El ángel mudo
CUANDO NOEL volvió de la gran ciudad, la cordura ya no brillaba en sus ojos y tú todavía eras el «ángel mudo».
Le esperaste sentada bajo una higuera. El pueblo se encontraba a cinco kilómetros. A veces, pasaba algún labriego y te saludaba, «Buenos días tenga usted, ángel Sara». Tú levantabas tu brillante rostro, dotado casi de una gracia divina, y mostrabas la sonrisa de la juventud. En el pueblo te adoraban. Tu candidez envolvía a los lugareños como el manto de la Verónica. Te gustaba la vida sencilla: ir los domingos al pueblo, jugar con los niños en los parques, llevarles manzanas de tu huerto a aquellos más pobres. A Noel también le gustaba, por eso, desde tu inocencia, no entendiste jamás muy bien que en los hombres pudiese anidar el mal.
Le esperaste sentada bajo la higuera, llevándote a la boca de vez en cuando alguno de los deliciosos frutos. Tu cuerpo se tensó al escuchar el motor del viejo autobús, que se acercaba renqueante por la carretera, levantando una humareda de polvo. Corriste hacia el camino, con la mirada brillante, la alegría del retorno dibujada en tu rostro. Cinco meses sin ver a Noel, tan sólo leyendo sus cartas. Cuando bajó las escalerillas del autobús, con una barba descuidada, la ropa sucia y el rostro cadavérico, supiste que en él algo había cambiado. Pero lo peor fue su mirada. No te reconociste en ella. Noel extendió sus manos cogiendo las tuyas y te abrazó, pletórico de alegría.
—Seremos famosos, Sara, ¡famosos! Y ricos —dijo a viva voz.
Le miraste con los ojos muy abiertos. Con los ojos de alguien que siempre había vivido en el campo y no comprendía nada más que el hecho de cuidar de sus animales, de cultivar la tierra, de beber el agua fresca del molino.
—No me mires así, ángel Sara. Te dije que volviendo a la ciudad conseguiría sacarte de esta miseria —continuó él, agarrando su maleta y cogiéndote del brazo.
Caminasteis por el sendero que se dirigía hasta la pequeña granja. Sentiste algo parecido al dolor invadiéndote las entrañas. Noel jamás había dicho que vivir allí fuese algo malo, nunca había hablado de vuestras vidas como una desdicha.
—He visto algo sorprendente, mi ángel, ¡algo maravilloso! —Noel gesticulaba mientras te contaba sus vivencias—. Allá, en la ciudad, se estrenó una película que revolucionó la industria del cine. La gente, tras verla, aplaudió. Hablaba de un monstruo, Sara, de un monstruo. A las personas, en su pecado original, les hace sentir bien ver que los monstruos son los demás.
Os detuvisteis delante de vuestra casa. La casa en la que habíais vivido durante tres años maravillosos, llenos de fragancias de flores y de cantos de gallos al amanecer. Noel observó todo con una mueca de repugnancia.
—Mi ángel mudo, yo voy a crear un monstruo que adorarán. Y entonces, reconocerán mi genio.
Una ligera brisa meció los campos de maíz. Era primavera. No comprendiste las palabras de Noel y aun así conociste por primera vez el miedo. Te tocaste el vientre inconscientemente. Hacía ya cinco meses que la semilla germinaba en tu interior.
Semanas después, recordaste el día en que Noel llegó al pueblo. Decían que era uno de esos ricachones de la ciudad que se dedicaban a hacer películas. Tú te hallabas jugando con un par de niños, escuchando como hablaban de él los demás. No le habías visto todavía, pero sentías una gran curiosidad. Entonces, una sombra se cernió sobre ti, y al levantarte, supiste que era él. No se parecía a nadie del pueblo. Desprendía seguridad y elegancia. Tocó tu rostro suavemente. Tú cerraste los ojos al sentir su tacto.
—Eres un ángel, ¿alguna vez te lo habían dicho? —te dijo, muy serio.
Te marchaste rápidamente, dejándolo allí. No querías que descubriese que eras muda, pero los rumores en los pueblos se extienden siempre como la pólvora y días después, él apareció en la granja, con un gran ramo de flores y una sonrisa apabullante en el rostro. Tu anciano padre salió soltando espumarajos por la boca, llamándole de todo y echándole de allí. Noel se fue, no sin entregarte antes el ramo, que guardaste como un tesoro hasta que se pudrió.
Al día siguiente, murió tu padre. Un ataque fulminante al corazón. Sola, estabas sola; sin embargo, apreciabas todavía lo hermosa que podía ser la vida. Tan grande y candoroso era tu corazón que asumías la muerte como un hecho más en la vida. Noel estuvo allí, en el entierro, ofreciéndote su hombro para llorar. No lo conocías pero confiaste en él. Le diste tu mano, tu corazón, tu alma. Dos meses después os casasteis en la pequeña iglesia del pueblo. Todos coincidieron en que eras más un ángel que nunca. Pensaste que no serías jamás tan feliz como entonces. Tenías veinte años y la esperanza de quien no conoce la injusticia.
Ya casados descubriste que Noel apenas tenía nada, que luchaba por ser un director reconocido sin mucho éxito. Intentaste hacerle un hombre dichoso y creíste haberlo conseguido durante tres años. Al menos hasta que él decidió volver a la ciudad, a probar suerte de nuevo, a investigar sobre lo que triunfaba en esos momentos.
Ahora, sentada frente al espejo, derramabas lágrimas tan mudas como tú. Noel no se había alegrado ni un ápice al enterarse de que ibas a tener un hijo suyo. La cama se encontraba tan vacía por las noches como durante su ausencia. Escribía interminables párrafos en una libreta. Vivíais juntos pero no os conocíais.
En sus ojos ya no debías de ser un ángel; los ángeles no otorgan la fama.
Noel se marchó a la ciudad de nuevo cuando tú ya estabas de siete meses. Cada día te preguntabas cómo cuidaríais al niño. Ilusa de ti, imaginaste que tal vez iba a comprar una cuna o puede que un carrito. Él aseguraba que ibais a ser ricos y felices, pero tú tan sólo rogabas porque volviese la felicidad de antaño, aquella que no se compra con dinero.
Volvió cargado a saber de qué artilugios. Tú jamás habías visto una cámara, por eso, te parecieron extraños todos esos aparatos. Le preguntaste por señas que para qué era todo aquello, que por qué no había comprado algo para el bebé. Noel te asestó una bofetada que giró tu bello rostro, que marcó cinco dedos en tus mejillas de querubín. Las lágrimas pugnaron por salir, pero lograste frenarlas.
—¡Necia! ¿Acaso crees que un crío nos hará famosos? —atronó la voz de Noel, mientras tú te encogías como una niña pequeña.
En momentos como ese agradecías ser muda para que no te perdiese la lengua. Noel no dijo nada más y tus manos se quedaron quietas. Se echó a la espalda todo lo que había comprado en la gran ciudad y se marchó al cobertizo.
Tenías veintitrés años cuando tu inocencia se quebró como el cristal más fino.
Estabas intentando leer un libro cuando escuchaste un ruido a tu espalda. Hacía una semana que Noel no salía del cobertizo más que para comer y dormir y en ocasiones ni eso, y ahora, estaba ante ti, con un gran ramo de flores en las manos. Sonreíste, acordándote del día en que intentó cortejarte. «¿Has ido al pueblo?», le preguntaste con las manos. Él asintió con la cabeza. Sus ojos brillaban de un modo infrecuente, pero no se te habría ocurrido jamás pensar que Noel te hiciese daño.
Te levantaste grácilmente del sillón, dispuesta a coger el ramo y sellar con un beso la paz entre los dos. No pudiste defenderte cuando él te puso las manos a la espalda violentamente y te llevó a empujones al cobertizo. En tu alma se refugió el miedo que descubriste el día en que él había vuelto de la ciudad. Al entrar en el edificio comprendiste que en el mundo no existe cordura, que tal vez la vida estuviese dirigida por dioses locos. Docenas de gallinas se hallaban esparcidas por el suelo, completamente quemadas. Un olor nauseabundo inundaba todo y diste un par de arcadas.
Te revolviste, intentando escapar del abrazo malvado del hombre que una vez había sido tu marido. Un puñetazo aterrizó en tu rostro y el labio comenzó a sangrarte. Agachaste la cabeza, sabiéndote derrotada. Los ángeles, en ocasiones, también pierden. En ese cobertizo estaba ganando la batalla el mal, mucho más fuerte que la inocencia. Anudó tus muñecas en el respaldo de la silla. Lo miraste fijamente, intentando devolverle el juicio. Él ya no estaba allí, seguramente se había ido lejos. Y todavía más lejos cuando comenzó a rociarte el rostro con un líquido que olía a mil demonios. Las imágenes de las gallinas quemadas llenaron tus retinas.
Ante tanto dolor llegaste a creer que la voz que te abandonó al nacer iba a volver en cualquier momento. Noel, aquel que un día te dijo que eras la más hermosa, quemó tu rostro. La oscuridad llegó pronto, como si alguno de esos dioses implacables se hubiese apiadado del ángel al menos por un momento.
Despertaste en tu cama mareada, con nauseas y con el corazón agrietado. Noel te observaba. Lo hacía con la mirada del hombre que se enamora por primera vez. Quisiste llorar pero escocía tanto que te contuviste. Retazos de recuerdos paseaban por tu mente. Ahora veías a Noel con un ramo en las manos, ahora te veías a ti atrapada en una silla. Pero no conseguías recordar nada más y la inquietud mordisqueaba tus sospechas. Notabas la cara rara, como si ya no fueses tú pero aún atada no podías tocarte. Tu vientre continuaba abultado; al menos te quedaba la esperanza de que el bebé siguiera creciendo.
Noel te traía la comida; te trataba como a una niña pequeña. Ni siquiera podías hablarle a través de gestos y él tan sólo mencionaba cosas como «ahora sí eres mi ángel», «ahora sí eres bella».
Y entonces, el día llegó. El día que te hizo convencerte de que no deberías haber nacido, de que un dios injusto se había equivocado y te había convertido en mártir. Noel te quitó las cuerdas de las manos y te instó a que te tocaras. Llevaste las manos a la cara y en el estómago se te enroscó una serpiente. No reconocías tu bello rostro, no encontrabas tus labios, no sabías quién eras.
Noel trajo un espejo. Tus ojos se abrieron de par en par, comprendiendo. No querías saber. No querías verte. Pero te obligó. Y te descubriste repugnante. Protuberancias aquí y allá recorrían tus facciones, escondían tus otrora hermosos ojos. De tus labios carnosos no quedaba nada y entre la carne, podías apreciar los dientes. El cabello largo y sedoso se había transformado en unos cuantos mechones carbonizados. Te preguntaste si era una broma macabra que no hubieras muerto, pero no imaginaste que Noel lo tuviese todo planeado. Acarició tu rostro como si te amase más que nunca y te contrajiste del asco. Repulsión hacia él, pero sobre todo hacia ti.
El «ángel mudo» era ahora tan sólo el «horror mudo».
Al mes notaste fuertes pinchazos en el vientre. La ilusión que había abandonado tu existencia regresó volando como una mariposa y se posó en tu corazón destrozado. Tu bebé iba a nacer y al menos tendrías algo por lo que vivir. Pensaste en avisar a Noel para que te ayudase, mas los recuerdos en el cobertizo te asaltaron como lobos hambrientos y entre espasmos corriste a refugiarte en el dormitorio. Pero el dios juguetón y cruel decidió obstaculizar tu camino de nuevo y mientras empujabas con fuerza en tu propia cama, Noel entró como un rayo. Quisiste gritar, pero el chillido tan sólo retumbó en tu cabeza. Él te separó las piernas, como un ginecólogo experto, y te pidió que empujaras, que empujaras, que el bebé estaba saliendo.
Un llanto inundó la habitación. Y súbitamente, el silencio. Alzaste el rostro desfigurado temblando como la luna en el arroyo. Suplicaste con la mirada a Noel, te negaste una y otra vez la verdad que se te había impuesto. Él depositó a vuestro bebé muerto entre tus brazos y lo acunaste mientras llorabas en tu mutismo.
—Es el bebé más hermoso del mundo, como su madre —susurró Noel a tu oído, arrancándote a la criatura y llevándosela.
Estiraste los brazos, tratando de impedírselo. El cansancio venció a tus miembros.
Días después, descubriste al bebé muerto en una cuna que Noel había fabricado. La visión macabra hizo que cayeras al suelo.
Sara, ángel y horror mudo, ansiaste una muerte que no te había sido concedida.
Sara, ángel caído, te diste cuenta de que Noel estaba creando a su monstruo particular el día en que te transformó de nuevo. Tumbada en el lecho, ajena a todo hasta ese momento, contemplaste pasivamente como entraba en la habitación con unos cuantos instrumentos. Tu vista se había tornado borrosa y no acertaste a distinguir lo que llevaba entre las manos en un primer momento. Tan sólo descubriste la terrorífica verdad cuando comenzó a atarte el brazo izquierdo con unas cintas. En tu paroxismo le agarraste del pelo, tratando de evitar que continuase con su macabro experimento, con su voluntad despiadada. ¿Cómo decía amarte si estaba haciéndote desaparecer? ¿Cómo podía susurrarte al oído que ahora eras la más bella cuando te había convertido en un monstruo? Noel se deshizo pronto de ti, de tu escuálido cuerpo. Las cintas te apretaban el brazo, cortando casi la circulación de tu sangre.
Entonces algo destelló ante tus ojos, y el reconocimiento encontró en ti el terror de los mártires, de tantos inocentes que alguna vez en su ingenuidad, sufrieron.
—Mi bella Sara, mi ángel, tú nos harás libres —murmuró Noel, con la mirada perdida.
Te revolviste entre las sábanas. Las mordiste agonizando en el sufrimiento que todavía no había llegado.
El hacha atravesó el aire cortándolo. Partiendo tu brazo. La sangre tintó las telas, salpicó tu rostro aunque apenas lo notaste. Era más fuerte el dolor de la incomprensión que el de la herida abierta. Rezaste para desmayarte, para morir, para no sufrir más aquel tormento. Ningún dios se condolió de ti esta vez, casta Sara, y estuviste presente durante todo el ritual grotesco que realizaba aquel que una vez puso un anillo en tu dedo.
—Señoras y señores, esta noche tenemos el placer de presentarles a un director novel. Bien, estimado público, nuestro deber es avisarles de que el contenido de dicha cinta puede herir sensibilidades, por ello, todos aquellos que lo deseen, pueden abandonar la sala. Como bien saben, el año pasado se estrenó en nuestras pantallas El hombre elefante, del aclamado David Lynch. Si consideran que esa cinta es estremecedora, no saben lo que pueden encontrarse en el trabajo de nuestro director. En él, nos quiere mostrar la locura a la que puede llegar el ser humano y sus nefastas consecuencias. Las imágenes, rodadas en blanco y negro y sin ningún sonido, tan sólo con un extraño zumbido de fondo, nos quieren dar una lección ejemplar. Sin apenas recursos económicos y actuando simplemente su mujer y él, Noel Blanco nos trae un trabajo espléndido. No dudamos de que esta sea la cinta que le lleve al estrellato.
Sara, te encontrabas al fondo de la sala, en un rincón, sin prestar atención a las palabras de ese hombre al que no conocías. No entendías muy bien por qué Noel te había llevado allí. Sólo querías quedarte en la granja, acariciada por la fresca brisa con aromas a manzana. Pero te había levantado de la cama que se había convertido en tu prisión desde hacía meses y te había lavado y vestido. Para salir, te colocó un abrigo más grande que uno de tu talla, y te cubrió con la capucha. Noel había alquilado un coche expresamente.
—Esta es nuestra noche, mi Sara —te había dicho en el vehículo, cogiéndote de la mano que todavía te quedaba.
Después, te había dejado sola en aquella sala abarrotada de gente, donde la luz era escasa y todos hablaban con entusiasmo. Recordaste que una vez tú también habías sido así.
—Sin extenderme más, les dejo con esta asombrosa e inquietante cinta —terminó de decir el hombre de gafas.
Las tenues luces de la sala se apagaron por completo. Unos cuantos soltaron exclamaciones de sorpresa. Te apretujaste en tu asiento. Ahora cualquier cosa te daba miedo, sobre todo la oscuridad. No te habías dado cuenta de que en la sala había una pantalla hasta que esta se iluminó. Comprendiste entonces que era una película. ¿Una película rodada por tu marido? Él jamás te había dicho nada, y tú creías que lo único que había hecho durante ese año era castigarte.
Comenzaron a aparecer las imágenes. Te viste a ti misma, cuando todavía eras bonita, cuando todavía eras el ángel. Estabas recogiendo manzanas y sonreías. No recordabas a Noel grabándote en esos momentos. Sentiste que el corazón se te encogía. Las siguientes imágenes trajeron a tu mente todo aquello que habías intentando olvidar: tú, sentada en una silla mientras Noel te echaba un líquido por la cabeza y te prendía fuego; tú, mirándote por segunda vez en un espejo, descubriendo un monstruo y rompiendo el cristal en mil pedazos hasta sangrar; tú, alumbrando a tu bebé muerto; tú, el día en que descubriste la cuna y habías caído al suelo y aun sabiendo que el niño estaba muerto, volviendo otro día y acunándolo tiernamente; tú, agonizando ante un hombre que te cortaba el brazo, una pierna; tú, convertida en un monstruo por la demencia de un individuo al que, sin embargo, todavía amabas.
La pantalla mostró una última imagen tuya en primer plano. Varias personas soltaron grititos, alguien incluso manifestó su repugnancia con una arcada. Las palabras «El ángel mudo» se dibujaron hasta que se apagó. Tras volver las luces, nadie dijo nada. Todos parecían haberse quedado demasiado sorprendidos ante semejante espectáculo, pero entonces, un hombre joven se levantó y comenzó a aplaudir. Siguiendo su ejemplo, un par más se levantaron también y luego toda la sala prorrumpió en aplausos y comentarios acerca de lo maravillosa que había sido.
Sara, en tu soledad, te echaste a llorar. Toda esa gente aplaudía por verte convertida en un monstruo. Cesó tu llanto cuando Noel apareció, dando gracias al público.
—Muchísimas gracias, señoras y señores. Debo, sin embargo, decirles que esta cinta jamás hubiera sido posible sin la ayuda de mi mujer.
Unos cuantos aplaudieron de nuevo y coincidieron en el estupendo trabajo que habías hecho, en lo real que parecía todo. Se morían por saber cómo había conseguido aquellos efectos, todo ese maquillaje espeluznante.
—Así que, quiero que ella también reciba aplausos de su parte, porque es la verdadera protagonista de esta historia.
Noel bajó del escenario y se dirigió hacia ti, estremecida en la silla de ruedas, comprendiendo lo que él se proponía. Pasó entre el público, con el rostro oculto entre las sombras de la capucha. La gente comenzó de nuevo a murmurar; imaginaban que todo aquello formaba parte del espectáculo y estaban encantados.
—¡Aquí la tienen, ella es el ángel mudo!
El silencio se adueñó de la sala cuando Noel te despojó de la capucha y el auditorio contempló el horror de tu rostro. Varias mujeres soltaron chillidos y hubo incluso alguna que se desmayó. No querías mirar a todas esas personas que te observaban con repugnancia. Deseabas gritar que no eras un monstruo, que eras una mujer, una mujer que alguna vez fue inocente y bella. Te echaste a llorar y Noel te quitó el abrigo. La sala se llenó de gritos de protesta, de maldiciones e insultos. No entendías nada, las lágrimas estorbaban tu visión y creíste que los desprecios iban dirigidos a ti.
Entonces, un par de hombres vestidos de negro subieron al escenario y cogieron a Noel por los brazos. Él comenzó a gritar, dando golpes y mordiscos a sus agresores. Extendiste el brazo que te quedaba sano para que no se lo llevasen pero no sirvió de nada.
—¡Ella es mi obra maestra! ¡Ella es arte! ¡Es el ARTE que ustedes buscan! —vociferaba Noel fuera de sí.
La muchedumbre intentaba avanzar hacia él, algunos le agarraron de la ropa, otros le lanzaron objetos a la cara. Habían comprendido el espanto de la verdad y tú, tú no sabías muy bien adónde iban a llevarle, qué harían con él, si intentarían matarle. Te incorporaste a duras penas de la silla de ruedas y caíste al suelo. Un par de manos te levantaron. Sentiste en su tacto y en su mirada el asco que le dabas.
—No se preocupe, señora, nos encargaremos de su marido. Necesita atención médica. Enseguida vendrán también a por usted.
El tumulto siguió a Noel y a los que se lo llevaban y te quedaste sola en la sala, a excepción de una mujer que te miraba con cautela. Levantaste el rostro, tal vez todavía quedasen esperanzas, pero tras unos segundos tan sólo encontraste miedo y desagrado en los ojos de la mujer, que acabó dejándote sola.
Sara, te descubriste vacía y abandonada. Entendiste que el mundo era tan injusto que sólo te podría amar aquel que en su demencia convirtió a un ángel en un monstruo. En un monstruo al que se le aceptaba tras una pantalla, pero no a ti, no a ti, Sara. No a un monstruo real.