que me provocó un escalofrío. Eran demasiado fríos y vacíos.
Salí de la clase trastabillando. Jaime me preguntó qué me sucedía pero no contesté, simplemente le cogí del brazo y me alejé de esos ojos.
2
Mis compañeros de Latinoamericana se agolpaban en torno a un aviso que habían dejado en la puerta. La mayoría hablaban en voz baja y parecían nerviosos y exaltados. Seguramente Mónica no podía asistir ese día a clase o nos habían cambiado de aula como acostumbraban a hacer. Divisé a Jaime separado del resto, sentado en uno de los bancos, con la cabeza gacha. Me acerqué a él para saludarle.
—¡Eh, Jaime! ¿Cómo estamos?
Al levantar la cabeza me di cuenta de que estaba blanco, demasiado, y sus pecas resaltaban contra la palidez de la piel.
—¿Ocurre algo? —pregunté, un poco preocupado.
—¿Acaso no has leído el aviso que hay en la puerta?
Negué con la cabeza. Los otros alumnos se marchaban ya, hablando todavía entre ellos. Miré de nuevo a Jaime, el cual me hizo un gesto con la mano para que lo leyese yo mismo, y corrí hacia la puerta. Lo que descubrí me dejó con la boca abierta.
Estimados alumnos. La profesora Mónica Rodríguez no podrá darles hoy la clase de Introducción a la Literatura Latinoamericana. Por desgracia, tampoco les impartirá el resto del curso. Lamentamos comunicarles que la señorita Mónica falleció anoche. El funeral será mañana a las doce del mediodía. Si quieren asistir, acudan al despacho del profesor titular para más información.
Universidad de Valencia
Di un respingo cuando noté una mano en mi hombro. Me giré y me encontré con mi amigo, que se había acercado sin que yo me diese cuenta.
—¿Qué...? ¿Qué coño es esto? ¿Es una broma?
Jaime negó con la cabeza. Vi que tenía los ojos rojos e hinchados, como si hubiese estado llorando. Lo cierto es que se llevaba muy bien con Mónica y habían compartido muchas charlas juntos pues él quería ser becario del mismo departamento y solía preguntarle dudas.
—Fui antes a hablar con Olga. Me ha dicho que los padres de Mónica llamaron bien temprano para comunicar al director su muerte... Al parecer... sufrió un paro cardíaco.
—¡Mónica tendría unos veintiocho años! ¿Cómo puede ser? ¿Acaso estaba enferma del corazón o algo?
—No. Se encontraba rebosante de salud. Sus padres tampoco se lo explican. Están muy afectados.
—Irás al entierro, ¿no? —pregunté, cambiándome la mochila de hombro. En realidad me sentía un poco incómodo porque mi amigo parecía a punto de llorar otra vez y a mí no se me daba nada bien animar a las personas.
—Sí, por supuesto.
—Vale, pues te acompañaré.
Jaime asintió y luego volvió a sentarse en el banco en el que le había encontrado.
—Las clases se han suspendido durante todo el día, igual que mañana. Pero quiero quedarme aquí un rato —me dijo, sacando algunos de los apuntes que Mónica nos había dado.
—Vale. ¿Quieres que me quede contigo? —me ofrecí.
—No, Germán... prefiero estar solo.
Asentí con la cabeza. Musité un «hasta mañana» y me dispuse a marcharme. Antes de bajar las escaleras miré de nuevo a mi amigo: tenía la cabeza enterrada entre las manos y sus hombros se agitaban. Estaba llorando. Me pregunté si estaba enamorado de Mónica y yo ni me había dado cuenta, tan enfrascado como estaba siempre en mis propios asuntos. Fue la primera vez en que me sentí un mal amigo.
No me gustan los entierros. Me desagrada la muerte. Supongo que como al resto de mortales. O a casi todos. Jaime y yo acudimos puntuales. Varias chicas de nuestra clase ya se encontraban allí. Algunas me miraron llorosas, esperando a que yo les ofreciese mi hombro para gimotear, pero ya no me importaban porque ella también estaba allí. Todas las miradas se posaron en Eva cuando entró y se dirigió hacia los padres de Mónica para darles el pésame. Le susurró algo a la madre y esta asintió con una sonrisa triste. Luego se alejó, quedándose a unos cuantos metros de distancia de nosotros. Iba vestida toda de negro y la palidez de su rostro resaltaba, convirtiéndola casi en un ser transparente. Llevaba el cabello rojo recogido ese día en una trenza larguísima. Me pregunté si continuaría siendo virgen. A mis ojos, bien podía serlo con esa belleza inmaculada. Pero también estaba su nombre. Eva, la que condenó al hombre, la puta desterrada, la hechicera. Y sus ojos. Ojos por los que cualquiera podría perderse y convertirse en un pecador.
Un pellizco me sacó de mis pensamientos. Jaime me miraba un poco enfadado. Era el único que no les había dado el pésame a los padres y familiares de Mónica. Me sentí avergonzado y corrí hacia ellos. Luego mi amigo y yo nos acercamos al féretro en el que descansaba Mónica. Parecía que estaba dormida. Es lo que siempre se suele decir, el tópico de que la muerte nos lleva a la verdad y al bien y nos hace descansar, pero es que esta vez era cierto. Le habían colocado el pelo de forma que cayese por sus hombros. Su tez estaba sonrosada, al igual que los labios. Nunca había estado ante un cadáver tan cerca porque en los entierros de mi familia siempre me negaba a despedirme. Pero quería demostrarle a Jaime que estaba junto a él. Y pensaba que si no lo hacía, Eva pensaría que yo era un cobarde.
Entonces salimos del tanatorio y nos dirigimos al cementerio. Podía escuchar a la madre de Mónica llorar, y los quedos susurros de su marido intentando calmarla en vano. Jaime caminaba a mi lado cabizbajo. Giré el cuello y vi a Eva andando sola, al final del cortejo fúnebre. Me recordó a las plañideras a pesar de que ella no estaba llorando. Se había puesto un manto en la cabeza y parecía más que nunca una virgen. Aparté la vista rápidamente pues ella se había dado cuenta de que la miraba. Una vez llegamos al cementerio el sacerdote se adelantó, otorgándoles a los asistentes las últimas palabras de consuelo.
—Muy queridos todos, y en especial muy queridos Concha y Mateo, padres de Mónica. Es muy cierto que la muerte es para todos un misterio. Al igual que lo es el dolor. Y muchos hombres se preguntan por qué existen. Sin embargo, hijos, no dudemos. No debemos gritar que no entendemos a Dios. Jesucristo es la respuesta a nuestros miedos y dudas... No hay que temer a la muerte. Debemos aceptarla desde este mismo momento. Vendrá en el tiempo que más convenga...
Jaime se echó a llorar, negando con la cabeza. Le abracé y él me clavó las uñas en la espalda. Entonces un olor a lirios recién cortados inundó mis fosas nasales y escuché una voz susurrando junto a mi oído:
—¿Tú temes a la muerte, Germán?
Me aparté de mi amigo, el cual me miró sobresaltado, intentando descubrir qué sucedía. A mi lado no había nadie. Pero alguien me había formulado esa pregunta y sabía quién porque reconocía su voz y el perfume. Había sido Eva. ¿Pero cómo, si estaba casi en la verja de entrada del cementerio?
La gente lloraba a nuestro alrededor. Yo temblaba. Y Eva, desde su rincón, me sonreía. Levantó la mano despidiéndose de mí. Se marchó, y con ella el perfume dulzón que atolondraba mis sentidos.
Esa misma noche tuve un sueño. En él, caminaba y caminaba sin saber muy bien adónde me dirigía. Era como esas pesadillas en las que intentas alcanzar una puerta y nunca lo logras. Estaba tan oscuro que no podía ni ver el suelo que pisaba. Mis brazos tanteaban aquí y allá buscando una pared, pero no la encontraban. Entonces comenzaba a escuchar un ruido tras de mí. En realidad era una melodía y la conocía muy bien. Yo comenzaba a tararearla, mientras continuaba mi andadura.
All around me are familiar faces...
Una jodida mentira, porque yo estaba solo en ese lugar más oscuro que el culo de un mono. Y a medida que me acercaba a sabe Dios dónde, la música subía de volumen.
Worn out faces...
Y entonces yo ya comenzaba a cantarla porque es una de mis canciones preferidas. Sin embargo, no era Gary Jules quien estaba representándola de puta madre, sino una voz femenina.
Going nowhere, going nowhere...
Y lo cierto es que yo no iba a ningún lugar en concreto. ¿Y si me había muerto también como Mónica? ¿Y si esto era la nada en realidad, la eternidad caminando como un excursionista que se ha perdido en el monte?
No, Germán, tu camino tiene un final. En él te estoy esperando.
Al escuchar esto mis deseos de descubrir a la portadora de esa voz ya invadían todo mi cuerpo. En lugar de caminar, corría. La oscuridad iba desapareciendo y en su lugar podía ver sombras alrededor de mí. Luego formas nítidas. Y por fin, aparecía ante mí un lugar que haría las delicias de los más cristianos porque aquello debía de ser el paraíso perdido, el edén, el lugar por el que nuestros primeros padres corretearon desnudos. Unos cuantos ciervos comenzaban a trotar a mi lado mientras yo continuaba corriendo a través de un valle verde y luminoso. Un sinfín de olores se entremezclaban y entonces yo me dejaba caer en la hierba y rodaba en ella, lanzando gritos de júbilo.
Ven, Germán, llevo toda una vida esperándote.
Al levantarme, me daba cuenta de que había aparecido un árbol enorme, lleno de manzanas rojas y exuberantes. Y a los pies de ese árbol se encontraba Eva, no la Eva de las Escrituras, sino mi Eva. Tan desnuda como su madre la había parido. Ella me regalaba una sonrisa, estirando su brazo para que la cogiese de la mano.
Germán, ¿tú no temes a la muerte?
Sus labios se juntaban con los míos y una erección comenzaba a formarse dentro de mis pantalones. Y entonces llegaba el dolor y todo se volvía otra vez oscuro. Al abrir mis ojos tan sólo podía ver los de Eva, observándome curiosos y divertidos. Y dolor, más dolor. Ella comenzaba a reírse como una loca. Descubría que estaba clavándome unas tijeras en la espalda. Yo caía al suelo, sintiendo que la vida resbalaba por cada poro de mi piel. Intentaba preguntarle por qué lo había hecho y el motivo por el que, a pesar de estar muriendo, me sentiría feliz mientras mirase sus ojos.
Me desperté en ese momento, incluso con la espalda dolorida. Me la palpé, como temiendo que todo hubiese sido real. Comprobé que la radio-despertador de mis padres ya se había puesto en marcha, pero la frase que lanzó Gary Jules me heló la sangre.
The dreams in which I’m dying are the best I’ve ever had.
3
Los días pasaron. También las semanas y los meses. Otro becario sustituyó a Mónica pero no fue igual. Jaime dejó de asistir a esas clases y, de todos modos, podía permitírselo. Si yo iba era por ver a Eva. Todo había ocurrido demasiado deprisa pero me había enamorado de ella. Había caído en el hechizo de esos ojos grises como el humo. Algunos días, al acabar las clases, me quedaba un rato charlando con ella. Era una mujer demasiado inteligente, tanto que en ocasiones me sentía como un estúpido. Podías hablar de cualquier cosa con ella y siempre tenía una respuesta para todo.
Yo, el eterno juerguista que cambiaba de mujer como cambiaba de calzoncillos, estaba colado hasta las trancas de una persona que no mostraba por mí nada más allá de una simple amistad. Eva no era como las otras. No me ponía ojitos. No apoyaba su mano en mi hombro mientras soltaba una risita tonta. No me ofrecía quedar para tomar algo. Sólo charlábamos de literatura y, sobre todo, de Rayuela. Adoraba ese libro. Se sabía pasajes de memoria. Y a finales de abril, cuando el curso ya se estaba acercando a su fin, decidí confesarme. Era la primera vez que lo hacía y estaba nervioso como un adolescente. No sabía muy bien qué decirle, cómo plantearle que desde que la había visto no podía pensar en nada ni en nadie más. Mis citas se habían reducido hasta el punto de que ya no quedaba con ninguna chica. No me interesaban. Cuando quedaba con alguna, me daba cuenta de que no eran como Eva. Chicas superficiales que hablaban sólo de ellas mismas. Tal vez Jaime tenía razón y yo estaba madurando. Puede que Eva fuese la mujer a la que yo llevaría al altar. A veces me sorprendía pensando en ello y la idea no me desagradaba.
Teníamos cena de fin de curso. Luego nos iríamos a bailar a alguna de las discotecas de la zona de marcha de Valencia. Y allí es donde tenía planeado contarle a Eva cómo me sentía. No asistí a la cena. Estuve demasiado ocupado decidiendo qué iba a ponerme. Antes con cualquier trapo me veía bien pero ahora quería sorprender a Eva. Me decidí por unos tejanos negros y una camisa también negra. Lo cierto es que estaba muy atractivo. Sin embargo, no quería liarme con ella esa noche y ya está. Quería mucho más. Adentrarme en su corazón y descubrir por qué sus ojos me miraban de ese modo, palpando cada rincón de mi cuerpo.
Era bien entrada la medianoche cuando acudí al pub en el que se encontraban mis compañeros de clase. Nada más traspasar la puerta la música me envolvió. Docenas de cuerpos se movían al compás de la música. Distinguí a unas cuantas compañeras bailando en el medio de la pista. Fui hacia ellas y las saludé. Fátima, una chica con la que había tenido un rollo, se acercó a mí. Se notaba que ya iba un poco contenta. Comenzó a bailar muy pegada a mi cuerpo. Noté sus pechos frotándose contra el mío y me aparté. No quería que Eva estuviese por allí y me viese. Fátima me miró extrañada. Pegué mi cara a su oído y le pregunté, intentando hacerme escuchar por encima de la estridente música:
—¿Has visto a Eva?
Fátima asintió. Me cogió de la nuca y me gritó al oído:
—Hace un rato estaba charlando con Jaime. Creo que se fueron juntos al fondo para hablar con más tranquilidad.
Una punzada de pánico jugueteó en mi corazón. ¿Qué hacía Jaime con Eva si apenas habían cruzado dos palabras desde que la conocíamos? Me despedí rápidamente de Fátima y de las otras chicas y atravesé el pub como un loco. La gente bailaba sin cesar y me costó llegar hasta la barra. Me sentía un poco mareado y no tenía ni idea de por qué. Entonces un grupito de adolescentes se apartó y los vi. Eva estaba apoyada contra la pared, rodeando la cintura de Jaime con una de sus quilométricas piernas. Como si supiese que yo estaba allí observándolos, abrió los ojos y me miró mientras continuaba dejando que Jaime la besase y acariciase todo su cuerpo. Eva desprendía lujuria. Me parecía que podía oler el perfume de su sexo aun estando tan lejos de ellos. Sus ojos brillaron fugazmente entre la oscuridad. Luego volvió a cerrarlos pero yo los notaba clavados en mí, atravesándome y haciéndome sentir como el tío más gilipollas del universo.
Aquella noche leí en sus ojos que no estaba enamorada de Jaime. Que ni siquiera se sentía atraída por él. Supuse que era de esa clase de mujeres que se deja amar por miedo a la soledad. Me enojé tanto que tiré unas cuantas copas que había en la barra. La camarera me lanzó un grito de disgusto pero no le presté la menor atención. Me marché del pub en el que Jaime y Eva se movían al ritmo de una música desenfrenada y no precisamente por estar bailando.
Atravesé callejones sumido en absoluta oscuridad y no sólo por la escasa iluminación de las farolas. De un ventanuco surgió una melodía. Long afloat on shipless oceans. Yo mismo había navegado por tantos mares, había descubierto tantas islas, sorteado tantas tormentas, que no podía entender cómo llegué a encallar en los arrecifes de su amor ausente.
Noté cierto escozor en la mano y, al mirarme, una herida me saludó. La sangre se deslizaba por mis dedos, tan púrpura que me recordó al cabello de Eva. Y al sueño que había tenido meses atrás.
Al día siguiente desperté con la mayor resaca de mi vida, aunque apenas había bebido. Sabía por qué me sentía así. Al salir de mi habitación el timbre atronó en mi cabeza. Al abrir la puerta encontré sus ojos clavados en mí. Me tendió una mano, bruja, doncella de mirada cenicienta. ¿Cómo no iba a convertirme en su esclavo?
—¿Y Jaime? —pregunté, medio inocente, medio enfadado.
Ella negó con la cabeza, sin pronunciar palabra, y me acercó a su cuerpo. El olor a lirios, el contacto de su piel ardiente contra la mía y la incertidumbre en esos ojos tristes hicieron lo demás.
Bruja o doncella, demonio o ángel. ¿Qué más daba? Todavía no se sabe para qué nacemos pero sé para qué lo hice yo: para destruirme mientras la amaba.
Se sucedieron nuestros encuentros, tantas veces fortuitos, tantas veces extraños y pausados. Por esas calles laberínticas, por las callejuelas en las que se entremezclaban distintos olores, y aún sin saber cómo podía descubrir su fragancia a varias manzanas de distancia. Entonces llegaba el encuentro: su mirada de asfalto invernal en mi mirada, su mano alzada en un leve gesto, los labios entreabiertos, la sonrisa melancólica pero desenfadada.
Nos mirábamos disimuladamente en los escaparates de las tiendas. Eva en una acera, yo en la otra. Ella rozando los cristales con abandono, yo intentando rozar sus pensamientos. Y entonces llegaba el encuentro, a escondidas en un rincón, en el rincón más lejano, tratando de no ser descubiertos, disimulando una verdad a medias.
Hacíamos el amor como lo harían dos desconocidos, sin preguntas, sin respuestas, sin ataduras que enturbiasen esa especie de relación dominada por los silencios.
En esos tiempos la amaba pero empecé a odiarla también. Por lo que me hacía, por cómo actuaba, porque continuaba saliendo con Jaime. Y mi amigo no sabía nada de nuestras escapadas. Yo me sentía como la mierda andante del universo. Estaba traicionando la confianza y la amistad de una persona que siempre había estado apoyándome en todo. Pero Eva me tenía dominado.
Y entonces pasó. Eva se convirtió en mi perdición. Ocurrió lo que el hombre jamás podría imaginar. Y lo peor de todo es que acepté mi lugar tan sólo por disponer del amor de Eva, de un amor que seguramente estaba tan podrido como su corazón, si es que lo tenía.
4
Yo no sé si ustedes habrán conocido el dolor. De todas formas, no sé a ciencia cierta si lo que yo he sentido durante toda mi vida ha sido sufrimiento. Seguramente fue odio. Un poco de furia. Tal vez algo de vergüenza. Lo que yo sentí apresándome el corazón con fiereza fue terror.
Hubo un año que estudiamos en Teoría de la Literatura el unheimlich freudiano. Y el profesor nos recomendó leer un relato llamado El hombre de arena. En su manual también nos instaba a echarle un vistazo a una novela de Stephen King, Cementerio de animales. La mayoría de los compañeros sintieron escalofríos al leer esas dos obras. Yo me reí durante un buen rato cuando las acabé. Nada me daba miedo. El pánico a la oscuridad me parecía irrisorio. Lo siniestro, un cuento para asustar a los niños.
Pero un ser superior quiso castigarme. Por burlarme. Y entonces me convertí en un hereje. En un hereje aterrado. Porque yo, señores, conocí el unheimlich. Porque a cada paso que daba en mi nueva vida me adentraba en una negrura creciente. No hay nada peor que temer lo que una vez fue para ti familiar. Hacer el amor con lo que en ocasiones te repugna. Espero que ustedes nunca tengan que sentir en sus entrañas lo que a mí me inundó como el mar en tempestad, arrastrándome hacia olas cada vez más rabiosas. El baile de la vida y la muerte. Los besos con sabor a podredumbre. Las sábanas teñidas de sangre de aquellos a quienes amas. Caminar por senderos llenos de espinas.
En mis sueños sólo había terror, muertes, calamidad, odio, tristeza. Y también en la vida. Era cuando pensaba que el mundo estaba loco, cuando me sentía más solo. ¿Quién iba a poder entenderme? Nadie podría aprobar la historia que yo creé.
Por las noches me abandono en los silencios. Vagabundeo por mi casa como un fantasma. En cierto modo, es eso lo que soy. Abro las puertas de las habitaciones de mis hijos con los pelos de punta. Respiro tranquilizado cuando descubro que están en sus camas. Pero un lobo hambriento acude a mis intestinos y me los retuerce. Me siento en sus lechos. Compruebo que respiran. Me levanto y vuelvo a mi dormitorio. La mujer a la que en realidad nunca he amado me espera, mirándome de soslayo. Y la admiro. Porque intenta entenderme, porque me ha dado demasiadas oportunidades. Yo sólo soy un cuarentón calvo y gordinflón. Ella una santa. Me susurra palabras de amor conciliadoras. Rehúyo de su contacto. Si le demostrara un poco de afecto tal vez ella volviese y con sus dedos helados se llevaría lo que en un intento de ser un hombre normal he forjado. Una vida. La que no tuve desde que me descubrió.
Mientras escribo esto me parece como si su presencia escarchada estuviese observándome. Lloro, ya que no tengo nada más que hacer. Ni siquiera el suicidio acudiría en mi ayuda.
El unheimlich... La miseria que se me concedió como el tesoro más ansiado.
Jamás le conté a Jaime lo que sentía por Eva. Aunque seguramente él lo suponía. La mayoría de las veces no es necesario decir con palabras lo que un corazón amigo ya sabe.
Jaime y Eva me visitaban a menudo en mi encierro por intentar aprobar todas las asignaturas y tener ese verano libre. Ella se había ofrecido a darme clases de repaso y Jaime lo había aprobado con entusiasmo.
El verano se acercaba y la historia entre Eva y yo crecía. No podría decir que se tratase de una auténtica historia de amor, de esas que nos muestran las películas. El hombre y la mujer que se funden en una sola alma. Féminas que escapan de las garras de los maridos ansiando una vida mejor. Jóvenes que se enamoran de las novias de sus amigos y disponen de la valentía suficiente como para descubrirlo todo. Yo no la tenía. Pero es que Eva, en silencio, me amenazaba con sus ojos. Y yo no lo comprendía. Ella no amaba a Jaime. Y yo no creo que sintiese un amor profundo hacia mí. Yo... fui aquel que pudo sacarla de toda una amarga existencia. Una marioneta en las manos del destino. Y sus ojos grises, inundados de una profunda sabiduría y tristeza, me obligaban a continuar.
Y me demostró lo que en realidad ansiaba ella.
Jaime tenía una hermana de catorce años. Le detectaron una leucemia. Ni siquiera los médicos se explicaban cómo había avanzado tanto en tan sólo unos meses. Mi amigo me lo contó entre lágrimas. Adoraba a su hermana Teresa. ¿Cómo iba él a soportar otra pérdida? Supe que se refería a Mónica y que Eva simplemente era una persona que le ayudaba a sobrellevar una carga demasiado pesada. Punzadas de celos me invadían al escuchar a mi amigo decir que Eva le ofrecía la calma que desde hacía meses no tenía. Paz espiritual, me repetía. Y yo tan sólo sinsabores, dolor creciente en el pecho, mentiras escondidas, almohadas con olor a lirio en la noche y a nada en las mañanas. ¿Por qué a mí Eva no me ofrecía esa calma?
Pensaba después que era un egoísta porque Jaime verdaderamente estaba sufriendo. Su hermana, una niña que apenas había comenzado a saber lo que era la vida, estaba muriendo. Le acompañé en ocasiones al hospital. La cabeza me daba vueltas en esos momentos. Era demasiado terrible contemplar como una persona iba desapareciendo. El largo cabello rubio y sedoso de Teresa se había perdido. Unas ojeras oscuras y moradas inundaban el rostro cadavérico de la niña. Ella, sin embargo, continuaba riendo cuando Jaime la visitaba, para que él no llorase, con tal de que no sufriese.
Al volver a mi casa yo sí lloraba. Ni siquiera sabía muy bien el motivo. Por qué, esa niña, a pesar de estar tan cerca de la tierra mojada seguía sonriendo y yo me escudaba cada vez más en el mal humor.
Eva acudía a mi casa tras mis visitas al hospital. Ella no quería acercarse por allí. Mientras yo tenía un aspecto más desolado, ella se mostraba radiante. Su cabello rojo y lleno de bucles se esparcía sobre mi almohada. El gris líquido de su iris borraba los recuerdos de aquellas tardes con sabor a gusanos. Sus labios sellaban un pacto que se estaba cerrando. Las manos de la bruja recorrían mi cuerpo dibujando señales y símbolos ancestrales. Yo me dejaba caer en el placer del pecado. Era un sexo violento, primitivo. El sexo de los ángeles caídos.
Y en una de esas ocasiones su pausada voz rompió la noche para preguntarme algo que yo no debería haber contestado:
—Germán, ¿qué harías si te hubiesen concedido el poder de arrebatar la vida a los demás?
La miré muy serio, un tanto preocupado. Yo sabía mi respuesta, y ella también.
—Seguramente aceptarlo.
—¿Crees que es un castigo o una bendición? —continuó, clavando sus uñas en mi espalda.
—Ninguna de las dos cosas, pero no debe de ser tan malo. Si con un chasquido hiciese desaparecer a la gente que odio o a personas que son asesinos, violadores... ni lo pensaría —respondí yo, sosteniendo su mirada—. ¿Tú no crees que haya gente que merece morir?
Eva no dijo nada más. En ese instante yo ya estaba maldito, al igual que ella. Se levantó de la cama. Sus pies en el suelo no producían ruido alguno. Observé su silueta desnuda mientras ella miraba por la ventana. Y al girarse, di un respingo. Estaba llorando. Todavía no sé hoy si fue el reflejo de los carteles de neón de la calle o si de verdad sus ojos escupían lágrimas de sangre.
—Tal vez algunos lo merecen. Teresa, no —susurró.
Sus palabras retumbaron en mis oídos. Me mareé. Salí corriendo de la cama y solté en el váter toda la cena hasta quedar vacío. Luego apoyé la frente sudada en la pared y agradecí el contacto frío del mármol. Cuando estuve seguro de que mi estómago podría retener el resto de comida me levanté y volví a la habitación. Me detuve en el centro en penumbra al descubrir que Eva ya no estaba.
Fue la única vez que la vi llorar. El único momento en el que mostró algo parecido al arrepentimiento. Nunca me he perdonado. A lo mejor, con unas palabras distintas, podría haber detenido el sacrilegio.
Decidí visitar a Teresa a solas. Quería hablar con ella, preguntarle cómo podía continuar sonriendo. En una media hora se acabaría el horario de visitas así que debía darme prisa. Su madre estaría cenando en la cafetería en esos momentos por lo que disponía al menos de un cuarto de hora para llegar a convencerme de que todo el sufrimien— to sería recompensado. Al llegar al hospital noté el ambiente enrarecido, pero tal vez sólo fuesen imaginaciones mías. Subí en el ascensor, cada vez más nervioso. En la planta me encontré con unos cuantos niños que paseaban por el pasillo arrastrando sus goteros. El estómago se me encogió. Saludé a una de las enfermeras y me detuve ante la puerta de la habitación de Teresa intentando descubrir si había dentro alguien con ella. Sólo silencio. Abrí la puerta despacio y entré. Estaba oscuro. Escuché la respiración acompasada de la niña. Se encontraba durmiendo. Sopesé si debía despertarla o marcharme. Opté por lo primero y fue lo peor que podría haber hecho. ¡Tendría que haberme largado de allí en ese mismo momento!
Teresa cada vez estaba más demacrada. Me llevé una mano a la boca, reprimiendo un gemido. Era simplemente una calavera. Me pregunté si realmente podía existir un Dios misericordioso y cuáles eran sus motivos para aceptar todo aquello.
La niña abrió los ojos y me miró con una sonrisa, pero hasta ese simple gesto parecía dolerle. Intentó incorporarse y le entró un ataque de tos. Corrí a coger el vaso de plástico que descansaba en la mesilla y se lo acerqué a la boca. Ella bebió y susurró un «gracias». Me quedé de pie a su lado, sin saber por dónde comenzar. Estuve a punto de preguntarle que cómo se encontraba. Ella dio un par de palmaditas en el borde de la cama para que me sentara a su lado. Me cogió de la mano cuando lo hice. La suya estaba mojada de un sudor frío, pegajoso.
—Quiero que cuides mucho a Jaime... —susurró con su débil vocecilla. Al mirar su cuerpo, comprobé que tenía los bracitos más delgados que jamás hubiese visto.
—No digas eso, Teresa...
—Shhh, ¿crees que no sé que voy a morir? —Había alzado la voz. En sus ojos destelló la rabia. Y la incomprensión—. ¿Has venido para compadecerte de mí?
—No, yo... —Solté su mano y desvié la vista. Olisqueé. Me sentía extraño, un olor que...
—La he visto, Jaime —soltó como una bomba.
—¿Qué? —lo había dicho tan bajito que no supe si de verdad había escuchado esas palabras.
—No he visto a Dios. Ni a ningún ángel. Tampoco he visto al diablo —continuó, con la voz temblorosa—. La he visto a Ella. Es tan hermosa... pero me da miedo.
En la habitación contigua pusieron la radio. May it be when darkness fall...
Me cogió de la muñeca y me la apretó, haciéndome daño. ¿Cómo una niña tan enferma tenía tanta fuerza todavía?
—Aparece continuamente en mis sueños. Alarga sus brazos hacia mí. —Teresa volvió a toser. Un pequeño hilillo de sangre se deslizó por su barbilla. Quería marcharme de allí.
—¿A quién te refieres? —le pregunté.
—A Ella, a la que se nos ha de llevar a todos... —murmuró la niña, misteriosamente—. Me promete el paraíso para que no sienta miedo pero no lo consigue porque tras ella sólo hay oscuridad. Si tiene un aspecto tan bello es para que al menos tengamos un poco de esperanza...
Tragué saliva. La melodía de la habitación de al lado se acoplaba a mi cabeza. May it be the shadow’s call will fly away. May it be your journey on to light the day...
—Y huele tan bien... pero debajo sólo hay putrefacción. —La respiración de la niña comenzó a acelerarse. Otro ataque de tos la asaltó y salpicó las sábanas de saliva y sangre.
—Teresa, me estás asustando. Creo que tienes fiebre, delirios... No...
Me levanté de la cama dispuesto a llamar a una de las enfermeras para que le trajese alguna medicina que la calmase y la hiciese dormir. El grito que soltó me contuvo.
—¡Es Ella! ¡Ella! ¡Está aquí, ha venido a por mí! —chilló la niña, encogiéndose en la cama y temblando de miedo. Comenzó a llorar. Yo no había encendido la luz y no veía apenas nada. Alargué un brazo para encenderla pero me contuve. Había reconocido ese olor.
—¿Dónde está? ¿Dónde? —exclamé. Me había contagiado sus terrores.
Teresa extendió un dedo huesudo hacia el baño. La miré y asentí. Despacio me fui acercando a la puerta entornada. Por primera vez tuve miedo de la oscuridad. Darkness has come...
El olor... Joder, mierda puta ese olor. ¡Quería largarme de allí! Es lo que tendría que haber hecho. Por favor, Dios, si existes haz que no me encuentre tras esa puerta lo que estoy creyendo que...
Giré la cabeza y miré a Teresa. Ella asintió. Temblaba de pies a cabeza. La nívea luz de la luna bañaba su diminuto cuerpo. Me pareció una imagen sacada de uno de los cuadros de Caravaggio. La virgen doliente a punto de morir, pensé irónicamente, soltando una carcajada. Ella me miró como si me hubiese vuelto loco. Tragué saliva y me planté ante la puerta. Me inundaba ese olor tan familiar... Me faltó poco para echarme a llorar, para cagarme de miedo allí mismo. Los pelillos de la nuca se me erizaron. Aferré el pomo de la puerta temblando como un gilipollas. Y entonces empujé la portezuela con todas mis fuerzas, soltando incluso una exclamación de furia y terror. Apreté el interruptor y la brillante y cegadora luz inundó el cuarto de baño. Pero no había nadie. Me eché a reír como un demente. ¿Cómo me había dejado contagiar por los terrores infundados de una niña enferma?
—Darkness has fallen...
Su voz...
Escuché a Teresa gritar. Y entonces el pitido. Ese pitido que inunda las pantallas de los televisores cuando ves películas en las que muere alguien. Apreté con tanta fuerza el pomo que los nudillos se me volvieron blancos. En mi corazón anidó el miedo.
—When the night is overcome you may rise to find the sun...
Quise gritarle que dejase de cantar esa puta canción, que parase de susurrarla como una nana mientras se llevaba la vida de una cría. Pero no me salía la voz y ni siquiera me atrevía a girarme. Entonces sí me meé encima. El pitido de la máquina había cesado. El olor a lirios estaba desapareciendo.
Las enfermeras me encontraron allí, todavía aferrado a la puerta, con los pantalones mojados. Seguramente les parecí un cobarde de mierda. Sin embargo, ninguna me preguntó por qué no había llamado a la enfermera de urgencias. Tal vez pensaron que había sido demasiado para mí ver morir a alguien que apreciaba. No se equivocaban. Aunque no lo había visto porque estuve los escasos minutos que duró el ritual de espaldas, temblando como las hojas al viento. Si me hubiese girado, habría perdido la cordura en ese momento. Y tal vez hubiese sido mejor. Tal vez.
Antes de que cubrieran a la niña con una sábana tintada de púrpura contemple su rostro. Me recordó demasiado al de Mónica, tan en calma. No obstante, yo sabía la verdad, porque Teresa me lo había dicho hacía un rato. Ni paraísos ni belleza. Oscuridad, la nada. Y aun así, prefería morir y abandonar el infierno en el que me había metido.
En el almohadón, a unos centímetros de Teresa, había unos cuantos mechones de cabello. Nadie se dio cuenta de que no pertenecían a ella. Porque Teresa había perdido todo su pelo y porque jamás lo había tenido tan encarnado como el cielo al amanecer.
5
Me encerré en casa. No quería saber del mundo. Jaime me telefoneó muchas veces, insistente. Yo no respondí a una sola llamada. Fui un horrible amigo. Una persona despiadada. Jaime me llamaba para que asistiese al entierro de su hermana mas yo no podía. En mi mente se escondía la certeza de que si daba un sólo paso al interior del cementerio caería allí mismo, suplicando a los cielos, contándoles a todos lo que había descubierto. Me tomarían por un loco y me encerrarían y entonces ya nadie estaría a salvo. Pero, ¿quién era yo para impedir nada? Pensé, como un iluso, que si me alejaba de ella se me concedería una oportunidad más. Que alguien, en ese cielo inescrutable, me perdonaría.
Mis padres también comenzaron a llamar. Estaban realmente preocupados ya que Jaime les había contado que yo no respondía a sus llamadas. Entonces mi madre acudió a mi casa y al abrirle la puerta me encontró como un desecho. Me abrazó y lloró conmigo. Jaime le había informado de lo afectado que estaba. ¡Nadie sabía lo que en realidad me estaba sucediendo! Yo lloraba por Teresa, sí, pero también por mí. Lloraba por cada uno de nosotros, porque estaba tan atemorizado que el cuerpo me temblaba cada vez que la ventana me traía el perfume a lirios. Mi madre me propuso volver al pueblo a pasar una temporada con ellos, no me encontraba en condiciones de quedarme solo. No acepté. No quería que ella me siguiera y descubriese quiénes eran mis padres, mi familia. Mamá se marchó cuando acepté sus visitas una vez al mes pero no tenía en mente abrirle la puerta. Me estaba volviendo tan chiflado que pensaba que Eva seguiría el rastro de mi madre como el cazador lo hace con su presa. En cuanto atravesó el umbral yo limpié toda la casa a conciencia, fregué los suelos como jamás lo había hecho, rocié el pequeño piso con mi colonia tratando de disimular su presencia. Como si pudiésemos escapar de ella. Yo era un soñador, me creía el héroe de esas novelas que vencían cualquier peligro. Pero esto era la vida real a pesar de que en ocasiones se me antojase navegar en un sueño.
Asistí al primer examen como un sonámbulo. Al llegar a las puertas de la facultad, Jaime me esperaba sentado en las escaleras. Sonrió al verme y me pareció que había envejecido en las semanas que había permanecido enclaustrado entre cuatro paredes. Sé que se alegraba de verme, lo aprecié en el brillo de sus ojos. Me dio un fuerte abrazo, que duró casi un minuto. Algunos nos miraron, imaginando algo más que una amistad que no se debería romper por nada. Entramos en la facultad en silencio. El olor a comida recién hecha de la cafetería me provocó nauseas. Jaime se sentó frente a mí, observándome en silencio. Se levantó al cabo de un rato y después volvió con un par de coca-colas. Yo no toqué la mía, mi estómago se debatía. Se decidió a romper ese mutismo incómodo.
—Sé que estuviste allí —dijo, con voz ronca. Las palabras se le atragantaron y dio un pequeño sorbo a su bebida—. La noche en que murió Teresa.
No dije nada. Observé a mi amigo callado, deshaciendo en minúsculos pedacitos una servilleta.
—Teresa era una niña muy vivaracha, ¿no es cierto? Era especial —continuó mi amigo, esbozando una sonrisa melancólica. Y llena de dolor—. Tú la adorabas casi tanto como yo, así que te entiendo. Comprendo que no vinieras al entierro. No te lo tengo en cuenta, Germán. Te he perdonado.
Estuve a punto de echarme a llorar. No merecía que Jaime me dirigiese esas palabras consoladoras. Abrí la boca para decir algo, pero me contuve.
—No fue culpa tuya, Germán. —Clavó su mirada en la mía. Una sombra de dolor cruzó su rostro—. No fue culpa de nadie. Las cosas son así. Teresa estaba muy enferma, no había nada que hacer...
Me mordí la lengua hasta notar el sabor herrumbroso de la sangre en la boca. ¿Que no era culpa de nadie? ¡Ella la había matado! Todavía no sabía muy bien cómo ni por qué pero lo había hecho. ¡Y lo más probable era que también hubiese acabado con Mónica! Me revolví en el asiento. Yo era cómplice de la persona que había asesinado a su pequeña hermana y a su admirada profesora.
—Germán, ¿qué ocurre? Puedes contármelo. Somos amigos... —Jaime alargó un brazo y me rozó la mano. Yo retiré rápidamente la mía. No podía soportar su contacto. Los remordimientos roían mi corazón como insectos hambrientos.
—¿Y Eva? —pregunté súbitamente.
Jaime titubeó. Desvió la vista. Se humedeció los labios. Parecía nervioso y me pregunté si en realidad sospechaba algo. Deseé que así fuera.
—Asistió al entierro. Lo cierto es que se portó muy bien, estuvo apoyándome en todo momento pero...
Hice un gesto instándole a que continuara. Él apuró lo que quedaba de la coca-cola antes de proseguir.
—Lo hemos dejado, Germán.
—¿Por qué? —acerté a preguntar. Se me había quedado la garganta seca, así que abrí la lata del refresco y di un largo sorbo. El sabor dulzón de la coca-cola llenó mi boca y mi estómago enfermo se quejó.
—Ella no se merece cargar con tanto dolor. Yo no puedo ofrecerle ahora lo que se merece —concluyó mi amigo, encogiéndose de hombros.
De nuevo reinó el silencio entre nosotros. ¡Maldita sea! ¿Que ella no merecía tanto dolor? ¿La mujer que iba propagando la miseria allá por dónde caminaba? Sentí crecer la furia en mi interior y un grito de rabia pugnó por salir desde muy dentro. Me conformé con continuar rompiendo las servilletas. No dije nada más. Habría podido acudir a la policía, contarles lo que había ocurrido en esa habitación de hospital mas algo me retenía. ¿El influjo de Eva? ¿Era de verdad una bruja? ¿Mataba jóvenes y niñas como sacrificios para sus orgías y rituales? De todos modos, hoy sé que la policía no habría ayudado en nada. Que no la habrían detenido. Que nada podría contenerla.
Jaime echó una ojeada al reloj y se levantó. Le miré ensimismado. Él hizo un gesto con la mano, animándome a que me incorporase.
—Venga, en diez minutos empieza el examen —me recordó—. ¿Cómo lo llevas?
Me encogí de hombros. No lo llevaba. No había estudiado nada. Había acudido simplemente por hacer algo, por salir de casa. Porque en el fondo necesitaba verle y escuchar su voz.
—Yo tampoco lo llevo muy bien —reconoció con un suspiro de resignación—. Desde que... no he podido estudiar mucho. No me concentro. Pero creo que algo podré hacer, esta asignatura no es muy difícil. El profesor me dijo que si no me sentía con ánimos me lo aplazaría. Pero no quise, Germán. No quiero que sientan lástima por mí.
Esas palabras me llevaron de vuelta a la noche de la muerte de Teresa. Al momento en el que me preguntó si sentía compasión por ella. Al mirar bien a Jaime me di cuenta de lo mucho que se parecían, física y psicológicamente.
—Teresa era una niña muy fuerte. Luchó mucho. Por eso yo no sentí lástima. Ella no quería que nos apiadáramos de su enfermedad. Le tocó y lo sobrellevó todo lo bien que pudo.
Llegamos al aula. Unos cuantos compañeros ya se encontraban dentro; algunos repasando los apuntes; otros cuchicheando entre ellos, preguntándose qué saldría en el examen. Antes de entrar, Jaime me agarró del hombro y me volvió hacia él para que lo mirase.
—Tampoco sientas lástima por mí, Germán —me dijo en un susurro quedo—. Lo superaré.
Asentí con la cabeza. Sí, tal vez él lo superara. Era algo de lo que estaba seguro pues no conocía a persona más luchadora que mi amigo. Sin embargo, no estaba tan seguro de lograrlo yo.
El examen no fue tan difícil como yo esperaba e incluso salí de la clase un tanto esperanzado. Fuera me esperaba Jaime, con una gran sonrisa en sus labios. Me reconfortó.
—No ha ido tan mal, ¿no?
—La verdad es que no.
—¿Y si vamos a tomar unas cervecitas? Para celebrarlo —propuso, encogiéndose de hombros.
Dudé unos instantes. Me parecía mal ir a divertirnos cuando tan sólo habían pasado unas semanas desde la muerte de su hermana, pero si a él no se lo parecía, entonces yo no era quién para reprochárselo. Y en cierto modo nos vendría bien distraernos un poco. Mitigar el dolor con unas cañitas. Como en los viejos tiempos. Era lo que más deseaba, olvidar. Imaginar que Eva no había aparecido nunca en nuestras vidas, que simplemente había sido un mal sueño. Una pesadilla.
Salimos de la facultad y nos encaminamos a uno de los muchos bares que poblaban los alrededores del campus. Esos en los que un quinto y una cañita te salen por unos dos euros. Nos metimos en el primero que encontramos. Allí ya se encontraban unos cuantos compañeros de clase celebrando el primer examen. Nos sentamos con ellos y char— lamos y reímos. Fumamos. Nos tomamos más de una cerveza. La tarde nos abandonó y la noche nos acompañó, bebiendo de nuestra alegría. A medianoche acompañé a mi amigo a casa. Nos miramos y nos echamos a reír, bajo la escasa luz de la farola. Escuchar su risa fue un bálsamo entre tanto dolor y miedo. Me estrechó otra vez entre sus brazos, durante un buen rato.
—Ha sido guay, Germán —dijo, sacando las llaves del bolsillo.
—Sí, lo ha sido. Yo...
Jaime me interrumpió alzando un dedo. Lo meneó ante mis ojos. Comprendí. No quería disculpas en ese momento. Se habría estropeado el día estupendo que la divinidad juguetona nos había concedido. Nos despedimos con otro abrazo. Nada más llegar a casa me acosté y caí en un profundo sueño. No me desperté bañado en sudor. No hubo pesadillas. Ni olor a lirios. No aparecieron en mis alucinaciones ojos grises ni cabellos escarlata que refulgían como llamas.
Esa noche no pensé en una Eva despiadada y sanguinaria. Mis sueños sólo los ocuparon imágenes de Jaime y mías jugando en el río cuando éramos pequeños.
6
Durante la época de exámenes no hubo ni rastro de Eva. De mi cuerpo se adueñó una leve sensación de esperanza. Aun así, me sentí mal. Muy mal. Después de todo lo que había sucedido, mi cuerpo todavía ansiaba verla. Acariciar los rizos de su pelo. Besar esos labios que parecían prometerme locuras. Me miraba al espejo cada mañana y pensaba que era el hombre más mísero del mundo. Porque en realidad amaba a esa mujer, a la que me había acompañado en mi descenso a los infiernos. Yo, un Alejandro Magno que no supo controlar sus deseos, un Ícaro que había conocido la luz del sol y después había caído envuelto en mariposas llameantes.
Llegó el verano. Jaime recuperó el peso que había perdido tras la muerte de su hermana y también el color en el rostro. Acordamos irnos de vacaciones a su pueblo, como cada año. Y fue allí donde me topé con Verónica. Hoy creo que somos marionetas manejadas por los dedos de un dios tiránico que cuando llega el momento nos abandona. Porque de mí renegó hace años...
Verónica era una chica preciosa, de ojos azules, tez pálida y cabello rubio hasta la cintura. La conocí en una de las verbenas del pueblo. Bebimos unos cuantos cubatas, bailamos y sucedió. La misma noche en que se presentó nos enrollamos. Y pensé que tal vez sería bueno salir con ella. Mi amigo se alegró muchísimo por mí, creía que esa chica me traería de nuevo felicidad, que volvería a ser el Germán de antaño. A la semana yo ya salía con ella. Era la primera de julio. El sol nos quemaba la piel; por las noches la brisa mecía nuestras conciencias. Pasamos todo el mes juntos los tres. Parecía que la conocíamos ya de toda la vida. Me alegró demasiado que Verónica se llevase tan bien con Jaime. Y ella sí me aportaba la paz de la que me habló mi amigo cuando salía con Eva. Esa calma que yo había deseado durante las largas noches en las que hacía el amor con Eva y luego sentía el sabor amargo de la sangre en mis entrañas.
Creo que llegué a querer a Verónica. Tal vez no sentía un apasionado enamoramiento pero con estar junto a ella tenía bastante. Porque no existía el miedo ni la culpa. Porque sabía que Verónica jamás mataría a nadie. Y me abandoné a esos sentimientos. Seguramente fue esa paz interior en mí lo que la cabreó. Lo que enfureció terriblemente a Eva. A pesar de todo, su sombra seguía todos mis pasos. Su mirada cenicienta controlaba mi hado. Me había escogido a mí y no iba a escapar tan fácilmente de su telaraña, tejida de un modo perfecto.
Y volvió a ocurrir. Retornaron los atardeceres con aroma a lirios en la primavera. Yo olisqueaba disimuladamente a Verónica, engañándome con que era ella la que olía de ese modo. Cuando hacíamos el amor en la playa me parecía que Eva surgía de las aguas, envuelta toda ella en llamas, haciéndome pagar el atrevimiento, la traición. Porque yo era suyo, eso estaba bien claro. Y puede que alguna vez pronunciase su nombre mientras me arrullaba en el orgasmo. Pero Verónica no decía nada, y si alguna vez pensó algo extraño calló. Fui demasiado agraciado en cuanto a las personas que tuve a mi lado porque ninguna me reprochó nada. Ni Jaime. Ni Verónica. Ni mis padres. A pesar de que yo desprendía un tufo a apostasía que habría echado al suelo a cualquiera.
El terror regresó a mis intestinos una noche de agosto. Jaime y yo ya habíamos regresado a la ciudad. Llamaron al timbre y fui a abrir, medio dormido y en pijama. Verónica me ofreció una tierna sonrisa que encogió mi corazón. La hice pasar, sin entender a qué venía.
—¿No lo recuerdas, Germán? —me preguntó, con las manos a la espalda y sonriendo tímidamente—. Hoy hace un mes que nos conocimos.
—Oh, lo siento, es que no soy muy bueno recordando fechas... —me disculpé. La acompañé hasta el sofá y nos sentamos. Vi que en las manos llevaba una pequeña bolsa.
—Te he traído un regalo —dijo, muy emocionada. Era una chica que disfrutaba ofreciendo detalles a los demás, observando sus caras mientras rompían el envoltorio—. Es una chorrada pero sé que te va a gustar mucho.
Me tendió la bolsa. Esbocé una mueca nerviosa y la cogí. Era un libro, de eso estaba seguro porque lo podía notar al tacto. Desgarré el papel y el libro se me cayó al suelo. Verónica lo tomó como que me había quedado sorprendido.
—No me he equivocado, ¿verdad? —lo recogió del suelo y lo puso entre mis manos.
—¿Cómo... cómo sabes que...? —pregunté. El título de la novela se tornó borroso ante mis ojos: Rayuela.
Verónica me miró con ojos pillos y me dio un beso en la mejilla antes de hablar.
—Bueno, hablé con una amiga tuya. En realidad fue ella la que se puso en contacto conmigo. Me dijo que antes erais muy buenos amigos pero que habíais pasado una mala racha y ahora no os hablabais, aunque se había enterado por Jaime de que tenías novia. Quería felicitarnos pero no se atrevía a decírtelo a ti —me explicó, sin borrar la gran sonrisa de su cara. Yo comenzaba a marearme—. Estuvimos enviándonos correos durante más de dos horas. Entonces le dije que dentro de poco hacíamos un mes y que quería comprarte algo pero no sabía muy bien el qué. Ya sabes..., tú no me cuentas muchas cosas sobre tus gustos. Pero bueno, no pasa nada. Me dijo que era uno de tus libros preferidos.
Me llevé una mano a la cabeza. Las sienes me palpitaban violentamente. La comida me subió hasta la garganta pero conseguí controlar el vómito. Verónica me agarró del brazo y me atrajo hacia ella.
—¿He hecho algo mal? —preguntó, un poco preocupada—. ¿No te gusta?
—Esa... esa chica... ¿cómo se llama? —bien sabía yo cuál era su maldito nombre.
—Eva —contestó Verónica, confundida.
Inspiré profundamente. ¿Qué coño pretendía aquella zorra? ¿Es que acaso no podía dejarme en paz? ¡Era ella la que había desaparecido de repente! ¡La que me había abandonado en esta desgracia! La que ni siquiera se había disculpado por aquel crimen atroz. Yo había sido su cómplice y ni me otorgó un agradecimiento... Me levanté de un salto del sofá, dando vueltas en el salón como una fiera enjaulada. Verónica se retorcía las manos nerviosa pero sin decir ni mu. Me acerqué a ella furioso, apresándola de los hombros con violencia.
—¡NO QUIERO QUE VUELVAS A HABLAR CON ELLA! —le grité a la cara, salpicándola con mi saliva—. ¿Me has entendido? ¡NO TE ACERQUES A ELLA!
Verónica me miró con los ojos vidriosos, la boca abierta en una exclamación. Luego bajó la cabeza y se echó a llorar. Me arrepentí en ese mismo instante de haberla tratado así. Me había dejado llevar por la ira. La acuné entre mis brazos y le susurré al oído que se calmase, que me perdonara.
—Lo siento... Lo siento, Vero. Perdóname. He sido un gilipollas...
Se calmó un poco y asintió, limpiándose los churretones de los ojos con los dedos.
—No pensé que hiciera ningún mal hablando con ella... —murmuró, como si fuese ella la culpable.
—¡No! No es por ti —me apresuré a contestar. Le acaricié la mejilla con dulzura, mirándola a los ojos—. Es ella... Eva no está muy bien.
—¿A qué te refieres? —preguntó, revolviéndose en el sofá.
—Es muy largo de contar. Simplemente si ella te envía algún correo no contestes.
—No lo entiendo muy bien. ¿Acaso es peligrosa?
—¡Sí! ¡Exacto! —exclamé. Si conseguía asustar lo suficiente a Verónica, tal vez se alejase de Eva y no ocurriría nada malo.
—De acuerdo. Lo siento, no volveré a hablar con ella —me prometió.
Minutos después nos acostamos juntos. Le brindé todo el amor que pude pero en mi cabeza rondaba la imagen de Eva desnuda. El cabello de Verónica se me antojó carmesí. Sus ojos azules en ocasiones se volvían grises. Creí volverme loco. Al acabar, Verónica aceptó quedarse a pasar la noche en mi casa. Al fin y al cabo era muy tarde para que volviese al pueblo. Mientras ella dormía plácidamente, yo continué pensando en Eva. Dónde se encontraría ahora, por qué cojones había vuelto. Jamás me iba a dejar en paz. Estaba loca, oh sí, muy loca. Y aun así, la amaba.
¿Saben ustedes esa sensación al subir a una montaña rusa? Pagas el ticket ilusionado, con la emoción embargando tu cuerpo. Charlas con tus amigos intentando disimular el nerviosismo. Llega en ese momento el vagón en el que debes subir. Apoyas un pie, luego el otro. Te sientas soltando risitas. A tu lado se sitúa algún amigo, o tal vez un desconocido. Lo único que notas es la adrenalina mordisqueando tus sentidos. Y entonces se pone en marcha la atracción. El vagón sube poco a poco la pendiente que desde abajo parece interminable y todavía lo parece más cuando estás subido. Las manos te comienzan a sudar y dejas el agarradero empapado de un líquido frío y pegajoso. Te asomas y observas a las personas allá abajo, tan minúsculas, unas simples hormiguitas. Te preguntas si hay alguien en ese cielo luminoso que te observa a ti de ese modo. Y entonces el carruaje se detiene y comprendes que estás en la cima. ¡El rey del mundo, colega! Los otros ocupantes de la atracción dan palmadas, gritos de júbilo. Pero tú no, porque piensas en cosas horribles, en esas cosas que has leído en las noticias: una atracción que se desmontó y cuyos ocupantes salieron volando, y se mataron despachurrándose en el suelo como cerezas maduras que caen de los árboles.
Pasan tantas cosas por la cabeza cuando crees que tu vida se va a acabar de un momento a otro, que desaparecerás de este mundo y que en el fondo, nadie más allá de tu familia y amigos te recordará. Porque no eres nadie, tan sólo una persona más que nació en el lugar equivocado.
Y mientras piensas en todo ello el vagón se inclina y sabes que va a descender. A deslizarse hacia abajo vertiginosamente, sin ofrecerte ni un segundo de control. No, tú aquí no controlas nada, te creías el amo y señor del mundo hace sólo unos segundos y ahora no puedes pensar en otra cosa que en el jodido amigo que te convenció para subir en esta puta atracción. Sí, el vagón inclina su morro. Sólo puedes observar el firmamento que tienes delante de ti. ¿Y si sales despedido y...? No te da tiempo a más porque las vías aparecen en ese instante. Escuchas los gritos de los demás, delante de ti unos cuantos atrevidos alzan sus manos sin sujetarse a la barra. Pero tú no puedes. Quisieras ser como ellos, un forajido. Sin embargo, el corazón se te contrae y sientes unas cosquillitas desagradables en el estómago. Y sale el grito de tu garganta, un grito que te convierte en una nena de esas que también están soltando chillidos más atrás, pero te da igual. No te importa porque lo has contemplado todo, porque sabes que si la montaña rusa fallase acabarías contra el suelo, sirviéndole de pasto a los gusanos.
Al cabo de unos minutos horrorosos el vagón se detiene. Tus amigos salen de él, chocando las palmas y comentando lo guay que es la atracción. No para ti. No para ti que has descubierto que es tan sólo una metáfora irónica; pues sí, este es el tópico de la vida como una montaña rusa que no cesa jamás, como un vagón que no se detiene por muchos obstáculos que encuentre en su camino. Así es tu vida aunque no quieras darte cuenta, sí: adrenalina primero, nervios después, reconocimiento luego, y por último, terror. Sí, terror, mucho terror, el terror de la comprensión.
Y así era ahora la mía. El pasaje del terror, una atracción de la que no me podía bajar, que iba dando vueltas y más vueltas, provocándome espasmos en el estómago, produciéndome mareos y nauseas cada vez que giraba.
¿Saben ustedes esa sensación de...?
Sí, sí, seguro que lo saben. Seguro que han abrazado a sus mujeres, a sus hijos, a sus amantes, a sus padres durante noches, y en el silencio grotesco han divagado sobre lo que faltaría para que les llegase la muerte. Y el estómago se les encogía como en esa montaña rusa pues podría ser mañana, pasado, al mes siguiente o quizá unos años después. O en ese momento. Quién sabe. Si tuviésemos la suerte de elegir cuándo morir, ¿seríamos en realidad felices? Pero, si en el fondo supiésemos que aun así nuestro destino es ese... Como en aquella novela de Saramago, Las intermitencias de la muerte, en la que la Parca se cansaba de su papel y por un tiempo dejaba su trabajo. Y luego volvía, y enviaba cartas, regalando a sus víctimas la posibilidad de despedirse. Imagínense que un día les llega una carta, «Disculpe, pero usted va a morir pasado mañana. Le ruego que se ponga en contacto con su familia, que haga todo lo que deseó durante su vida y no lo cumplió». Se volverían locos porque sabrían que la Muerte está ahí, en cada esquina, acechándoles como un gato negro. A veces es mejor no saber, mantener los ojos ciegos y los oídos sordos.
Yo no pude. Yo supe. Yo vi. Me obligué a creer. Y participé. ¿Qué habrían hecho ustedes? Yo... me arrepiento cada segundo de ello. Sin embargo, no puedo arrepentirme de amarla. Dicen que en el amor y la guerra todo sirve...
Espero que ustedes me perdonen. Que no se escandalicen ante el horror de estas palabras. Que intenten comprender, que se pongan en mi lugar. Apenas tengo cincuenta años pero me siento como un anciano de ochenta. Si pudiese vivir... y morir, sí, por Dios, y morir en paz, con el perdón de todos aquellos a los que condené conmigo... Entonces, entonces podría pensar que hay alguna especie de justicia divina.
7
El verano tocaba a su fin. Se acercaba septiembre y con él el nuevo curso. Sin noticias ni rastro de Eva desde aquel incidente con Verónica. Y, sin embargo, el terror continuaba abrazándome, bailando conmigo en cada vals. Un año, sólo un año más. Acabar la carrera y largarme de aquí, llevar a Verónica conmigo y escapar de las garras de Eva.
Me habían quedado dos asignaturas pero las pensaba recuperar. Así tendría una oportunidad de rehacer mi vida. Verónica y yo cada vez estábamos más unidos, más... ¿fe— lices? ¿Podía llamar a lo que yo notaba en mi interior felicidad? No estoy seguro del todo, pero al menos sí había días en los que la inquietud dejaba de carcomerme. Tardes de domingo en las que íbamos al cine y no recordaba quién era yo. Noches en que el silencio y las tinieblas no me atemorizaban.
Desde ese año creo que las personas no deberíamos aferrarnos al sentimiento de la tranquilidad. No, porque siempre habrá algo que nos conmocione; una piedrecita en el sendero que nos haga tropezar; una esquirla que se clave en nuestra piel y nos haga sangrar; una luz que nos ciegue y caigamos en el abismo. Puede que tras la tempestad sobrevenga la calma pero siempre habrá tormentas que derriben nuestro barco, que nos conviertan en náufragos cuando antes éramos capitanes. Por eso no me permito un solo día en el que la alegría inunde mi cuerpo cansado. Un cuerpo casi polvoriento. No quiero alimentar su sed de sangre con mi felicidad. Y si sufro, ella no se acerca.
Verónica me visitaba los fines de semana y yo... Mierda, sí, yo me acercaba a un estado cercano a la seguridad. Y Eva se encolerizó. Porque no era justo que ella viviese en un martirio y yo gozase.
El primer día de clase me pareció verla a lo lejos, en reprografía, comprando unos dosieres. Se lo comenté a Jaime pero él negó con la cabeza.
—Creo que Eva se mudó de ciudad, con sus padres —contestó, tocándose la barbilla—. Me llamó un día de agosto. Charlamos un rato y me preguntó por ti. Le dije que estabas bien, saliendo con una chica. No hablamos sobre mucho más.
Así que era cierto que Jaime le había contado que yo tenía novia. Me calmé, porque eso quería decir que no me espiaba, que los pasos ahogados que escuchaba en ocasiones por la calle eran sólo alucinaciones mías. Qué equivocado, qué tonto... Y qué lista ella. Cómo sabía manejarnos a todos con sus hilos de titiritera.
Pero comencé a sentirme de nuevo extraño, expectante. Porque aunque Jaime asegurase que Eva ya no vivía en la ciudad yo la notaba pegada a mi cuerpo, como una segunda piel. Al pasear por la plaza de la Virgen con Verónica creía verla en la fuente de Neptuno, jugando con las aguas cual ninfa cruel. Si salíamos de marcha por el barrio del Carmen me parecía que todas las mujeres que se movían de un modo libidinoso al compás de la música eran ella. Todos los perfumes olían de la misma manera, todos a lirios frescos. Debería haber cortado con Verónica pero fui un egoísta. No quería quedarme solo. La mansedumbre de mi novia era lo único que podía aplacar la congoja que atenazaba mi espíritu.
Una tarde creí perder el juicio. El poco seso que me quedaba. Verónica y yo habíamos quedado para tomar algo. Me di cuenta desde lejos que estaba acompañada por alguien que me daba la espalda. Y un destello rojo empapó mis retinas. Los pies se me quedaron anclados al suelo. Quise correr hacia allí, agarrar del brazo a la mujer que estaba con mi novia y echarla. De allí y de mi vida. Cerré los ojos unos segundos para tranquilizarme y cuando los abrí y volví a mirar mi novia estaba sola. Me había visto y me saludaba eufórica con la mano. Al llegar a la terracita me senté sin pronunciar una sola palabra. Estaba sudando. Si hablaba insultaría a Verónica y era lo último que debía hacer.
—¿Te encuentras mal, Germán? —me preguntó mi novia, poniéndome la mano en la frente al darse cuenta de lo mucho que sudaba.
—No... —Entonces estallé. Me levanté derribando la silla y comencé a gritar como un loco—. ¡HAS ESTADO CON ELLA, TE DIJE QUE NO LO HICIESES! ¡LAS MUJERES SOIS TODAS IGUALES, HACIENDO CASO OMISO A LO QUE OS DECIMOS!
Unas cuantas personas desviaron su atención hacia nosotros y se pusieron a cuchichear. Debía calmarme, parar de ofrecer ese espectáculo o me tomarían por un maltratador y llamarían a la poli. Le hice un gesto a Verónica para que se levantase, la cual me miraba encogida en su asiento, asustada. Obedeció y nos marchamos de allí. Ya en un parque conseguí tranquilizarme. Verónica no hablaba y era la primera vez que me pareció ver por su rostro una sombra de espanto y de vergüenza. De enfado, tal vez.
—Has quedado con ella, ¿verdad? —le pregunté, en voz baja.
Verónica no se dignó a contestar. Seguía con la mirada fija en el horizonte, sin observar nada. Sabía que le había dolido que le hablase así en público, que la gritase. Me arrimé a ella y la tomé con suavidad entre mis brazos.
—Te quiero, Vero —susurré a su oído. Ella se estremeció bajo mis músculos—. Y por eso no soportaría que te hiciesen daño.
—¿De verdad me quieres, Germán? —Se giró hacia mí y comprobé que estaba a punto de llorar de rabia. Se retorcía las puntas de su vestido blanco—. ¿Me quieres a mí o a ella?
Su pregunta se abalanzó sobre mí como una estampida y se estrelló en mi alma. Me aparté, mordiéndome los labios.
—¿A quién te refieres?
—Lo sabes, Germán —murmuró Verónica, cogiendo mi barbilla y obligándome a que la mirase—. ¿Amas a Eva?
—¡No! —solté sin pensarlo, pero no debió de sonar muy seguro porque los ojos de Verónica se llenaron todavía más de lágrimas.
—Mientes —pronunció entre dientes—. Me he callado hasta ahora, Germán, pero ya es suficiente. He aguanta— do demasiado. En ocasiones, al hacer el amor, murmurabas entrecortadamente su nombre. Al mirarme, la dibujabas a ella. ¡Y ahora me gritas en medio de toda una multitud si estaba con Eva! ¿Acaso estás tan obsesionado que la ves por todas partes?
—¡Sí! —exclamé. Los dos nos quedamos callados, mirándonos, alimentándonos de la rabia y tristeza de nuestras pupilas—. Pero no es por lo que piensas. Yo te quiero a ti, no a ella, lo que sucede es que... ¡Maldita sea, no puedo contártelo! ¡No me creerías!
—Inténtalo.
—Mira, sólo puedo decirte que Eva es cruel... Que no le importa hacer daño, que...
—Mírate, inventando excusas —me interrumpió. Me quedé con la boca abierta—. La culpas a ella porque todavía la amas, porque ha sido el amor de tu vida.
—¡No! Vero, tienes que hacerme caso... —La miré suplicante. No pude aguantar más—. Vale, puede, puede que todavía sienta algo. ¡Pero no quiero sentirlo! Es como si Eva me hubiese lanzado alguna especie de hechizo... Es una obsesión enfermiza... Ella... me da miedo pero a la vez noto como si la perteneciese.
—Y si volviese a ti no dudarías —acabó Verónica por mí.
Negué con la cabeza. Ella se levantó del banco, dispuesta a marcharse. La agarré de la muñeca y la atraje hacia mí, tratando de besarla pero se revolvió. Me dio un pequeño empujón y se apartó. Ahora sí lloraba. Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.
—¡No puedo ayudarte, Germán! —gritó, llevándose las manos a la cabeza.
Yo me preguntaba cómo habíamos llegado a eso, si había estado tan ciego como para no darme cuenta de que Verónica sufría a causa de mi perdición. Si yo pensaba que ella era feliz conmigo. Si creía que había conseguido hacer desaparecer a Eva al menos cuando estaba con Verónica...
—Vero, no puedes dejarme...
—Claro que puedo, y es lo mejor —zanjó la discusión secándose las lágrimas. Cogió su bolsito del banco y se dio la vuelta, dispuesta a marcharse. Antes de hacerlo, de espaldas a mí, me dijo—: No estaba con ella, Germán. Yo sí te hice caso. Lo hice por ti.
Me quedé allí de pie, escuchando el crujir de las ramas bajo sus tacones. Ah, el destino. Ese era el mío, permanecer solo en la oscuridad. Al fin y al cabo, nacemos, vivimos y morimos en soledad aunque nos miren cientos de ojos.
Y si el destino se hubiese conformado conmigo no me importaría. No fue así. Aunque no sé si debería hablar del destino o de Eva.
La soledad en la que me había quedado tras la ruptura con Verónica fue el chasquido de dedos que provocó los horribles acontecimientos que sucedieron después. Si no hubiese sido un joven estúpido no habría vuelto a mantener contacto con la que había sido mi chica y todo habría marchado bien. Pero Eva no podía permitir que yo regalase mi amor a otra mujer.
Telefoneé muchas veces a Verónica, rogándole una segunda oportunidad. No quiso concedérmela. Hacía bien. Yo no. Salí una noche, solo, como acostumbraba durante las últimas semanas. Bebí, bebí más de la cuenta. Salí a trompicones del pub y caminé haciendo círculos, con la textura amarga de la bilis en la lengua. Entonces la vi. A mi Verónica. Se estaba despidiendo de unas amigas. Las otras se dirigieron a la calle Colón y ella se encaminó por unos callejones más oscuros, seguramente a buscar su coche. La seguí a una distancia prudente, procurando hacer el menor ruido posible, algo difícil en mi estado. Todo sucedió demasiado deprisa. Una sombra surgió de una esquina, empujándola contra la pared. Verónica soltó un grito de alarma. Miré a mi alrededor pero no vi a nadie a quien pedir ayuda. No sé muy bien por qué, pero me escondí. Y observé. Un hombre de unos cuarenta años forcejeaba con ella. La arrancó el bolso y rebuscó en su interior.
—¡Quédese lo que quiera pero por favor, no me haga daño! —oí exclamar a Verónica.
Llegué a la conclusión de que todo era un sueño, de que en mi borrachera había perdido la conciencia y estaba tirado en algún maloliente callejón visionando todo aquello.
El hombre había comenzado a besuquearla por el cuello y a meter su mano entre los pliegues de la falda. Ella se revolvía, intentando zafarse de la violencia de aquel violador. La tiró contra el suelo y Verónica se golpeó en la cabeza. Sus ojos se quedaron en blanco.
Fue entonces cuando la vi. A Eva. En la otra punta del callejón, observando cómo se disponían a violar a la mujer que podría haber salvado mi vida. Mirando con una sonrisa macabra en el rostro. Dibujando extraños símbolos en el aire. Impregnándolo todo con ese olor a lirios. Y joder, a algo más, a algo nauseabundo.
—¡Maldita zorra! —escuché al hombre gritar.
Verónica había mordido al tipo en una mano. Este la golpeó en la cara, tirándola de nuevo al suelo. Le subió la falda y le arrancó las bragas. Ella soltó un grito de vergüenza y terror. Y entonces la penetró. Me escuché jadear como un cerdo. Cerré los ojos y noté una erección en mis pantalones. Al abrirlos vi la cara de Verónica debajo de mí, medio inconsciente. ¿Era yo el que la estaba violando y maltratándola? Mi mente lo observaba todo pero mi cuerpo no respondía a las señales de alarma. Continué despojándola de toda dignidad, follándola como un animal en celo. Una mano helada se apoyó en mi hombro y el aire me susurró:
—Tú no temes a la muerte, Germán, le das la mano y caminas con ella.
Solté un grito. Ya no estaba encima de Verónica, tan sólo había sido un delirio. Pero no lo era la escena violenta que estaba sucediendo en aquel callejón.
—¡Eh, cabrón! —grité, saliendo de mi escondite.
El hombre se abrochó los pantalones. Algo brilló en su mano. Me temí lo peor. Corrí hacia él, el cual salió despedido, pasando de largo ante Eva, como si no hubiese notado su presencia. Me arrodillé ante Verónica, incorporándola con ternura y sollozando. Y descubrí que lo que aquel tipo llevaba en la mano era una navaja. Mi antigua novia intentó fijar en mí una mirada vidriosa pero no lo consiguió. Me pregunté lo que estaría viendo en ese momento y dijo, como si me hubiese leído el pensamiento:
—Es bella. Pero me da miedo, Germán.
Observé el tajo de su cuello. Verónica se estremeció bajo mi abrazo. Me acarició el rostro. ¿Me estaba perdonando?
Lloré sobre su cuerpo cuando murió. La mecí como a una niña pequeña. Recordé que Eva estaba allí. Al girarme no había nadie, sin embargo, el olor a lirios me inundó. Me levanté, furioso y aterrorizado. Aullé a la noche como el lobo blanco del invierno, descargando todo mi dolor.
—¿QUIÉN ERES? ¿QUÉ ME HAS HECHO? ¿QUÉ COÑO QUIERES DE MÍ? ¡QUIÉN COJONES ERES!
Corrí hacia un lado y hacia otro del callejón. Volví a sostener a Verónica entre mis brazos.
—Quién eres, por qué no me dejas en paz... —sollocé, sentándome en el suelo, al lado de Verónica.
Mis gritos alertaron a un par de personas. Ni siquiera me di cuenta cuando me cogieron de las axilas y me levantaron. La ambulancia y la policía acudieron poco después. Me llevaron al hospital y me dieron unas cuantas pastillas para tranquilizarme. Esa noche la pasé en La Fe. Al día siguiente acudí a comisaría, dispuesto a testificar. Por supuesto, no les conté que había estado presente en el homicidio. Ni que había creído ser yo el que estaba violando a Verónica. Tampoco les dije que aparte del hombre aquel había alguien más en el callejón. Una mujer. Una joven con el cabello rizado y rojo como la sangre que había derramado la herida abierta de Verónica.
Alguien de quien no podía esconderme. Un ser que me arrebataba lo que quería prometiéndome el placer mezclado con dolor.
8
Las pastillas...
Sí, me atiborraba a pastillas. Mutabase, Diazepan, Orfidal, Trankimazin, Lexatin, Duna..., pastillitas de todos los colores: naranja, azul, blanco, gris... Un arcoíris que brillaba ante mis ojos. Y caía en sueños tan profundos que ni la muerte se podía comparar.
Pero ella siempre estaba ahí. ¡Maldita sea! Se metía en mis sueños, como una moderna Freddy Krueger. No llevaba el guante de jardinero con las cuchillas pero daba igual. Su presencia era lo suficientemente aterradora como para que no le hiciese falta. Pienso que incluso en sueños podría haber acabado conmigo.
Se paseaba desnuda en la oscuridad. Cantaba, continuamente cantaba... All around me are familiar faces...
Y yo anhelaba morir. Olvidar todo. Mantener al margen a mi familia, a mi amigo. Quitarles de encima la maldición que se me había impuesto. Pero no, no moría. A pesar de tomarme frascos enteros de medicamentos, de mezclarlos. Me levantaba como si hubiese pasado la noche bebiendo, con una horrible resaca. Un dolor martilleante que comenzaba en las sienes y avanzaba por las extremidades. Un vacío en el estómago que me provocaba arcadas, vómitos de los que lo único que salía era bilis y sangre. Me estaba destrozando por dentro y, sin embargo, aquí seguía. Me observaba en el espejo, taciturno. Las violáceas ojeras que me llegaban casi hasta las mejillas. Los pómulos hundidos. Los labios blancos, en ocasiones amoratados. Pero lo peor era que yo no reconocía esa imagen que me devolvía el espejo. Como si Eva me estuviese convirtiendo en lo que en realidad era ella. Alimentándose de mí, llenándose ella de vida y transfiriéndome desdicha y muerte.
Sí, ella aparecía en mis sueños radiante, fresca como las doncellas vírgenes. Entrelazaba sus manos con las mías y me hacía caminar y caminar... No había fin. Sólo pasos y más pasos. Y yo lloraba, porque quería parar a pesar de no sentirme cansado. Y cuando por fin llegábamos a algún sitio, volvía a encontrarme con aquel árbol repleto de manzanas. Eva cogía un par y me obligaba a comérmelas. Luego otro par. Y otro. El árbol nunca cesaba de producir frutos. Y cada vez que daba un mordisco a una de ellas, alguna parte de mi cuerpo comenzaba a sangrar. Eva lamía las heridas, mirándome con esos ojos grises que en ocasiones asemejaban ser encarnados. Come, Germán, come. Llénate de vida. Cólmate de conocimiento. Como yo..., como yo. Y en esas pesadillas yo quería decirle que se alejase de mí, que me dejase en paz, que quién era y por qué me había elegido a mí para todo esto. Por qué, por qué yo. Un joven normal, un tanto fiestero, ligón; un estudiante de Filología Hispánica que no se acercaba a los entierros porque le ponían nervioso y le recordaban lo corta que es la vida y lo frágiles que son los humanos. Sí, muy frágiles, Germán. Mira este hilo. Y ese otro. Si quisieras... puedes cortarlos. Pártelos, Germán. Llénate de vida. Cólmate de conocimiento. Si lo deseas, Germán... Tú no serás tan frágil. ¿No odias al violador que acabó con Verónica? Mira, mira este hilo corroído por la suciedad. Busca unas tijeras, Germán... ¿No quisieras verlo muerto?
Y de la nada aparecían unas tijeras ante mis ojos. Las cogía. Las abría y las cerraba, ensimismado. Eva me miraba, pasándose lascivamente la lengua por los labios. Sus palabras estallaban en mi mente. Y me tendía el hilo. Y yo lo cogía, y... y...
Me despertaba en la penumbra de mi habitación. Sudoroso, gritando como un cerdo el día de su san Martín, luego jadeando como un cachorro, con las palabras de Eva resonando en mi mente. Cogía un bote de pastillas, las arrojaba en mi mano, dos, tres, cuatro... Me las tragaba sin ni siquiera un poco de agua. Rozaban mi garganta. Me entraba tos. Pero ya estaba, ya estaba. Prefería dormir aunque la viese en sueños, porque si me despertaba... Me aterrorizaba la idea de que en el despertar de uno de esos sueños la viese encogida en una esquina, con un fino hilo en sus manos...
No, no. No lo he matado. Yo no. No, Germán. ¿Lo has matado? No, no. No corté el hilo, ¿verdad? Me desperté antes. Y además, sólo era un sueño. ¿Y qué? A estas alturas, parece que los sueños se hacen realidad. No. No. Son las pesadillas. Yo no lo he matado. Que no. Que no. Que yo no. Mañana compraré el periódico y... No. Pero no saldrá nada. ¿Cómo voy a matarlo? Con un simple hilo... Y unas tijeras... Qué chorrada. Yo no creo en eso. Me estoy volviendo loco, ya está. Es eso. No soy un asesino. Soy sólo Germán. Todo es culpa de ella. ¡Cómo me gustaría verla muerta! Sí, a ella sí. ¿Seguro? Si ansías verla, acariciar su rostro y darle un beso. No. Mentira. Eso no es cierto. Yo la odio. Estuvo allí, observando, mientras mataban a Verónica. Ya, pero tú también. Tú también miraste, y gozaste encima. ¡No! Yo no quería. Yo... estoy enfermo. Excusas, excusas, Germán, ¿por qué no acabas con esto de una vez...?
Pero la oscuridad se iba acercando como un jinete. El efecto de los somníferos me mecía en suaves olas. Flotaba a la deriva. Y todo comenzaba de nuevo...
—¿Germán?
Entreabrí los ojos legañosos, tratando de descubrir de quién era esa voz. Me topé con mi madre. Me incorporé lentamente, como un autómata. A su lado estaban mi padre y Jaime.
—¿Cómo... cómo habéis entrado? —pregunté con voz pastosa. Me pasé la mano por el pelo. Tenía un dolor de cabeza de mil demonios. Sí, unos diablillos que se divertían tocando los timbales dentro de mi cerebro.
—El conserje tiene una llave de repuesto. Es algo que todo el mundo sabe, Germán —contestó mi padre, con un deje de condescendencia en la voz. Me sentí estúpido.
Me pregunté cuál sería mi aspecto. Recordé que llevaba varios días sin afeitarme y sin ducharme. Por supuesto, apestaría. Ellos me observaban como un bicho en peligro de extinción.
—Debes ir al médico, hijo —dijo mi madre, empujándome con suavidad para que le dejase un sitio en el sofá. Miró a mi padre y a mi amigo, que asintieron con la cabeza—. Germán, estamos muy preocupados por ti. No contestas a nuestras llamadas y cuando lo haces, simplemente murmuras palabras sin sentido. Jaime dice que no pisas la universidad desde hace meses.
—Es una mala racha, mamá —respondí con voz ronca.
—Una muy mala racha —matizó mi padre, que se había sentado en una silla.
Mi madre se inclinó y cogió algo del suelo. Descubrí demasiado tarde que era el frasco de pastillas que me había tomado la noche anterior. Esperé contraído en el sofá sus gritos. No llegaron. Pero fue peor girarme y toparme con sus ojos. Tan tristes, tan asustados, como preguntándose qué había hecho mal conmigo.
—Esto...
—Me las receta el médico, mamá. —Y era cierto, lo que no lo era tanto es que me atiborrase de pastillas sin un control.
—Es decir, que ya has visitado al médico, sin decírnoslo...
—Mamá, necesitaba las pastillas para dormir.
—Y duermes demasiado. ¿No habrás intentado...?
—¡No! —exclamé. Aunque era mentira. Lo había intentado demasiadas veces sin conseguir ningún resultado—. Sólo deseo dormir, mamá, sólo eso.
—Sé que lo de Verónica —mi madre giró la cabeza hacia mi padre y mi amigo. Ambos se miraron incómodos pero ella continuó— ha sido muy duro para ti. Hijo, duele muchísimo perder a alguien que quieres. ¿Recuerdas cuando murió la abuela? Lo mal que lo pasé... Estuve tantos días llorando por las noches al pensar que no la iba a volver a ver más...
Se me formó un nudo en la garganta y los ojos se me llenaron de lágrimas. Yo no quería hablar sobre eso. No quería volver a pensar en Verónica. Cada vez que cerraba los ojos la veía echada en el suelo, como una muñeca, despidiéndose de su vida. Y me acordaba de que yo había estado allí, mirando, sin hacer nada, como un pasmarote. Sí, cuánto duele perder a alguien a quien quieres... Sobre todo si no hiciste nada por evitarlo.
—Hijo... Tienes que intentar superarlo. Hace meses de aquello. Hazlo por nosotros... —Mi madre me pasó una mano por la espalda y me la frotó. Fue uno de los pocos momentos en los que me sentí seguro.
Deseé volver a ser pequeño. Tumbarme en la cama mientras mi madre me arropaba con esa sábana de Buzz Lightyear. Pedirle que me contase un cuento, de esos tan bonitos que se inventaba ella. A veces, historias de terror. Pero aunque me daban miedo y me metía debajo de las sábanas chillando y riendo a la vez, sabía que estaba a salvo, porque mi madre estaba allí. Me protegía. Los monstruos no podían atravesar la puerta del armario ya que mi madre lanzaba conjuros mágicos de protección. ¿Y ahora? Ahora el peor monstruo había roto esa puerta y se había instalado en mi vida. Mi madre no podía ayudarme en nada, más bien al contrario, corría tanto peligro como yo. Quizá tal vez más, mucho más...
—Ya lo hago, mamá. Lo hago. Me recuperaré, estoy seguro —musité, esbozando una sonrisa nerviosa.
—Dinos qué podemos hacer por ti, Germán. Vente al pueblo una temporada —me suplicó ella.
—No puedo, no puedo —negué con la cabeza.
La única solución era alejarme de ellos, hasta que Eva estuviese tranquila, feliz. Hasta que volviese a su letargo.
—Hijo, ¿por qué no? —preguntó mi padre, tamborileando con los dedos encima de la mesa—. Antes te encantaba venir.
—Hacedme caso, por favor, simplemente no puedo. No hagáis más preguntas. Cuando pase todo esto, iré. Volveremos a ser felices de nuevo —les dije.
Se miraron, conversando con las pupilas. Luego mi madre suspiró, y asintió.
—Si lo que quieres es estar una temporada alejado de nosotros, lo aceptamos —murmuró mi madre—, pero deja que Jaime te cuide. Él puede ayudarte.
Miré a mi amigo. Me sonreía. Se me ocurrió que Eva había estado saliendo con él, que posiblemente le tenía cariño. Que no había motivos para hacerle daño. Por qué no dejar que me ayudase, que estuviese ahí conmigo, que me sacase de todo esto... Del infierno en que se había convertido mi vida.
Me despedí de mis padres con el estómago encogido y una sensación de frío encharcando todo mi cuerpo. A lo mejor, muy en el fondo, tenía ya la certeza de que no les iba a volver a ver. Jaime se quedó conmigo ese día. Cogió todas las pastillas y las lanzó por el retrete.
—No te van a hacer falta, Germán —me dijo, tirando de la cadena—. Tú eres lo suficientemente fuerte como para superar esto y mucho más.
Pero no. No lo era. Y ver las pastillas desapareciendo en el agua me produjo vértigo. Y decidí que debía contárselo, aunque no me creyese, aunque se riese en mi cara de mí.
Nos sentamos en el sofá, en silencio primero, durante un buen rato. A veces nos echábamos miradas furtivas. Fue él el que se decidió a hablar.
—¿Quieres decirme algo?
Asentí muy despacio. ¿Cómo le iba a decir que mientras él salía con Eva yo me acostaba con ella? Aunque, a decir verdad, ese secreto era el más fácil, porque cómo explicarle que aquella mujer de cabello sangriento había asesinado a su hermana, cómo decirle que observó con una sonrisa en el rostro la muerte de mi Verónica. ¿Cómo convencerle de que dominaba mi vida y no podía escapar?
Pero lo hice. Comencé por el principio. Le hablé de lo que había sentido al ver a Eva. Él asintió, se acordaba muy bien de ello. Le dije cómo me había enfadado al verlos en la discoteca. Le conté la visita de Eva, que acabamos en la cama, que habíamos mantenido ese secreto durante mucho tiempo, hasta que ellos dos habían terminado. Él sólo asentía, como si en el fondo lo hubiese sabido siempre. Y luego le expliqué que Eva no era quien nosotros creíamos. No. No era una chica normal. Era diabólica. Disfrutaba con las muertes de los demás. Le dije palabra por palabra lo que su hermana había pronunciado antes de morir. El olor a lirios en la habitación, tan asfixiante. El pitido de la máquina que hizo que comenzase mi pesadilla. El mechón de pelo rojo en la almohada de Teresa. Mis sospechas. La quemazón que notaba en mi interior. La presencia de Eva de forma constante en el día a día. El regalo que me había hecho Verónica porque Eva se lo había dicho. La tarde en la cual quedamos en la terraza y vi a alguien junto a ella. Cómo había gritado a Verónica, que por ese motivo me había dejado. Que yo quería volver con ella. La noche en el callejón. Lo que noté durante unos minutos, al pensar que era yo el que estaba encima de ella. Cómo observé pasivamente que la penetrase una y otra vez. Mis gritos desgarrados en la madrugada, sosteniendo en mis brazos un cadáver. La última frase de Verónica. Y la figura de Eva allí. Lo solté todo. Me vacié de palabras y de lágrimas. Estaba desesperado. Sé que Jaime lo supo. Me abrazó, me susurró palabras conciliadoras y luego me llevó hasta el dormitorio. Me tumbó en la cama.
—Necesitas descansar. Mañana será otro día. Y yo estaré aquí. Eva no te hará nunca más daño —me susurró al oído.
Pero como no me había tomado mis pastillas no pude conciliar el sueño. Le escuché hablar por teléfono con alguien. Me levanté sigilosamente de la cama y escuché, a través de la puerta entornada.
—Sí... Germán está peor de lo que pensamos. Culpa a una amiga en común de las muertes y a sí mismo. —Me imaginé que hablaba con mis padres—. Creo que lo mejor es que ingresase interno en algún sitio...
9
Jaime no me había creído y ahora pensaba que yo era un loco más. Me enfadé y corrí a meterme en la cama. En realidad no tenía fuerzas para nada más y tampoco podía reprocharle nada porque parecía una historia de locos. Lo único que quería en esos momentos era una pastilla, o dos, o tres. Y sumergirme en las pesadillas, pero lejos de allí. Si no hubiese estado con el mono, la furia habría invadido mi cuerpo y le habría echado de allí. ¿Habría cambiado algo la historia?
Siempre me lo he preguntado. Todos estos años. Ustedes también lo habrán hecho. Ocurre algo y tienen que tomar una decisión, la decisión más dura de sus vidas, aunque en esos instantes les parece insignificante. Y una vez tomada, sin haber pensado mucho en ella, recapacitan, porque lo que ha sucedido después no es lo que les habría gustado. Y entonces se ponen a pensar, día tras día, mes tras mes, año tras año. ¿Qué hubiese pasado si...? ¿Y si hubiese hecho esto y no aquello...? ¿Y si...? Todas son condicionales imposibles, irrevocables. Una vez hecho no puedes volver atrás. Y te torturas por ello. Así somos el género humano: frágil, inestable, estúpido.
Yo esa noche dejé que Jaime se quedase en mi casa, que llamara por teléfono a mis padres y les comunicase lo que les había contado. Confesé un secreto primitivo a una persona, y esa persona a otras, y esas otras se lo pasarían a otras y se crearía una red cada vez más grande. Y ella lo supo.
Me dormí sin las pastillas, un gran milagro para mí. Y en mi sueño aparecía Jaime cuando le conocí en un verano en el que sólo teníamos cinco años. Jaime en el río, haciéndome aguadillas. Jaime adolescente, lleno de granos, jugando a la consola mientras yo me enrollaba con una de las chicas mayores. Jaime en la excursión de fin de curso, esperándome en la puerta del autobús porque yo llegaba tarde. Jaime sujetándome mientras yo echaba las tripas porque había bebido demasiado. Y Jaime aquellas Navidades que yo me pasé retorciéndome de un dolor de cabeza horrible. Teníamos diez años y yo no entendía por qué me dolía tanto. Visitamos los médicos y ninguno dio con la solución. Migrañas, tal vez. ¿Tan pequeño? Quién sabe, así funciona el cuerpo humano. Y en esos sueños, me di cuenta de una cosa. De que en todos ellos aparecía la presencia de Eva, oculta entre las sombras, como acechando. Una imagen borrosa y distorsionada en una foto mal hecha. Yo me la imaginaba en esos sueños con un brillo extraño en los ojos, con una expresión a medias entre la tristeza, el miedo, la culpa y la resignación.
Desperté bañado en sudor, como tantas madrugadas. El corazón martilleaba con frenesí. ¿Por qué, por qué Eva aparecía en todos esos recuerdos de infancia y juventud? ¿Estaba tan obsesionado que mi mente me jugaba malas pasadas?
Cuando me recuperé un poco me pareció estar acompañado en la habitación. Puede que Jaime me estuviese haciendo compañía, imaginando que podía cometer una locura. Escuché una tenue respiración. Un corazón acompasándose al mío. Tenía miedo. Mucho miedo. Las sombras se deslizaban por el dormitorio, juguetonas. Incluso escuché risas cantarinas.
—¿Jaime? —susurré en el silencio de las tinieblas.
—Germán..., ¿tienes miedo de la muerte?
Contuve la respiración. Agarré las sábanas de la cama y las apreté contra mi cuerpo, como si pudiesen protegerme, como cuando era pequeño. Un terrible temblor se adueñó de mí. Y comencé a llorar. Se acercó, rozando con sus manos la sábana. Sentí el tacto cristalizado de su piel. El frío que había envuelto la habitación.
—¿Qué... qué haces aquí? Cómo has entrado...
—Siempre contigo, Germán. Siempre... —suspiró Eva junto a mi oído.
—Quiero que te vayas. ¡Márchate! —exclamé, alzando el tono de voz.
—No puedo dejarte... Me perteneces, así lo pacté.
—¿Qué... qué quieres decir?
Un destello inundó la habitación. Solté un grito. Las tijeras se habían reflejado en el espejo del dormitorio. Unas tijeras tan brillantes como el céfiro. Eva me las tendió, pero no sonreía, como en mis sueños. Las rechacé, negando una y otra vez con la cabeza.
—Tienes que hacerlo, Germán. Hazlo. —Agitó las tijeras frente a mí.
—¡No! ¿Por qué, por qué tengo que hacerlo?
—Así está pactado... No todo puede ser perfecto en la vida y en la muerte —susurró Eva, llenando la habitación de un aroma a lirios podridos con cada suspiro.
Cogí las tijeras con manos temblorosas. Las contemplé, fascinado. En ellas había algo escrito, en una lengua que yo no conocía. Luego me acercó un hilo azul. Me pareció que palpitaba. Lo sujeté entre mis dedos y me di cuenta de que estaba caliente.
—Qué... qué es esto. De quién es este...
Eva me cogió las manos, instándome a que cometiese aquel pecado original. Me negué de nuevo. Me levanté de la cama, empujándola. Cayó al suelo, con las piernas abiertas.
—Debes hacerlo, Germán... —Eva no movía los labios, sus palabras llegaban directamente a mi mente.
—¡No! ¿Quién cojones eres? ¡Dímelo, zorra, dímelo!
Me lancé contra ella y la cogí del cuello, estrangulándola. No parecía hacerle el más mínimo daño. Sus ojos me miraban, tristes, no amenazantes como otras veces. Me detuve. Posé mis labios en los suyos y la besé, inundándome de ella. Pero sólo había dolor. Vi a mucha gente sufriendo. A demasiada. Eva estaba enviando aquellas imágenes a mi mente. Contemplé a personas que no conocía, vestidas de otra época. Vi a mi bisabuela, a la que no conocí en persona. A mis abuelos. A Mónica. A Teresa. A Verónica. Todos sollozando, deambulando por una tierra árida. Ciegos. Pude sentir su agonía.
Me separé de Eva, arrastrándome hacia atrás. Me choqué con la cama.
—No quiero que tú pases por eso...
Me tendió de nuevo las tijeras y el hilo, que había dejado caer.
—¿De quién es...?
Eva ladeó la cabeza. Sus rizos le enmarcaron el rostro y la recordé en el primer día de clase, tan bella, tan misteriosa. Ahora su palidez era enfermiza, casi podía ver su calavera tras la piel.
—Te lo ruego, dime de quién es...
Se llevó las manos a la cara, tapándose los ojos. Y sé que quería llorar, pero no podía. Con un dedo larguísimo señaló el salón. Y entonces supe. Comprendí. El terror afloró en mis entrañas.
—Hazlo, Germán... Y luego olvida.
—¿Acaso crees que es tan sencillo olvidar? ¿Lo es para ti, maldita sea? —exclamé. Me pareció extraño que Jaime no acudiese ante semejantes gritos.
Me incorporé del suelo y salí al salón. Lo encontré tumbado en el sofá, durmiendo tranquilamente.
—¿Por qué no se despierta? —le pregunté a Eva.
—He tratado de que fuese lo más fácil posible...
—¡Si tan fácil es, entonces hazlo tú! —Le lancé las tijeras y el hilo, los instrumentos del martirio, del fin.
—Si lo hago yo, será más doloroso. Si lo haces tú, será como dormirse y no despertar.
Eché la cabeza hacia atrás, aullando. Golpeé la pared con mis puños. Todavía no entendía muy bien.
—Debe de haber otra solución —dije, cuando me calmé un poco.
Eva negó. Me di cuenta de que el hilo que sostenía se iba acortando. ¿Estaba en ese tejido la vida de mi amigo? ¿Tan sólo éramos eso, finos hilos que con un suave corte desaparecían?
Contemple a mi amigo una vez más. Lloré de rodillas ante él, meciéndome, suplicándole a un dios que no se mostraba. Eva permaneció de pie, detrás de mí. La escuchaba murmurar palabras en una lengua ancestral. Entonces me sentía un poco mejor, como si el mar en calma mojase mi piel ardiente.
Jaime no se despertó. Si hubiese visto sus ojos no podría haberlo hecho. Me convencí de que era una pesadilla más, que despertaría y allí estaría Jaime, hablando con algún celador de un hospital en el que me ingresarían. Y sería mejor. Sí, eso era lo que quería.
Acerqué las tijeras al hilo, que ya era muy pequeño. Me temblaba tanto el pulso que pensé que me cortaría a mí mismo. Miré a Eva. Ella asintió. Rocé el hilo con la punta afilada de las tijeras. Y entonces corté. La mitad del hilo que no sostenía cayó al suelo, silenciosa. Y mi amigo dejó de respirar. Grité y grité. Pegué varios bofetones a Jaime, para que despertase. Lo zarandeé como un loco. Lo llamé, le rogué que no me abandonase. Eva me observaba, en silencio. Y me dio tanta rabia verla allí, tranquila, que cogí las tijeras y me lancé contra ella. No chilló ni opuso resistencia. Caímos los dos al suelo. Ella soltó una pequeña exclamación cuando vio que yo alzaba las tijeras.
—Si pudieras, sería mi mayor bendición... —musitó, acariciándome la mejilla.
Y entonces se las clavé. Una y otra vez. Y otra. Y otra. La sangre me salpicó en el rostro. Se metió en mi boca. Degusté el sabor de la sangre de Eva. Sabía a lirios pero también a algo más. A dolor, a miseria, a desdicha, a miedo, a incomprensión, a peste. Se las clavé hasta que le abrí un gran boquete en el pecho. Al cabo de un rato se quedó inerte y sus ojos dejaron de mirarme.
Me quité de encima y me senté a su lado. La alfombra y el suelo estaban tintados por completo de la sangre de Eva. No era roja como su cabello. Era negra. Muy negra.
Luego me levanté, en un estado cercano a la catatonia, y me tumbé al lado de Jaime. Le abracé. Ni siquiera me quedaban ya lágrimas para derramar.
Antes de sumirme en la oscuridad, sonreí.
Por fin, por fin todo había acabado.
Epílogo
Me estremezco bajo su abrazo. Cada vez hace más frío y el olor a lirios aumenta... Entiendo a qué ha venido.
Comprendo quién es.
—Tengo un tumor —digo.
Y ella me abraza más fuerte, inundándome de una eterna felicidad. Llora, como aquella vez en la penumbra de mi habitación. Sus mejillas manchadas de escarlata.
—Lo sé, lo sé...
Y el rompecabezas se va formando. Poco a poco, se juntan cada una de las piezas.
—Tú... Siempre estuviste conmigo —acierto a decir.
—Siempre —murmura—. Desde las Navidades en que el destino cruel te eligió.
—No lo entiendo... por qué yo, por qué salvarme a mí.
Ella se encoge de hombros, sin soltarme. Creo que estamos flotando, pero me siento algo mareado y la cabeza empieza a dolerme de nuevo.
—¿Acaso decidimos a quién amar?
—Tú... no amas a nadie.
Sus ojos grises se apagan y una sombra cruza su rostro.
—Yo te amé a ti. Escogí un camino que no se me había concedido. Quería sentir, como vosotros. Quería llorar, reír, amar, sufrir. Me fue concedido. Tú ibas a ser el que me lo otorgase. Pero entonces...
—¡Sabías de todas formas que iba a tener que morir! —exclamo, separándome un poco de ella.
—Sí, pero no tan pronto. No, porque eras un niño y no lo merecías. Porque yo no lo habría soportado, porque hasta que no crecieses no podías pertenecerme del todo...
—Te odio. Arruinaste mi vida. Me metiste de cabeza en el infierno. ¡Mataste a mis amigos, a mi familia!
—Eran ellos o tú.
—¿Y te parece suficiente razón?
—Habrían muerto de todos modos —repite las palabras que yo he dicho momentos antes.
—¿Y qué? ¡Habrían muerto como cualquier persona normal! ¡Cuando les tocaba, joder!
—Era difícil detener tu enfermedad, tu mal. Sólo con la muerte de ellos tú podías vivir.
—¡Habría sido preferible morir! —grito. La empujo. Mis puños se crispan. Me dan ganas de volver a clavarle unas tijeras, como aquella vez, a pesar de que sé que volverá. Siempre—. ¡Tú me has condenado! ¿Y ahora qué? ¿Acaso ahora no voy a ir a parar al mismo lugar que ellos? ¿Ese sitio del que tú querías mantenerme alejado?
No contesta. Ni se atreve de nuevo a abrazarme. Irónicamente, siento pena por ella. Y amor. Quisiera entender lo que ella ha sufrido. Acaricio su rostro y con sólo ese gesto el olor a lirios me vuelve a invadir.
—Cuál... cuál es tu nombre verdadero —le pregunto, a pesar de que ya lo sé y me aterra.
—Tengo muchos. Ninguno te gustará —musita, cerrando los ojos con mi caricia—. Te quiero. Siempre te he amado. Sé que no me vas a perdonar.
No puedo decidir si es un ángel o un demonio. Una bruja cruel o un ángel bondadoso. Para mí, es tan sólo ella, la chica de los ojos grises de la que me enamoré.
El dolor de cabeza me está matando. Ella lo sabe. Me llevo las manos a las sienes, intentando no gritar. Sé que no me queda mucho, que por eso ha venido.
—¿Y ahora? ¿Ahora no vas a acabar con más gente para que yo continúe viviendo? —pregunto, refiriéndome a mi familia. Me sorprende que ella no haya vuelto a jugar.
—No. Ya no. No quiero seguir con esto. He comprendido que amar es no provocar dolor en los demás. Y yo, la que siempre lo ha provocado, la que estaba allí en los partos llevándose a niños recién nacidos, la que arrancaba madres, padres, hijos, hijas, hermanos, hermanas de los brazos de su familia. Soy la peor peste del mundo, la que causa mayor dolor. Y no quiero, no quiero más. Desapareceré contigo.
—Si tú... si tú no... ¿quién? —no sé muy bien cómo expresarlo. Todavía me parece un sueño, una historia que no puede ser real.
—Siempre habrá alguien dispuesto a ello, aunque siglos siendo la miseria acaban por cansar. —Sonríe, cansada. Y en sus ojos veo demasiado conocimiento—. Te acompañaré en ese lugar horrible. Estaremos ciegos, no nos podremos tocar. Pero sé que encontrarás mi presencia.
—¿Cómo vas a...?
—Rogué ser mortal. Y por tantos años de servicio, me fue concedido.
Sus brazos me envuelven de nuevo. Ya no quiero preguntar nada más. Se acerca, me besa con suavidad. Ya no hay imágenes de dolor, sólo calma, tranquilidad, alegría. Y arrepentimiento.
Convirtió mi vida en un tormento y aun así la voy a perdonar. Así de incomprensible es el ser humano, así de estúpido y de misericordioso a la vez. Me ha descubierto tantas cosas que prefiero morir, llevarme a la tumba tantos secretos.
No obstante, tal vez alguien encuentre algún día esta grabación. Algún curioso escuchará mi voz y abrirá mucho los ojos al escuchar esta historia. Le provocará terror y algo de inquietud. Pero no creerá. No estoy pidiéndole a usted, si escucha esto, que crea. No quiero asustarle con mis palabras. En sus manos está la decisión. Sin saber, uno bien puede vivir felizmente. Así que, si ha logrado escuchar toda esta grabación y ahora ya conoce mi historia, bórrela. Piense que tal vez soy un cuentista que se divierte a costa de usted. O no la borre, y entonces comience a sentir que se acerca una mujer con cabello rojo cada día más hacia usted.
Quién sabe, a lo mejor se puede alterar el destino. Quién sabe, a lo mejor no y sólo somos títeres de madera en un retablo.
Ahora voy a apagar esta grabación. Ella me espera, ansiosa por compartir una eternidad conmigo. Deseosa de que le conceda un perdón que jamás tuvo, una piedad que nadie sintió. Esperanzada de sentirse humana, como usted, como yo.